Necesitaba algunos días de reposo para volver a tomar arranque, y la única vez que se atrevió mi abuela a formular, en tono cariñoso y desilusionado, este reproche: "¿Qué, ya ni siquiera se habla de ese trabajo?", le guardé rencor, convencido de que por no haber sabido ver que mi decisión de trabajo era irrevocable, aún iba a retrasar quizá por mucho tiempo la ejecución de mi proyecto, porque aquella falta de justicia suya me puso en un estado de nerviosidad que no era adecuado para dar comienzo a mi obra. Se dio ella cuenta de que su escepticismo había tropezado, a ciegas, con una voluntad. Me pidió perdón y me dijo, dándome un Seso: "Descuida, ya no te diré nada". Y para que no me desanimase me aseguraba que el día que estuviera yo bien del todo el trabajo vendría solo, por añadidura.
Además, yo me decía que si me pasaba la vida en casa de los Swann, lo mismo hacía Bergotte. A mis padres se les figuraba que yo, aun siendo perezoso, hacía una vida favorable al desarrollo del talento, puesto que transcurría en el mismo salón que frecuentaba un gran escritor. Y sin embargo, tan imposible es para una persona el verse dispensada de hacerse su talento por sí mismo, por dentro, y recibirlo de otro, como el tener buena salud (a pesar de faltar a toda regla de higiene y entregarse a todos los excesos) sólo por ir a cenar a menudo con un médico. La persona más engañada por aquella ilusión que nos dominaba a mis padres y a mí era la señora de Swann. Cuando le decía que no podría ir a su casa, que tenía que quedarme a trabajar, se le figuraba que me hacía rogar, y veía en mis palabras cierta presunción y tontería.
—Pero ¿es que Bergotte no viene a casa? ¿No le parece a usted bueno lo que escribe? Pues ahora aún estará mejor —añadía—, porque es más agudo y más concentrado en los artículos periodísticos que en el libro, donde se diluye un poco, y he logrado que de aquí en adelante se encargue del
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del Fígaro. Será exactamente
the right man in the right place
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.
Y añadía:
—Venga usted, y él le dirá mejor que nadie lo que tiene que hacer.
Y me decía que no dejara de ir a cenar a su casa al día siguiente con Bergotte, igual que se invita a un soldado que sentó plaza a la misma mesa que a su coronel, esto, en interés de mi carrera y como si las grandes obras se escribiesen gracias a las buenas "relaciones".
Así, que ya no había oposición alguna a aquella dulce vida en que me era dable ver a Gilberta cuando quisiera, con arrobo, aunque no con calma, ni por parte de los Swann ni por parte de mis padres, es decir, de las únicas personas que en distintos momentos pareció que se opondrían a ello. Claro que en amor nunca puede haber calma, porque lo que se logra es tan sólo nuevo punto de partida para más desear. Mientras que no pude entrar en su casa, cuando tenía la mirada fija en aquella inaccesible felicidad, no podía imaginarme las nuevas causas de preocupación que allí dentro me esperaban. Y una vez vencida la resistencia de mis padres y resuelto el problema, tornó en seguida a plantearse en otros términos. Y en ese sentido sí que era verdad aquello de que cada día empezaba una nueva amistad. Todas las noches al volver a casa, me acordaba de que aún tenía que decir a Gilberta cosas importantes de las que dependía nuestra amistad, y que nunca eran las mismas. Pero, en fin, era feliz y ya no se elevaba amenaza alguna en contra de mi dicha. Pero, ¡ay!, que iba a llegar pronto, y por un lado de donde nunca me esperé ningún peligro, por el lado de Gilberta y mío. Y, sin embargo, a mí debiera haberme atormentado precisamente lo que, por el contrario, me tranquilizaba, aquello que yo consideraba la felicidad. Porque la felicidad es en amor un estado anormal, en el cual cualquier accidente, por aparentemente sencillo que sea, y que puede ocurrir en todo momento, cobra una gravedad que no implicaría por sí solo dicho accidente. Lo que constituye nuestra felicidad es la presencia en el corazón de una cosa inestable que nos arreglamos de modo que se mantenga perpetuamente, y que casi no notamos mientras no hay algo que la desplace. En realidad, en el amor hay un padecer permanente, que la alegría neutraliza, aplaza y da virtualidad, pero que en cualquier instante puede convertirse en aquello que hubiese sido desde el primer momento de no haberle dado todo lo que pedía, es decir, en pena atroz.
