Desgraciadamente, ese favor que Swann me hizo, y que anuncié a mis padres en cuanto entré en casa, aun antes de quitarme el gabán, con la esperanza de que despertaría en su corazón un sentimiento tan hondo como en el mío y los decidiría a alguna "fineza" enorme y decisiva con los Swann, no lo apreciaron mucho.
—¿Con que Swann te ha presentado a Bergotte? ¡Excelente adquisición, amistad encantadora! —exclamó irónicamente mi padre—. ¡No faltaba más que eso!
Y cuando añadí que no le gustaba nada el señor de Norpois, repuso mi padre:
—¡Naturalmente! Eso demuestra que es un hombre malévolo y falso. ¡Pobre hijo mío!
¡Tú, que tenías ya tan poco sentido común, has ido a caer en un ambiente que acabará de trastornarte! ¡Lo siento mucho!
Ya el simple hecho de ir a menudo a casa de los Swann distó mucho de agradar a mis padres. La presentación a Bergotte les pareció consecuencia nefasta, pero natural, de una primera falta, de la debilidad que tuvieron conmigo, que hubiera sido calificada por mi abuela de "falta de circunspección". Vi que para completar su mal humor no tenía más que decir que Bergotte, ese hombre perverso, ese hombre que no estimaba al señor de Norpois, me había juzgado sumamente inteligente. En efecto, cuando a mi padre le parecía que alguien, por ejemplo, un compañero mío, iba por mal camino —como yo en esos momentos—, si el descarriado lograba la aprobación de una persona a la que mi padre tuviera en poca estima, veía él en ese sufragio la confirmación de su mal diagnóstico. Y la dolencia le parecía con eso aún más grave. Vi que ya iba a exclamar: "¡Claro es, todo va unido!", palabras que me espantaban porque parecía que con ellas se anunciaba la inminente introducción en mi dulcísima vida de reformas enormes e imprecisas: Pero aunque no contara lo que Bergotte opinó de mí, no por eso se iba a borrar la impresión de mis padres, y poco importaba que fuese todavía un poco peor. Además, se me figuraba tan grande su equivocación e injusticia, que ni siquiera sentía esperanza, ni aun deseo, de llevarlos a un punto de vista más equitativo. Sin embargo, en el momento en que salían las palabras de mi boca me di cuenta del susto que iban a tener pensando que yo agradé a un hombre que consideraba tontos a las personas inteligentes, que era objeto de desprecio para la gente honrada, y cuyos elogios, por parecerme envidiables, me empujarían hacia el mal; así que acabé mi discurso y lancé el remate con vos baja y aire un tanto avergonzado: "Ha dicho a los Swann que yo le parecía muy inteligente". Y con ello hice lo que el perro envenenado que en un campo va a arrojarse precisamente, y sin saberlo, sobre la hierba que es antídoto de la toxina que absorbió: porque sin darme cuenta acababa de pronunciar las únicas palabras del mundo capaces de vencer en el ánimo de mis padres ese prejuicio que sentían hacia Bergotte, prejuicio contra el que se habrían embotado todos los razonamientos y todos los elogios de su persona que yo hubiese podido hacer. E instantáneamente la situación cambió de aspecto.
—¡Ah! —dijo mi madre—. ¿Con que le pareces listo? Me gusta eso, porque es un hombre de talento.
—¿Ha dicho eso? —siguió mi padre—. No es que yo niegue su valor literario, que todo el mundo acata; sólo que es fastidioso que lleve esa vida tan poco decente, de la que hablaba a medias palabras el bueno de Norpois.
Y lo dijo sin darse cuenta de que ante la virtud soberana de las mágicas palabras mías ya no podía luchar la depravación de costumbres de Bergotte ni su erróneo juicio.
—Bueno, tú ya sabes —interrumpió mamá— que no está demostrado que sea verdad. ¡Tantas cosas se dicen!… Y además el señor de Norpois es un hombre bonísimo, pero no siempre muy benévolo, sobre todo con las personas que no son de su cuerda.
—Es verdad, ya lo había yo notado —respondió mi padre.
