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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

A la sombra de las muchachas en flor (27 page)

BOOK: A la sombra de las muchachas en flor
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El día primero de año fue dando todas sus horas sin que llegase la carta de Gilberta. Como aún recibí algunas otras de felicitaciones tardías, o que se retrasaron por la acumulación de servicio en el correo, el 3 y el 4 'de enero todavía seguí con esperanza, pero cada vez menos. Lloré mucho los días siguientes. Y eso era porque al renunciar a Gilberta fui menos sincero de lo que me figuraba y me quedé con la esperanza de una carta suya el Día de Ario Nuevo. Y al ver que se me iba esa ilusión sin haber tenido la precaución de proveerme de otra, sufría como el enfermo que vació su ampolleta de morfina sin poner otra al alcance de su mano. Pero quizá lo que me sucedió a mi —y ambas explicaciones no se excluyen, porque algunas veces el mismo sentimiento está formado por cosas contrarias— fue que la esperanza de tener carta de Gilberta me trajo más cerca del alma su imagen y tornó a crear las emociones que antes me producía la esperada ilusión de estar a su lado y su comportamiento conmigo. La posibilidad inmediata de una reconciliación acaba con esa cosa, de cuya anormalidad no nos damos cuenta, que se llama resignación. Los neurasténicos no pueden prestar fe a las personas que les aseguran que recobrarán la tranquilidad poco a poco estándose en la cama sin cartas y sin periódicos. Se figuran que este régimen sólo servirá para exasperar sus nervios. Y los enamorados, como lo miran desde lo hondo de un estado opuesto y aún no empezaron a experimentarlo, no pueden creer en el poder bienhechor del renunciamiento.

Como tenía palpitaciones de corazón cada vez más violentas, me disminuyeron la dosis de cafeína, y cesó la anormalidad. Y entonces me pregunté si en cierto modo no tendría su origen ella cafeína aquella angustia mía cuando regañé, o poco menos, con Gilberta, y que atribuía yo cada vez que se repetía al dolor de no ver ya a mi amiga, o de correr el riesgo de volver a verla dominada aún por el mismo mal humor. Pero si ese medicamento entró por algo en el origen de mi sufrimiento, que entonces había sido mal interpretado por mi imaginación (cosa que no tendría nada de extraordinario, porque muchas veces las más terribles penas morales de los enamorados se basan en que estaban físicamente acostumbrados a la mujer con quien vivían), fue al modo del filtro que siguió uniendo a Tristán e Isolda aun mucho después de haberlo tomado. Porque la mejoría física que trajo la supresión de la cafeína no contuvo la evolución de la nena que la absorción del tóxico agudizara, si es que no la habla creado.

