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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

A la sombra de las muchachas en flor (66 page)

BOOK: A la sombra de las muchachas en flor
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Se ve muy claro que es eso, hace las figuras de todos los de su raza". Más adelante, Bloch habría de irritar a Albertina por otra cosa. Como ocurre a muchos intelectuales, le sucedía a Bloch que no podía decir sencillamente las cosas sencillas. Para cada una daba con su calificativo culto, y en seguida generalizaba. Esto molestaba mucho a Albertina, que no era amiga de que nadie se metiera en lo que hacía, porque una vez que se torció un pie y tuvo que estarse en casa, Bloch iba diciendo: "Está echada en la meridiana; pero por ubicuidad no deja de ir a vagos campos de
golf
y a remotos tenis". Eso era pura "literatura"; pero como Albertina ' se daba cuenta de que esas palabras podían indisponerla con algunas personas que la habían invitado, y a quienes dijo que no podía moverse, con eso bastó para que tomara ojeriza a la cara y a la voz del muchacho que decía esas cosas. Nos separamos Albertina y yo con promesa de salir un día juntos. Había hablado con ella sin saber en dónde caían mis palabras ni adónde iban a parar, como el que tira piedras a un abismo insondable. Es un hecho constantemente observado en la vida corriente que la persona a quien van dirigidas nuestras palabras las llena de una significación que extrae ella de su propia substancia y que es muy distinta de aquella con que nosotros las pronunciamos. Pero si además resulta que nos encontramos junto a una persona cuya educación, aficiones, lecturas y principios nos son desconocidos (como me ocurría a mí con Albertina), no sabemos si nuestras palabras le harán más efecto que a un bicho a quien tuviera uno que explicar ciertas cosas. De modo que la empresa de intimar con Albertina se me representaba lo mismo que querer entrar en contacto con lo desconocido o lo imposible, al modo de un ejercicio violento como la doma de potros y descansado cual la cría de abejas o el cultivar rosas.

Unas horas antes se me figuraba a mí que Albertina se limitaría a saludarme desde lejos. Y acabábamos de separarnos después de proyectar una excursión juntos. Me hice promesa de ser más atrevido con 'Albertina la próxima vez que la viera, y formé por anticipado el plan de todo lo que había de decirle y hasta de los favores que le pediría (ahora que ya tenía yo la impresión de que Albertina era un poco ligera) . Pero tan susceptible de influencias es el espíritu como una planta, una célula o los elementos químicos, y cuando se mete en un medio nuevo, que son las circunstancias y el ambiente, se modifica como aquéllos. Cuando volví a verme delante de Albertina, como por el mero hecho de su presencia ya era yo un ser distinto, le dije cosas muy otras de las que tenía pensadas. Luego, acordándome de la sien inflamada, pensé si Albertina no apreciaría más una frase amable que viese ella que era desinteresada. Y además me sentía un poco azorado ante algunas de sus sonrisas y miradas. Lo mismo podían significar ligereza de cascos que alegría tontona de una muchacha vivaracha, pero honrada en el fondo. Una misma expresión de cara o de lenguaje podía tener acepciones diversas, y yo dudaba como un estudiante duda delante de un ejercicio de versión griega. Esta vez nos encontramos en seguida con la muchacha alta, Andrea, la que había saltado por encima del viejo. Albertina tuvo que presentarme. Su amiga tenía unos ojos clarísimos; recordaban esas puertas abiertas que hay en un cuarto sombrío, y por las que se ve una habitación toda llena de sol y de reflejos verdosos del mar radiante.

