De suerte que si antes de esas 'visitas a Elstir, antes de haber visto una marina suya donde había una muchacha con traje de linón o de barés, en un yate que arbolaba la bandera americana, y que puso el "duplicado" espiritual de un traje de linón blanco y de una bandera en mi imaginación, inmediatamente impulsada por un deseo insaciable hacia el dominio de los trajes de linón blanco y de las banderas marinas, como si nunca hubiera visto eso; antes, digo, de ese descubrimiento, yo, siempre que estaba delante del mar, me esforzaba por expulsar de mi campo visual los bañistas del primer término y los yates de velas tan blancas como un traje de playa, es decir, todo lo que me estorbaba para convencerme de que estaba contemplando las ondas inmemoriales que desplegaban su misteriosa vida aun antes de la aparición de la especie humana; y hasta los días de radiante luz se me antojaba que daban el aspecto frívolo del verano de todas partes a esa costa de tempestades y de nieblas, y no eran sino un simple tiempo de descanso, lo que en música se llama un compás de espera, mientras que ahora lo que se me representaba como funesto accidente era el mal tiempo, que no tenía lugar adecuado en el mundo de la belleza, y deseaba yo ardientemente ir a buscar en la realidad lo que tanto me exaltaba en el arte, y hasta la esperanza tenía de que el tiempo fuese lo bastante favorable para poder ver desde lo alto del acantilado las mismas sombras azules que había en el cuadro de Elstir.
Cuando iba por la carretera no hacía con las manos una pantalla protectora, como en esos días en que concebía a la Naturaleza cual si estuviese animada de una vida anterior a la aparición del hombre y opuesta a todos esos fastidiosos perfeccionamientos de la industria que hasta entonces me hacían bostezar en las exposiciones universales o en las tiendas de los modistas; esos días en que no quería ver más que la sección de mar en que no hubiera vapores, de modo que se me representara el Océano como inmemorial, contemporáneo aun de las edades en que estuvo separado de la tierra, por lo menos contemporáneo de los primeros siglos de Grecia, porque así podía decirme con toda verosimilitud los versos del "amigo Leconte de Lisle", tan gratos a Bloch:
Partieron ya los reyes de tajantes navíos,
Y ¡ay! que se llevan por el mar tempestuoso
A los recios varones de la heroica Hélade.
Ahora ya no podía yo despreciar a las sombrereras, puesto que Elstir me había dicho que ese delicado ademán con que hacen la última arruga, la suprema caricia a los lazos o a las plumas de un sombrero acabado, le interesaría tanto dibujarlo como las posturas de los
jockeys
(cosa que encantó a Albertina). Pero para las sombrereras había que esperar mi regreso a París, y para las carreras y regatas, mi regreso a Balbec al año siguiente, porque en aquella temporada ya no había más. Ni siquiera podía uno encontrar un yate con damas vestidas de blanco linón.
Solíamos cruzarnos con las hermanas de Bloch, y yo no tenía más remedio que saludarlas, desde que había cenado en casa de su padre. Mis amigas no las trataban. "No me dejan jugar con muchachas israelitas", decía Albertina. La manera que tenía de pronunciar la palabra israelita, recalcando la s, ya hubiese bastado, aun sin oír la frase que iba a seguir, para indicar que no eran precisamente de simpatía los sentimientos que con respecto al pueblo elegido animaban a estas jóvenes burguesas, de familias devotas y que debían de creer sin dificultad que los judíos degollaban a los niños cristianos. "Además, tienen un tono repugnante esas amigas de usted", me decía Andrea con una sonrisa que significaba que ella sabía muy bien que no eran amigas mías "Como todo lo que tenga algo que ver con la tribu", añadía Albertina con la entonación sentenciosa de una persona de experiencia. A decir verdad, las hermanas de Blocb, que al par que llevaban demasiados trapos iban medio desnudas, con su aspecto lánguido atrevido, fastuoso y sucio, no cansaban muy buena impresión. Y tina prima de ellas, que no tenía más que quince años, escandalizaba a todo el Casino por su ostentosa admiración a la señorita Lea cuyo talento de actriz admiraba mucho Bloch padre, aunque a él no se le podía censurar como a sil sobrina, porque nadie decía que se inclinara más hacia los hombres.
