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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

A la sombra de las muchachas en flor (72 page)

Fuimos en busca de las demás muchachas para emprender la vuelta. Yo ya sabía que estaba enamorado de Albertina; pero, desgraciadamente, no me preocupaba el decírselo a ella. Y es que desde mis tiempos de juego en los Campos Elíseos mi concepción del amor había cambiado mucho, aunque los seres a quienes se consagró mi amor sucesivamente eran casi idénticos. Por una parte, la confesión, la declaración de mi cariño a la mujer amada no me parecía ya una de las escenas capitales y necesarias del amor, ni éste una realidad exterior, sino tan sólo un placer subjetivo. Y me daba yo cuenta de que Albertina echaría más leña al fuego de ese placer cuanto menos enterada estuviese de su existencia.

Durante la vuelta, la imagen de Albertina, bañada en la luz que emanaba de las otras muchachas, no fue la única que para mí había. Pero al igual de la luna, que de día no es más que una nubecilla blanca de forma más caracterizada y fija que las demás, y que recobra toda su potencia en cuanto la luz diurna se extingue, así cuando volví al hotel la imagen única de Albertina surgió de mi corazón y empezó a brillar. Ahora de pronto mi cuarto me parecía completamente nuevo. Claro que ya hacía mucho tiempo que no era el cuarto enemigo de la primera noche. El hombre va modificando incansablemente la morada que habita, y a medida que la costumbre nos dispensa de sentir suprimimos los elementos nocivos de color, dimensión y olor que objetivaban nuestro malestar. Ya no era aquel cuarto, con bastante imperio aún sobre mi sensibilidad, aunque no para hacerme sufrir, sino para darme alegría, la tina donde iban a bañarse los días claros, haciendo rebrillar aquella especie de piscina hasta la mitad de su altura con un azul empapado de luz, cubierto por momentos por una vela refleja y fugitiva, impalpable y blanca cual emanación del calor; ni el cuarto, puramente estético, de las tardes pictóricas era el cuarto donde había pasado yo tantos días que ahora ya no lo veía. Pero aquella tarde de nuevo volví a fijarme en él, mas desde ese punto de vista egoísta propio del amor. Pensaba yo que el gran espejo y las elegantes librerías harían a Albertina muy buena impresión si alguna vez venía a verme. Y en vez de un lugar de transición, donde pasaba yo un momento antes de escapar a la playa o a Rivebelle, mi cuarto tornaba a ser real y grato y se renovaba porque miraba y apreciaba yo cada uno de sus muebles con los ojos de Albertina.

Unos días después de aquella tarde de juego salimos de paseo y anduvimos más de la cuenta; así, que nos alegramos mucho de encontrar en Maineville dos cochecitos de dos asientos de los llamados
tonneaux
, gracias a los cuales podríamos estar de vuelta en Balbec a la hora de cenar; yo, impulsado por la gran vivacidad que ya había tomado mi amor a Albertina, propuse que viniera conmigo en un coche a Andrea, primero, y a Rosamunda, después; a Albertina no le dije nada; pero tras de haber invitado preferentemente a Andrea y a Rosamunda convencí a todo el mundo, cual si fuese en contra de mi deseo y por consideraciones secundarias de hora, de camino y de abrigos, de que lo más práctico era que viniese conmigo Albertina, y puse cara de resignado por ir en su compañía. Desgraciadamente, el amor tiende a la asimilación completa de un ser, y como nadie es comestible por la mera conversación, aunque Albertina estuvo sumamente amable durante la vuelta, cuando la dejé en su casa me quedé yo con más hambre aún de ella que al salir y no conté los momentos que habíamos pasado juntos más que como un preludio, sin gran importancia intrínseca, de los que vendrían después Y sin embargo, tenía ese encanto primigenio que no se vuelve a encontrar nunca. Todavía no había pedido nada a Albertina. Podía imaginarse lo que yo deseaba; pero como no está segura supondría que yo no aspiraba sino a relaciones sin ninguna validad precisa, en las que mi amiga vería esa deliciosa ceguedad, tan rica en esperadas sorpresas, que se llama lo novelesco.