Cuando febrero llegó a mediados, perdidas ya mis esperanzas de la carta de Año Nuevo y calmado el dolor suplementario que vino con la decepción, se reanudó mi pena de antes de "las fiestas de primero de año". Y lo más doloroso de todo es que el artesano que trabajaba, inconsciente, voluntario, implacable y paciente, la pena esa era yo mismo. Y la única cosa que me interesaba, mis relaciones con Gilberta, la iba yo haciendo imposible creando poco a poco, por la separación prolongada de mi amiga, no su indiferencia, sino la mía, que venía a ser lo mismo. Encarnizábame sin cesar en un largo y cruel suicidio de esa parte de mi yo que amaba a Gilberta, y eso con clarividencia de lo que estaba haciendo en el presente y de lo que resultaría de ello en el porvenir; no sólo sabía que al cabo de algún tiempo ya no querría a Gilberta, sino también que ella habría de lamentarlo y que las tentativas que entonces hiciese para verme serían tan vanas como las de hoy; y serían vanas no por el mismo motivo que hoy, es decir, por quererla demasiado, sino porque ya estaría enamorado de otra mujer y me pasaría las horas deseándola, esperándola, sin atreverme a distraer la más mínima parcela de ellas para Gilberta, que ya no era nada. E indudablemente en ese preciso momento en que ya había perdido a Gilberta (puesto que estaba resuelto a no verla a no ser por una formal demanda de explicaciones y por una declaración de amor de su parte, que claro es no habrían de venir) y en que le tenía más cariño, sentía todo lo que para mí significaba esa mujer mucho mejor que el año antes, cuando por verla todas las tardes, siempre que yo quisiera, me imaginaba que nada amenazaba nuestra amistad; e indudablemente en ese preciso momento la idea de que algún día sentiría yo por otra lo mismo que ahora por Gilberta érame odiosa, porque me robaba, además de Gilberta, mi amor y mi pena. Ese amor y esa pena en que yo me sumergía para ver si averiguaba qué es lo que era Gilberta, sin caberme otro remedio que reconocer cómo ese amor y esa pena no eran pertenencia especial suya y cómo tarde o temprano irían a parar a otra mujer. De modo —por lo menos así discurría yo entonces— que siempre está uno separado de los demás seres; cuando se está enamorado tenemos conciencia de que nuestro amor no lleva el nombre del ser querido, de que podrá renacer en lo futuro, y acaso pudo haber nacido en el pasado, para otra mujer y no para aquélla. Y en las épocas en que no se ama, si nos conformamos filosóficamente con lo contradictorio del amor es porque ese amor es cosa, para hablar de ella tranquilamente, pero que no se siente, y por lo tanto desconocida, puesto que el conocimiento en esta materia es intermitente y no sobrevive a la presencia efectiva del sentir. Mis penas me ayudaban a adivinar ese porvenir en que ya no tendría cariño a Gilberta, aunque no me lo representaba claramente en imaginación; y aun estaba a tiempo de avisar a Gilberta que ese futuro se iba formando poco a poco, que habría de llegar fatalmente, aunque no fuese en seguida, caso de no venir ella en mi ayuda para aniquilar en germen mi futura indiferencia. Muchas veces estuve al borde de escribir a Gilberta: "Mucho cuidado. Estoy decidido, y este paso que doy es un paso supremo. La ve(, a usted por última vez. Ya pronto no la querré". Pero ¿para qué? ¿Con qué derecho iba yo a reprochar a Gilberta una indiferencia que yo mismo manifestaba a todo el mundo menos a ella, sin considerarme culpable por eso? ¡Por última vez! A mí esto me parecía una cosa inmensa, porque quería a Gilberta. Pero a ella le haría la misma impresión que esas cartas que un amigo que va a expatriarse nos escribe pidiéndonos día y hora para despedirse de nosotros, y le negamos esa visita, como a esas mujeres desagradables que nos persiguen con su cariño, porque tenemos a la vista otros placeres. El tiempo libre de que disponemos cada día es elástico: las pasiones que sentimos lo dilatan, las que inspiramos lo acortan y el hábito lo llena.

Además, inútil sería hablar a Gilberta, porque no me entendería. Nos imaginamos, siempre que estamos hablando, que escuchamos con los oídos, con el alma. Pero mis palabras llegarían a Gilberta desviadas como si hubiesen tenido que atravesar antes la móvil cortina de una catarata, imposibles de reconocer, sonando a ridículo y sin significar nada. La verdad que depositamos en las palabras no se abre su camino directamente, no tiene irresistible evidencia. Es menester que transcurra el tiempo necesario para que pueda formarse en el interlocutor una verdad del mismo linaje. Y entonces el adversario político, que a pesar de razonamientos y pruebas consideraba como traidor al secuaz de la doctrina opuesta, llega a compartir las detestadas convicciones aquellas cuando ya no le interesan a aquel que antes intentaba inútilmente difundirlas. Y así, esa obra magistral que para los admiradores que la leían en alta voz mostraba claramente sus excelencias, mientras que sólo llegaba a los que estaban escuchando una imagen de mediocridad o insensatez, será proclamada por éstos obra maestra demasiado tarde para que el autor se pueda enterar. Igual sucede con el amor: esas murallas que a pesar de tanto esfuerzo no pudo romper desde fuera el desesperado, caen de pronto, ya sin utilidad alguna, ellas solas; ellas que fueron antes tan infructuosamente atacadas, y cuando no nos preocupan, caen merced a un trabajo que vino por otro lado, que se cumplió en el interior de la mujer que no reos quería. Si hubiese ido yo a exponer a Gilberta mi indiferencia futura y el medio de precaverse contra ella, habría deducido de ese paso mío que mi amor y mi necesidad de verla eran aún mayores de lo que ella se imaginaba, con lo cual todavía se le haría más molesta mi presencia. Si bien es verdad que,, ese amor, con los incongruentes estados de ánimo que en mí provocaba, me servían de ayuda para poder prever mucho mejor que Gilberta que acabaría por morir. Y pude yo haber dado ese aviso a Gilberta, por carta o de viva voz, cuando ya, por haber transcurrido bastante tiempo, no me fuese tan indispensable verla, es verdad, pero ya en disposición de poder probarle que me podía pasar sin ella. Desgraciadamente, personas bien o mal intencionadas le hablaron de mí de tal manera que le hicieron suponer que lo hacían a ruego mío. Y cada vez que me enteraba de que Cottard, de que mi propia madre, hasta el señor de Norpois, habían inutilizado con sus torpes palabras todos mis recientes sacrificios, echando a perder los resultados de mi reserva, porque con ello parecía, sin ser verdad que yo había abandonado ya mi actitud reservada, me enfadaba por doble motivo. Primero, porque ya no podía dar por comenzada mi cruel y fructuosa abstención sino desde aquel día, porque esa gente, con sus palabras, la habían interrumpido y, por consiguiente, aniquilado. Y luego, porque ahora ya iba a tener menos gusto en ver a Gilberta, porque ella me creería no en actitud de digna resignación, sino entregado a maniobras tenebrosas para lograr una entrevista que ella no se dignó conceder. Maldecía esos vanos chismorreos de personas que muchas veces, sin intención de hacer favor ni daño, sin motivo, nada más que por hablar, quizá porque no pudo uno callarse delante de ellas y son luego tan indiscretas como nosotros lo fuimos, nos causan tal perjuicio en un momento dado. Claro que en esa funesta tarea de destruir nuestro amor distan mucho esos lenguaraces de tener un papel tan importante como esas personas que, por exceso de bondad en una y de maldad en otra, tienen por costumbre deshacerlo todo en el instante en que todo iba a arreglarse. Pero a esas personas no les guardamos rencor, como a los inoportunos Cottards, por la razón de que una de ellas, la última, es la mujer amada y la otra es uno mismo.

