—Eso mismo es lo que a mí se me ocurre, con el poco caletre que Dios me ha dado.
Y la aprobaban unos caballeros del jockey, que se confundieran en saludos, colmados por tanto honor, cuando la señora de Swann los presentó a esa damita burguesa, no muy amable, que permanecía ante los brillantes amigos de Odette en una actitud de reserva, ya que no de "defensiva", según solía decir; porque siempre usaba un lenguaje noble hasta para las más sencillas cosas.
—Parece que no, y hace ya tres miércoles que me falta usted a su palabra —decía la señora de Swann a la de Cottard.
—Es verdad, Odette; hace ya siglos, eternidades, que no nos vemos. Ya ve usted que me declaro culpable; pero sepa usted —añadía con tono pudibundo y vago, porque aunque mujer de médico no se atrevía a hablar sin perífrasis de reumas o de cólicos nefríticos— que he estado bastante fastidiada. Cada cual tiene lo suyo. Además, ha habido crisis en mi servidumbre masculina. No es que esté yo muy poseída de mi autoridad, pero no he tenido más remedio, para dar ejemplo, que despedir a mi Vatel, que por, cierto me parece que ya andaba buscando otra colocación más lucrativa. Pero esa despedida por poco acarrea la dimisión de todo el ministerio. Mi doncella no quería quedarse tampoco, y ha habido escenas homéricas. Pero yo no he abandonado el timón, y me han dado una pequeña lección de cosas que no echaré en saco roto. La estoy a usted aburriendo con esos cuentos de criados, pero usted sabe tan bien como yo el conflicto que supone tener que modificar el personal doméstico. ¿Qué, no veremos a su encantadora hija? —preguntaba luego.
—No; mi encantadora hija cena en cata de una amiga —respondía la señora de Swann—.
Por cierto —añadía, volviéndose hacia mí—, que creo que le ha escrito a usted para que venga a verla mañana. ¿Y sus
babies
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? —preguntaba a la esposa del profesor.
Yo ya respiraba a mis anchas. Las palabras de la señora de Swann, que me indicaban que podría ver a Gilberta cuando yo quisiera, me hacían aquel bien que yo vine precisamente a buscar, causa de que me fueran tan necesarias las visitas a Odette en aquellos tiempos.
—No; le escribiré esta noche unas líneas. Gilberta y yo ya no podemos vernos —añadía yo, como atribuyendo la separación a una causa misteriosa, con lo cual conservaba aún una ilusión de amor, ilusión alimentada asimismo por la manera tan cariñosa con que hablábamos el uno del otro.
—Lo quiere muchísimo, ¿sabe usted? —me decía la señora de Swann—. ¿De veras no va usted a venir mañana?
Y de pronto me daba una alegría muy grande, porque acababa de decirme para mi fuero interno: "Y después de todo, ¿por qué no voy a venir, si su misma madre es la que me lo propone?" Pero en seguida tornaba a hundirme en mi tristeza. Temía yo que Gilberta, al verme, se figurara que mi indiferencia de estos últimos tiempos había sido fingida, y por eso prefería prolongar la separación. Durante esos apartes que conmigo sostenía la señora de Swann, la de Bontemps se quejaba de lo mucho que la molestaban las esposas de los políticos; porque quería hacer creer que todo el mundo le parecía ridículo y cargante y que la posición política de su marido la tenía desesperada.
—¿De modo que usted es capaz de recibir cincuenta visitas de mujeres de médico todas seguidas? —decía a la señora de Cottard, la cual, por el contrario, rebosaba benevolencia con todas las personas y respeto con todas las obligaciones—. ¡Pues sí que tiene usted mérito! Yo, en el ministerio, claro, no tengo más remedio, naturalmente. ¡Pues no puedo dominarme, y muchas veces me río de esas señoras empleadas! Y a mi sobrina Albertina le pasa lo mismo que a mí. No sabe usted lo descarada que es esa chiquilla. La semana pasada, mi día de visitas, estaba allí la mujer del subsecretario de Hacienda, y decía que no entendía nada de cocina. "Pues, señora —le contestó mi sobrina, con su más amable sonrisa—, debía usted saber de eso, porque su señor padre era marmitón."
—¡Qué historia tan graciosa, es exquisita! —decía la señora de Swann—. Usted debería tener, por lo menos para los días de consulta del doctor, su pequeño
home
, con flores, con libros, con las cosas que a usted le agradan —aconsejaba Odette a la señora de Cottard, mientras seguía la de Bontemps.
—Pues así se lo lanzó en sus narices; no necesitó mensajeros, no. Y el caso es que el demonio de la chica no me había dicho a mí nada antes; es más lista que un lince. Pues tiene usted mucha suerte si se sabe contener; yo envidio a las personas capaces de disfrazar sus pensamientos.
—No, señora, no necesito disfrazarlos; no soy tan exigente —respondía con suavidad la esposa del doctor—. En primer término, no tengo los mismos derechos a serlo que usted —añadía, subiendo un poco la voz, a modo de subrayado, como solía hacer siempre que entreveraba en la conversación alguna de aquellas delicadas finezas o ingeniosas lisonjas que causaban tanta admiración a su marido y lo ayudaban a subir en su carrera. Además, yo hago con mucho gusto cualquier cosa que sea útil a mi esposo.