Algunos días merendábamos en algún ventorrillo de los alrededores de Balbec. Eran establecimientos medio ventas medio granjas, y se llamaban Granja de los Ecorres, de María Teresa, de la Cruz d'Heulan, de Bagatelle, de California y de María Antonieta Esta última fue la que escogió nuestra cuadrilla.
Pero otras veces, en vez de ir a tina granja, subíamos hasta lo alto de los acantilados, y allá arriba, sentados en la hierba, deshacíamos nuestro paquete de
sandwiches
y pasteles. Mis amigas preferían los
sandwiches
y se extrañaban de que yo no comiera más que un pastel de chocolate, muy historiado de azúcar al modo gótico, o una tarta de albaricoque. Y es que con los bocadillos de queso o de ensalada, manjares nuevos e ignorantes, yo no tenía nada que hablar. Pero los pasteles eran muy sabios, y muy charlatanas las tartas. Había en los primeros ciertos empalagos de crema y en las segundas unas frescuras frutales que sabían muchas cosas de Combray, de Gilberta; no sólo de la Gilberta de Combray, sino de la de París, en cuyas meriendas los comía yo. Me recordaban esos platitos de postre de
Las
mil y
una noches
, que tanto distraían a mi tía Leoncia con sus "argumentos" cuando Francisca le llevaba, ora
Aladino o La lámpara maravillosa
, ora
Alí Babá, El durmiente despierto, o Simbad el marino embarcándose en Basora con todos sus tesoros
. Mucho me hubiese yo alegrado de volver a ver esos platos; pero mi abuela no sabía adónde habían ido a parar, y suponía además que eran ordinarios, comprados en la misma región. Pero eso no importaba; porque yo veía incrustarse aquellos platos con sus figuras multicolores en ese Combray champañés y grisáceo del mismo modo que estaban incrustadas en la iglesia las vidrieras de cambiante pedrería, las proyecciones de la linterna mágica en la luz crepuscular de mi cuarto, las orientales flores de botón de oro y las lilas de Persia delante de la estación y el ferrocarril del pueblo, y la colección de porcelana antigua de China de mi tía en su sombría casa de señora provinciana.
Echado en las rocas, no veía delante de mi más que unos prados, y por encima de ellos, no los siete cielos de la física cristiana, sino la superposición de dos únicos, uno más obscuro, el mar, y otro arriba, un poco más pálido. Merendábamos, y si yo había traído algún pequeño recuerdo que fuese del agrado de alguna de las muchachas, para regalárselo, la alegría henchía su traslúcido rostro, vuelto rojo de pronto, con tanta violencia, que la boca no podía contenerla, y para dejarla salir estallaba de risa. Estaban todas a mí alrededor, y entre sus caras, muy poco separadas unas de otras, el aire trazaba veredas azules, como jardinero que quiere abrir algún espacio para poder andar él en medio de un bosquecillo de rosas. Cuando se nos habían agotado los víveres jugábamos a juegos que antes me parecían tontos; juegos tan infantiles a veces como "La torre en guardia" o "Al que se ría primero"; pero ahora no habría yo renunciado a ellos por todo un imperio; la aurora de juventud que arrebolaba aún la cara de aquellas mozas, y que a mí, a mis años, ya no me alcanzaba, lo iluminaba todo delante de ellas y, lo mismo que la fluida pintura de algunos primitivos, hacía destacarse los detalles más insignificantes de su vida sobre un fondo de oro. Casi todos los rostros de las muchachas se confundían con aquel arrebol confuso de la aurora, del que aun no habían surgido las verdaderas facciones. Sólo se veía un color delicioso, tras el cual era imposible discernir lo que habría de ser el perfil unos años más adelante. El de hoy no era definitivo y muy bien podía ocurrir que fuese un parecido momentáneo con algún pariente difunto al que quiso la Naturaleza dedicar 'esta cortesía conmemorativa. Llega tan presto el instante en que ya no queda nada que