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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

A la sombra de las muchachas en flor (33 page)

BOOK: A la sombra de las muchachas en flor
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Es menester no dejarse engañar por particularidades de pura forma derivadas de la época y de la vida de sociedad de entonces, particularidades que mueven a mucha gente a creer que ya han hecho su poco de Sevigné con decir: "Mándeme usted mi criada", o "Ese conde me pareció que tenía no poco ingenio", o "La cosa más bonita de este mundo es poner el heno a secar". Ya la señora de Simiane se figuraba que se parecía a su abuela, madama de Sevigné, por escribir: "El señor de la Boulie marcha a pedir de boca y está en buena disposición para oír la noticia de su muerte", o "¡Cuánto me gusta su carta, querido marqués! ¿Cómo me arreglaré para no contestarla?" o "Me parece, caballero, que usted me debe una carta y que yo le debo cajitas de bergamota. Mando ocho, ya irán más…: la tierra nunca dio tanta bergamota. Indudablemente, lo hace para complacerlo a usted". Y en el mismo estilo escribe sus cartas sobre la sangría los limones, etc., y se le figura que son cartas de madama de Sevigné. Pero mi abuela había llegado a madama de Sevigné por dentro, por el amor que tenía a los suyos y a la Naturaleza, y me enseñó a apreciar sus bellezas, que son muy distintas de las mencionadas. Iban a impresionarme mucho, y con más motivo, porque madama de Sevigné es una artista de la misma familia que un pintor que había de encontrarme en Balbec y que tuvo gran influencia en mi modo de ver las cosas, Elstir. En Balbec me di cuenta de que la Sevigné nos presenta las cosas igual que el pintor, es decir, con arreglo al orcen ce nuestras percepciones y no explicándolas primero por su causa. Pero ya aquella tarde, en el vagón, al releer la carta donde se habla de la noche de luna ("No pude resistir la tentación: me encasqueto papalinas y chismes que no eran necesarios y me voy al paseo, donde el aire es tan agradable como en mi alcoba; y me encuentro con mil simplezas, con frailes blancos y negros, con monjitas grises y blancas, con ropa blanca esparcida por aquí y por allá, con hombres amortajados, apoyados en el tronco de los árboles, etc."), me sedujo eso que un poco más adelante hubiera yo llamado (porque pinta ella los paisajes lo mismo que el ruso los caracteres) el aspecto Dostoiewski de las
Cartas de Madama de Sevigné
.

