Fui a cenar con mi abuela, y tenía la sensación de llevar en mí un secreto que ella no conocía: Y lo mismo le pasaría a AIbertina; al otro día sus amigas estarían con ella, tan ignorantes de lo que había de nuevo entre nosotros, y su tía la señora de Bontemps, cuando fuera a besarla, no se enteraría de que yo me encontraba allí, entre las dos, en ese peinado nuevo que tenía como objeto, a todos oculto, agradarme a mí; a mí, que hasta entonces había tenido tanta envidia a la señora de Bontemps porque estaba emparentada con las mismas personas que su sobrina, porque tenía los mismos lutos y las mismas visitas que ella, y ahora resultaba que yo significaba para Albertina más que su propia tía. Mientras estuviese con ella, Albertina pensaría en mí. Lo que iba a pasar dentro de un rato es cosa que no sabía yo muy bien. En todo caso, el Gran Hotel y la noche no estaban ya vacíos: contenían toda mi felicidad. Pedí el ascensor para subir al cuarto que había tomado Albertina, y que daba al valle. Los movimientos más insignificantes, corno el sentarme en la banqueta del ascensor, me parecían deliciosos, porque estaban en relación inmediata con mi corazón; y en los cables que hacían ascender el aparato y en los escalones que me quedaban por subir no veía yo otra cosa que la materialización de mi alegría en rodajes y escalera. Me faltaba sólo dar dos o tres pasos por el corredor para llegar a aquella habitación donde se encerraba la substancia preciosa de ese rosado cuerpo, esa habitación que, aun cuando en ella ocurrieran cosas deliciosas, conservaría esa estabilidad, ese aire de ser, para un pasajero ignorante, igual a todas las demás; estabilidad por la cual son las cosas testigos tercamente mudos, confidentes escrupulosos e inviolables depositarios del placer. Di aquellos pasos que había entre el descansillo y la habitación de Albertina, aquellos pasos que ya nadie podría parar, con deleite, con prudencia, cual si anduviese por un elemento nuevo, cual si al ir avanzando desplazase yo capas aéreas de felicidad, y al propio tiempo con un sentimiento nuevo de poder omnímodo, de entrar por fin en posesión de una herencia que siempre fue mía. Luego, de pronto, se me ocurrió que no debía tercer dudas: me había dicho que fuera cuando ya estuviese acostada. Estaba muy claro; pataleé de gozo, di un encontronazo a Francisca, que se me puso delante, y corrí con los ojos echando chispas al cuarto de mi amiga. Estaba en la carea. La blanca camisa le dejaba el cuello más libre y cambiaba las proporciones de su cara, que, congestionada por la postura, por el constipado o por la cena, parecía aún más rosada; me acordé yo de los colores que tuve unas horas antes cerca de mí, en el paseo; por fin ya, iba a averiguar a qué sabían; para gustarme más se había solado las trenzas negras y rizosas, y una de ellas le cruzaba la mejilla de arriba abajo. Me miraba sonriendo. A su lado, en la ventana, estaba el valle, iluminado por la luna. Aquel cuello desnudo de Albertina, aquellas sus rosadas mejillas me causaron tal embriaguez, es decir, pusieron para mí la realidad del mundo no ya en la Naturaleza, sino en el torrente de sensaciones con tanto trabajo contenido, que aquello rompió el equilibrio entre la vida inmensa, indestructible, que circulaba por mi ser y la vida del Universo, tan pobre en comparación. El mar, que se veía por la ventana, junto al valle; los arqueados cabezos de los primeros acantilados de Maineville y el cielo con su luna, no llegada aún al cenit, me parecían cosas más ligeras de llevar que una pluma para los globos de mis pupilas, que, dilatadas entre los párpados, se sentían resistentes y aptas para llevar sobre su delicada superficie enormes pesos, todas las montañas del mundo. Su orbe no se llenaba lo bastante ni siquiera con toda la esfera del horizonte. Y toda la vida que hubiera podido traerme la Naturaleza, todos los soplos del mar, habríanme parecido cosa ligera y breve para la inmensa aspiración que me llenaba el pecho. Me incliné hacia Albertina para besarla. Poco se me habría dado, o mejor dicho, hubiérame parecido imposible que la muerte viniera a herirme en ese momento, porque la vida no estaba fuera de mí, sino dentro, y me habría inspirado una sonrisa de conmiseración el filósofo que hubiese venido a decirme que un día, por lejano que fuera, tenía que morir y que me sobrevivirían las fuerzas eternas de la Naturaleza, las fuerzas de esa Naturaleza bajo cuyos pies divinos estaba yo como un grano de polvo, y que después de mi muerte seguirían existiendo el mar, las redondas rocas, el claro de la luna, el cielo. ¿Cómo iba a ser posible eso, cómo podía el mundo durar más que yo si yo no estaba perdido en él, puesto que él era el encerrado dentro de mi ser, sin lograr llenarlo, ni con mucho; en mi ser, donde sentía yo que había espacio para tantos tesoros, que echaba desdeñosamente a un rincón cielo, mar y rocas? "Deténgase o llamo", exclamó Albertina, viendo que me lanzaba sobre ella para besarla. Pero yo me dije que cuando una muchacha manda a un mozalbete que vaya a su cuarto en secreto y se las arregla para que su tía no se entere, será para algo, y además que la audacia sale bien a los que saben aprovecharse de la ocasión; en el estado de exaltación en que yo estaba, la redonda cara de Albertina, iluminada, como por una lamparilla, por un fuego interno, cobraba para mi tal relieve, que, imitando la rotación de una ardiente esfera, me parecía que daba vueltas como esas figuras de Miguel Angel arrastradas por inmóvil y vertiginoso torbellino Por fin iba a conocer el olor y el sabor de aquel misterioso fruto rosado. Oí un ruido precipitado, chillón y prolongado Albertina había tirado de la campanilla con todas su fuerzas.