Vi varias veces que Gilberta tenía deseos de apartar de sí mis visitas. Cierto que cuando tenía interés en verla me bastaba con hacer que me invitasen sus padres, cada día más convencidos de la excelente influencia que yo ejercía en su ánimo. Pensaba yo que gracias a ellos mi amor no corría ningún riesgo, y que desde el momento que los tenía ganados a mi causa podía estar tranquilo, puesto que ellos eran los que tenían autoridad sobre Gilberta. Desgraciadamente, por ciertas señales de impaciencia que a la muchacha se le escapaban cuando su padre me hacía ir a casa en contra de la voluntad de ella, llegué a preguntarme si lo que consideraba como una protección para mi felicidad no sería, al contrario, razón secreta de que no pudiese durar.
La última vez que fui a ver a Gilberta estaba lloviendo; la habían invitado a una lección de baile en una casa donde no tenía bastante confianza para llevarme. Yo, por causa de la humedad, había tomado más cafeína que de ordinario. Ya por el mal tiempo, ya porque la señora de Swann tuviese alguna prevención contra aquella casa donde estaba invitada su hija, ello es que cuando la muchacha iba a salir la llamó con mucha vivacidad: "¡Gilberta!", y le indicó mi presencia, como dando a entender que yo había venido a verla y que debía quedarse conmigo. Ese "¡Gilberta!" se pronunció, mejor dicho, se gritó con buena intención hacia mí; pero por el encogimiento de hombros que hizo Gilberta al quitarse el abrigo comprendí que su madre, involuntariamente había acelerado la evolución que poco a poco iba desviando a mi amiga de mi persona, evolución que hasta aquel momento quizá se hubiera podido contener. "No tiene una obligación de ir a bailar todos los días", dijo Odette a su hija, con discreción indudablemente aprendida antaño de Swann. Y luego, volviendo a ser Odette, se puso a hablar en inglés a la chica. E inmediatamente ocurrió como si se hubiese alzado un muro que me ocultara una parte de la vida de Gilberta, como si un genio maléfico se hubiese llevado a mi amiga muy lejos de mí. En una lengua conocida substituimos la opacidad de los sonidos con la transparencia de las ideas. Pero un idioma desconocido es un palacio cerrado donde nuestra amada puede engañarnos sin que nosotros, que nos quedamos fuera crispados por la impotencia, nos sea dable ver ni impedir nada. Así, esa conversación en inglés, que un mes antes me hubiera inspirado una sonrisa, salpicada de algunos nombres propios franceses que acrecían y orientaban mi inquietud, esa conversación sostenida allí delante tuvo para mí la misma crueldad que un rapto y me dejó en idéntico estado de abandono. Por fin, la señora de Swann se marchó. Aquel día, fuera por rencor hacia mí, involuntario culpable de que la hubieran privado de su diversión, fuera porque al adivinar que estaba enfadada puse yo preventivamente cara más fría que de costumbre, el caso es que el rostro de Gilberta, exento de toda alegría, desnudo, asolado, se consagró toda la tarde a una melancólica nostalgia de aquel
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que no pudo ir a bailar por causa mía, desafiando a todas las criaturas, yo la primera, a penetrar las sutiles razones que determinaron en ella una inclinación sentimental por el
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. Se limitó a cambiar de cuando en cuando conmigo frases relativas al tiempo, a la recrudescencia de la lluvia, a los progresos del reloj, en conversación puntuada por silencios y monosílabos y en la que yo me obstinaba, con especie de desesperada rabia, en destruir los instantes que hubiéramos podido consagrar a la amistad y a la felicidad. Y todas nuestras frases iban revestidas de una a modo de suprema dureza por el paroxismo de su paradójica insignificancia, cosa que me consolaba porque así Gilberta no se dejaría engañar por lo trivial de mis reflexiones y lo indiferente de mi tono. En vano decía yo: "Me parece que