Sin embargo, como la señora de Swann, siempre que iba a verla, me invitaba a que fuese a merendar con su hija, diciéndome que diera la respuesta directamente a Gilberta, resultaba que le escribía con frecuencia; pero en ese epistolario no escogía yo las frases que a mi parecer hubiesen podido convencerla, sino que me limitaba a abrir el cauce más suave posible para el fluir de mis lágrimas. Porque tanto la pena corno el deseo, lo que quieren no es analizarse, sino satisfacerse; cuando uno empieza a querer se pasa el tiempo en preparar las posibilidades de una cita para el día siguiente, pero no en averiguar en qué consiste el amor. Y cuando se renuncia a una persona no hacemos por distinguir bien nuestra pena, sino por expresarla del modo más tierno posible a aquella mujer que la motiva. 'Siempre se dice aquello que uno necesita decir, y que no entenderá el otro; el hablar es cosa destinada a sí mismo. Escribía yo: "Creí que no sería posible. Pero, ¡ay!, veo que no es tan difícil". Y decía también: "Probablemente ya no la veré nunca"; y lo decía para guardarme de una frialdad que ella hubiese podido juzgar afectación, y esas palabras, cuando las escribía, me hacían llorar porque me daba cuenta de que expresaban no aquello de que quería yo persuadirme, sino lo que iba a ser realidad. Porque cuando me escribiera de nuevo para invitarme a ir a su casa tendría, como ahora, coraje bastante para no ceder, y así, de negativa en negativa, llegaría poco a poco el momento de no desear verla a fuerza de no haberla visto. Lloraba, pero tenía ánimo para aquella dulzura de sacrificar la dicha de estar a su lado por la posibilidad de serle agradable algún día…, algún día que ya no me importase agradarla. Por poco verosímil que fuese, la hipótesis de que en aquel momento de nuestra última entrevista Gilberta me quería y que, como ella sostuvo, lo que yo tomé por despego hacia una persona que nos molesta no era más que celosa susceptibilidad, fingida indiferencia semejante a la mía, me consolaba en mi resolución. Se me figuraba que años más tarde, cuando ya nos hubiésemos olvidado mutuamente, podría yo decirle, de un modo retrospectivo, que esa carta que ahora estaba escribiendo nada tenía de sincera, y que ella entonces me respondería: "¡Ah! ¿De modo que me quería usted? ¡Si usted hubiese sabido cómo esperaba yo la carta esa, en la esperanza de que aceptara mi cita, y lo que me hizo llorar!" Y cuando volvía yo de casa de su madre y me ponía a escribir a Gilberta, sólo el pensar que quizá estaba yo consumando precisamente ese error, sólo ese pensamiento, por lo triste que era y por el placer de imaginarme que Gilberta me quería, me impulsaba a continuar la carta.