—Y en último término, a Bergotte le serán perdonadas muchas cosas porque ha formado buena opinión de mi niño —añadió mamá acariciándome la cabeza y mirándome larga y fijamente con ojos soñadores.
Pero mi madre, ya antes de que Bergotte formulase su veredicto, me había dicho que podía invitara merendar a Gilberta cuando mis amigos vinieran a casa. Yo no me atrevía a hacerlo por dos razones: Primero, porque en casa de Gilberta no se servía nada más que té, y en la nuestra mamá quería que además del té se diese chocolate. Y yo temía que eso le pareciera muy ordinario y le inspiráramos desprecio. Y segundo, por una dificultad de protocolo que nunca logré superar. Cuando llegaba yo a casa de los Swann me decía siempre la mamá de Gilberta:
—¿Y su señora madre, está bien?
Yo había hecho algunos sondeos con mamá para enterarme de si ella diría lo mismo cuando Gilberta viniese a casa, punto que me parecía mucho más grave que el "Monseñor" en la Corte de Luis XIV. Pero mamá no quería oír hablar de eso.
—No, si yo no trato a la señora de Swann.
—Pero ella tampoco te trata a ti.
—No te digo que no, pero no tenemos obligación de hacer las dos lo mismo. En cambio, yo tendré con Gilberta otras atenciones que su madre no tiene contigo.
Pero no me convenció, y preferí no invitarla.
Dejé a mis padres y fui a cambiarme de ropa; al vaciarme los bolsillos me encontré de pronto con el sobre que me entregara el maestresala de los Swann antes de introducirme en el salón Ahora ya estaba solo. Abrí el sobre, que tenía dentro una tarjeta en la que se me indicaba la señora a quien yo debía ofrecer el brazo para ir al comedor.
Hacia esa época fue cuando Bloch trastornó mi concepción del mundo y me abrió nuevas posibilidades de dicha (que luego habrían de trocarse en posibilidades de padecer) al asegurarme que, muy por el contrario de lo que yo me imaginaba cuando mis paseos por el lado de Méséglise, las mujeres están deseando entregarse a los placeres del amor. Completó este favor con otro que yo sólo mucho más adelante supe apreciar: él fue el que me llevó por primera vez a una casa de compromisos. Me había dicho que había muchas mujeres bonitas que se dejan gozar. Pero yo les atribuía una fisonomía vaga, y las casas de citas me dieron ocasión de substituirla por rostros concretos. De suerte que debía a Bloch —por aquella su "buena nueva" de que la felicidad y la posesión de la belleza no son cosas inaccesibles, y que renunciar a ellas por siempre es perder el tiempo— el mismo favor que a un médico o filósofo optimista que nos da esperanzas de longevidad en esta tierra y de no estar enteramente separados de este mundo cuando pasemos al otro; y las casas de citas que frecuenté años más tarde —como me dieron muestras de felicidad, permitiéndome añadir a las bellezas de las mujeres ese elemento que no podemos inventar, que no es sólo el resumen de las bellezas antiguas, es decir, el presente verdaderamente divino, el único que somos incapaces de recibir por nosotros mismos, que únicamente la realidad puede darnos y ante el que expiran todas las creaciones lógicas de nuestra inteligencia: el placer individual— merecerían, para mí, ser clasificadas junto a esos otros benefactores, de mis reciente origen, pero de análoga utilidad (ante los cuales nos imaginamos sin ardor la seducción de Mantegna, de Wagner o de Siena, a través de otros pintores, de otros músicos o de otras ciudades), como son las ediciones ilustradas de historia de la pintura, los conciertos sinfónicos y los estudios sobre "las ciudades artísticas". Pero la casa adonde me llevó Bloch, y a la que ya había dejado él de ir hacía mucho tiempo, era de muy baja categoría y su personal harto mediocre y repetido para que yo pudiese satisfacer allí curiosidades antiguas o sentir curiosidades nuevas. El ama de aquella casa nunca conocía a las mujeres por quienes preguntaba uno, y proponía otras que no me inspiraban deseo. Me alababa especialmente a una, y decía de ella, con una sonrisa henchida de promesas (como si fuese una cosa rara y exquisita): "¡Es una judía! ¿No le atrae a usted eso?" (Sin duda por ese motivo la llamaba Raquel.) Y añadía con exaltación necia y falsa, que ella creía ser comunicativa y que casi acababa en un ronquido de placer: "¡Imagínese usted, una judía: debe de ser enloquecedor!" Esta Raquel, a la que yo vi sin que ella se enterara, era una morena y no muy guapa., pero parecía inteligente y sonreía, después de mojarse los labios con la punta de la lengua, con suma impertinencia a los individuos que le presentaban y con los que la oía yo entrar en conversación. Tenía el rostro fino y estrecho, encuadrado en un pelo negro y rizado, muy irregular como indicado en un dibujo a la aguada por sombras y medias tintas. Yo siempre prometía al ama, que me la proponía con particular insistencia y con alabanzas de su listeza y de su buena instrucción, ir un día expresamente a conocer a Raquel, a la que yo llamaba
Rachel quand du Seigneur
. Pero la primera noche que vi a la judía le oí decirle al ama cuando iba a marcharse:
—Entonces, ya lo sabe usted, mañana estoy libre; de modo que si hay alguno no deje usted de avisarme.