el otro día el reloj iba un poco retrasado"; ella traducía evidentemente. "¡Qué mala es usted!" Inútil que me obstinara yo en prolongar en aquel día de lluvia esas palabras lluviosas sin ninguna clara; bien sabía que mi frialdad no era aquella de hielo que yo fingía, y Gilberta debía darse cuenta de que si después de haberle dicho ya tres veces que los días iban menguando se lo hubiera repetido una vez más, habríame costado trabajo contener las lágrimas. Cuando ella estaba así, sin sonrisa que le llenara los ojos y le iluminase el rostro, no es posible figurarse la desoladora monotonía de su triste mirada y de sus ásperas facciones. Su cara, lívida casi, se parecía a esas playas tan desagradables de donde el mar se retiró allá lejos y nos cansa con su reflejo eternamente igual y ceñido por un horizonte limitado e inmutable. Al fin, viendo que no se producía en Gilberta el feliz cambio que yo esperaba hacía horas, le dije que no se portaba bien.
—Usted es el que no es bueno —me respondió ella.
—Sí, yo lo soy.
Me pregunté qué es lo que yo había hecho de malo, y como no di con ello, se lo pregunté a ella:
—¡Naturalmente, usted se figura que es usted muy bueno! —me dijo con prolongada risa.
Sentí entonces cuán penoso me era el no poder llegar hasta ese otro plano, más inasequible, de su pensamiento que describía su risa. La cual parecía significar: "No, no me dejo coger por todo eso que me dice; ya sé que está usted loco por mí, pero no me da frío ni calor, porque me tiene usted sin cuidado". Pero luego decíame yo que, después de todo, la risa no es lenguaje lo bastante definido para que yo pudiese estar seguro de haber penetrado la significación de la suya. Y las palabras de Gilberta eran afectuosas ahora.
—Pero ¿por qué no soy bueno? —le pregunté—; dígamelo, y haré lo que usted me mande.
—No se lo puedo a usted explicar, sería inútil.
Un instante después sentí miedo de que Gilberta se figurase que yo no la quería, y esto me causó otro dolor tan fuerte como el anterior; pero que exigía una dialéctica distinta.
—Si usted supiera lo que me hace sufrir eso que está usted haciendo, me lo diría.
Pero esta pena, que en caso de haber dudado ella de mi cariño hubiese debido ser motivo de alegría, la irritó, por el contrario. Entonces comprendí mi equivocación, y decidido a no hacer ya caso de sus palabras, la dejé decirme, sin prestarle fe: "Le quería a usted de verdad, ya lo verá usted algún día"; ese día en que los culpables aseguran que habrá de ser reconocida su inocencia y que, por misteriosas razones, nunca coincide con el de su interrogatorio, y tuve valor para tomar la súbita resolución de no volver a verla, sin anunciárselo, porque no me hubiese creído.
Una pena motivada por un ser querido puede ser amarga aun cuando vaya encajada en medio de preocupaciones, quehaceres y alegrías que provienen de otras cosas, y de las que se aparta de cuando en cuando nuestra atención para volverse hacia aquel ser. Pero cuando la pena, como en mi caso ocurría, nace en un momento en que la felicidad de ver a esa persona nos poseía por entero, la brusca depresión que se origina en el alma, hasta aquel momento soleada, tranquila y sostenida, determina en nuestro ser una furiosa tempestad, y no sabemos si tendremos fuerza para luchar con ella hasta el fin. La tormenta que soplaba en mi corazón era tan violenta, que volví hacia casa dolorido y dando tumbos y viendo que para respirar bien no tenía más remedio que volver pies atrás, bajo un pretexto cualquiera, a casa de Gilberta y a su lado. Pero entonces habría dicho: "¡'Ah, otra vez está aquí! Se ve que puedo hacer lo que quiera y cuanto más triste se vaya más dócil volverá". Al cabo de un instante mi pensamiento me empujaba de nuevo hacia ella, y esas orientaciones alternativas, ese desatinar de la brújula interior, persistieron estando yo ya en casa, traducidas en los borradores de cartas contradictorias que escribí a Gilberta.