A la semana siguiente no busqué apenas a Albertina. Hice como que prefería a Andrea. Empieza el amor, y querría uno seguir siendo para la amada ese ser desconocido del que ella se puede enamorar, pero al mismo tiempo se la necesita, se siente la necesidad de llegar no tanto a su cuerpo como a su atención, a su corazón. Insinúa uno en una carta una pequeña maldad que obligue a la indiferente a pedirnos algún favor, y el amor, con arreglo a una técnica infalible, va apretando para nosotros, con movimiento alterno, ese engranaje que nos coge de tal manera que ya no podemos dejar de amar ni ser amados. Consagraba yo a Andrea las horas en que las otras iban a alguna reunión a la que Andrea renunciaba con gusto por mí, pero a la que habría renunciado también sin ninguna gana por elegancia moral, para que no se creyeran las otras, ni ella misma, que concedía valor a un placer relativamente mundano. Y me arreglé para quedarme todas las tardes con ella, no con ánimo de inspirar celos a Albertina, sino de ganar aún más en opinión suya, q al menos no perder como habría ocurrido si le hubiese dicho que yo la quería a ella y no a Andrea. Tampoco decía la verdad a Andrea por miedo a que se lo contara a su amiga. Cuando hablaba yo a Andrea de Albertina afectaba gran frialdad; pero quizá se dejó ella engañar menos por mi indiferencia fingida que yo por su credulidad aparente. Hacía ella como si se creyera que Albertina me era indiferente y deseara que llegase a haber entre nosotros una perfecta unión. Cuando, por el contrario, lo probable era que ni creía en una cosa ni deseaba la otra. Y mientras que le estaba yo diciendo que su amiga me preocupaba muy poco, tenía mi pensamiento puesto en la manera de entrar en relación con la señora de Bontemps, que estaba pasando una corta temporada cerca de Balbec y se llevaría a Albertina a estar con ella tres olías. Claro que yo no dejé transparentar mi deseo a Andrea, y le hablaba de la familia de Albertina sin dar a la cosa ninguna importancia. Las respuestas explícitas de Andrea parecía que no ponían mi sinceridad en tela de juicio. Pero, sin embargo, un día se le escapó esta frase: "Precisamente hoy he visto a la tía de Albertina". Claro es que no me había dicho: "He estado muy bien por detrás de sus palabras de usted, lanzadas como al azar, que no piensa usted más que en hacer amistad con la tía de Albertina". Pero aquella palabra
precisamente
parecía responder a la presencia en el ánimo de Andrea de una idea semejante, que consideraba más delicado ocultarme. Pertenecía esa palabra a la misma familia que algunas miradas y ademanes que aunque no tengan tina forma lógica y racional, directamente elaborada para el que escucha, llegan a sus oídos con su verdadera significación, lo mismo que la palabra humana, transformada en electricidad en el teléfono, vuelve a hacerse palabra para que la oigan. Con objeto de borrar del ánimo de Andrea la idea de que me preocupaba la señora dé Bontemps, ahora hablé de ella no sólo con indiferencia, sino malévolamente: dije que esta una ocasión me habían presentado a esa mujer tan loca, pero que tenía la esperanza de no tropezarme más con ella. Y lo que buscaba por todos los medios era todo lo contrario.

Pedí a Elstir, pero rogándole que no se lo dijera a nadie, que le hablara de mí y que hiciera por que nos viésemos. Me prometió presentármela, aunque muy extrañado de mi deseo, porque él la tenía por una mujer despreciable, intrigante y sin más interés que el de ser horriblemente interesada. Se me ocurrió que si veía a la señora de Bontemps, Andrea se enteraría más o menos pronto, y juzgué preferible advertírselo. "Las cosas de que más va uno huyendo son las más difíciles de evitar —dije—. No hay nada que me moleste tanto en este mundo como hablar con la señora de Bontemps y, sin embargo, no podré escapar porque Elstir me ha dicho que va a invitarme el mismo día que a ella." "No me extraña absolutamente nada", dijo Andrea con tono amargo, mientras que su mirar, dilatado y descompuesto por el descontento, se posaba en no sé qué cosa invisible. Estas palabras de Andrea no eran precisamente la expresión más ordenada de un pensamiento que hubiera podido resumirse así: "Sé muy bien que está usted enamorado de Albertina y que revuelve Roma con Santiago por acercarse a su familia". Pero eran los restos informes y reconstituíbles de ese pensamiento que hice estallar yo, contra la voluntad de Andrea. Lo mismo que el
precisamente
, esas palabras no tenían sentido más que en segundo grado, es decir, eran de esas que nos inspiran (más cine las afirmaciones directas) estima o desconfianza por una persona y nos hacen incomodarnos con ella.

Puesto que Andrea no me había creído cuando le decía yo que la familia de Albertina me era indiferente, es que pensaba que estaba enamorado de Albertina. Y probablemente eso no la hacía muy feliz.

Por lo general, ella solía estar presente en mis entrevistas con su amiga. Pero había días en que veía yo a Albertina sola, días que esperaba yo todo febril, y qué pasaban sin traerme nada decisivo, sin haber sido ese día capital, cuyo papel confiaba yo inmediatamente al siguiente día, que tampoco lo iba a cumplir; y así iban desmoronándose sucesivamente, al modo de las olas, aquellos pináculos, sustituidos inmediatamente por otros iguales.

Hacía poco más o menos un mes de aquella tarde del juego cuando me dijeron que Albertina se iría al otro día por la mañana a pasar cuarenta y ocho horas con su tía; y como tenía que tomar un tren que salía muy temprano, para no dar molestias en casa de las amigas con quienes vivía iba a dormir aquella noche al Gran Hotel. Se lo dije a Andrea: "No lo creo —me respondió con tono de descontento—. 'Además, eso no le serviría a usted de nada, porque estoy segura de que Albertina no consentirá en verlo a usted si va ella sola al hotel. No sería protocolar —añadió, empleando un adjetivo que le gustaba mucho, desde poco tiempo atrás, en el sentido de "no corriente"—. Le digo eso porque sé cómo piensa Albertina. A mí no se me da nada que usted la vea o no. Me es completamente igual".