—Pero, señora, lo primero es poder hacerlo. Probablemente usted no es nerviosa. Yo, en cuanto veo a la mujer del ministro de Guerra haciendo gestos, me pongo a imitarla sin querer. Es una desgracia tener un temperamento así.
—¡Ah, sí!; he oído decir que esa señora, hace muecas nerviosas; mi marido conoce también a un personaje muy elevado, y, claro, los hombres cuando se ponen a hablar…
—Ocurre lo que con el jefe del protocolo, que es corcovado en cuando está cinco minutos en mi casa no puedo por menos de ir a tocarle la joroba, es fatal. Mi marido dice que lo echarán por causa mía. ¿Y qué?, ¡a paseo el ministerio!, ¡a paseo! Me gustaría ponérmelo como leyenda en el papel de escribir. De seguro que la estoy escandalizando, porque usted es buena, y yo declaro que lo que más me divierte son las pequeñas ruindades. Sin eso la vida sería muy monótona.
Y seguía hablando continuamente del ministerio, como si fuese el Olimpo. La señora de Swann, con objeto de mudar de conversación, se dirigía a la esposa del doctor:
—¡Pero está usted muy elegante! ¿
Redfern fecit
?
—No; ya sabe usted que yo soy ferviente admiradora de Rauthniz. Y esto es un arreglo.
—Pues tiene mucho chic.
—¿Cuánto cree usted…? No, no, cambie la primera cifra.
—¿Es posible? ¿Tan poco dinero? ¡Es regalado! ¡Me habían dicho tres veces más!
—Pues así se escribe la Historia —decía la esposa del doctor. Y enseñando un collar que le había regalado la señora de Swann, añadía:
—Mire, Odette, ¿lo conoce usted?
Por una puerta entreabierta asomaba una cabeza ceremoniosamente deferente, fingiendo por broma temor de molestar: era Swann.
—Odette, el príncipe de Agrigento, que está conmigo en mi despacho, pregunta si puede venir a ponerse a tus pies. ¿Qué le digo?
—Pues que tendré muchísimo gusto —contestaba Odette muy satisfecha, sin perder su calma, cosa que no le era difícil, porque siempre, hasta cuando era
cocotte
, tuvo costumbre de recibir a hombres elegantes.
Swann se marchaba a comunicar el permiso al príncipe, y volvía con éste a la habitación de Odette, excepto en el caso de que mientras tanto hubiese entrado la señora de Verdurin. Cuando se casó con Odette le rogó que dejara de frecuentar el clan; tenía muchas razones para ello, y aun de no haberlas tenido habríalo hecho por obediencia a esa ley de ingratitud, que no tiene excepciones y que pone de relieve o bien la imprevisión o bien el desinterés de todos los zurcidores de voluntades. Lo único que permitió a Odette fue que cambiara dos visitas al año con la señora de Verdurin, y aun parecía eso mucho a algunos fieles, indignados de la injuria hecha a la Patrona, que estuvo tratando tantos años a Odette y hasta a Swann como los niños mimados de la casa. Porque en el clan, aunque había algunos falsos fieles que desertaban determinadas noches para ir, sin decir una palabra, a casa de Odette, llevando preparada la disculpa, por si acaso eran descubiertos, de que los movía la curiosidad de ver a Bergotte (por más que la Patrona sostenía que Bergotte no solía ir a casa de los Swann y que carecía de todo talento, lo cual no era obstáculo para que procurase atraérselo), quedaban aún algunos "extremistas". Los cuales, por ignorar esas conveniencias particulares que suelen apartar a las personas de actitudes extremas en que a uno le gustaría verlas para molestar a alguien, deseaban, sin lograrlo, que la señora de Verdurin rompiera toda relación con Odette y que ésta no pudiese darse el gusto de decir: "Desde el Cisma vamos muy poco a casa de la Patrona. Se pedía ir cuando mi marido estaba soltero; pero para un matrimonio ya no es tan fácil… Swann, para decir verdad, no puede tragar a la de Verdurin, y no le agradaría que la visitara a menudo Y yo, claro, esposa fiel…" Swann acompañaba a su esposa la noche que iba a casa de los Verdurin, pero hacía por no estar presente cuando la Patrona devolvía su visita a Odette. De modo que si la señora de Verdurin estaba en el salón, el príncipe de Agrigento era el único que entraba. Y el único presentado por Odette, que prefería que la señora de Verdurin no Oyese nombres insignificantes y que al ver muchas caras desconocidas se figurase que estaba entre notabilidades aristocráticas; el cálculo estaba muy bien hecho, porque aquella noche decía la Patrona a su marido con gesto de asco: "¡Qué casa!
