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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

A la sombra de las muchachas en flor (29 page)

BOOK: A la sombra de las muchachas en flor
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—¡Ay, cuánto lo va a sentir —me dijo—; no sé cómo no está en casa! Salió muy acalorada de una de sus clases, y me dijo que quería ir a tomar un poco de aire con una amiga.

—Me ha parecido verla por la avenida de los Campos Elíseos.

—No creo que fuera ella. Pero, de todos modos, no vaya usted a decírselo a su padre, porque no le gusta que salga a estas horas.
Good evening

Me despedí, dije al cochero que volviese por el mismo camino, pero no di con los paseantes. ¿Dónde habrían ido? ¿Qué iban diciéndose, en la sombra nocturna, con aquella apariencia confidencial?

Volví a casa desesperado, con aquellos diez mil francos destinados a hacer tantos pequeños obsequios a esa Gilberta que ahora ya me decidí a no ver nunca más.

Indudablemente, aquella parada en la tienda me dio alegría, pues que me inspiró la ilusión le que siempre que volviese a ver a mi amiga la encontraría contenta de —mí y reconocida. Pero, en cambio, de no haber parado en la tienda, de no haber bajado por la avenida de los Campos Elíseos, no hubiese visto a Gilberta con aquel muchacho. Así, en un mismo hecho hay ramas contrarias, y la desgracia que engendra anula la felicidad que él mismo causó. Me había sucedido lo contrario de lo que suele ocurrir. Desea uno determinada alegría, y le falta el medio material de lograrla. ("¡Triste cosa —ha dicho La Bruyére— enamorarse sin ser muy rico!") Y no hay otro remedio que ir acabando poco a poco con el deseo de esa alegría. En mi caso, por el contrario, obtuve el medio material, pero en el mismo instante, ya que no por un efecto lógico, por lo menos por una consecuencia de ese primer éxito, se me escapó la alegría. Aunque parece que siempre debe escapársenos. Pero no suele ocurrir que se nos vaya la misma noche en que nos hicimos el medio de' conquistarla. Por lo general, seguimos esforzándonos esperanzados, durante algún tiempo. Pero la felicidad es cosa irrealizable. Si llegamos a dominar las circunstancias, la Naturaleza transporta la lucha de fuera a dentro, y poco a poco va haciendo cambiar nuestro corazón hasta que desee otra cosa distinta de la que va a poseer. Si fue tan rápida la peripecia que nuestro corazón no tuvo tiempo de cambiar, no por eso pierde la Naturaleza la esperanza de vencernos, más a la larga, es verdad, pero por manera más sutil y eficaz. Entonces se nos escapa la posesión de la felicidad en el postrer momento; mejor dicho, a esa misma posesión le encarga la Naturaleza, con diabólica argucia, que destruya la felicidad. Porque viéndose fracasada en el campo de los hechos y de la vida, ahora la Naturaleza crea una imposibilidad final, la imposibilidad psicológica de la felicidad. El fenómeno de la dicha, o no se produce o da lugar a amarguísimas reacciones.

