"No he querido dejarte sola, se me ocurrió que quizá te gustaría tenerme a tu lado. Si quieres que nos vayamos de aquí a donde tú quieras, me tienes a tu disposición; lo que yo quiero es que se te pase la pena". Lo cual era verdad. Y a veces sucedía que el objetivo falso destruía el verdadero objetivo. Una vez Albertina tuvo que ir a ver a una señora para pedirle un favor en nombre de una amiga. Pero llegó a casa de esa señora, que era muy buena y simpática, y la muchacha, obedeciendo sin saberlo al principio de la utilización múltiple de una sola acción, creyó que sería más cariñoso aparentar que había ido exclusivamente por el gusto de ver a esa señora. La cual agradecía entonces infinitamente a Albertina que hubiese hecho tanto camino por pura amistad. Albertina, al ver a la dama tan emocionada de gratitud, la quería aún más. Pero ocurría una cosa: tan de veras sentía ese placer de amistad, que fingió ser el motivo de la visita, que ahora tenía miedo de que la señora dudara de la sinceridad suya, realmente sincera, si le pedía el favor para su amiga. Entonces la dama se figuraría que Albertina había ido sólo a eso, cosa que era cierta, pero deduciría que Albertina no tenía gusto en verla, cosa que era falsa. De modo que Albertina se marchaba sin haber pedido el favor, como esos hombres que después de haberse portado muy bien con una mujer, esperando lograr así sus favores, no se declaran, con objeto de que su bondad siga pareciendo efecto de pura nobleza. Había otros casos en los que no se podía decir que la finalidad verdadera fuese sacrificada a la otra finalidad accesoria e imaginada ulteriormente; pero aquella primera era tan opuesta a la segunda, que si la persona a quien lograba enternecer Albertina con la una se hubiese llegado a enterar de la otra, su placer habríase trocado inmediatamente en dolorosísima pena. Por lo que habrá de seguir el,, este relato se comprenderá mejor ese género de contradicciones Téngase en cuenta que son muy usuales en situaciones muy diferentes que ofrece la vida. Un hombre casado instala a su querida en la ciudad donde está él de guarnición. Su mujer, que vive en París, se entera a medias de la cosa, se desespera y escribe a su marido cartas muy celosas. Un día, la querida tiene que ir a pasar veinticuatro horas en París; su amigo no puede resistir a sus súplicas, pide una licencia de un día y la acompaña. Pero como es bueno y no quiere causar pena a su mujer, se presenta en su casa y le dice, vertiendo lágrimas muy sinceras, que, loco de dolor por sus cartas, pudo escapar para ir a consolarla y darle un abrazo. De ese modo logra con un solo viaje dar una prueba de amor a su mujer y otra a su querida. Pero si su esposa se entera del motivo que lo ha traído a París, toda su alegría se trotaría en pena, a no ser que la alegría de ver al ingrato no pesara más que el dolor de saber que mentía. Uno de los hombres a quienes he visto practicar con más persistencia el sistema de los fines múltiples es el señor de Norpois. Aceptaba muchas veces el papel de mediador entre los dos amigos reñidos y por eso lo llamaban persona extraordinariamente servicial. Pero no le bastaba con hacer el favor a aquel que había venido a pedírselo, sino que presentaba a los ojos del otro aquel paso que daba como cosa hecha, no a petición del primer amigo, sino por interés del segundo; y lo convencía fácilmente porque su interlocutor ya estaba sugestionado previamente por la idea de que tenía delante al hombre "más servicial del mundo". De esa manera, jugando con los dos tableros, haciendo lo que se llama en términos de escenario "la parte contraria", su influencia no corría nunca ningún riesgo, y los favores que hacía, eran fructificación de una parte de su crédito y nunca alienación del mismo. Y además, cada favor, como parecía doble, acrecía su reputación de hombre servicial y, lo que es más, de hombre servicial con eficacia, que no da palos de ciego, que siempre tiene éxito, cosa que se demostraba con la gratitud de ambos interesados. Esta duplicidad o doblez en los favores era, con las excepciones consiguientes a toda criatura humana, parte muy importante del carácter del señor de Norpois. Y muchas veces en el ministerio supo servirse de mi padre, que era muy simplón, haciéndole creer que lo servía a él.