Iba a verme en una de esas difíciles coyunturas que, aunque nos salen, por lo general, al paso varias veces en la vida, no afrontamos del mismo modo cada vez que ocurren, es decir, igual en distintas edades de nuestra existencia, por más que no hayamos cambiado de carácter ni de naturaleza; esa naturaleza nuestra, que crea nuestros amores y casi las mujeres que amamos y los defectos que en ellas vemos. En tales momentos nuestra vida está dividida y como repartida por entero en dos platillos opuestos de la balanza. En uno está nuestro deseo de no desagradar, de presentarnos como muy humildes al ser que amamos sin llegar a comprenderlo, deseo que damos un poco de lado por habilidad, para no inspirar a la amada ese sentimiento de creerse indispensable, que la alejaría de nosotros; en el otro está el dolor —no un dolor localizado y parcial— que sólo puede hallar alivio renunciando a agradar a esa mujer y a hacerle creer que podemos pasarnos sin ella y yendo en seguida en su busca. Cuando se quita del platillo donde está el orgullo una pequeña cantidad de voluntad que tuvimos la debilidad de ir gastando con los años, y se añade al platillo de la pena una enfermedad física adquirida y que dejamos agravarse, entonces, en vez de la resolución valerosa que hubiese triunfado a los veinte años es la otra, ya muy pesada y sin bastante contrapeso, la que nos humilla a los cincuenta. Además, las situaciones, aunque se repiten, cambian, y hay probabilidades de que al mediar o al finalizar de nuestros días tengamos con nosotros la funesta complacencia de complicar con el amor una parte de hábito, que para la adolescencia, absorbida por otros deberes y menos libre, es desconocido. Acababa de escribir a Gilberta una carta donde tronaba libremente mi furor, pero no sin unas palabras a modo de boya, en que mi amiga pudiese apoyar una reconciliación; un momento más tarde cambiaba el viento y venían las frases tiernas con el cariño de expresiones desoladas, corno "nunca más"; esas frases tan enternecedoras para el que las emplea y tan fastidiosas para la que las lee, ya porque no las juzgue sinceras y traduzca el "nunca más" por "esta misma tarde, si usted lo quiere", ya porque aun considerándolas sinceras le anuncian una de esas separaciones definitivas que en la vida nos tienen muy sin cuidado tratándose de personas a las que no tenemos amor. Pero si cuando estamos enamorados somos incapaces de proceder como dignos predecesores del ser futuro en que nos convertiremos, y que ya no estará enamorado, ¿cómo es posible que nos imaginemos por completo el estado de ánimo de una mujer a la que, aun sabiendo que no nos quería, atribuíamos perpetuamente en nuestros sueños, para mecernos en una bella ilusión o consolarnos de una gran pena, las mismas palabras que si nos hubiese amado? Ante los pensamientos y acciones de la mujer amada estamos tan desorientados como podían estarlo ante los fenómenos de la Naturaleza los primeros físicos (antes de que la ciencia se constituyese y aclarase algo lo desconocido). O peor aún: como un ser parí cuya mente no existiera apenas el principio de causalidad, y que por no poder establecer relación alguna entre dos fenómenos viera el espectáculo del mundo tan vago como un sueño. Claro que yo hacía esfuerzos para salir de aquella incoherencia y encontrar causas. Trataba de ser "objetivo", y para ello de tener muy en cuenta la desproporción existente no sólo entre la importancia que a mis ojos tenía Gilberta y la que yo tenía a los suyos, sino entre su valor para mí y para los demás; porque de haber omitido esa desproporción hubiese yo corrido el riesgo de tomar una simple amabilidad de mi amiga por una fogosa declaración, y de confundir una acción mía baja y grotesca con uno de esos sencillos y graciosos movimientos con que nos dirigimos hacia unos