Yo sentía todo esto; pero, sin embargo, hablábamos muy poco. Mientras que con la señora de Villeparisis o con Roberto habría yo mostrado en mis palabras más alegría de la realmente sentida, porque cuando me separaba de ellos iba cansado, en cambio aquí, echado en medio de esas muchachas, la plenitud de mi sentimiento superaba con mucho la pobreza y escasez de nuestra palabra y se desbordaba de entre los límites de mi inmovilidad y mi silencio en oleadas de felicidad, que iban a morir acariciadoras al pie de aquellas rosas tempranas.
Para un convaleciente que se está todo el día descansando en un jardín o un huerto, el olor de flores y frutos no impregna tan profundamente las mil pequeñeces que componen su diario ocio como me empapaba a mí el alma aquel color y aquel aroma que mis miradas iban a buscar en esas muchachas, y cuya suavidad acababa por incorporarse a mi ser. De análogo modo van las uvas azucarándose poco a poco al sol. Y aquellos juegos tan sencillos, por virtud de su lenta continuidad, determinaron en mí, como en esas personas que no hacen más que estar echadas a la orilla del mar, respirando la sal marina y tostándose, un gran descanso, una sonrisa de beatitud, un deslumbramiento que me ganó la vista.
De cuando en cuando, una amable atención de alguna chica despertaba en mí amplias vibraciones, que por un instante alejaban de mi ánimo el deseo de las demás muchachas. Un día Albertina dijo: "¿Quién tiene un lápiz?'" Andrea dio el lápiz, Rosamunda el papel, y Albertina entonces: "Mirad, niñitas, cuidadito con querer ver lo que voy poniendo aquí". Y después de aplicarse mucho a hacer la letra clara, escribiendo encima de su rodilla, me dio el papel, diciéndome: "Que no lo vean éstas". Lo desdoblé; había escrito: "Lo quiero a usted mucho".
"Pero en vez de estar escribiendo tonterías —exclamó de pronto, muy impetuosa y grave, volviéndose hacia Andrea y Rosamunda—, más vale que os enseñe la carta de Giselia que he recibido esta mañana. Estoy tonta; la tenía en el bolsillo, y es para una cosa que nos puede ser muy útil." Giselia creyó conveniente mandar a su amiga, para que ella se lo enseñara a las otras, el ejercicio de composición literaria que había hecho en el examen. Albertina tenía miedo a los temas que solían dar; pero aquellos dos que le tocaron a Giselia para escoger eran aún más difíciles.
El primero decía: "Sófocles escribe desde los Infiernos a Racine para consolarlo del fracaso de
Athalie
; y el segundo: "Supóngase que después del estreno de
Esther
, madama de Sevigné escribe a madama de Lafayette diciéndole cuánto sintió que no estuviese presente". Giselia, por cumplir mejor, cosa que debió de llegar al alma de los profesores, escogió primero el que era más difícil, y tan bien lo desarrollé, que la calificaron con catorce puntos y el tribunal la felicitó. Y hubiese tenido la nota de "muy bien" a no ser porque en el ejercicio de español estuvo "pez". Albertina nos leyó inmediatamente la copia del ejercicio que le había dado Giselia, porque, como ella tenía que examinarse también, quería ver lo que opinaba Andrea, que sabía más que ninguna y podía dar buenos consejos. "¡Hay que ver la suerte que ha tenido! —dijo Albertina—. Es un tema que le había hecho empollarse aquí su profesora de gramática." La carta de Sófocles a Racine redactada por Giselia comenzaba de esta manera: "Mi querido amigo: Perdóneme que le escriba sin haber tenido el gusto de conocerlo personalmente; pero su nueva tragedia
Athalie
me dé muestra que ha estudiado usted perfectamente mis modestas obras. No ha puesto usted versos en labios de los protagonistas o personajes principales del drama, pero sí los ha escrito usted, y realmente deliciosos, se lo digo sin ninguna lisonja, para los coros que según dicen hacían muy bien en la tragedia griega, pero que en Francia son una verdadera novedad. Además, su talento de usted, tan suelto y esmerado, tan delicioso, delicado y fino, llega aquí a un brío por el que lo felicito. Athalie y Joad son dos personajes que no hubiese construido mejor su rival Corneille. Los caracteres son viriles; la intriga, sencilla y sólida. Es ésta la tragedia que no gira sobre el tema del amor, y por esta novedad le doy mi sincera enhorabuena. Los preceptos más famosos no siempre son los que mayor verdad encierran. Le citaré como ejemplo:
Pintadnos el amor con todas sus pasiones,
Con eso ganaréis todos los corazones.
