Algunas particularidades de elocución que existían en forma de hábiles rasgos en la conversación de Bergotte no le eran propiamente personales, porque luego, cuando llegué a conocer a sus hermanos y hermanas, las observé en ellos aún más acentuadas Era cierto matiz brusco y ronco al finalizar de una frase alegre, cierto matiz expirante y débil al terminar de una frase triste. Swann, que había conocido al maestro de niño, me dijo que entonces se le oían, lo mismo que a sus hermanos y hermanas, esas inflexiones en cierto modo de familia, gritos unas veces de violenta alegría y murmullos otras de melancolía despaciosa, y que en la habitación donde jugaban todos ellos Bergotte ejecutaba su parte en aquellos concierto, sucesivamente ensordecedores o lánguidos, mejor que ninguno. Por particulares que sean todos esos sonidos que se escapan de las bocas humanas, son fugitivos y no sobreviven a los hombres. Pero no ocurrió eso con la pronunciación de la familia Bergotte. Porque, aunque sea muy difícil de comprender, hasta en los Maestros Cantores, cómo puede un artista inventar música oyendo trinar a los pájaros, sin embargo, Bergotte transpuso y fijó en su prosa esa manera de arrastrar las palabras que se repiten en clamores de alegría o se van escurriendo en suspiros tristes. Hay en sus libros finales de frases con acumulación de sonoridades que se van prolongando, como en los últimos acordes de una obertura de ópera que no sabe acabar y repite varias veces su cadencia suprema antes que el director deje la batuta; y en ellas vi yo más adelante como un equivalente musical de esos cobres fonéticos de la familia Bergotte; pero él, en cuanto los transpuso en sus libros, dejó inconscientemente de emplearlos en su discurso. Desde el día que empezó a escribir, y con más razón cuando yo lo conocí, su voz estaba para siempre desentonada del conjunto Bergotte.
Aquellos Bergottes mozos —el futuro escritor con sus hermanos y hermanas— indudablemente no eran, ni mucho menos, superiores a otros jóvenes más finos y graciosos que tenían a los Bergottes por muy bulliciosos, un tanto vulgares e irritantes con aquellas bromas suyas, características del "género" de la casa, medio simplón, medio presuntuoso. Pero el genio, y aun un gran talento, proviene más bien que de elementos, intelectuales y de refinamientos sociales superiores a los ajenos, de la facultad de transponerlos y transformarlos. Para calentar un líquido con una lámpara eléctrica no, se trata de buscar la lámpara eléctrica más fuerte, sino una cuya corriente pueda dejar de alumbrar, para derivarse y dar en vez de luz calor. Para pasearse por los aires no se requiere el automóvil más potente; lo que se necesita es un automóvil que no siga corriendo por la tierra, que corte con una línea vertical la horizontal que seguía, transformando su velocidad en fuerza ascensional. Y ocurre igualmente que los productores de obras geniales no son aquellos seres que viven en el más delicado ambiente y que tienen la más lúcida de las conversaciones y la más extensa de las culturas, sino aquellos capaces de cesar bruscamente de vivir para sí mismos y convertir su personalidad en algo semejante a un espejo, de tal suerte que su vida por mediocre que sea en su aspecto mundano, y 'hasta cierto punto en el intelectual, vaya a reflejarse allí: porque el genio consiste en la potencia de reflexión y no en la calidad intrínseca del espectáculo reflejado. El día en que el joven Bergotte pudo mostrar al mundo de sus lectores el salón de mal gusto en que transcurrió su infancia y las no muy divertidas conversaciones que allí tenía con sus hermanos, ese día se puso por encima de los más ingeniosos y distinguidos amigos de su familia, los cuales podrían muy bien volver a sus casas en sus magníficos Rolls-Royce, con cierto desprecio por la vulgaridad de los Bergotte; pero él, con su modesto coche, que por fin había "arrancado", marchaba muy por arriba de ellos.