bonitos ojos. Pero también tenía miedo —de incurrir en el exceso contrario, y de considerar cualquier cosa, la poca puntualidad de Gilberta para acudir a una cita, como indicio de mal humor y de irremediable hostilidad. Entre ambas ópticas, igualmente deformadoras, hacía yo por encontrar la que me diese la justa visión de las cosas, y los cálculos que para eso eran menester distraíanme un tanto de mi pena; y bien por obediencia a la respuesta de los números, bien porque los, hice contestar a medida de mi deseo, ello es que me decidí a ir al otro día a casa de los Swann, muy contento, pero como esas personas que se estuvieron atormentando mucho tiempo con la idea de un viaje que tenían que hacer y luego van hasta la estación y se vuelven a su casa a deshacer el baúl. Y como mientras que se está dudando sólo la idea de una posible resolución (a no ser que hayamos convertido esa idea a la inercia decidiéndonos a no tomar la resolución) desarrolla, como grano vivaz, todos los rasgos y detalles de las emociones que habrían de nacer del acto ejecutado, me dije a mí mismo que había procedido de un modo absurdo con mi proyecto de no ver nunca más a Gilberta, porque con eso me causé tanto dolor como me habría causado con la realización misma de mi designio, y que ya que iba a acabar por volver a su casa, pude ahorrarme tantas veleidades y tantas dolorosas aceptaciones. Pero este reanudarse de nuestras amistosas relaciones duró únicamente hasta que llegué a casa de los Swann; y no fue porque su maestresala, que me consideraba mucho, me dijera que Gilberta había salido (y, en efecto, aquella misma noche me enteré de que era verdad por personas que la habían visto), sino por el modo que tuvo de decírmelo: "La señorita ha salido. Puedo asegurar al señor que digo la pura verdad. Si el señor quiere preguntar llamaré a la doncella. Ya sabe el señor que estoy deseando agradarle y que si la señorita estuviera en casa lo llevaría en seguida a su presencia". Dichas palabras me daban de una manera involuntaria, pero de esa manera involuntaria que es la única importante, la radiografía, por sumaria que fuese, de la realidad insospechable que se hubiese escondido tras un estudiado discurso, y demostraban que entre la gente de la casa de Gilberta dominaba la impresión de que yo la importunaba; así, que apenas pronunciadas engendraron en mi pecho un odio que no quise enfocar hacia Gilberta, prefiriendo hacerlo hacia el criado, sobre el cual se concentraron todos los coléricos sentimientos que pude haber dirigido a mi amiga, y libre de ellos gracias a esas palabras, mi amor subsistió sólo; pero aquellas frases me mostraron a la vez que debía pasar algún tiempo sin hacer por ver a Gilberta. De seguro que ella me escribiría para excusarse. Pero, de todos modos, no iría a verla en seguida, para demostrarle que podía vivir sin ella. Además, en cuanto hubiera recibido la carta ya me sería mucho más fácil privarme de ver a Gílberta por algún tiempo, puesto que estaría seguro de volver a ella cuando yo quisiese. Lo que yo necesitaba para sobrellevar con menor tristeza la voluntaria ausencia era sentirme libre el corazón de aquella terrible incertidumbre de si estábamos regañados para siempre, de que ella no tenía novio, de que no se iba ni me la quitaban. Los días siguientes fueron semejantes a los de aquella semana de Año Nuevo que me pasé sin ver a Gilberta. Pero dicha semana había sido otra cosa; porque, por una parte, estaba yo seguro de que en cuánto transcurriese, Gilberta volvería a los Campos Elíseos y yo la vería como antes; y por otra, sabía, también con absoluta seguridad, que mientras duraran, esas vacaciones no valía la pena de ir a los Campos Elíseos. De suerte que mientras duró aquella triste semana, ya bien pasada, llevé mi tristeza con calma, porque no la teñía ni