Pasaron cinco individuos a los que conocía yo mucho de vista desde que estaba en Balbec; muchas veces me pregunté quiénes podrían ser. "No, es gente
muy chic
—me dijo Albertina, burlona y con aire de desprecio—. El viejecito del pelo teñido, que lleva guantes amarillos, hay que ver la facha que tiene, ¿eh?, es estupendo: es el dentista de Balbec, un buen hombre; el gordo es el alcalde, y ese otro gordo, más pequeñito, debe usted de haberlo visto, es el profesor de baile, un tío tonto que no nos puede ver porque en el Casino metemos mucho ruido, le estropeamos las sillas y queremos bailar sin alfombra; así, que nunca nos ha dado premio, aunque no hay nadie que sepa bailar más que nosotras. El dentista es buena persona; yo le hubiera dicho adiós para molestar al profesor de baile; pero no podía ser porque va con ellos el señor de Sainte-Croix, el diputado provincial, que es un individuo de muy buena familia, pero que se ha ido con los republicanos por el dinero; no lo saluda ninguna persona decente. Se trata con mi tío por las cosas del gobierno, pero el resto de mi familia le vuelve la espalda. Ese delgado, del impermeable, es el director de orquesta. ¿Pero no lo conoce usted? Dirige divinamente. ¿No ha ido usted a oír
Cavalleria rusticana
? Es una cosa ideal. Esta noche da un concierto, pero no podemos ir porque es en el Ayuntamiento. Al Casino sí se puede ir; pero en el salón del Ayuntamiento han quitado el Cristo que había, y si fuésemos le daría un ataque a la madre de Andrea. ¿Y usted me dirá que el marido de mi tía es del Gobierno, verdad? ¡Qué se le va a hacer! Mi tía es mi tía. Y no se crea usted por eso que la quiero. Nunca tuvo otro deseo que librarse de mí. La persona que me ha servido de madre realmente, y con doble mérito, porque no es nada mío, es una amiga, y claro, la quiero como a una madre. Ya le enseñaré su retrato." Un momento después se nos acercó el campeón de
golf
y el jugador de
baccarat
, Octavio. Se me figuró haber descubierto entre él y yo un lazo común, porque, según deduje de la conversación, era un poco pariente de los Verdurin, que lo estimaban mucho. Pero habló desdeñosamente de los famosos miércoles, añadiendo que Verdurin ignoraba el uso del
smoking
, por lo cual era verdaderamente molesto encontrárselo en algunos music-halls, donde no tenía uno ganas de oírse llamar a gritos "¡Hola, galopín!", por un señor de americana y corbata negra como notario de pueblo. Se marchó Octavio, y en seguida Andrea, al pasar por delante del
chálet
donde vivía, se entró en su casa, sin haberme dicho una sola palabra durante todo el paseo. Sentí mucho que se fuera; tanto más, porque mientras hablaba yo a Albertina de la frialdad de su amiga conmigo y cotejaba mentalmente esa dificultad que Albertina mostraba en hacerme amigo de sus amigas con la hostilidad aquella en que tropezó Elstir el primer día para presentarme, pasaron unas muchachas, las de Ambresac, a quienes saludé; Albertina también les dijo adiós.