Tenía los diez mil francos en la mano. Pero para nada me servían. Y por cierto que me los gasté con mayor rapidez que si hubiese enviado todos los días flores a Gilberta, porque a la caída de la tarde me entraba tanta pena que no podía estarme en casa y me iba a llorar en los brazos de unas mujeres que no amaba. Porque ahora ya no deseaba hacer por agradar en algún modo a Gilberta; el volver a su casa sólo de sufrimiento me servía. Un día antes ver a Gilberta se me representaba cosa deliciosa; hoy ya no me bastaría con eso. Porque todas las horas que estuviese separado de ella las pasaría preocupado. Ese es el motivo de que cuando una mujer nos causa una pena nueva, muchas veces sin saberlo, aumentan a la par el dominio suyo sobre nosotros y nuestras exigencias para con ella. Con el daño que nos hizo la mujer nos cerca más estrechamente y agrava nuestras cadenas, pero agrava también esas cadenas suyas que hasta ayer nos parecía que la sujetaban con bastante fuerza para que pudiésemos vivir tranquilos. El día antes, si hubiese creído que no molestaba a Gilberta, habríame contentado con pedir unas cuantas entrevistas, entrevistas que ahora ya no me satisfarían y que era menester substituir por condiciones muy otras. Porque en amor, al revés que en los combates, cuanto más vencido se ve uno más duras condiciones se ponen y más se las agrava, siempre que se esté en situación de exigirlas. Pero a mí no me ocurría eso con Gilberta. Así, que a lo primero me pareció mejor no ir por la casa de su madre. Yo seguía diciéndome que Gilberta no me quería, que eso era cosa sabida hacía mucho tiempo; que de quererlo podría verla, y de no sentir ese deseo podría olvidarla con el tiempo. Pero tales idease al igual de una droga que no sirve para determinados padecimientos, carecía de todo poder eficaz contra aquellas dos líneas paralelas que se me aparecían de vez en vez: Gilberta y el joven hundiéndose a menudos pasos en la avenida de los Campos Elíseos. Era un dolor nuevo que también acabaría por gastarse, una imagen que llegaría a presentárseme al ánimo completamente depurada de todo lo que encerraba de nocivo, como esos venenos mortales que pueden manejarse sin ningún peligro o ese poco de dinamita donde se enciende el pitillo sin temor a explosión. Y entre tanto tenía yo en mí una fuerza que luchaba con todo su poder contra la otra potencia malsana que me representaba invariablemente el paseo crepuscular de Gilberta; mi imaginación laboraba útilmente, en sentido contrario, para romper los repetidos asaltos de mi memoria. La primera de las dichas fuerzas seguía mostrándome a los dos paseantes por la avenida de dos Campos Elíseos, y con ésta y otras imágenes desagradables sacadas del pasado, por ejemplo, la de Gilberta encogiéndose de hombros cuando su madre le indicó que se quedara conmigo. Pero la segunda trabajaba en el cañamazo de mis esperanzas y en él dibujaba un porvenir de más placentera amplitud que aquel pobre pasado, en realidad tan angosto. Por un minuto de ver a Gilberta de mal humor había otros muchos en que fantaseaba yo sobre los pasos que daría Gilberta para lograr nuestra reconciliación y quién sabe si nuestro noviazgo. Cierto que esa fuerza que la imaginación proyectaba sobre el porvenir la sacaba toda del pasado. Y según fuera borrándose mi preocupación por aquel encogerse de hombros de Gilberta disminuiría igualmente el recuerdo de su seducción, recuerdo que era el que me inspiraba deseos de que tornase a mí. Pero aún me encontraba yo muy distante de esa muerte del pasado. Y seguía amando a aquella mujer, aunque estaba creído de que la detestaba. Siempre que me veía con buena cara y bien peinado, hubiese querido tener delante a Gilberta. Por aquel tiempo me irritaba el deseo que expresaron muchas personas de que yo fuera de visita a sus casas, a lo cual me negaba. Recuerdo que hubo en casa un escándalo porque yo no quise acompañar a mi padre a un banquete oficial al que habían de asistir los Bontemps con su sobrina Albertina, que por entonces era una chiquilla. Ocurre que los diversos períodos de nuestra vida vienen así a cruzarse unos con otros. Por causa de una cosa que queremos hoy y que mañana nos será indiferente, nos negamos a ver otra cosa que ahora no nos dice nada, pero que habremos de querer más adelante, y quizá de haber consentido en verla hubiéramos llegado a quererla antes, abreviando así nuestros dolores actuales, bien es verdad que para substituirlos por otros. Los míos ya se iban modificando. Todo asombrado veía yo en lo hondo de mí mismo un sentimiento hoy y otro distinto mañana, inspirados casi todos por un temor o una esperanza relativos a Gilberta. A la Gilberta que llevaba yo dentro. Debí decirme que la otra, la de verdad, no se parecía en nada a ésta, ignoraba todas las nostalgias que yo le atribuía y probablemente no pensaba en mí, no ya tanto como yo en ella, sino ni siquiera lo que yo la hacía pensar en mí cuando estaba solo en coloquio con mi ficticia Gilberta, queriendo averiguar cuáles serían sus intenciones respecto a mi persona, imaginándomela de este modo con la atención siempre vuelta a mí.