esperar, cuando el cuerpo se concreta en una inmovilidad que no promete más sorpresas, cuando se pierde toda esperanza al ver, lo mismo que se ven las hojas muertas en los árboles del estío, cómo se cae el pelo o cómo encanece en cabezas juveniles, y es tan corta esta mañana radiante, que acaba uno por no gustar sino de las muchachitas muy jóvenes, en cuyos cuerpos está laborando aún la carne como preciosa pasta. No son más que una masa de materias dúctiles, trabajada a cada momento por la impresión pasajera que las domina. Parece que cada una de estas muchachas es sucesivamente una estatuilla de la alegría, de la seriedad juvenil, del mimo, del asombro; estatuilla modelada por una expresión franca, completa, pero fugitiva. Esa plasticidad presta suma variedad y encanto a las amables atenciones que con nosotros tiene una muchacha. Verdad es que también son indispensables en las mujeres, y que una mujer a quien no gustamos o que no nos demuestra que le agradamos, en seguida se nos hace fastidiosamente monótona. Pero tales atenciones, cuando ya se tiene cierta edad, no se pintan con blancas fluctuaciones en el rostro, porque éste ya está endurecido para siempre por las luchas de la existencia y será eternamente militante o extático. Hay unos que, merced a la fuerza continua de esa obediencia que somete la esposa al esposo, parecen, más que cara de mujer, gesto de soldado; otro, trabajado por los sacrificios diarios que hizo una madre por sus hijos, es rostro de apóstol. Y alguno existe de mujer que, tras muchos años de trabajos y tempestades, se le puso cara de lobo de mar y sólo por los vestidos se conoce su femineidad. Claro que las atenciones de una mujer querida esmaltan de delicias las horas que a su lado pasamos. Pero no es ella para nosotros sucesivas mujeres diferentes. Su alegría es una cosa externa, ajena a un rostro que no muda de expresión. Pero la adolescencia es anterior a la solidificación completa, y de ahí que se sienta junto a las muchachas jóvenes esa frescura que inspira el espectáculo de formas en constante cambio, jugando en una inestable oposición que nos recuerda el perpetuo crear y recrear de los elementos primordiales de la Naturaleza que en el mar contemplamos.
Y no sólo sacrificaba yo una reunión mundana o un paseo con la señora de Villeparisis por el juego del hurón o de las adivinanzas con mis amigas. Saint-Loup me había mandado decir varias veces que, puesto que yo no iba a verlo a Donciéres, tenía pedida una licencia de veinticuatro horas, que pasaría en Balbec conmigo. Y yo siempre le escribía que no viniese, invocando el pretexto de que aquel día precisamente tenía que salir de Balbec para hacer una visita de cumplido con mi abuela. Y sin duda debió de pensar de mí muy mal al saber por su tía qué visita era ésa y qué personas eran las que yo tenía que acompañar, en vez de a mi abuela. Y, sin embargo, quizá no hacía yo del todo mal en sacrificar no sólo los placeres de la sociedad, sino los de la amistad, al gusto de pasar todo el día en ese jardín. Los seres que tienen la posibilidad de vivir para sí mismos —claro que esto seres son los artistas, y yo estaba convencido hacía mucho tiempo de que no lo sería nunca— tienen también el deber de vivir para sí mismos; y la amistad es una dispensa de ese deber, una abdicación personal. La conversación, el modo de expresión de la amistad, es una divagación superficial que no nos deja nada que ganar. Podemos estarnos hablando una vida sin hacer otra cosa que repetir indefinidamente la vacuidad de un minuto, mientras que el andar del pensamiento en el trabajo solitario dé la creación artística se cumple en sentido de profundidad, en la dirección única que no nos está cerrada y por la que podemos adelantar, aunque con mucho trabajo, es cierto, para lograr una verdad. Y