Tenía otros rasgos de elocución comunes, no ya con personas de su familia, sino con ciertos escritores de su época. Algunos jóvenes que empezaban ya a negarlo y sostenían no tener parentesco alguno con él, lo denotaban sin querer, empleando los mismos adverbios y preposiciones que él repetía constantemente, construyendo las frases de idéntico modo y hablando con igual tono lento y amortiguado, reacción contra el lenguaje elocuente y fácil de la generación precedente. Pudiera ser que esos jóvenes —y en este caso ya veremos quiénes eran no hubiesen conocido a Bergotte. Pero su modo de pensar se inoculó en su ánimo y acarreó esas alteraciones de sintaxis y de acento que están en forzosa relación con la originalidad intelectual. Relación— que necesita ser interpretada, por cierto. Y así, Bergotte, que en su manera de escribir no debía nada a nadie, tomó su manera de hablar de un viejo compañero suyo, parlador maravilloso que tuvo mucho ascendiente sobre él, y al que imitaba, sin darse cuenta, en la conversación; pero ese amigo, de dotes inferiores a las suyas; nunca escribió libros de verdadera altura. De suerte que, habiéndose atenido a la originalidad en el hablar, se clasificaría a Bergotte como discípulo y como escritor de segunda mano, cuando era, aunque influido por su amigo en el terreno de la conversación, escritor original y creador. Indudablemente, para separarse aún más de la generación anterior, muy amiga de las abstracciones y de los grandes lugares comunes, Bergotte, cuando quería hablar bien de un libro, lo que hacía resaltar y citaba era siempre una escena de valor de imagen, un cuadro sin significación racional. "¡Ah, sí —decía—, está bien! ¡Qué bien está aquella chiquita del chal anaranjado!","¡Oh, ya lo creo, tiene un pasaje, cuando el regimiento atraviesa la ciudad, que está muy bien!" En cuanto al estilo, Bergotte no era muy de su tiempo (y siguiendo en esto muy exclusivamente francés, detestaba a Tolstoi, a Jorge Eliot, a Ibsen y Dostoiewski), porque la palabra que asomaba siempre cuando quería elogiar un estilo era "suave "Si, a pesar de todo, prefiero el Chateaubriand de Atala al de
René
: me parece más "suave". Y pronunciaba la palabra como el médico que cuando un enfermo le asegura que la leche no le cae bien en el estómago responde: "Pues es muy suave". Cierto que en el estilo de Bergotte había una especie de armonía semejante a esa que en los oradores de la antigüedad merecía alabanzas de sus contemporáneos, alabanzas que hoy concebimos difícilmente porque estamos acostumbrados a las lenguas modernas, donde no se busca esa clase de efectos.
Si alguien le manifestaba su admiración por alguna página de sus libros, decía, con tímida sonrisa: "Yo, creo que es una cosa real, que es exacto, acaso pueda ser útil"; pero sencillamente por modestia, como una mujer que cuando le dicen que tiene un traje o una hija deliciosa contesta: "Es muy cómodo" o "Tiene muy buen carácter". Pero el instinto de constructor era en Bergotte lo bastante hondo para que no se le ocultara que la única prueba de que había edificado eficazmente y con arreglo a la verdad consistía en el contento que le dio su obra, primero a él y luego a los demás. Sólo que muchos años después, cuando ya no le quedaba talento, cada vez que escribía una cosa que no lo dejaba satisfecho, con objeto de no tacharla, como hubiera debido hacer, y darla a la publicidad, se repetía, para sí esta vez.
"A pesar de todo, me parece exacto, no será inútil para mi patria". De modo que la frase que antes murmuraba delante de sus admiradores, inspirada por una argucia de su modestia, luego se la inspiró, en el secreto de su corazón, la inquietud del orgullo. Y las mismas palabras que sirvieron a Bergotte de superflua excusa por el mérito de sus primeras obras se convirtieron más tarde en ineficaz consuelo por lo mediocre de sus últimas producciones.
Aquella especie de severidad de gusto que tenía, la voluntad de no escribir nunca más que las páginas de las que pudiera decir: "Es una cosa suave", y que lo hizo pasar durante tantos años por artista estéril, preciosista, cincelados de pequeñeces, era, por el contrario, el secreto de su fuerza; porque el hábito forma el estilo del escritor, como forma el carácter del hombre, y el escritor que sintió varias veces el contento de haber llegado a un determinado punto de satisfacción en la expresión de su pensamiento planta así para siempre los jalones de su talento; igual que uno mismo, dejándose llevar de la pereza, del placer o del miedo a sufrir, dibuja en un carácter que acaba por ser imposible de retocar la figura de sus vicios o los límites de su virtud.
Y quizá no iba yo descaminado del todo cuando en el primer momento, y allí, en casa de Swann, a pesar de todas las correspondencias que más tarde descubrí entre el literato y el hombre, me resistí a creer que tenía delante a Bergotte, al autor de tantos libros divinos; porque él mismo (en el verdadero sentido de la palabra) tampoco lo creía. No lo creía, porque se mostraba muy solícito con gente del gran mundo, con literatos y periodistas que estaban muy por bajo de él. Claro que ahora ya le habían dicho los sufragios ajenos que tenía algo de genio, y junto a eso las buenas posiciones en el mundo aristocrático y oficial no son nada. Se lo habían dicho, pero él no lo creía, puesto que seguía simulando preferencias hacia mediocres escritores con objeto de llegar a ser académico pronto, cuando la Academia o los salones del barrio de Saint-Germain tienen lo mismo que ver con esa partícula del Espíritu inmortal, autora de los libros de Bergotte, que con el principio de causalidad o la idea de Dios. Y eso lo sabía él muy bien, como sabe un cleptómano que el robar es cosa mala. Y al hombre de la perilla y de la nariz de caracol se le ocurrían argucias de
gentleman
que roba tenedores, para acercarse al sillón académico ansiado o a una duquesa que disponía de varios votos en las elecciones; pero para acercarse de tal manera que ninguna persona que estimara como vicio el aspirar a esa finalidad pudiese enterarse de sus manejos. Pero no lo lograba por completo, y oía uno alternar con las frases del verdadero Bergotte las del Bergotte egoísta y ambicioso, que no pensaba más que en hablar a determinada persona noble, rica o de influencia, con objeto de hacerse valer, él, que en sus libros cuando era verdaderamente sincero, supo mostrar a la perfección el encanto de los pobres, encanto puro como el de una fuente.