Como Albertina gustaba más de lo que ella quería y no necesitaba pregonar sus triunfos, no dijo una palabra de la escena que tuvo conmigo junto a la cama, escena que una muchacha fea hubiese dado a los cuatro vientos. Por cierto que no llegaba yo a explicarme su actitud en la dicha escena. Di muchas vueltas a la primera hipótesis, es decir, a la hipótesis de la virtud absoluta de Albertina; a ella atribuí al principio la violencia que opuso mi amiga a dejarse besar y abrazar por mí, violencia que, por lo demás, no era indispensable para mi concepción de la bondad y honradez básicas de Albertina. Dicha hipótesis era precisamente la contraria de la que construí yo el primer día que vi a Albertina. Además, había muchas y variadas acciones, todas amables para mí (una amabilidad acariciadora, preocupada a veces, alarmada y celosa de mi predilección por Andrea), rodeando por todas partes aquel ademán de rudeza con que tiró de la campanilla para escapar a mis designios. Entonces, ¿para qué me había invitado a ir a pasar parte de la noche en su cuarto? ¿Por qué hablaba siempre con palabras de cariño? ¿Y en qué se funda el deseo de ver a un amigo, el temor a que prefiera a otra muchacha, el querer darle gusto, y eso de decirle románticamente que nadie se enterará de que pasaron aquel rato juntos, si luego se le niega un placer tan sencillo y que al parecer no es para ella tal placer? Yo no podía darme por convencido de que la virtud de Albertina llegaba a ese extremo, y me pregunté si su violencia no obedecería a un motivo de coquetería; por ejemplo, un olor desagradable que se figuraba ella tener en aquel momento y que pudiera chocarme, o de pusilanimidad, esto es, si acaso ella se imaginó, dada su ignorancia de las realidades del amor, que mi estado de debilidad nerviosa podía contagiarse por el beso.
Indudablemente, Albertina sintió muchísimo no haber podido complacerme, y me regaló un lapicero de oro, con esa virtuosa perversidad de las personas que, muy sensibles a nuestras atenciones, no nos conceden lo que con ellas pedimos, pero en cambio quieren hacer otra cosa en favor nuestro; así el crítico que con un artículo halagaría tanto al novelista lo invita a cenar y no escribe nada, y la duquesa que no lleva al teatro con ella a su amigo el
snob
, pero le manda su palco una noche que se queda en casa. Dije a Albertina que con su regalo me daba gran alegría, pero no tan grande como la que me hubiese dado permitiendo que la, besara la, noche del hotel. "¡Si usted viera lo feliz que me hubiera hecho! Además, ¿a usted qué más le daba? No me explico por qué me lo negó usted." "Lo que yo no comprendo es cómo no se lo explica usted —me respondió ella—. N o sé con qué muchachas se habrá tratado usted para que eso le extrañe." "Yo siento infinito que usted se haya incomodado; pero la verdad es que aun ahora no puedo decirle a usted que hice mal en aquello. A mi parecer, son cosas sin ninguna importancia, y no comprendo que una muchacha que puede dar un gusto con tan poca cosa no lo haga. Entendámonos —añadí, para dar una semisatisfacción a sus ideas morales, porque me acordé de lo mucho que censuraban ella y sus amigas a la actriz Lea—: no quiero decir que a una muchacha le está permitido todo y que no hay nada inmoral, no. Por ejemplo, esas relaciones de que hablaban ustedes el otro día, entre una muchachita que vive en Balbec y una actriz, me parecen una cosa innoble; tan innoble, que yo creo que son invenciones de los enemigos de la chica, y que no es verdad. Eso es improbable o imposible. Pero dejarse besar, y aunque sea algo más, por un amigo…, puesto que usted dice que yo soy su amigo…" "Sí que lo es usted, pero antes tuve otros, y conocí a muchachos que me tenían tanta amistad como usted. ¡Pues ni uno se hubiera atrevido a semejante cosa! Ya sabían que se llevarían un buen par de galletas. Y ni siquiera pensaban en eso; nos dábamos la mano francamente, amistosamente, como buenos amigos; a nadie se le ocurría hablar de besos, y no por eso nos queríamos menos. No, lo que es usted, si tiene interés en nuestra amistad, ya puede estar contento, porque después de lo que me ha hecho usted, ya hace falta que lo quiera mucho para perdonarlo. Aunque estoy segura de que usted se está r gaseando de mí. Confiese que la que le gusta es Andrea. En el fondo tiene usted razón; es más amable que yo, y deliciosa. ¡Lo que son los hombres!" A pesar de mi reciente decepción, estas palabras tan francas me inspiraron gran estima a Albertina y me causaron gratísima impresión. Y quizá esa impresión tuvo para mí más adelante grandes y enojosas consecuencias; porque con ella comenzó a formarse ese sentimiento casi familiar, ese núcleo moral llamado a subsistir siempre en medio de mi amor a. Albertina. Semejante sentimiento puede acarrear grandísimas penas. Porque para sufrir verdaderamente por una mujer es preciso haber tenido fe completa en ella. Por el momento, ese embrión de estima moral, de amistad, se quedó en medio de mi alma como una adaraja. Él por sí solo no habría, podido mermar mi felicidad si se hubiera quedado así, sin crecer, en aquella inercia en que se mantuvo las primeras semanas de mi estancia en Balbec y el año siguiente. Vivía dentro de mí como uno de esos huéspedes que debía uno expulsar por razón de prudencia, pero al que, sin embargo, se deja estar en su sitio, sin molestarlo, porque por el momento su aislamiento y su endeblez, allí en medio de un alma extraña, lo hacen inofensivo.