la amistad no sólo carece de virtualidad, como la conversación, sino que además es funesta. Porque la impresión de aburrimiento, es decir, de quedarse en la superficie de sí mismo, en vez de continuar los viajes de exploración por dentro de las profundidades, que no puede por menos de sentir junto a un amigo cualquiera de nosotros que obedezca a una ley de desarrollo puramente interna, esa impresión de aburrimiento, digo, viene la amistad y nos convence para que la rectifiquemos cuando estamos solos, para que recordemos con emoción las palabras que nos dijo nuestro amigo, considerándolas como preciosos dones; cuando en realidad nosotros no somos al modo de fábrica arquitectónica a la que se pueden añadir piedras desde fuera, sino árboles que sacan de su propia savia cada nuevo nudo de su tallo, cada capa superior de su follaje. Y yo me mentía a mí mismo, interrumpía mi crecimiento en el único sentido en que realmente podía crecer y ser feliz, siempre que me felicitaba de que me quisiera y admirara un ser tan bueno, tan inteligente, tan solicitado como Saint-Loup, siempre que adaptaba mi inteligencia no a mis propias impresiones tenebrosas, que era mi deber aclarar, sino a las palabras de mi amigo, porque repitiéndomelas —haciendo que me las repitiera ese otro yo que vive en nosotros y en el que descargamos con tanto gusto el peso de pensar— me esforzaba por encontrar una belleza muy distinta de la que perseguía yo silenciosamente cuando estaba solo, pero que daría más mérito a Roberto, a mí mismo y a mi vida. En la vida que con tal amigo vivía yo me veía delicadamente resguardado de la soledad, con noble deseo de sacrificarme por él, es decir, incapaz de realizarme a mí mismo. Pero, por el contrario, junto a aquellas muchachas, si bien el placer que yo gozaba era egoísta, por lo menos no se basaba en esa mentira que tiene la pretensión de hacernos creer que no estamos irremediablemente solos, mentira que nos impide reconocer que cuándo estamos hablando con otros no somos nosotros los que hablamos, sino que entonces somos hechura de los extraños y no hechura de nuestro yo, tan diferente de ellos. Las palabras que nos decíamos las muchachas y yo no tenían interés, eran muy escasas, y yo las aislaba por mi parte con grandes silencios. Cosa que no era obstáculo para que tuviera tanto deleite en oírlas como en mirarlas, en descubrir en la voz de cada una un cuadro de vivo color. Escuchaba encantado sus gorjeos. El amor sirve de ayuda para discernir y diferenciar. En un bosque el aficionado a pájaros distingue en seguida la manera de piar característica de cada pájaro, y que el vulgo confunde. Y el aficionado a muchachas sabe que las voces humanas son aún más variadas. Cada una tiene más notas que el más rico instrumento. Y las agrupa en combinaciones tan inagotables como la infinita variedad de las personalidades. Cuando hablaba con alguna de mis amigas veía yo que el cuadro original y único de su individualidad era ingeniosamente dibujado y tiránicamente impuesto, tanto por las inflexiones de la voz como por las del rostro, y que había, pues, dos espectáculos que traducían cada uno en su plano, la misma singular realidad. Indudablemente, las líneas de la voz, como las del rostro, no se habían fijado aún definitivamente; la voz se mudaría, la cara habría de cambiar. Lo mismo que los niños tienen una glándula cuya secreción les sirve de ayuda para digerir la leche de la madre, glándula que desaparece en las personas mayores, así estas chicas tenían en su gorjeo notas que ya no tienen las mujeres. Y tocaban ese variadísimo instrumento con sus labios, muy aplicadas, entusiasmadas, como esos angelitos de Bellini que son también atributo exclusivo de la juventud. Más adelante esas muchachas perderían el acento de entusiasta convicción que tanto