Durante estos períodos en que la pena, aun decayendo, persiste todavía, es menester distinguir entre el dolor que nos causa el constante pensar en la persona misma y el que reaniman determinados recuerdos, una frase mala que se dijo, un verbo empleado en una carta que tuvimos. A reserva de describir, cuando se trata de un amor ulterior, las diversas formas de la pena, diremos que de las dos enunciadas la primera es mucho menos dolorosa que la segunda. Y eso se debe a que nuestra noción de la persona, por vivir siempre en nosotros, está embellecida con la aureola que a pesar de todo le prestamos, y se reviste, ya que no de frecuentes dulzuras de la esperanza, por lo menos con la calma de una permanente tristeza. (Por cierto que es digno de notarse cómo la imagen de una persona por la que padecemos no entra por mucho en esas complicaciones que agravan la pena de un amor, prolongándole y estorbando su curación, al igual que en determinadas enfermedades la con la fiebre consecutiva y lo tardío de la convalecencia.) Pero si bien la idea de la persona amada recibe el reflejo de una inteligencia generalmente optimista, no ocurre lo mismo con esos recuerdos particulares, con esas malas palabras, con esa carta hostil (aunque no recibí de Gilberta ninguna que lo fuere); diríase que la persona misma vive en esos segmentos tan chicos y con fuerza que no tiene, ni mucho menos, en la idea habitual que nos formamos de la persona entera. Y es que la carta no la contemplamos como la imagen del ser amado, en el seno de la melancólica calma de la nostalgia: la leemos, la devoramos entre la terrible angustia con que viene a sobrecogernos una inesperada desdicha. La formación de estas penas es muy distinta; vienen de fuera y llegan a nuestro corazón por camino de durísimo dolor. La imagen de nuestra amiga, aunque la creemos vieja y auténtica, ha sido retocada muchas veces por nosotros. Y el recuerdo cruel no es contemporáneo de esa imagen restaurada, sino que pertenece a otra edad; es uno de los pocos testigos de un pasado monstruoso. Pero como ese pasado sigue existiendo, excepto en nosotros, porque a nosotros nos plugo reemplazarlo por una maravillosa edad de oro, por un paraíso donde todo el mundo se ha reconciliado, los recuerdos y las cartas son un aviso de la realidad, y con el dolor que nos causan deben hacernos sentir cuánto nos alejaron de ella las locas esperanzas de nuestro diario esperar. Y no es que esa realidad nos cambie nunca, aunque así suceda alguna vez. Hay en nuestra vida muchas mujeres que nunca hicimos por volver a ver y que respondieron, muy naturalmente, a nuestro silencio, que no fue buscado, como otro silencio análogo. Pero como no las queremos, no contamos los años de separación, y cuando discurrimos sólo en la eficacia del aislamiento, desdeñamos ese ejemplo, que la invalidaría, como la desdeñan los que creen en los presentimientos en todos los casos en que no se confirmaron.