Me había yo creído que el amor que sentía por Albertina no se fundaba en el deseo de la posesión física. Sin embargo, cuando me pareció que de la experiencia de aquella noche resultaba que tal posesión era imposible; cuando llegué, después de no haber dudado el primer día que la vi en la playa de la ligereza de Albertina, y tras de pasar por suposiciones intermedias, a la convicción definitiva de que era absolutamente decente; cuando al cabo de ocho días, al regresar de casa de su tía, me dijo fríamente: "Lo perdono a usted, siento haberlo hecho sufrir, pero ¡mucho cuidado con volver a las andadas!", me ocurrió lo contrario de aquello que sentí cuando Bloch me reveló que podía uno poseer a todas las mujeres; y como si Albertina en vez de una muchacha de verdad fuese una muñeca de cera, sucedió que poco a poco se fue apartando de ella aquel deseo mío de penetrar en su vida, de seguirla por las tierras en donde pasó su infancia, de que me iniciara en la vida de sport; y mi curiosidad intelectual sobre lo que opinara Albertina de tal o cual cosa no pudo sobrevivir a la creencia de que podía darle un beso. Mis ensueños la abandonaron en cuanto dejó de atizarlos la esperanza de una posesión con la que yo creí que no tenían nada que ver. Y ya se quedaron en libertad para ir a posarse —según los encantos que les iba descubriendo, y sobre todo, según la posibilidad y probabilidades de ser amado que yo entreveía— en alguna amiga de Albertina, y primeramente en Andrea. Y, sin embargo, si no hubiera sido por Albertina no habría yo sentido tanto placer por las atenciones que conmigo tenía Andrea. Albertina no contó a nadie mi fracaso del hotel. Era una de esas lindas muchachas que desde muy jovencitas, por su belleza, y sobre todo por una gracia y un encanto medio misteriosos, y que acaso manan de las reservas de vitalidad donde van a apagar su sed los menos favorecidos por la Naturaleza, agradan siempre en la familia, entre sus amigas o en sociedad más que otras muchachas de mayor belleza o posición; uno de esos seres a quienes ya antes de que llegue la edad de amar, y sobre todo cuando ese momento llega, se les pide más de lo que ellas solicitan y acaso más de lo que pueden dar. Desde niña Albertina tuvo siempre cuatro o cinco compañeras que la admiraban, entre ellas Andrea, que era muy superior a ella y lo sabía (y acaso esa atracción que Albertina ejercía involuntariamente fue origen y fundamento de la bandada mocil). Esa atracción era sensible Basta en círculos relativamente más brillantes, y si había que bailar una pavana, se echaba mano de Albertina con preferencia a otra muchacha de más linaje. De aquí resultaba que Albertina, aunque no tenía un céntimo de dote y vivía mal y a costa del señor Bontemps (del que contaban que era hombre poco franco y no quería más que quitarse de encima a la muchacha), se veía invitada a comer y a pasar temporadas en casa de una gente que para un Saint-Loup no serían nada elegantes, pero que para la madre de Rosamunda o de Andrea, señoras muy ricas, pero con pocos conocimientos, representaban una gran cosa. Así, Albertina pasaba siempre unos días al año con la familia de un consejero del Banco de Francia, presidente del Consejo de administración de una gran compañía ferroviaria. La mujer de este financiero se trataba con gente gorda, y nunca invitó a su "día" a la madre de Andrea, la cual consideraba por eso a dicha señora muy mal educada; pero, sin embargo, le gustaba mucho enterarse de lo que pasaba en su casa. De modo que animaba todos los años a su hija para que invitara a Albertina a ir con ellas al mar, porque decía que era una obra de caridad ofrecer casa a una muchacha que no tiene medios de viajar y a la que no hace ningún caso su familia; pero, probablemente, a la madre de Andrea la impulsaba únicamente la esperanza de que el consejero del Banco y su esposa, al enterarse de cómo mimaban ella y su hija a Albertina, formaran de ellas una buena opinión; y aun con más motivo esperaba que Albertina, tan lista y tan buena, sabría arreglárselas pala que las invitaran, o al menos para que invitaran a Andrea, a las
Barden party