Ahora mis sueños quedaron en libertad para posarse en las amigas de Albertina, y primero en Andrea, cuyas atenciones acaso no me habrían conmovido tanto si no supiera yo que llegarían a noticia de Albertina. La preferencia que hacía tiempo venía yo fingiendo por Andrea me procuró —en costumbre de hablar declaraciones y ternezas— algo como la materia de un amor ya todo preparado para ella, y al que no le faltó hasta aquí más que el sentimiento sincero que ahora, con el corazón ya libre, podía venir. Pero Andrea era en extremo intelectual y nerviosa, enfermiza, y demasiado parecida a mí para que pudiese yo enamorarme de ella.
Si Albertina ahora me parecía vacía en cambio Andrea estaba llena de una cosa que me era harto conocida. El primer día que las vi se me figuró Andrea la amiga de un corredor ciclista, loca por los deportes, y ahora me dijo ella que si jugaba a algo era por mandato del médico, para curarse la neurastenia y sus trastornos de nutrición; pero que los mejores ratos que pasaba eran los consagrados a traducir una novela de Jorge Eliot. Mi decepción, consecuencia de un error inicial respecto a lo que era Andrea, no tuvo en realidad influencia alguna sobre mi ánimo. Pero era de esa clase de errores que en caso de excitar el nacimiento de un amor, y no notar la equivocación sino cuando ese amor ya no es modificable, se convierten en causa de sufrimiento. Esos errores —que pueden ser diferentes y aun inversos del que yo cometí con Andrea— estriban muchas veces, y en particular en el caso de esta muchacha, en e! hecho de que adopta uno el aspecto y los modales de lo que no se es y se quisiera ser, para hacer efecto a primera vista. A la apariencia exterior vienen a añadirse, por la afectación, el impulso imitativo y el deseo de ser admirado por los buenos o los malos, palabras y ademanes fingidos. Y hay cinismos y crueldades que puestos a prueba no ofrecen mayor resistencia que ciertas bondades y desprendimientos. Lo mismo que muchas veces se nos revela un avaro vanidoso en ese hombre conocido por su caridad, su alarde de vicios nos hace ver una Mesalina donde no hay sino una honrada muchacha henchida de prejuicios. Creí yo encontrar en Andrea una criatura sana y primitiva, cuando era en realidad un ser que iba buscando la salud, cosa que quizá pasaba también a muchas personas en quienes ella creía encontrar lo que le faltaba, sin que en realidad lo tuvieran, como no tiene ciertamente las fuerzas de Hércules ese hombre gordo y artrítico de cara roja y traje de franela blanca. Y hay circunstancias en que no es indiferente para la felicidad que la persona que nos enamoró por lo sana que parecía sea en realidad una de esas enfermas que sólo tienen salud por recibirla de otros, como ocurre con la luz a los planetas o como ciertos cuerpos que se limitan a dejar pasar la electricidad.
Pero con todo eso, Andrea, igual que Rosamunda y Giselia, aun más que ellas, era amiga de Albertina, compartía su vida e imitaba sus modales hasta el punto que el primer día que las vi, primero no pude distinguir unas de otras. Entre aquellas muchachas, cuya gracia principal consistía en ser tallos de rosa que se destacaban sobre el mar, reinaba la misma indivisión que en los tiempos en que no las conocía, cuando la aparición de cualquiera de ellas me causaba honda emoción al anunciarme que no estaba lejos la cuadrilla completa. Y ahora, al ver a una de las muchachas sentía yo una alegría en la que entraba, en proporción inestimable, la idea de ver en seguida a las demás, y aun cuando aquel día no vinieran, podía hablar de ellas y estar seguro de que les contarían que yo había ido a la playa.