Y tales palabras me impidieron ya considerarla como una persona, porque para mí la clasificaron inmediatamente en una categoría general de mujeres que tienen por costumbre ir a esa casa todas las noches a ver si pueden ganar un luis o dos. Lo único que variaba era la forma de la frase, diciendo: "Si me necesita usted", o "si, necesita usted a alguien".
El ama de la casa no conocía la ópera de Halévy, e ignoraba el fundamento de aquella costumbre mía de llamarla
Rachel quand du Seigneur
. Pero el no enterarse de un chiste nunca le ha robado gracia, y por eso la dueña me decía siempre, riéndose de veras:
—¿Qué, entonces tampoco lo uno a usted esta noche con
Rached quand du Seigneur
? ¡Qué bien dice usted eso de
Rachel quand du Seigneur
! Está muy bien. Voy a arreglarlos a ustedes.
Una vez estuvo en poco que no me decidiera; pero Raquel estaba "en precisa", y en otra ocasión la tenía entre sus manos el peluquero, un señor viejo al que no le servían las mujeres más que para echarles aceite en la suelta cabellera y peinarlas luego. Y me cansé de esperar, aunque algunas muchachitas que frecuentaban mucho la casa, diciéndose obreras, pero siempre sin trabajo, vinieron a hacerme un poco de tisana y a entablar conmigo una larga conversación, que a pesar de lo serio de los temas tratados tenía una simplicidad sabrosa, debido al estado de desnudez total o parcial de mis interlocutoras. Dejé de ir a aquella casa porque, deseoso de demostrar mis buenas disposiciones a la dueña, que necesitaba muebles, le regalé algunos de los que yo había heredado de mi tía Leoncia, entre los que sobresalía un gran sofá. Yo nunca veía dichos muebles porque, por falta de espacio, no pudieron entrar en casa y estaban amontonados en un cobertizo. Pero en cuanto volvía verlos en la casa de citas, utilizados por aquellas mujeres, se me aparecieron todas las virtudes que se respiraban en la habitación de mi tía, allá en Combray, martirizadas por aquel contacto cruel a que yo las entregué indefensas. No hubiese sufrido más si por culpa mía violaran a una muerta. Y no volví a casa de la alcahueta, porque parecía que aquellos muebles vivían y me suplicaban, al igual de esos objetos de un cuento persa, en apariencia inanimados, que llevan dentro encerradas unas almas que padecen martirio y claman por su liberación. Y como la memoria no nos presenta por lo general los recuerdos en su sucesión cronológica, sino como un reflejo donde está alterado el orden de las partes, no me acordé hasta mucho después que en ese mismo sofá me fueron revelados años antes los placeres del amor por una de mis primitas, porque no sabíamos dónde meternos, y ella me dio el consejo, harto peligroso, de aprovecharme de una hora en que estuviese levantada mi tía Leoncia.