el temor ni la esperanza. Pero ahora, al contrario, mi dolor era intolerable, casi tanto por la esperanza como por el temor. Como no tuve carta de Gilberta aquella misma noche, lo achaqué a descuido, a sus quehaceres, seguro de tenerla en el correo de mañana. Y esperé todos los días, con palpitaciones del corazón, que iban seguidas de un estado de abatimiento al ver que el correo me traía cartas de personas que no eran Gilberta, o no me traía ninguna, caso este que no era el más malo, porque las pruebas de amistad de otros seres aun revestían de mayor crueldad las pruebas de indiferencia de Gilberta. Y entonces me ponía a esperar el reparto de la tarde. Y ni siquiera me atrevía a salir entre correo y correo, por si acaso mandaba la carta con un propio. Y por fin llegaba el momento en que va no podía venir ni cartero ni lacayo alguno—, había que remitir al otro día la esperanza de tranquilizarme, y de esa suerte, por creer que mi pena no iba a durar, me veía en el caso, por así decirlo, de ir renovándola sin tregua. Quizá la pena era la misma; pero en lugar de limitarse, como antaño, a prolongar uniformemente una emoción inicial, ahora volvía a empezar varias veces al día, y principiaba por una emoción— tan continuamente renovada que llegaba —aun siendo física y momentánea— a estabilizarse; tanto, que los dolores del esperar apenas tenían tiempo de calmarse, cuando ya surgía una nueva razón de esperanza; y ni un solo minuto del día me veía libre de esa ansiedad, que, sin embargo, tan difícil es de soportar por una hora. Así, que mi pena era mucho más cruel que aquella semana de Año Nuevo, porque ahora tenía yo en el alma, en lugar de la aceptación pura y simple del dolor, la esperanza constante de que cesara. Pero acabé por llegar a esa aceptación, sin embargo, y entonces comprendí que había de ser definitiva, y renuncié por siempre a Gilberta, en interés de mi mismo amor, porque ante todo era mi deseo que ella no guardara un recuerdo desdeñoso de mi persona. Y después de entonces, y para que no sospechase en mí ninguna especie de despecho de enamorado, cuando más adelante me escribía dándole alguna cita, yo muchas veces aceptaba, y luego, a última hora, le comunicaba que no podía ir, haciendo protestas de que lo sentía muchísimo, como se suele decir a una persona que no tiene uno ganas de ver. Esas expresiones de mi sentimiento, las cuales se reservan por lo general para los seres que nos son indiferentes, a mi juicio convencerían mucho mejor a Gilberta de mi indiferencia que no el tono indiferente que se afecta tan sólo hacia la persona amada. Cuando le hubiese demostrado con acto repetidos indefinidamente y no con palabras que ya no tenía interés por verla, quizá ella tornase a interesarse por verme a mí. Pero, desgraciadamente, todo sería en vano; porque el intento de reavivar en Gilberta los deseos de verme procurando no verla yo era perderla para siempre; en primer lugar, porque si tal deseo llegaba a renacer, y para que fuese duradero, sería necesario no ceder a él en seguida; y, además, las horas más crueles serían ya cosa pasada; en aquel momento es cuando me era indispensable, y ojalá pudiese advertirle que muy pronto llegaría un tiempo en que su presencia no calmara en mí sino un dolor tan empequeñecido que ya no sería, como lo era en aquel momento, para darle fin, motivo de capitular, de reconciliarse, de vernos de nuevo. Y más adelante, cuando pudiera confesar a Gilberta mi amor a ella, mientras que su cariño había tomado fuerzas, el mío, por no poder resistir a tan larga ausencia, no existiría ya; y Gilberta me sería indiferente. Yo sabía esto muy bien, pero no podía decírselo; se hubiese figurado que esa hipótesis de perderle el cariño si seguíamos mucho tiempo sin vernos tenía por objeto el que ella me mandara volver pronto a su lado.