En este momento se nos acercó Octavio, que no tuvo ningún inconveniente en contarnos cuántos tantos había hecho en el
golf
el día antes, y en seguida Albertina, que iba paseándose y jugando al diavolo al mismo tiempo, como esas monjas que andan y rezan su rosario a la par. Gracias a ese juego, Albertina podía estar sola horas enteras sin aburrirse. Yo en seguida me fijé en el gracioso remate de su nariz, rasgo que había omitido estos días pasados cuando pensaba en la muchacha; al amparo de su negro pelo, la verticalidad de sil frente se opuso, y no por vez primera, a la imagen indecisa que yo tenía de ella, mientras que su blancura hacía fuerte presa en mis miradas; Albertina surgía del polvo de los recuerdos e iba reconstruyéndose en mi presencia. El
golf
acostumbra a los entretenimientos solitarios. Y el del
diavolo
es seguramente uno de éstos. Sin embargo, Albertina, después de haberse incorporado a nosotros, siguió jugando, al mismo tiempo que nos hablaba, como una dama que recibe la visita de tinas amigas y no por eso deja su labor de crochet. "Parece —dijo a Octavio— que la señora de Villeparisis ha dirigido una reclamación a su padre de usted (y yo oí por detrás de esa palabra una de aquellas notas peculiares de Albertina; cada vez que me daba yo cuenta de que las había olvidado, al propio tiempo recordaba que entre esas notas se veía la cara decidida y francesa de Albertina. Aun siendo yo ciego por aquellas notas, hubiese reconocido algunas de las cualidades de viveza, un poco provincianas, tan bien como las revelaba el remate de su nariz. Las dos cosas eran equivalentes y hubieran podido suplirse mutuamente; y su voz, corno esa que realizará, según dicen, el fototeléfono del porvenir, recortaba limpiamente en el sonido la imagen visual). No sólo ha escrito a su padre de usted, ha escrito además al alcalde de Balbec para que no deje jugar al
diavolo
en el paseo, porque le han dado un golpe en la cara." "Sí, he oído algo de esa reclamación. Es ridículo. ¡Con las pocas distracciones que hay aquí!" 'Andrea no se mezclaba en la conversación; ninguna de las muchachas, ni tampoco Octavio, conocían a la señora de Villeparisis. "Yo no sé por qué ha armado todo ese lío esa señora —dijo por fin Andrea—, porque a la señora de C Cambremer la vieja, le dieron también con un diavolo en la cara y no se quejó." "Pues yo les explicaré a ustedes la diferencia —respondió gravemente Octavio, al tiempo que encendía una cerilla—: eso es porque, según me parece a mí, la de Cambremer es una dama del gran mundo y la otra una arribista." Enseguida preguntó a Albertina si iría al
golf
aquella tarde, y se marchó; Andrea se fue también. Me quedé solo con Albertina. "¿Ha visto usted que ahora me peino como a usted le gusta? ¿Se ha fijado usted en el mechón de pelo? Todo el mundo se ríe y nadie sabe por qué lo hago. Mi tía también se reirá de mí, pero yo no le digo por qué lo llevo así." Estaba yo viendo de lado las mejillas de Albertina, que a veces parecían pálidas, pero estaban regadas por una sangre clara que las iluminaba y les prestaba ese brillo propio de algunas mañanas invernales, en que las piedras, soleadas parcialmente, parecen granito rosa y están exhalando alegría. La que me inspiraba en este instante las mejillas de Albertina era también muy viva, pero llevaba a otro deseo que no el de pasear, al deseo del beso. Le pregunté si eran ciertos los proyectos que se le atribuían. . "Sí —me dijo—, pasaré esta noche en su hotel de usted, y como estoy un poco constipada me acostaré antes de la comida. Puede usted ir a verme cenar sentado junto a la cama, y después jugaremos a lo que usted quiera. Me hubiera gustado que viniera usted a la estación mañana, pero temo que parezca raro, no a Andrea, que es bastante inteligente, pero sí a las otras, que estarán allí; y luego, si se lo contaran a mi tía habría alguna historia; pero podemos pasar un rato juntos esta noche. Y de eso no se va a enterar mi tía. Voy a decir adiós a Andrea. Con que hasta luego. Vaya usted temprano para que tengamos mucho tiempo", añadió sonriendo. Al oír estas palabras me remonté yo aún más allá de los tiempos en que quería a Gilberta, .a aquellos en que el amor me parecía una entidad no sólo exterior, sino realizable. Mientras que la Gilberta que yo veía en los Campos Elíseos era distinta de la que encontraba en mi alma en cuanto estaba solo, ahora, de pronto, en la Albertina real, en la que veía todos los días, en la que yo me figuraba tan llena de prejuicios burgueses y tan franca con su tía, acababa de encarnarse la Albertina imaginaria, aquella que me imaginé yo que me miró furtivamente en el paseo del dique cuando aún no nos habían presentado, aquella que la tarde en que me, la encontré yendo con mi abuela parecía tener muy poca gana de volver a su casa y miraba cómo me iba yo alejando.

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