Yo me creí que con esto iba a ganar a los ojos de Albertina. Eran hijas de una parienta de la marquesa de Villeparisis, conocidas también de la princesa de Luxemburgo. Los señores de Ambresac, gente riquísima; tenían un hotelito en Balbec, vivían con suma sencillez y vestían siempre lo mismo: el marido con su americana, y la señora con un traje obscuro. Ambos hacían a mi abuela saludos muy cumplidos, sin objeto alguno. Las hijas eran muy guapas y vestían con mayor elegancia; pero elegancia de ciudad y no de playa. Con sus faldas hasta el suelo y sus grandes sombreros no parecían de la misma humanidad que Albertina. La cual sabía muy bien quiénes eran aquellas muchachas. "Ah., ¿con que conoce a esas de Ambresac? Se trata usted con gente muy chic. Pues a pesar de eso son muy sencillas —añadió, como si ambas cosas fuesen contradictorias—. Son muy simpáticas, pero están tan perfectamente educadas, que no las dejan ir al Casino, sobre todo por nosotras, porque nosotras somos "muy mal tono". ¿Le gustan a usted? A mí, según y cómo. Son los patitos blancos. Eso tiene su encanto. Si a usted le gustan los patitos blancos, no tiene usted más que pedir. Y parece que pueden gustar, porque una de ellas tiene ya novio, el marqués de Saint-Loup. Cosa que da mucha pena a la pequeña, que estaba enamorada del muchacho. A mí sólo con esa manera que tienen de hablar con el borde de los labios me ponen nerviosa. Y además visten ridículamente. Van a jugar al golf con traje de seda. A su edad van vestidas con más pretensiones que señoras que saben ya lo que es vestir. Ahí tiene usted la señora de Elstir: ésa sí que es elegante." Contesté que a mí me había parecido que la esposa del pintor iba muy sencilla, y Albertina se echó a reír. "Sí, muy sencilla; pero viste deliciosamente, y para llegar a eso que le parece a usted sencillo gasta un disparate." Los trajes de la señora de Elstir, en efecto, no decían nada a una persona que no fuese de gusto muy seguro y sobrio en cosas de vestir. Yo carecía de esa cualidad. En cambio Elstir la poseía en grado sumo, según me dijo Albertina. Yo no lo había sospechado, como no sospeché 'tampoco que las cosas elegantes, pero sencillas, que adornaban su estudio eran maravillas que el pintor codició largo tiempo, y de cuya historia y cambios de dueño estuvo al tanto, hasta que ganó bastante dinero para comprarlas. Pero en este sector Albertina era tan ignorante como yo y no podía enseñarme nada nuevo. Mientras que en lo del vestir, despabilada por su instinto de coqueta o quizá por el sentimiento de nostalgia de la muchacha pobre que saborea con desinterés y delicadeza en las personas ricas las cosas que ella no puede gastar, me habló muy bien de los refinamientos de Elstir, tan exigente que todas las mujeres le parecían mal vestidas, y que por considerar un mundo todo lo que fuese proporción y matiz tenía que encargar para su mujer sombrillas, sombreros y abrigos que le costaban un dineral, y cuya bellezas enseñó a apreciar a Albertina, aunque para una persona sin gusto eran letra muerta, como me pasó a mí. Además, Albertina, que pintaba un poco, pero sin tener, según confesión propia, ninguna "disposición", sentía gran admiración por Elstir, y gracias a sus conversaciones con el pintor entendía de cuadros, lo cual contrastaba con su entusiasmo por Cavalleria rusticana. Y es que en realidad, y aunque eso no se veía muy bien, Albertina era muy inteligente, y en las cosas que decía las tonterías no eran suyas, sino de su ambiente y edad. Elstir ejerció en Albertina una influencia muy feliz, pero limitada. Todas las formas de inteligencia no habían alcanzado en Albertina igual desarrollo. La afición a la pintura casi se había puesto a la altura de la afición a las cosas de vestir y demás formas de elegancia, pero en la música se quedó muy atrás.

De nada sirvió que Albertina supiera quiénes eran las de Ambresac; pero como el que puede lo mucho no por eso puede también lo poco, después de mi saludo a esas señoritas no encontré a Albertina más animada a presentarme a sus amigas que antes. "Sí que es usted amable en concederles tanta importancia. No les haga usted caso, no valen nada. ¿Qué significan esas chiquillas para un hombre de mérito como usted? Andrea sí que es muy inteligente. Es muy buena muchacha, aunque rematadamente rara; pero las otras son realmente muy tontas." Después de separarme de Albertina me puse a pensar en lo que me dijo respecto al noviazgo de Saint- Loup, y me dolió que Roberto me lo hubiese ocultado y que hiciera una cosa tan mal hecha como casarse antes de romper con su querida. Unos días después me presentaron á Andrea, y como estuvimos hablando un rato, me aproveché para decirle que me gustaría que nos viésemos al día siguiente; pero ella me respondió que era imposible porque había encontrado a su madre bastante mal y no quería dejarla sola. A los dos días fui a ver a Elstir, el cual me habló de lo simpático que yo había sido a Andrea; yo le dije: "A mí sí que me ha resultado ella simpática desde el primer día; le pedí que nos viésemos, pero no podía ser, según me dijo". "Sí, me lo ha contado —respondió Elstir—; lo sintió mucho; pero tenía aceptada una invitación a una comida de campo a diez leguas de Balbec, para ir en coche, y no podía volverse atrás." Aunque semejante embuste, dado que Andrea me conocía muy poco, era cosa insignificante, yo no debí seguir tratándome con una persona capaz de eso. Porque lo que la gente hace una vez lo hace ciento. Y si todos los años fuera uno a ver a ese amigo que la primera vez no pudo acudir a una cita o se acatarró aquel día, lo volveríamos a encontrar con otro catarro, nos faltaría a la cita otra vez, y todo por una misma razón permanente que a él se le antojan razones variadas, ocasionadas por las circunstancias.