del financiero. Y todas las noches, mientras cenaban, con gesto desdeñoso e indiferente, para disimular, se encantaba al oír contar a Albertina lo que había pasado en el castillo mientras ella estuvo allí, y la gente que iba a las reuniones, porque a casi todos los conocía de vista o de oídas. Hasta esa idea de que no las conocía sino de esa manera, es decir, sin conocerlas (aunque ella llamaba a eso conocerlas "desde hacía mucho"), inspiraba a la madre de Andrea un puntillo de melancolía mientras que preguntaba a Albertina cosas de aquella gente con aire altivo y distraído y con la boca chica; lo cual la habría dejado bastante preocupada e indecisa respecto a la importancia de su propia posición, a no ser porque entonces ella misma se tranquilizaba y se ponía en "la realidad de la vida" diciendo al maestresala: "Diga usted al cocinero que estos guisantes están duros". Entonces volvía a serenarse. Y estaba muy decidida a que Andrea no se casara sino con un muchacho de excelente familia, naturalmente, pero también de fortuna, con objeto de que su hija tuviese asimismo cocinero y dos cocheros. Esto era lo positivo, la verdad efectiva de una posición social. Pero, sin embargo, eso de que Albertina hubiese cenado en el castillo del consejero del Banco,, con tal o cual señora, que la había invitado para el invierno próximo, para la madre de Andrea revestía a Albertina de una consideración particular que casaba muy bien con la compasión y hasta el desprecio que le inspiraba su desgracia; desprecio acrecido por el hecho de que el señor Bontemps hizo traición a su bandera y se marchó con el Gobierno (hasta decían que era un poco panamista). A pesar de lo cual, la madre de Andrea lanzaba los rayos de su desdén contra las personas que se imaginaban que Albertina era de baja extracción. "¡Cómo, si es una familia excelente, de los Simonet con una n sola!" Claro que, dado el ambiente en que evolucionaba todo aquello, donde el dinero juega tanto papel y donde se logran por la elegancia invitaciones, sí, pero no maridó, no se preveía para Albertina ninguna boda "potable", consecuencia útil de la consideración que disfrutaba, pero que no sería compensación suficiente de su pobreza. Pero esos éxitos, ya por sí solos y sin esperanza de acarrear ninguna consecuencia matrimonial, excitaban la envidia de algunas madres al ver a Albertina recibida como "niña de la casa" por la señora del consejero o por la madre de Andrea, a la que apenas conocían. Y contaban a los amigos de esas dos señoras que éstas se indignarían si llegaran a averiguar la, verdad, y es que Albertina iba diciendo en una casa todo lo que por aquella imprudente intimidad que le concedían podía averiguar, y viceversa, mil menudos secretos que a las interesadas no les gustaría nada ver descubiertos. Decían eso las mamás envidiosas, para que se corriera, con objeto de enemistar a Albertina con sus protectoras. Pero esos chismes no tenían éxito alguno, como suele ocurrir. Se veía muy claro la malevolencia que los inspiraba y sólo servían para despreciar un poco más a sus inventoras. La madre de Andrea estaba muy segura de lo que era Albertina para cambiar de opinión fácilmente. La tenía por una "pobre muchacha" de excelente índole y que no sabía qué inventar para hacerse grata.
Si esa especie de moda que logró conquistar Albertina no acarreaba al parecer ningún resultado práctico, sin embargo imprimió a la amiga de Andrea el carácter distintivo de los seres que por ser muy solicitados no tienen necesidad de ofrecerse (carácter que se suele encontrar asimismo, y por análogas razones, en el otro extremo de la sociedad, en mujeres de extraordinaria elegancia), y que consiste en no hacer ostentación de sus éxitos, sino más bien en ocultarlos. Nunca decía a nadie: "Tienen gana de verme"; hablaba de todo el mundo con benevolencia suma, como si fuera ella la que corría en busca de los demás. Si recaía la conversación en un muchacho que unos momentos antes le había dado quejas muy amargas porque no quiso ella darle una cita, Albertina, muy lejos de jactarse de eso o de guardar rencor, elogiaba al joven y decía que era un muchacho muy bueno. Y hasta llegó a molestarla el agradar tanto, porque así tenía que disgustar a mucha gente, cuando ella lo que quería es contentar a todos. Tan es así, que llegó a practicar una mentira especial propia de ciertas personas utilitarias, pie hombres encumbrados. Ese género de insinceridad, que existe en estado embrionario en gran copia de gente, consiste en no saber contentarse en dar gusto por un solo acto a una sola persona. Por ejemplo, si la tía de Albertina quería que su sobrina la acompañara a una reunión aburrida, Albertina, al acceder, podía considerar que ya bastaba con el provecho moral de complacer a su tía. Pero al verse acogida amablemente por los dueños de la casa, prefería decirles que hacía mucho tiempo que deseaba verlos y que escogió esta ocasión, solicitando el permiso de su tía. Y aun con eso no le parecía suficiente; estaba en esa casa una amiga de Albertina que pasaba por una pena muy grande. Albertina le decía: