Volví al hotel pensando en aquella reunión, representándome el pastel de café que acabé de comerme antes de que Elstir me llevara hacia Albertina, la rosa que regalé al caballero viejo, todos esos detalles seleccionados sin participación nuestra por las circunstancias, y que para nosotros forman, en disposición especial y fortuita, el cuadro de una primera entrevista. Pero meses más adelante tuve la impresión de ver ese cuadro desde otro punto de vista, desde muy lejos de mí mismo, y comprendí que no sólo para mí había existido; porque hablando a Albertina del día que me la presentaron, ella, con gran asombro mío, se acordó del pastel de café, de la flor que regalé, de todo aquello que yo, aun sin considerarlo exclusivamente importante para mí, creí que nadie más que yo había visto, y me lo encontraba ahora transcrito en una versión de insospechada existencia en la mente de Albertina. Desde aquel primer día, cuando volví a casa y vi el recuerdo que traía de la reunión, comprendí que el escamoteo había sido perfectamente ejecutado y que hablé un rato con una persona que gracias a la habilidad del prestidigitador, y sin parecerse en nada a la que seguía yo por la orilla del mar, había puesto en lugar suyo. Bien es verdad que esto se me podía haber ocurrido por anticipado, puesto que la muchacha de la playa la habla fabricado yo. Pero, a pesar de eso, como en mis conversaciones con Elstir la había identificado con Albertina, tenía la obligación moral de mantener a esta muchacha las promesas de amor hechas a la Albertina imaginaria. Se desposa uno por procuración y luego nos creemos obligados a casarnos con la persona interpuesta. Por lo demás, si, provisionalmente al menos, se había desvanecido de mi vida aquella angustia que se calmó con sólo el recuerdo de los correctos modales de Albertina, de su frase "rematadamente ordinario" y de la sien abultada, este recuerdo ya despertó en mí un deseo de nuevo linaje, suave y nada doloroso por el momento, es verdad, pero que a la larga podía ser tan peligroso como la angustia pasada, asaltándome continuamente con la necesidad de besar a esa persona nueva que con sus buenos modos, su timidez y la inesperada facultad de disponer de ella paró el vano correr de mi imaginación, pero en cambio dio vida a un sentimiento de cariñosa gratitud. Y además, como la memoria empieza en seguida a tomar clisés independientes unos de otros, y suprime toda relación y continuidad entre las escenas que representan, en la colección de los que expone, el último no destruye forzosamente los precedentes. Frente a la mediocre y buena Albertina con quien yo hablé veía a la Albertina misteriosa con el mar por fondo. Eran todo recuerdos, es decir, cuadros que me parecían tan poco verdad, unos como otros. Y para acabar ya de hablar de aquella tarde de la presentación, diré que cuando quise ver en imaginación el lunarcillo que Albertina tenía en la mejilla, debajo de un ojo, me acordé de que al salir Albertina de casa de Elstir el lunar lo vi yo en la barbilla. Es decir, que cuando me la representaba veía que tenía un lunar; pero mi errabunda memoria lo paseaba por la cara de Albertina y lo colocaba ora en un lado, ora en otro.
Pero de nada sirvió aquella desilusión mía al encontrarme en la señorita de Simonet con una muchacha muy poco diferente de las que yo conocía; lo mismo que mi decepción ante la iglesia de Balbec no me quitó las ganas de ir a Quimperlé, a Pontaven y a Venecia, me dije ahora que, aunque Albertina no era lo que yo me esperaba, por mediación suya podría al menos conocer a las muchachas de la cuadrilla.
Al principio creí que no lo lograría. Como ella y yo teníamos que estar aún bastante tiempo en Balbec, pensé que lo mejor sería no buscarla mucho y esperar la ocasión de encontrarme con ella. Pero aunque nos encontráramos a diario, era muy de temer que se contentara con responder a mi saludo, y yo no adelantaría nada repitiendo el saludo todos los días, durante el verano entero.