Al finalizar la tarde dejé a mi abuela en casa de su amiga y estuve allí algunas horas; luego volví a tomar el tren yo solo, y la noche que siguió no se me hizo penosa, y fue porque no tenía que pasarla en la cárcel de una alcoba cuya misma somnolencia me tendría desvelado; me veía rodeado por la sedante actividad de todos los movimientos del tren, que me hacían compañía, que se brindaban a darme conversación si no me entraba sueño, meciéndome con sus ruidos, que yo acomodaba, como el sonar de las campanas de Combray, tan pronto a un ritmo como a otro (y según mi capricho, oía cuatro dobles corcheas iguales, y luego una doble corchea que se precipitaba furiosamente contra una semimínima); neutralizaban la fuerza centrífuga de mi insomnio ejerciendo sobre él presiones contrarias que me mantenían en equilibrio, y mi inmovilidad y mi sueño se sintieron sostenidos en esas presiones con la misma impresión de frescura que hubiese podido darme el descanso que debe causar la sensación de que no velan fuerzas enormes en el seno de la Naturaleza y de la vida, caso de haber podido encarnar por un momento en un pez que duerme en el mar paseado por las corrientes y las olas, o en un águila apoyada sólo en la tempestad. En los largos viajes en ferrocarril la salida del sol es una compañía, como lo son los huevos duros, los periódicos ilustrados, los naipes y esos ríos donde hay unas barcas que hacen esfuerzo! inútiles por avanzar. En el mismo instante en que pasaba yo revista a los pensamientos que me llenaban el ánimo durante los minutos precedentes, para darme cuenta de si había dormido o no (y cuando la misma incertidumbre que me inspiraba la pregunta estaba dándome la respuesta afirmativa), vi en el cuadro de cristal de la ventanilla, por encima de un bosquecillo negro, unas nubes festoneadas, cuyo suave plumón tenía un color rosa permanente, muerto, de ese que no cambiará, como el color rosa ya asimilado por las plumas de un ala o por el lienzo al pastel donde lo puso el capricho del pintor. Pero yo sentí que, por el contrario, aquel colorido no era inercia ni capricho sino necesidad y vida. —Pronto fueron amontonándose detrás de ellas reservas de luz. Cobró vida, el cielo se fue pintando de encarnado y yo pegué los ojos al cristal para verlo mejor, porque sabía que ese color tenía relación con la profunda Vida de la Naturaleza; pero la vía cambió de dirección, el tren dio vuelta, y en el marco de la ventana vino a substituir a aquel escenario matinal un poblado nocturno con los techos azulados de luna y con un lavadero lleno del ópalo nacarino de la noche, todo abrigado por un cielo tachonado de —estrellas; y ya me desesperaba de haber perdido mi franja de cielo rosa, cuando volví a verla, roja ya, en la ventanilla de enfrente, de donde se escapó en un recodo de la vía; así, que pasé el tiempo en correr de una a otra ventanilla para juntar y recomponer los fragmentos intermitentes y opuestos de mi hermosa aurora escarlata y versátil; y llegar a poseerla en visión total y cuadro continuo.