Estaba allí toda la flor y nata de la reacción". Odette vivía en una ilusión inversa con respecto a la señora de Verdurin. Y no es porque la tertulia de esta última hubiese ni siquiera empezado a convertirse en lo que más tarde veremos que llegó a ser. La señora de Verdurin no estaba aún ni en el período de incubación, en que se suspenden las grandes fiestas porque los raros elementos brillantes de reciente adquisición se ahogarían entre tanta turba, y se prefiere esperar a que el poder generador de diez justos que fue posible conquistar produzca setenta veces más. Al igual de lo que Odette haría poco después, lo que se proponía como objetivo la señora de Verdurin era el "gran mundo"; pero sus zonas de ataque eran tan limitadas y tan distantes de aquellas otras por donde Odette tenía alguna probabilidad de romper la línea enemiga y llegar a resultados idénticos a los ideales de su amiga, que la señora de Swann vivía en la más absoluta ignorancia de los planes elaborados por la Patrona. Y cuando alguien le hablaba de los Verdurin calificándola de
snob
, Odette, con la mejor buena f e del mundo, se echaba a reír y decía: "No, todo lo contrario. En primer término, le faltan elementos, no conoce a nadie. Y además, hay que hacerle la justicia de decir que es porque lo prefiere así. Lo que le gusta son sus miércoles con gente de conversación agradable". Y en secreto envidiaba a la señora de Verdurin (aunque no dejaba de tener cierta esperanza de haberlas aprendido ella también en aquella magnífica escuela) esas artes que la Patrona juzgaba tan importantes, aunque no sirvan más que para dar matiz a lo inexistente, para modelar el vacío, y sean, hablando con propiedad, las Artes de la Nada: el arte del ama de casa que sabe manejar a sus invitados: "reunir", "formar grupos", "poner a uno en primer término", "desaparecer" y servir de "enlace".
De todos modos, a las amigas de la señora de Swann les causaba impresión ver en su casa a una mujer que únicamente solía uno representarse en su propio salón, rodeada de inseparable marco de invitados, en medio de un grupo que, como por arte de magia, se veía evocado, resumido y condensado en un solo sillón, en la persona de la Patrona, convertida ahora en visita, y que, bien arropada en su abrigo guarnecido de plumas, tan fino como las pieles que tapizaban aquel cuarto, parecía un salón dentro de otro salón. Las señoras más tímidas querían retirarse por discreción, y decían, empleando el plural, como cuando se quiere dar a entender que más vale no cansar a la convaleciente que se ha levantado por vez primera ese día:
—Odette, vamos a dejar a —usted.
La señora de Cottard inspiraba envidia porque la patrona la llamaba por su nombre de pila.
—Usted se viene conmigo, ¿no? —le decía la señora de Verdurin, que no podía hacerse a la idea de marcharse y que un fiel se quedara allí en vez de irse tras ella.
—El caso es que esta señora ha tenido la amabilidad de ofrecerse a llevarme —respondía la señora de Cottard, para que no pareciese que se olvidaba en favor de una persona más célebre de que había aceptado el ofrecimiento que le hiciera la señora de Bontemps de su coche con escarapela—. Reconozco que agradezco mucho a las amigas que me lleven en vehículo. Para mí, que no tengo automedonte, es una ganga.
—Sobre todo —respondía la Patrona (sin atreverse a objetar nada, porque trataba un poco a la de Bontemps y acababa de invitarla a sus miércoles)—, aquí en casa de la señora de Crécy, que está tan distante de la de usted. ¡Dios mío, no podré nunca decir la señora de Swann! (En el clan pasaba por broma, entre las personas de poco ingenio, el aparentar que les era imposible acostumbrarse a llamar a Odette la señora de Swann.) Estaba uno tan hecho a decir la señora de Crécy, que he estado a punto de equivocarme:
Pero la Patrona, cuando hablaba con Odette no estaba a punto de equivocarse, sino que se equivocaba adrede.
—Odette, ¿no le da a usted miedo vivir en un barrio tan extraviado? Yo, por la noche no volvería muy tranquila a casa. ¡Y luego tan húmedo! No le debe de sentar muy bien a su marido para la eczema. ¿Y no tiene usted ratones?
—¡No, por Dios, qué horror!
—¡Ah!, menos mal, me habían dicho eso. Y me alegro de saber que no es verdad, porque les tengo mucho miedo y no hubiese vuelto por aquí. Bueno, hasta la vista, mi querida Odette; ya sabe usted el gusto que tengo siempre en verla.
Y al salir, cuando Odette se había levantado a acompañarla hasta la puerta, le decía:
—No sabe usted arreglar los crisantemos. Son flores japonesas y hay que colocarlas como los japoneses.
—Yo no soy del parecer de la señora de Verdurin, aunque para mí sea en todo la Ley y los Profetas. A mí me parece que no hay nadie como usted para dar con esos crisantemos tan hermosos o tan hermosas, como dicen ahora —declaraba la señora del doctor cuando ya se había cerrado la puerta tras la Patrona.
—Es que esta querida señora de Verdurin no siempre se muestra muy benévola con las flores de los demás —respondía suavemente Odette.
—¿A quién se dedica usted ahora para las flores? —preguntaba la señora de Cottard, con objeto de que no se prolongaran las críticas dirigidas a la Patrona—. ¿Lemaitre? Confieso que tenía hace unos días delante de su casa tina planta grande, color rosa tan bonito, que no pude por menos de hacer una locura.