Y usted ha demostrado que el sentimiento religioso rebosante en los coros sabe conmover también. El público vulgar acaso esté desconcertado, pero los entendidos le hacen a usted justicia. Quiero, pues, darle mil enhorabuenas y a ellas añadir, mi querido compañero, mi muy sentido afecto". Mientras estuvo leyendo, los ojos de Albertina echaban chispas. "¡Es cosa de creer que lo ha copiado de alguna parte! Nunca me figuré a Giselia capaz de escribir un ejercicio así. Y esos versos que cita, ¿de dónde los habrá sacado?" La admiración de Albertina cambió de objeto; pero aun creció, muy aplicada y hecha toda ojos, cuando Andrea, consultada por ser la mayor y más "empollada", habló primero del ejercicio de Giselia con cierta ironía y luego con ligereza que apenas si disimulaba su verdadera seriedad, para acabar rehaciendo a su modo la misma carta. "No está mal —dijo a Albertina—; pero yo en tu caso, si me tocara el mismo tema, cosa que puede ocurrir, porque lo dan mucho, no lo haría así. Mira cómo lo tomaría. En primer término, no me dejaría llevar por el entusiasmo, como ha hecho Giselia; escribiría en una cuartilla aparte mi plan. Primero, el planteamiento de la cuestión y la exposición del tema; luego, las ideas generales que han de entrar en su desarrollo; y por fin, la apreciación, el estilo y la conclusión. Así, como se inspira una en un resumen, ya sabe adónde va. Ya en cuanto comienza la exposición del tema, o, si prefieres decirlo así, Titina, puesto que se trata de una carta, en cuanto entra en materia, Giselia empieza a colarse. Al escribir a un hombre del siglo XVII, Sófocles no debía poner: "Mi querido amigo." "Claro —exclamó Albertina, muy fogosa—; debió de haber puesto: "Mi querido Racine". Habría estado mucho mejor." "No —respondió Andrea en tono un poco burlón—, lo que debió de poner es: "Señor mío". Y lo mismo para acabar la carta: debió de buscar una frase por el estilo de ésta: "Permitidme, señor (o, a lo sumo, señor mío), que me tenga por muy servidor vuestro". Además, Giselia dice que los coros en
Athalie
son una novedad. Y se le olvida
Esther
y dos tragedias poco conocidas, pero que fueron analizadas este año por el catedrático: de modo que con sólo citarlas, como es su chifladura, la aprueban a una. Son
Les juives
, de Robert y Garnier, y
L' Aman
, de Montchrestien." 'Andrea, al citar esos dos títulos, no logró disimular enteramente una idea de benévola superioridad, que se expresó en una sonrisa, muy graciosa por cierto. Albertina no pudo contenerse. "Andrea, hija mía, eres aplastante. Escríbeme los títulos de esas dos obras. Figúrate tú qué suerte si me tocara eso; aunque fuera en el oral las citaba, y hacía un efecto bestial". Pero luego, siempre que Albertina preguntó a Andrea los nombres de las dos tragedias, para apuntarlos, su sabia amiga decía que se le habían olvidado y nunca se acordaba. "Además —prosiguió Andrea, con tono de imperceptible desdén para aquellas compañeras tan infantiles, pero muy satisfecha por ganarse su admiración, y dando más importancia de lo que aparentaba a la explicación de cómo habría desarrollado el tema—; además, Sófocles en los Infiernos debe de estar bien enterado, y por consiguiente, saber que
Athalie
no se representó en público, sino ante el
Rey Sol
y algunos cortesanos privilegiados. Lo que dice Giselia de la estima de los entendidos está bien, pero pudo haberlo completado. A Sófocles, en su calidad de inmortal, se le puede atribuir don profético, y así anunciaría que, a juicio de Voltaire,
Athalie
no sólo es la obra magistral de Racine, sino de todo el género humano." Albertina se bebía materialmente todas estas palabras. Los ojos le echaban fuego. Rechazó profundamente indignada la proposición que hizo Rosamunda de ponerse a jugar. "Y, por último —dijo Andrea, con el mismo tono indiferente desenvuelto y un poco burlón, pero muy convencida—, si Giselia hubiese apuntado primero las ideas generales que tenía que desarrollar, quizá se le habría ocurrido hacer lo que yo hubiera hecho en su caso: mostrar la diferencia que existe entre la inspiración religiosa de los coros de Sófocles y los de Racime. Y hubiera puesto en boca de Sófocles la observación de que aunque los coros de Racine están empapados de sentimiento religioso, como los de la tragedia griega, sin embargo, no se trata de los mismos dioses. El de Joad nada tiene que ver con el de Sófocles. Y, claro, de ahí viene, naturalmente, después del final del desarrollo, la conclusión. No importa que las creencias sean diferentes. Sófocles tendría reparo en insistir en eso. Temeroso de herir las convicciones de Racine, insinúa a este respecto algunas palabras de sus maestros de Port Royal y sé limita a felicitar a su émulo por lo elevado de su astro poético."