El paisaje se fue volviendo accidentado y abrupto, y el tren se detuvo en una pequeña estación situada entre dos montañas. Sólo se veía en el fondo de la garganta que formaban los dos montes, y al borde del torrente, la casa del guarda, hundida en el agua, que corría casi al ras de las ventanas. Y si es posible que una determinada tierra produzca un ser en el que se pueda saborear el particular encanto de ese terruño, la criatura esa debía de ser, en mayor grado aún que la campesina cuya aparición tanto deseaba yo cuando vagaba solo por el lado de Méséglise, esta moza alta que vi salir de la casita y encaminarse hacia la estación con su cántaro de leche, por el sendero iluminado oblicuamente por el naciente sol. En el seno de aquel valle, entre aquellas alturas que le ocultaban el resto del mundo, la muchacha no debía de ver a otras personas que a las que iban en esos trenes que se paraban allí un momento. Anduvo a lo largo del convoy ofreciendo café con leche a los pocos viajeros despiertos. Su rostro, coloreado con los reflejos matinales, era más rosado que el cielo. Sentí al verla ese deseo de vivir que en nosotros renace cada vez que recobramos la conciencia de la dicha y de la belleza. Nos olvidamos continuamente de que dicha y belleza son individuales, y en lugar suyo nos colocamos en el ánimo un tipo convencional formado por una especie de término medio de los diferentes rostros que nos han gustado y de los placeres que saboreamos, con lo cual no poseemos otra cosa sino imágenes abstractas, lánguidas y sosas, porque les falta cabalmente ese carácter de cosa nueva, distinta de todo lo que tenemos visto, ese carácter peculiar de la dicha y de la belleza. Y juzgamos la vida con un criterio pesimista y que consideramos justo porque se nos figura que para juzgar tuvimos bien en cuenta la felicidad y la hermosura, cuando en verdad las omitimos, las reemplazamos por síntesis que no tenían ni un átomo de ventura ni de belleza. Lo mismo ocurre con ese hombre tan leído que bosteza de aburrimiento cuando le hablan de un nuevo libro muy bueno, porque se imagina algo como un compuesto de todos los libros buenos que leyó, mientras que un libro realmente bueno es particular, imposible de prever, y no consiste en la suma de todas las precedentes obras maestras, sino en algo que no se logra con haberse asimilado perfectamente esa suma, porque está precisamente fuera de ella. Y en cuanto conoce la obra nueva ese hombre, hastiado hace un instante, siente interés por la realidad que en el libro se pinta. Así, aquella hermosa moza, que nada tenía que ver con los modelos de belleza trazados por mi imaginación en momentos de soledad, me dio en seguida la apetencia de una felicidad determinada (única forma, siempre particular, en que podemos conocer el sabor de la felicidad), de una felicidad que habría de realizarse con vivir a su lado. Pero en esto también entraba, y por mucho, la cesación del Hábito. Favorecía a la vendedora de leche la circunstancia de que tenía delante mi ser completo, apto para gozar los más hondos goces. Por lo general, vivimos con nuestro ser reducido al mínimum, y la mayoría de nuestras facultades están adormecidas, porque descansan en la costumbre, que ya sabe lo que hay que hacer y no las necesita. Pero en aquella mañana del viaje la interrupción de la rutina de mi vivir, y los cambios de lugar y de hora hicieron su presencia indispensable. Mi costumbre, que era sedentaria y no madrugaba, no estaba allí, y todas mis facultades anímicas acudieron a substituirla, rivalizando en ardor, elevándose todas, como olas, al mismo desusado nivel, desde la más baja a la más, cable, desde el apetito y la circulación sanguínea a la, sensibilidad de la imaginación. Yo no sé si aquellos lugares acrecían su salvaje encanto haciéndome creer que la muchacha no era como las demás mujeres, pero ello es que la moza devolvía a los campos la seducción que ellos le prestaban. Y la vida me hubiera parecido deliciosa sólo con poder vivirla hora a hora con ella y acompañarla hasta el torrente, hasta la vaca, hasta el tren siempre a su lado, sintiendo que ella me conocía y que ocupaba yo un lugar de su pensamiento. Habríame iniciado en los encantos de la vida rústica y de las primeras horas del día. Le hice señas para que me trajera café con leche, (quería que se fijara en mí. Pero no me vio, y la llamé. Coronando su elevada estatura, mostraba su rostro tan áureo y rosado como si se la viese a través de una iluminada vidriera. Volvió sobre sus pasos; yo no podía separar la vista de su cara, cada vez más agrandada, como un sol que se pudiera mirar y que fuera aproximándose hasta llegar junto a uno, dejándose ver de cerca y cegando con oro y con rosa. Posó en mí su penetrante mirada; pero los mozos cerraron las portezuelas y el tren arrancó; vi cómo la muchacha salía de la estación y tomaba el sendero; ya había claridad completa me iba alejando de la aurora. No sé si mi exaltación la produjo aquella moza o si, al contrario, fue mi exaltado ánimo la causa principal del placer que sentí al verla; pero tan unidas estaban ambas cosas, que mi deseo de volverla a ver era ante todo el deseo moral de no dejar que esa excitación pereciese por completo y de no separarme para siempre del ser que tuvo parte en ella, aun sin saberlo. Y no era tan sólo porque aquel estado fuese agradable, sino que do mismo que la mayor tensión de una cuerda o la vibración más rápida de un nervio producen una sonoridad o un color diferentes) ese estado daba otra tonalidad a lo que yo veía y me introducía como actor en un universo desconocido e infinitamente más interesante; esa muchacha que aún vislumbraba yo conforme el tren aceleraba su andar, era como parte de una vida distinta de la que yo conocía, separada de ella por una orla, y donde las sensaciones provocadas por las cosas no eran igual y, salir de allí me era morir.