Pero a la larga el apartamiento puede ser eficaz. El deseo y la apetencia de vernos acaban por renacer en ese corazón que actualmente nos menosprecia. Ahora, que hace falta mucho tiempo. Y nuestras exigencias con respecto al tiempo son tan exorbitantes como las que reclama el corazón para mudar. En primer lugar, el tiempo es la cosa que cedemos con más trabajo, porque sufrimos mucho y estamos deseando que nuestro sufrir acabe. Luego, ese tiempo que necesita el otro corazón para cambiar le servirá al nuestro para cambiar también; de suerte que cuando nos sea accesible la finalidad que perseguíamos, ya no será tal finalidad para nosotros. Además, la idea de que será accesible, de que no hay ninguna felicidad que no podamos alcanzar cuando ya no sea tal felicidad, encierra una parte de verdad, pero tan sólo una parte. Nos coge la dicha ya en estado de indiferencia. Más cabalmente esa indiferencia es la que nos hace menos exigentes y nos inspira la creencia retrospectiva de que la felicidad nos hubiese hechizado en una época en que acaso nos habría parecido muy incompleta. No somos muy exigentes con cosas que no nos interesan ni sabemos juzgarlas bien. Una persona a la que no queremos se muestra amabilísima con nosotros, y esa amabilidad, que no hubiese bastado, ni mucho menos, para satisfacer a nuestro amor de antes, le parece exagerada a nuestra indiferencia de ahora. Oímos palabras cariñosas, proposiciones para vernos, y pensamos en el placer que antes nos habría cansado; pero no en las demás palabras y actos que con arreglo a nuestro deseo habrían debido venir inmediatamente detrás de aquéllos, y que quizá por la avidez misma de nuestro anhelo no se hubieran producido. De modo que no es seguro que la felicidad tardía, la que llega cuando ya no se la puede disfrutar, cuando no queda amor, sea exactamente la misma felicidad que antaño, por no querer entregársenos, nos hizo sufrir tanto. Sólo hay una persona capaz de decidir esta cuestión: nuestro yo de entonces; pero ése ya no está presente, y sin duda bastaría con que tornara para que la felicidad, idéntica o no, se desvaneciese.