encanto prestaba a las más sencillas cosas: Albertina, que con un tono de autoridad soltaba chistes escuchados admirativamente por las pequeñas, hasta que un reír loco se apoderaba de ellas con la violencia irresistible de un estornudo; 'Andrea, que hablaba de sus trabajos escolares, aun más infantiles que sus juegos, con gravedad esencialmente pueril; y sus palabras denotaban como esas estrofas de los tiempos antiguos, cuando la poesía, poco diferenciada todavía de la música, se declamaba en notas diferentes. A pesar de todo, la voz de estas muchachas acusaba ya claramente la manera que cada cual tenía de ver la vida, tan individual, que sería demasiado generalizar el decir de ellas "ésta lo echa todo a broma", "aquélla va de afirmación en afirmación", "esa otra se queda en la duda expectativa". Nuestras facciones no son más que gestos convertidos por el hábito en definitivos. La naturaleza, lo mismo que la catástrofe de Pompeya o una metamorfosis de ninfa, nos ha inmovilizado en un ademán habitual. Y así, nuestra entonación de voz contiene nuestra filosofía de la vida, aquello que la persona se dice de las cosas a cada instante. Indudablemente, esos rasgos no eran sólo de esas muchachas, sino de sus padres. El individuo está metido en algo más general que él. Según eso, los padres dan algo más que ese gesto habitual que constituye las facciones y la voz: dan determinadas maneras de hablar, frases consagradas, que, tan inconscientes como una entonación y casi tan profundas, indican asimismo un modo de ver la vida. Claro que con las muchachas ocurre que sus padres no les transmiten algunas de estas expresiones hasta una determinada edad; por lo general, cuando ya son mujeres. Las guardan en reserva. Así, por ejemplo, cuando se hablaba de los cuadros de un amigo de Elstir, Andrea, que llevaba aún trenza, no podía utilizar la misma expresión que su madre y su hermana casada: "Dicen que el
hombre
es encantador". Pero ya llegaría, cuando llegase el permiso para ir al Palais Royal. Y desde que había hecho la primera comunión, Albertina decía, como una amiga de su tía: "Eso me parecería atroz". Le habían legado también la costumbre de repetir lo que le decían, para que pareciese que se interesaba y que quería formar juicio de las cosas. Si decían de un pintor que sus cuadros eran bonitos o que tenía una linda casa, Albertina exclamaba: "¡Ah! ¿Con que sus cuadros son bonitos? ¿,Con que tiene una linda casa?" Y más general aún que la herencia familiar era la sabrosa materia, impuesta por la provincia original, de la que ellas sacaban sil voz y que mordían a veces con sus entonaciones. Cuando Andrea punteaba secamente una nota grave, no podía evitar que las cuerdas perigordinas de su instrumento vocal dieran un sonido cantarino muy en armonía con la pureza meridional de sus facciones; y en Rosamunda la calidad de su cara y de su voz del Norte respondían continuamente a los jugueteos de su propietaria con el acento peculiar de su provincia. Y yo notaba como un hermoso diálogo entre esa provincia y el temperamento de la muchacha, que dictaba las inflexiones. Diálogo nada discorde. Nadie habría sido capaz de separar a la muchacha de su país natal. Ella sigue siendo él. Además, esa reacción de los materiales locales sobre el genio que los utiliza, y al que presta nueva lozanía, no contribuye a que la obra sea menos individual, y ya se trate de la labor de un arquitecto, de un ebanista o de un músico, sigue reflejando minuciosamente los sutilísimos rasgos de la personalidad del artista, aunque éste tenga que trabajar en la piedra molar de Senlis o en la piedra arenisca de Estrasburgo, aunque respete los nudos peculiares del fresno o aunque haya tenido en cuenta, al escribir los límites y recursos, la sonoridad y posibilidades de la flauta y del alto.