Si yo al marcharme del salón de la señora de Swann, ya acabado su té, iba pensando en lo que escribiría a su hija, la esposa de Cottard, al salir de la casa, pensaba en cosas muy distintas. Hacía su "pequeña inspección" y no se le pasaba el felicitar a la señora de Swann por los muebles nuevos, por las "adquisiciones" recientes que en el salón veía. Aún podía recordar en aquella nueva casa algunos, aunque muy pocos; de los objetos que Odette tenía en su hotel de la calle La Pérousse, especialmente sus fetiches, los bichos tallados en materias preciosas.

Pero la señora de Swann aprendió de un amigo, al que tenía veneración, la palabra "chillón", que le abrió nuevos horizontes, porque dicho amigo designaba con ese calificativo precisamente todos los objetos que años antes Odette consideraba clic, y todas esas cosas fueron poco a poco siguiendo en su camino de retirada al enrejado dorado que servía de apoyo a los crisantemos, a tantas bomboneras de casa de Giroux y al papel de escribir con corona (por no decir nada de aquellas monedas de oro imitadas en cartón, diseminadas por encima de las chimeneas, y que sacrificó antes de conocer a Swann, por consejo de una persona de gusto). Por lo demás, en el estudiado desorden, en la mezcolanza de taller artístico de las habitaciones aquellas, cuyas paredes, pintadas aún de obscuro, las diferenciaban tanto de los salones blancos que poco más tarde tendría la señora de Swann, el Extremo Oriente iba retrocediendo visiblemente ante la invasión del siglo XVIII, y los almohadones que la señora de Swann colocaba y apretujaba a mi espalda para que estuviese yo más "confortable" estaban sembrados de ramilletes Luis XV y no de dragones chinos, como antes. Había una habitación donde solía recibir casi siempre, y de la que decía: "Sí, me gusta mucho, paso allí muchos ratos; yo no podría vivir en medio de cosas hostiles y académicas; en esa habitación es donde trabajo" (sin precisar qué género de trabajo era, si un cuadro 0 un libro, porque entonces comenzaba a entrar la afición de escribir a las mujeres que quieren hacer algo y no ser inútiles); estábase allí rodeada de porcelanas de Sajonia (porque le gustaba esta cerámica, cuyo nombre pronunciaba con acento inglés, hasta el extremo de decir, con cualquier motivo: "Es bonito, parecen flores de Sajonia"), y temía para esos objetos, aun más que antaño para sus cacharros y figurillas de China, la mano ignorante de los criados, a los cuales castigaba por los malos ratos que le hacían pasar, con arrebatos de cólera que Swann, amo cortés y cariñoso, presenciaba sin mostrarse extrañado. La clara visión de ciertas inferioridades en nada atenúa el cariño, sino que precisamente por ese cariño los juzgamos inferioridades encantadoras. Ahora ya no solía Odette recibir a sus íntimos con aquellas batas japonesas; prefería las sedas claras y espumantes de los trajes Watteau; y hacía como si acariciara sobre su pecho aquella florida espuma y como si se bañara en aquellas sedas, retozando y pavoneándose entre ellas con tal aspecto de bienestar, de frescura de piel, con respirar tan hondo, cual si les atribuyese un valor no decorativo, a modo de un marco, sino de necesidad, igual que el
tub
[29]
y el
footing
[30]
, para satisfacer las exigencias de su fisonomía y los refinamientos de su higiene. Tenía costumbre de decir que mejor se pasaría sin pan que sin arte y sin limpieza, que le daría más pena ver arder la
Gioconda
que las
foultitudes
[31]
de conocidos suyos. Semejantes teorías parecían paradójicas a sus amigas; pero, sin embargo, le valían entre ellas la reputación de mujer exquisita y le conquistaron una vez por semana la visita del ministro de Bélgica; de suerte que los individuos de aquel mundillo donde ella oficiaba de sol se habrían quedado muy sorprendidos al oír que en cualquier otra parte, por ejemplo, en casa de los Verdurin, pasaba por muy tonta. La señora de Swann, precisamente por esa viveza de espíritu, prefería el trato de los hombres. Pero cuando criticaba a las mujeres lo hacía con alma de
cocotte
, e iba señalando en ellas aquellos defectos que más podían perjudicarlas en la opinión de los hombres: no ser finas de cabos, el mal color, escribir sin ortografía, oler mal, tener vello en las piernas y gastar cejas postizas. En cambio, con aquellas que antaño fueron con ella indulgentes y amables se mostraba más cariñosa, sobre todo si estaban en momentos de desdicha. Las defendía habilidosamente, diciendo: "Eso es injusto; es una mujer muy buena, no le quepa a usted duda".

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