A Albertina, con la admiración y la atención sostenidas le entró tal calor, que estaba sudando a chorros. Andrea seguía con su flemática calma de
dandy
femenino: "Tampoco estaría mal citar algunos juicios de críticos famosos", añadió antes de que empezáramos a jugar. "Sí, eso me han dicho —respondió Albertina—. En general, los más recomendables son Sainte-Beuve y Merlet, ¿verdad?" "Sí, no estás descaminada —replicó Andrea—. Merlet y Sainte-Beuve no caerían mal. Pero sobre todo hay que citar a Deltour y a Gascq Desfossés." A pesar de las súplicas de Albertina, Andrea se negó a escribirle los nombres de estos dos críticos.
A todo esto estaba pensando en la hojita del
block-notes
que me había pasado Albertina. "Lo quiero a usted mucho"; y una hora después, mientras bajábamos por los caminos, demasiado a pico para mi gusto, que llevaban a Balbec, me decía que con ella tendría yo mi novela.
El estado caracterizado por el conjunto de signos en que solemos reconocer que estamos enamorados, por ejemplo, las órdenes dadas al criado para que no me despertara en ningún caso, salvo en el de la visita de alguna de aquellas muchachas; las palpitaciones de corazón que me entraban cuando las estaba esperando (cualquiera que fuese la que había de venir) y mi cólera si no había encontrado un barbero que me afeitara y tenía que presentarme así delante de Albertina, Rosamunda y Andrea; ese estado, digo, que iba renaciendo alternativamente por una u otra de las muchachas, difería tanto de lo que llamamos amor como difiere la vida humana de la de los zoófitos, en los que la existencia o la individualidad, si es lícito decirlo, está repartida entre distintos organismos. Pero la Historia Natural nos enseña que semejante estado existe, y nuestra propia vida, por poco entrada que esté ya, también nos afirma en la realidad de los estados que no sospechábamos antes y por los que tenemos que pasar, para dejarlos atrás en seguida. Y así era para mí aquel estado de amor dividido simultáneamente entre varias muchachas. Dividido o, mejor dicho, indiviso, porque por lo general mi mayor delicia, lo que me parecía más distinto del resto del mundo, y se me iba entrando en el corazón hasta el punto de que la esperanza de volverlo a ver al otro día se convirtió en la mayor alegría de mi vida, era el grupo de todas las muchachas, visto en el conjunto de aquellas tardes en los acantilados, mientras transcurría el oreado tiempo, en aquella franja de hierba donde fueron a colocarse las figuras, tan excitantes para mi imaginación, de Albertina, Rosamunda y Andrea; y por eso aquel lugar me era tan precioso sin poder decir por causa de cuál de ellas ni qué muchacha era la que más ganas tenía yo de querer. Al comienzo de unos amores, lo mismo que en su final, no nos sentimos exclusivamente apegados al objeto de ese amor, sino que el deseo de amar, de donde él nace (y más tarde, el recuerdo que deja), vaga voluptuosamente por una zona de delicias intercambiables —muchas veces meras delicias de naturaleza, de golosina, de habitación—, lo bastante armónicas entre sí para que el deseo no se sienta en ninguna de ellas como en tierra extraña. Además, como delante de las muchachas no sentía yo el hastío que determina la costumbre, cada vez que me encontraba en su presencia tenía la facultad de verlas, es decir, de sentir un profundo asombro. Indudablemente, ese asombro se debe en parte a que tal persona nos presenta un nuevo aspecto de sí misma; pero también consiste en que la multiplicidad de aspectos de cada ser es muy grande, así como la riqueza de líneas de su rostro y cuerpo, líneas que difícilmente encontramos cuando ya no estamos al lado de la persona misma; en la sencillez arbitraria de nuestro recuerdo. Como la memoria escoge una determinada particularidad que nos atrajo, la aisla, la exagera convirtiendo a una mujer que nos pareció alta en estudio en que aparece con desmesurada estatura, o a otra que se nos figuró rosada y rubia en una pura "armonía en rosa y oro"; en el momento en que esa mujer vuelve a estar junto a nosotros todas las demás cualidades olvidadas que hacían contrapeso a aquélla nos asaltan en toda su complejidad confusa, rebajan la estatura, disuelven el color rosa y reemplazan aquello que vinimos a buscar exclusivamente por otros detalles que ahora recordarnos haber visto