En lo que respecta a esos otros vicios a que aludiera el señor de Norpois, a ese amor medio incestuoso, complicado, según decían, hasta con delicadeza en cuestiones de dinero, si bien contradecían de un modo chocante la tendencia de sus últimas novelas, henchidas por la escrupulosa y dolorida inquietud del bien, que llegaba aun a inficionar las más sencillas alegrías de sus héroes; inspirando al mismo lector un sentimiento de angustia, con el que la existencia más tranquila parecía imposible de sobrellevarse, esos vicios, aun suponiendo que se imputaran justamente a Bergotte, no probaban suficientemente que su literatura fuera mentira ni su mucha sensibilidad una farsa. Lo mismo que en patología determinados estados de apariencia análoga se deben en tinos casos a exceso y en otros a insuficiencia de tensión o de secreción, así puede haber vicios por hipersensibilidad, corno los; ay por falta de sensibilidad. Acaso el problema moral solo puede plantarse con toda su potencia de sanidad en las vidas realmente viciosas. Y el artista da a ese problema una solución que no está en el plano de su vida individual, sino en el plano de lo que para él es la verdadera vida, es decir, una solución general, literaria. Igual que los grandes doctores de la Iglesia empezaron muchas veces, sin dejar de ser buenos, por conocer los pecados de los hombres, para sacar de allí su santidad personal, así a menudo los grandes artistas, siendo malos, utilizan sus vicios para llegar a concebir la regla moral de todos los humanos. Y esos vicios (o tan sólo debilidades o ridiculeces) del ambiente en que viven, las frases inconsecuentes, la vida frívola y extraña de su hija, las traiciones de su mujer o sus propios defectos son los que fustigan generalmente a los literatos en sus diatribas, sin alterar por eso su modo de vida o el mal tono que reina en sil hogar. Pero ese contraste chocaba menos antes que en tiempo de Bergotte, por tina parte, porque a medida que la sociedad va corrompiéndose se depuran las nociones de moralidad; y por otra porque el público estaba mucho más al corriente que antes de la vida de los literatos; y algunas noches, en el teatro, la gente señalaba con el dedo a ese autor, que a mí me encantó en Combray, sentado en el fondo de un palco junto a personas cava compañía semejaba un comentario singularmente risible o trágico, un impúdico mentís a la tesis sostenida en su novela más Los dichos de tinos y de otros no me ilustraron mucho respecto a la bondad o maldad de Bergotte. Un íntimo suyo citaba pruebas de su dureza de ánimo, y un desconocido contaba un rasgo (conmovedor, porque indudablemente no estaba destinado a que lo publicaran) que denotaba su profunda sensibilidad. Trate muy mal a su mujer Pero una vez, en la posada de un pueblo, se pasó toda la noche en vela teniendo cuidado de una pobre que había querido tirarse al agua, y cuando tuvo que marcharse dejó mucho dinero a la posadera para que no echase a aquella infeliz y siguiera atendiéndola bien. Quizá ocurrió que a medida que en Bergotte se fue desarrollando el gran escritor a expensas del hombre de la perilla, su vida individual se sumergido en el mar de todas las vidas que imaginaba y le pareció que ya no le obligaba a deberes efectivos, substituidos para él por el deber de imaginarse otras vidas. Pero al propio tiempo, por aquello ele que se imaginaba los sentimientos ajenos tan perfectamente como si fueran propios, cuando se le ofrecía la ocasión de tratar con un Hombre infeliz, aunque fuese de pasada, hacíalo colocándose no en su punto de vista personal, sino en el del ser mismo que sufría, y desde esa posición le Hubiese inspirado horror el lenguaje de los que siguen pensando en sus menudos intereses cuando están delante del dolor ajeno. De suerte que excitó en torno ele él justificados rencores y agradecimientos imborrables.
Sobre todo era hombre al que, en el fondo, no le gustaban más que determinadas imágenes, y se complacía en disponerlas y pintarlas bajo la envoltura de la palabra, como una miniatura en el fondo de un cofrecillo. Cuando le regalaban una cosa insignificante, si esa fruslería le daba ocasión para entrelazar unas cuantas imágenes, mostrábase pródigo en la expresión de su agradecimiento, y en cambio, no denotaba gratitud alguna por un rico regalo. Y si y hubiera tenido que hacer su defensa ante un tribunal habría escogido, sin querer, sus palabras, no por el efecto que pudiesen producir sobre el juez, sino por las imágenes, en las que, seguramente, ni se fijaría el juez siquiera.