Vendí otros muchos muebles, entre ellos una magnífica vajilla de plata antigua, de lo que me dejó mi tía Leoncia, aun en contra del parecer de mis padres, para tener más dinero y mandar más flores a la señora de Swann, la cual me decía al recibir inmensas cestas de orquídeas: "Yo, en lugar de su señor padre, le declararía pródigo". ¿Cómo iba yo a suponer que habría de venir un día en que yo echara muy de menos aquella vajilla de plata y en que considerase ciertos placeres muy superiores al de tener finezas con los padres de Gilberta, placer este que llegaría a reducirse a la nada? Y asimismo, pensando en Gilberta y para no separarme de ella, decidí no entrar en ninguna embajada. Y es porque siempre tomamos nuestras resoluciones definitivas basándonos en un estado de ánimo que no habrá de ser duradero. Yo apenas podía imaginarme que aquella substancia extraña que posaba en Gilberta, y que irradiaba a sus padres y a su casa, dejándome indiferente a todo lo demás, pudiese algún día tomar vuelo y emigrar hacia otro ser. Y realmente era la misma substancia pero habría de producirme distintos efectos. Porque una misma enfermedad evoluciona, y un veneno delicioso llega a no tolerarse como se toleraba, cuando con los años amengua la resistencia del corazón. Entre tanto, mis padres estaban deseando que esa inteligencia que me reconoció Bergotte se manifestara en algún trabajo notable. Antes de conocer a los Swann me figuro yo que lo que me impedía trabajar era el estado de agitación en que me tenía la imposibilidad de ver libremente a Gilberta. Pero cuando me estuvo franqueada la puerta de su casa, apenas me sentaba en mi despacho cuando ya me levantaba para correr a la morada de los Swann. Y cuando salía de allí y volvía a casa, mi aislamiento era puramente aparente, mi pensamiento no podía remontar el torrente de palabras por el que me había estado dejando llevar horas y horas. Y ya solo, aún seguía construyendo frases que pudieran ser gratas a los Swann, y para dar mayor interés al juego yo representaba el papel de mis ausentes interlocutores y me hacía a mí mismo imaginarias preguntas escogidas de manera que la brillante expresión de mi fisonomía les sirviese de feliz réplica. A pesar de mi silencia aquel ejercicio era conversación y no meditación, y mi soledad, vida mental de salón, donde mis palabras iban gobernadas no por mi propia persona, sino por interlocutores imaginarios; y con aquel formar, en vez de pensamientos que yo creía ciertos, otros que se me ocurrían sin trabajo, sin regresión de fuera a dentro, sentía ese linaje de placer pasivo que experimenta en estar quieta la persona que tiene una digestión pesada y mala.
Quizá yo, de no haber estado tan decidido a ponerme al trabajo de un modo definitivo, hubiese hecho un esfuerzo para empezar en seguida. Pero como la mía era una resolución formal, y antes de las veinticuatro horas, en los vacíos marcos del día siguiente, donde todo encajaba tan bien porque todavía no había llegado allí, iban a realizarse cumplidamente mis buenas disposiciones, más valía no escoger aquella noche, en que no me encontraba bien animado para unos comienzos que, por desgracia no me serían más fáciles en los días siguientes. Pero yo era razonable. Hubiese sido pueril que no aguantara un retraso de tres días el que había esperado años enteros. Persuadido de que al otro día ya habría escrito algunas páginas, no decía nada a mis padres de mí resolución, y prefería tener paciencia por unas horas más y llevar a mi abuela, para su consuelo y convencimiento, trabajo empezado. Por desdicha, al día siguiente no era esa jornada vasta y exterior que en mi fiebre esperara yo. Y cuando terminaba ese día no había ocurrido otra cosa sino que mi pereza y mi penosa lucha contra ciertos obstáculos internos tenían veinticuatro horas más de duración. Y al cabo de linos días, como mis planes no se habían realizado, ni siquiera tenía esperanzas de que lograran realizarse inmediatamente, y por lo tanto me faltaba valor para subordinarlo todo a esa realización, volvía a mis nocturnos desvelos, porque me faltaba por la noche aquella visión cierta, que me obligaba a acostarme temprano, de ver mi obra comenzada a la mañana siguiente.