Poco después, una mañana que había llovido y hacía casi frío, en el paseo del dique me abordó una muchacha con gorra y manguito, tan distinta de la que había visto en la reunión de Elstir, que parecía una operación imposible para el ánimo reconocer en ella a la misma persona; sin embargo, yo la reconocí, pero tras un segundo de sorpresa, que, según creo, no se le escapó a Albertina. Además, como en aquel momento me acordaba de los "buenos modos" que tanto me asombraron, ahora me chocó por lo contrario, por su tono rudo y sus modales de muchacha de la cuadrilla. Añádase que la sien ya no era el centro óptico y tranquilizador del rostro, bien porque la mirase yo desde otro lado, bien porque la ocultara la toca, o acaso porque la inflamación no era constante. "¡Vaya un tiempo, eh!" Bien mirado, eso del verano interminable de Balbec es un camelo. ¿Y usted qué hace aquí? No se lo ve en ninguna parte: ni en el
golf
, ni en los bailes del Casino; ¡no monta usted a caballo! Debe usted de aburrirse mucho. ¿No le parece a usted que se idiotiza unjo con eso de estarse todo el día en la playa? ¿Le gusta a usted tomar el sol como los lagartos? ¡Bueno, hay tiempo para todo! Veo que no es usted como yo, que adoro todos los deportes. ¿No estuvo usted en las carreras de la Sogne? Nosotras fuimos en el tram, y me explico que no le guste a usted tomar un cacharro semejante. Hemos tardado dos horas. En el mismo tiempo hubiera yo ido y venido tres veces con mi máquina." Admiré a Saint-Loup cuando había llamado a su tren, con toda naturalidad, el "galápago", por lo despacio que andaba, y ahora me asusté al oír con qué facilidad decía Albertina traen y "cacharro". Me di cuenta de su maestría en un modo de dominar las cosas en el que yo era positivamente inferior, y tuve miedo de que lo notara y me despreciara. Sin embargo, aún no se me había revelado toda la riqueza de sinónimos que poseía la cuadrilla para designar aquel tranvía extraurbano. Albertina tenía la cabeza quieta al hablar, las narices contraídas, y movía únicamente el borde de los labios. De lo cual resultaba una sonoridad nasal y lenta, en la que entraban probablemente como causas herencias de parla provinciana, juvenil afectación de la flema británica, lecciones de una institutriz extranjera y una hipertrofia congestiva de la mucosa nasal. Este modo de hablar, que desaparecía en seguida cuando iba conociendo a la gente y se volvía más natural y chiquilla, podía parecer desagradable. Pero era muy particular y a mí me encantaba. Cada vez que se me pasaban unos días sin verla, yo me repetía a mí mismo, todo exaltado "No se lo ve a usted nunca en el golf", con el mismo tono nasal en que ella lo dijera, muy tiesa, sin mover la cabeza. Y entonces pensaba yo que no había ser más codiciable.
Aquella mañana formábamos nosotros una de esas parejas que esmaltan el paseo de trecho en trecho con su coincidencia y parada durante el tiempo preciso para cambiar unas cuantas frases antes de separarse y volver a tomar cada cual su divergente camino. Me aproveché de la inmovilidad para mirar bien y averiguar de un modo definitivo en, donde estaba el lunar. Y el lunar, lo mismo que una frase de la sonata de Vinteuil que me había encantado y que mi memoria paseó desde el andante al finale, hasta que un día, con la partitura en la mano, di con ella y la inmovilicé en mi recuerdo en su verdadero lugar, que era el scherza; el lunar, digo, que a veces se me representaba en el carrillo, y a veces en la barbilla, fue a posarse para siempre en la parte de arriba del labio, debajo de la nariz. Cosa semejante ocurre cuando, muy asombrados, nos encontramos con un verso que sabíamos de memoria en una obra a la que nunca sospechamos que pudiera pertenecer.
En aquel momento, como para que pudiera multiplicarse en 'libertad sobre el fondo del mar, en la variedad de sus formas, todo el rico conjunto decorativo que formaba el desfile magnífico de las vírgenes, a la par doradas y rosas, recocidas por el sol y el aire, las amigas de Albertina, con sus piernas esbeltas y sus talles gráciles, pero todas distintas, dejaron ver su grupo, que fue desarrollándose, avanzando en dirección nuestra, más cerca del mar, y paralelamente a él. Pedí permiso a Albertina para acompañarla un rato. Desgraciadamente, se limitó a decir adiós con la mano a sus compañeras. "Pero se van a quejar sus amigas si las abandona usted", dije yo, en la esperanza de que pudiésemos pasear todos juntos. Un muchacho de facciones correctas, y que llevaba dos raquetas en la mano, se acercó a nosotros. Era el aficionado al
baccarat
, cuyas locuras traían tan indignada a la esposa del magistrado. Saludó a Albertina con un aire frío e impasible, que debía de considerar como signo de distinción suprema:
—¿Viene usted del
golf
, Octavio? —le preguntó ella—. ¿Qué tal hoy, estaba usted en forma?
—No, es un asco, estoy tonto.
—¿Y Andrea, estaba?
—Sí, ha hecho setenta y siete.
—¡Ah, es todo un
récord
!
—Yo había hecho ayer ochenta y dos.