Hubiese bastado, para sentirme por la menos en comunicación con esa vida, con habitar allí junto a la estación e ir todas las mañanas a pedir café con leche a la moza. Pero ¡ay!, que ella iba a estar siempre ausente de esta otra vida hacia la que me encaminaba yo cada vez con más velocidad, vida que me resignaba ahora a aceptar tan sólo porque estaba combinando planes para poder volver otro día a tomar el mismo tren y a pararme en la misma estación; ese proyecto tenía además la ventaja de ofrecer un alimento a esa disposición interesada, activa, práctica, madrugadora, maquinal, perezosa y centrífuga que tiene nuestro espíritu a desviarse del esfuerzo que es menester para profundizar en nosotros, de un modo general y desinteresado, una impresión agradable que tuvimos. Y como, por otra parte, queremos seguir pensando en ella, prefiere nuestro ánimo imaginarla en el futuro, preparar hábilmente las circunstancias más favorables a su renacer y con eso no nos enseña nada nuevo tocante a la esencia de esa impresión, pero nos ahorra el cansancio de volver a crearla en nosotros mismos y nos da esperanza de que otra vez la recibiremos de fuera.

Hay nombres de ciudades que sirven para designar, en abreviatura, su iglesia principal: Vecelay, Chartres, Bourges o Beauvais. Esta acepción parcial en que ha mentido tomamos el nombre de la urbe acaba cuando se trata de lugares aún desconocidos por esculpir el nombre entero; y desde ese instante, siempre que queremos introducir en el nombre la idea de la ciudad que aún no hemos visto, él le impone como un molde las mismas líneas, del mismo estilo, y la transforma en una especie de inmensa catedral. Y sin embargo, el nombre, casi de apariencia persa, de Balbec lo leí yo en una estación de ferrocarril, encima de la puerta de la fonda, escrito con letras blancas en el cartel azul. Crucé en seguida la estación y el
boulevard
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que en ella termina, y pregunté por la playa, para no ver más que la iglesia y el mar; pero parecía como si no me entendiesen. Balbec el viejo Balbec de tierra, aquel en donde yo estaba, no era ni playa ni puerto. Cierto que ese Cristo milagroso, cuyo descubrimiento relataba la vidriera de esa iglesia que tenía a tinos metros de distancia, lo habían encontrado los pescadores, según la leyenda, en el mar, cierto que la piedra para la nave y para las torres la habían sacado de acantilados que azotaban las olas. Pero el mar, que por todas estas cosas me había yo figurado que iba a morir al pie de la vidriera, estaba a más de cinco leguas de distancia, en Balbec Plage; y esa cúpula, ese campanario, que por aquellas mis lecturas, en que se lo calificaba a él también de rudo acantilado normando donde crecían las hierbas y revoloteaban los pájaros, me imaginaba yo que recibía en su base el salpicar de las alborotadas olas, erguíase en una plaza donde empalmaban dos líneas de tranvías, frente a un café que tenía una muestra con letras doradas que decían: "Billar", y se destacaba sobre un fondo de tejados sin sombra de mástil alguno. Y la iglesia se entró en mi atención juntamente con el café, con el transeúnte a quien pregunté por mi camino, con la estación donde tenía que volver, formando un conjunto con todo ello; así, que parecía un accidente, un producto de aquel atardecer, y la suave y henchida cúpula era, allí en el cielo, como un fruto cuya piel rosada, áurea y acuosa iba madurando por obra de la misma luz que bañaba las chimeneas de las casas. Pero en cuanto reconocí a los Apóstoles de piedra que ya había visto en vaciados del Museo del Trocadero, y que me esperaban, como para rendirme honores, a ambos lados de la Virgen, en el profundo hueco del pórtico, ya no quise pensar más que en la significación eterna de las esculturas. Con su rostro benévolo chato y cariñoso y un poco inclinado hacia adelante, parecían avanzar en son de bienvenida, cantando el Aleluya de un día hermoso. Pero veíase que su expresión era inmutable como la de un cadáver y sólo se modificaba dando una vuelta a su alrededor. Decíame yo: "Ésta, ésta es la iglesia de Balbec. Este sitio, que parece consciente de su gloria, es el único lugar de este mundo que posee la iglesia de Balbec. Hasta ahora le, que he visto no erais más que fotografías de esta iglesia, de estos Apóstoles de esa Virgen del pórtico, tan célebres, o vaciados Pero ahora veo la iglesia misma y las estatuas de verdad: son ellas, las únicas, y esto ya es ver mucho más".

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