la primera vez, y no nos explicamos por qué no esperábamos verlos también ahora. Nuestro recuerdo nos guiaba; íbamos al encuentro de un pavón y dimos con tina peonia. Y ese inevitable asombro no es el único; porque hay otro al lado; que proviene no ya de la diferencia entre la realidad y las estilizaciones del recuerdo, sino de la diferencia entre el ser que vimos la ultima vez y este que se: nos aparece ahora con otra luz mostrándonos un nuevo aspecto El rostro humano es realmente como el de un dios de la teogonía oriental: todo racimo de caras Yuxtapuestas en distintos planos y que no se ven al mismo tiempo. Pero en gran parte nuestro asombro se basa en que el ser nos presenta la misma cara. Nos sería menester un esfuerzo tan grande para volver a crear todo lo que nos fue ofrecido por algo que no somos nosotros —aunque sea el sabor de una fruta— que apenas recibimos la impresión bajamos insensiblemente por la cuesta del recuerdo, y sin darnos cuenta al poco rato estamos ya muy lejos de lo que sentimos. De modo que cada nueva entrevista es una especie de reafirmación que vuelve a llevarnos a lo que habíamos visto bien. Pero ya no nos acordábamos, porque eso que se llama recordar a un ser, en realidad es olvidarlo. Mientras que sepamos ver, en el momento en que se nos aparezca el rasgo olvidado lo reconocemos, tenemos que rectificar la descarriada línea, y de ahí que en la perpetua y fecunda sorpresa, por la que me eran tan saludables y suaves aquellos diarios encuentros con las muchachas —a la orilla del mar, entrasen por partes iguales los descubrimientos y las reminiscencias. Añádase a eso la agitación despertada por la idea de lo que ellas eran para mí, nunca idéntica a lo que me había creído, por lo cual la esperanza de la próxima reunión nunca se parecía a la esperanza precedente, sino al recuerdo, vibrante aún, de la última entrevista, y así se comprenderá cómo cada paseo imponía a iris pensamientos un violento cambio de ruta, y no en aquella dirección que yo me trazara en la soledad de mi cuarto con la cabeza muy descansada. Y esa dirección se quedaba olvidada, suprimida, cuando volvía yo vibrando como una colmena con todas las frases que me habían preocupado y que seguían resonando en mí. Todo ser se destruye cuando dejamos de verlo; su aparición siguiente es tina creación nueva distinta de la inmediata, anterior, y a veces distinta de todas las anteriores. Porque dos es el número mínimo de variedad que reina en esas creaciones. Si nos acordamos de un mirar enérgico y una facha atrevida, inevitablemente la vez próxima nos chocará, es decir, veremos casi exclusivamente un lánguido perfil y una soñadora dulzura, cosas que pasamos por alto en el recuerdo precedente. En la confrontación de nuestro recuerdo con la realidad nueva, esto es lo que habrá de marcar nuestra decepción o sorpresa, y se nos aparece como retoque de la realidad avisándonos de que nos habíamos acordado mal. Y a su vez este aspecto del rostro desdeñado la vez anterior, y cabalmente por ello más seductor ahora, más real y rectificativo, se convertirá en materia de sueños y recuerdos. Y lo que desearemos ver ahora será un perfil suave y lánguido, una expresión de dulce ensueño. Pero a la vez siguiente de nuevo vendrá aquel elemento voluntarioso del mirar penetrante, de la nariz puntiaguda y los apretados labios a corregir la desviación existente entre nuestro deseo y el objeto que creía corresponder. Claro que esa fidelidad a las impresiones primeras, y puramente físicas, que siempre volvía a encontrar junto a mis amigas, no se refería únicamente a sus facciones, puesto que ya se vio cuán sensible era yo a su voz, todavía más inquietante (porque la voz ni siquiera ofrece las superficies singulares y sensuales del rostro, sino que forma parte del inaccesible abismo que da el vértigo de los besos desesperanzados), aquella voz suya semejante al sonar único de un lindo instrumento en el que cada cual ponía toda su alma y que era exclusivamente suyo. A veces me asombraba yo al reconocer, tras pasajero olvido, la línea profunda de alguna de esas voces trazada por determinada inflexión. Tan es así, que las rectificaciones que tenía yo que hacer a cada nuevo encuentro, para volver a lo perfectamente justo, tan propias eran de un afinador o de un maestro de canto como de un dibujante.