Ya no era la simple atracción de los primeros días sino una verdadera veleidad amorosa que vacilaba entre todas las muchachas, por lo exactamente que una de ellas podía reemplazar a otra. Mi mayor tristeza no hubiera sido verme abandonado por la muchacha que yo prefería, sino que inmediatamente habría preferido, por concentrar en ella toda la tristeza y el ensueño que flotaban indistintamente entre todas, a aquella que me abandonaba. Y en el caso de haber perdido todo mi prestigio en opinión de todas las amigas, inconscientemente las hubiese echado de menos a todas en la persona de aquélla, después de haberles confesado esa especie de amor colectivo, propio del político o del actor a un público cuyos factores, que gozaron un día no se consuelan nunca de haber perdido. Y aquellas concesiones que no pude lograr de Albertina las esperaba de pronto de tal o cual otra muchacha que se separó de mí una noche con una frase o una mirada ambigua, gracias a la cual se convertía por un día en imán de mi deseo.
El cual vagaba entre ellas con voluptuosidad tanto mayor, cuanto que en aquellos móviles rostros ya se había iniciado una determinación de facciones suficiente para que pudiera distinguirse, a pesar de que luego hubiese de cambiar, su maleable y flotante efigie. Claro es que las diferencias que entre esos rostros existían no correspondían, ni mucho menos, a las diferencias en largo y en ancho de las facciones de aquellas muchachas, facciones que, aunque muy distintas al parecer, se hubieran podido superponer casi. Pero nosotros no conocemos los rostros humanos de un modo matemático. No empezamos por medir sus partes; nuestro conocimiento de una cara arranca de su conjunto, de la expresión. En Andrea, por ejemplo, la finura de los dulces ojos diríase que iba a unirse a la estrecha nariz, tan delgada como una simple curva que tuviese por objeto la prosecución en una sola línea de aquella intención de delicadeza anteriormente dividida en la doble sonrisa de las miradas gemelas. Una línea de pareja finura le corría por el pelo, línea ágil y profunda como esa que guía los surcos que abre el viento en la arena. Y debía ele ser hereditaria, porque el blanco pelo de la madre de Andrea estaba ondulado así, formando ora una depresión, ora una prominencia, al igual de la nieve, que se alza o desciende ceñida a las desigualdades del terreno. Comparada con el fino dibujo de la de Andrea, la nariz de Rosamunda presentaba al parecer grandes superficies, como una alta torre asentada sobre fuerte base. Aunque la expresión baste para hacer creer que existen diferencias enormes entre aquellas cosas separadas únicamente por algo infinitamente pequeño, y aunque lo infinitamente pequeño pueda por sí solo determinar una expresión absolutamente particular, una individualidad, ello es que ni lo infinitamente pequeño de la línea ni la originalidad de expresión era la única causa de que los rostros de mis amigas apareciesen irreductibles unos a otros. Entre ellos la coloración abría una separación mucho más honda; no sólo por la variada belleza de tonos que les daba (tonos tan opuestos que yo al ver a Rosamunda —bañada de un rojo azafranado en el que reaccionaba la luz verdosa de los ojos—, o a Andrea —mejillas blancas sombreadas de austera distinción por el negro cabello— sentía análogo placer que si hubiese mirado un geranio junto al soleado mar o una camelia sumida en la noche), sino especialmente porque las diferencias infinitamente pequeñas de las líneas se agrandaban desmesuradamente, así como se cambiaban del todo las relaciones de proporción entre las superficies, gracias a aquel elemento nuevo del color, que es al propio tiempo que magnánimo dispensador de tonos gran regenerador, o modificador al menos, de las dimensiones. De suerte que los rostros, construidos quizá de modo muy poco diferente, según los alumbrara el fuego de un pelo rojizo o una tez rosada, o bien la luz blanca de una palidez mate, estiraban ose ensanchaban, convertíanse en otra cosa, como esos accesorios de los bailes rusos que vistos a la luz del día no suelen ser más que una rodaja de papel, y que luego, gracias al genio de un Baks, y con arreglo a la iluminación encarnada o lunar que da a la decoración, se incrustan duramente cual una turquesa en la fachada de un palacio o se abren voluptuosamente, rosa de bengala, en medio de un jardín. Y por eso nosotros, al enterarnos de cómo son las caras humanas, las medimos, sí, pero como pintores y no como el agrimensor.