Y mientras que esperaba que se realizaran, ya fuera de sazón, esas ilusiones que ya no me ilusionarían, a fuerza de inventar, como en aquella época en que apenas conocía a Gilberta, frases y cartas donde me pedía perdón, confesando que nunca quiso a nadie sino a mí, y expresaba el deseo de casarse conmigo, resultó que una serie de gratas imágenes incesantemente concebidas fue ocupando en mi ánimo mayor espacio que la visión de Gilberta y el muchacho, que ya no tenía dónde nutrirse. Y quizá desde entonces hubiera vuelto a casa de la señora de Swann, a no ser por un sueño que tuve, en el cual se me representó que un amigo mío, para mi desconocido sin embargo, era muy falso en su proceder conmigo y se imaginaba que yo hacía lo mismo con él. Me despertó de pronto el dolor que me causó el sueño, y al ver que persistía, reflexioné sobre lo que había soñado, quise recordar cuál era el amigo que vi cuando dormido, y cuyo nombre, español, se me aparecía ya indiscernible. Haciendo a la vez de Faraón y de José, me puse a interpretar mi sueño. No ignoraba yo que en muchos sueños no se debe hacer caso de la apariencia de las personas, que pueden estar disfrazadas y haber cambiado de caras, como esos santos mutilados de las catedrales que recompusieron, ignorantes arqueólogos colocando en los hombros de uno la cabeza del otro y confundiendo atributos y nombres. Los que optan las personas en los sueños pueden inducirnos a error. Debe reconocerse el ser amado tan sólo por lo intenso del dolor que sentimos. Y el dolor mío me dijo que, aunque convertida duran te el sueño en muchacho, la persona cuya reciente falsía me apenaba era Gilberta. Recordé entonces que el último día que nos vimos, cuando su madre no la dejó que fuera a la lección de baile, Gilberta a lo hiciese de veras, ya de mentira, se negó a creer en la rectitud de mis intenciones, riéndose con una risita muy rara. Y por asociación de ideas, tras ese recuerdo me vino otro a la memoria. Mucho tiempo atrás Swann fue el que no quiso creer en mi sinceridad ni me consideró un buen amigo de Gilberta. Le escribí, pero inútilmente; Gilberta trajo la carta y me la devolvió con la misma inexplicable risita. Es decir, no me la devolvió en seguida; me acordaba de toda la escena ocurrida tras el bosquecillo de laureles. Cuando es uno desgraciado se vuelve muy moral. Y la antipatía presente de Gilberta se me representó como un castigo que me infligía la vida por mi proceder de aquella tarde. Cree uno evitar los castigos porque se evitan los peligros teniendo mucho cuidado con los coches al cruzar la calle. Pero hay castigos internos. El accidente llega siempre por el lado que menos esperábamos, de dentro, del corazón. Pensé con horror en las palabras de Gilberta: "Si quiere usted, podemos luchar otro poco". Y me la imaginaba en trance análogo, quizá en su misma casa, en el cuarto de la ropa, con el muchacho que la acompañaba por los Campos Elíseos. Así, que tan insensato era hacía algún tiempo al figurarme que estaba tranquilamente instalado en el dominio de la felicidad, como ahora, cuando ya había renunciado a ser feliz, al dar por seguro que me encontraba tranquilo y que seguiría así. Porque mientras que nuestro corazón siga encerrando de un modo permanente la imagen de otro ser, no es sólo nuestra felicidad la que está en peligro constante de destrucción; si la felicidad se desvanece, y después de sufrir tanto logramos adormecer nuestro sufrimiento, esa calma es tan precaria y engañosa como lo fue la felicidad. Mi tranquilidad retornó al cabo, porque todo lo que se entra en nuestro ánimo a favor de un sueño se disipa poco a poco; porque a nada cumple permanecer ni durar, ni siquiera al dolor. Además, los que padecen pena de amor son, como suele decirse de algunos enfermos, sus mejores médicos. Como no pueden hallar consuelo fuera del que provenga de la persona causa del dolor, dolor que es emanación de esa persona, en ella misma acaban por encontrar remedio. Ese mismo ser amado les descubre la medicina, porque a fuerza de ir dando vueltas al dolor dentro del ánimo, ese dolor les muestra un aspecto distinto de la persona perdida: o tan odioso que ya no se tienen ganas de verla, porque antes de llegar a gozar con su presencia sería menester mucho sufrimiento o tan dulce que se considera esa dulzura como un mérito de la amada, del cual se saca una razón de esperanza. Pero aunque se apaciguó aquella pena que de nuevo se despertara en mí, no quise volver por la casa de la señora de Swann más que muy de tarde en tarde. Primero, porque en las personas que quieren y no son correspondidas, el sentimiento de espera —aunque sea de espera no confesada— se transforma por sí mismo, y aunque en apariencia idéntico, acarrea a continuación de un primer estado otro exactamente contrario. El primero era consecuencia y reflejo de los incidentes dolorosos que nos trastornaron. La espera de lo que pueda ocurrir va trabada con el miedo, porque en ese momento deseamos, si la amada no da ningún paso, darlo nosotros y no sabemos cuál será el éxito de ese acto, que una vez realizado no deja ya lugar para otro más. Pero muy pronto, e inconscientemente, esa nuestra espera, que aun continúa, no está determinada ya, como vimos, por el recuerdo del doloroso pasado, sino por la esperanza de un porvenir imaginario. Y desde ese momento casi es agradable. Y como aquella primera duró un poco, ya nos acostumbramos a vivir en la expectativa. Persiste el dolor que sentimos en nuestras últimas conversaciones, pero ya muy amortiguado. No nos corre prisa renovar esa pena porque ahora no sabemos qué pedir. El poseer un poco más de la mujer amada no nos serviría sino para hacernos mucho más necesario lo que no poseemos, lo que a pesar de todo seguiría irreductible, ya que nuestros deseos nacen de nuestras satisfacciones.

BOOK: A la sombra de las muchachas en flor
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