Era el hijo de un fabricante muy rico que había de tener gran participación en la organización de la próxima Exposición Universal. Me extrañó extraordinariamente ver cómo en aquel joven y en los otros pocos amigos masculinos de las muchachas se había desarrollado la ciencia de todo lo relativo a trajes, manera de vestir, cigarros, bebidas inglesas y caballos, ciencia que poseía hasta en sus menores detalles con orgullosa infalibilidad lindante con la silenciosa modestia del sabio; pero se había desarrollado aisladamente, sin ir acompañada de una mínima cultura intelectual. No tenía ninguna vacilación respecto a la oportunidad del
smoking
o del piyama; pero no sospechaba que hay palabras que unas veces pueden emplearse y otras no, e ignoraba las reglas gramaticales más sencillas. Esta disparidad entre las dos culturas debía de darse exactamente igual en su padre, presidente del Sindicato de Propietarios de Balbec, que decía a los electores, en una "carta abierta" que mandó pegar en las esquinas: "Yo he querido verlo (al alcalde) para hablarle; pero él no ha querido escuchar mis justas griefs" Octavio ganaba en el Casino todos los premios de
boston
, tango, etc., cosa que le facilitaría, si él quería, una buena boda en esa sociedad de "baños de mar", donde muchas veces la pareja de una muchacha resulta ser su pareja de verdad y para siempre. Encendió un cigarro al mismo tiempo que decía a Albertina: "¡Si usted me permite…!", lo mismo que se pide autorización para acabar, sin dejar de hablar, un trabajo urgente. Porque "él no podía estar sin hacer nada", aunque en realidad nunca hizo nada. Y como la inactividad total acaba por tener los mismos efectos que el exagerado trabajo, así en la esfera de lo moral como en la del cuerpo y los músculos, 7a constante nulidad intelectual que se cobijaba tras la frente soñadora de Octavio le originó, a pesar de su aspecto de tranquilidad, comezones de pensar que le quitaran el sueño exactamente como hubiera podido ocurrirle a un metafísico rendido de ideas.
Yo, pensando que si conocía a sus amigos tendría más ocasiones de ver a las muchachas, estuve a punto de pedir a Albertina que me presentara. Y se lo dije en cuanto que el joven se marchó repitiendo: "Estoy tonto". Al decírselo lo hacía con intención de inculcarle la idea de presentármelo la primera vez que nos viéramos.
—¿Pero qué dice usted? ¡No le voy a presentar un niño tonto! Aquí abundan mucho. Pero es una gente que no podría hablar con usted. Este juega muy bien al
golf
, es un punto del
golf
y nada más. Yo sé lo que me digo, no congeniarían ustedes.
—Sus amigas de usted se van a quejar si las abandona —le dije, a ver si me proponía que fuéramos a buscarlas.
—No, no me necesitan para nada.
Nos cruzamos con Bloch, que me dedicó una sonrisa fina e insinuante, un poco azorada, con referencia a Albertina, a la que no conocía, o por lo menos si la conocía era sin conocerla por presentación; al propio tiempo inclinó la cabeza con tiesura y aspereza de movimiento.
—¿Cómo se llama ese ostrogodo? —me preguntó Albertina—. Yo no sé por qué me saluda, porque no me conoce. Por eso no le he devuelto el saludo.
Pero no tuve tiempo de contestar, porque Bloch vino derecho hacia nosotros, y me dijo:
—Perdona que te interrumpa, pero te prevengo que yo voy mañana a Donciéres. Esperar más me parece una descortesía, y no sé lo que pensará de mí Saint-Loup-en-Bray. Tomaré el tren de las dos, ya lo sabes. A tus órdenes.
Pero yo ya no pensaba más que en ver a Albertina y conocer a sus amigas, y Donciéres, como no tenía nada que ver con ellas y me haría volver pasada la hora de ir a la playa, me pareció que estaba en el fin del mundo. Dije a Bloch que me era imposible.
—Bueno, pues iré solo. Diré a Saint-Loup, para halagar su clericalismo, esos dos ridículos alejandrinos del llamado Arouet:
Sabrás que mi deber no depende del tuyo.
Que él haga lo que quiera. Yo con el mío cumplo.
—Reconozco que es un buen mozo —dijo Albertina—; pero me revienta.
A mí nunca se me había ocurrido que Bloch pudiese ser buen mozo; y, en efecto, lo era. Con su cabeza un poco prominente, su nariz repulgada, su aspecto de gran finura y de estar persuadido de ella, tenía una cara simpática. Pero no podía gustar a Albertina. Y quizá se debía eso al lado malo de la muchacha, a la dureza e insensibilidad de la cuadrilla mocil, a su grosería con todo lo que no fuese de su círculo. Más adelante, cuando los presenté, la antipatía de Albertina no bajó de punto. Bloch pertenecía a una clase social en la que se ha llegado a una especie de transacción entre el tono de broma del gran mundo y el respeto conveniente de las buenas maneras que debe tener todo hombre "con las manos limpias", transacción que se diferencia de los modales del gran mundo, pero que no por eso deja de ser una especie sumamente odiosa de mundanismo. Cuando le presentaba, a alguien se inclinaba con exagerado respeto y sonrisa escéptica, y si se trataba de un hombre decía: "¡Mucho gusto, caballero!", con voz que se burlaba de las palabras mismas que estaba pronunciando, pero que delataba la conciencia de que él no era ningún bruto. Tras este primer minuto consagrado a una costumbre que Bloch observaba, pero con cierta burla (como esa otra que tenía de decir el primero de año: "Le deseo a usted mil felicidades" ), comenzaba a desplegar unos modales finos y malignos y a "proferir cosas sutiles", que muchas veces eran muy exactas, pero que, según decía Albertina, "le atacaban los nervios". Cuando ese primer día le dije yo que se llamaba Bloch, exclamó Albertina: "¡Claro, habría apostado algo a que era judío!