Una mañana, después de aquel día en que Andrea me dijo que tenía que estarse con su madre, iba yo paseando un poco con Albertina, a la que me encontré lanzando al aire con un cordón de seda un extraño símbolo que la hacía asemejarse a la "Idolatría" de Giotto; era lo que se llama un dialvolo, y tan en desuso ha caído hoy ese juego, que los comentaristas del porvenir, cuando vean el retrato de una muchacha con, un diavolo en la mano, podrán disertar, como ante una figura alegórica de l'Arena, respecto al significado de ese objeto. Al cabo de un momento aquella amiga suya de aspecto pobre y seco, que el primer día que las vi se burló tan malignamente del pobre viejo cuya testa rozaron los ligeros pies de Andrea, se acercó y dijo a 'Albertina: "Buenos días, ¿no te molesto?" Se había quitado el sombrero, que le estorbaba, y sus cabellos, como una variedad vegetal desconocida y deliciosa, le descansaban en la frente con toda la minuciosa delicadeza de su foliación; Albertina, quizá molesta por verla sin nada en la cabeza, no contestó, se mantuvo en un silencio glacial; pero, a pesar de todo, la otra se quedó, aunque Albertina la tenía a distancia arreglándoselas de modo que unos momentos andaba sola con ella… otros conmigo; dejando a su amiga atrás. Y para que me presentara no tuve más s remedio que pedírselo delante de la muchacha. Entonces, en el momento que Albertina dijo mi nombre, por la cara, por los ojos azules de aquella chiquilla que tan mala me pareció cuando dijo: "¡Pobre viejo, me da lástima!", vi pasar y resplandecer una sonrisa cordial y amable, y la muchacha me tendió la mano. Tenía el pelo dorado, y no sólo el pelo; porque afinque la cara era de color de rosa y los ojos azules, se parecían al purpúreo cielo matinal, donde asoma y brilla el oro por doquiera.

Yo me entusiasmé en seguida, y me dije que debía de ser una niña tímida cuando sentía cariño, que por mí, por simpatía a mí se quedó con nosotros no obstante los sofiones de Albertina, y que sin duda se había alegrado mucho al poder confesarme por fin, con aquella mirada sonriente y buena, que sería tan cariñosa conmigo como terrible era con los demás. Indudablemente, me había visto en la playa cuando yo aún no la conocía, y desde entonces debió de estar pensando en mí; quizá se había burlado del viejo para que Yo la admirara, y acaso porque no podía llegar a conocerme tuvo los días siguientes aquel aspecto melancólico. Muchas veces, desde el hotel la había visto pasearse por la playa. Probablemente lo hacía con la esperanza de encontrarme. Y ahora, molesta por la presencia de Albertina, como si ella sola hubiese sido toda la cuadrilla, no cabía duda que si se pegaba a nosotros sin hacer caso de la actitud cada vez más fría de su amiga era con la esperanza de quedarse la última, de citarse conmigo tara un rato en que pudiera escapar sin que se enteraran su familia y sus amigas, y darme cita en un sitio seguro antes de misa o después del
golf
Era muy difícil verla, porque Andrea estaba reñida con ella y la detestaba. "He estado aguantando mucho tiempo —me dijo esta última— su terrible doblez, su bajeza y las innumerables porquerías que me ha hecho, y todo lo aguanté por las demás. Pero su última acción va ha colmado la medida." Y me contó un chisme de esta muchacha que, en efecto, pudo haber perjudicado a Andrea.

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