—Vamos, Gilberta, nos vas a hacer esperar —le dijo su madre.
—Estoy muy a gusto aquí, junto a mi papaíto, y quiero estarme un poco más —respondió Gilberta, escondiendo la cabeza tras el brazo de su padre, que acariciaba cariñosamente la rubia cabellera, hundiendo en ella los dedos.
Era Swann un hombre de esos que viven mucho tiempo con la ilusión del amor y ven que contribuyen á acrecentar la felicidad de muchas mujeres con el bienestar que les proporcionan pero sin inspirarles ningún agradecimiento ni cariño hacia ellos; en cambio, en su hijo creen ver un afecto tal que, encarnado en su propio nombre, los hará perdurar aún más allá de la muerte. Cuando ya no exista Carlos Swann, quedará una señorita Swann o una señora X, Swann de nacimiento, que seguirá queriendo al padre perdido. Y que seguirá queriéndolo muchísimo, debía de pensar Swann, porque contestó a Gilberta: "Eres una hija muy buena", con un tono enternecido por la inquietud que nos inspira para el porvenir el apasionado cariño que nos tiene un ser que habrá de sobrevivirnos. Para disimular su emoción se metió en nuestra conversación sobre la Berma. Me llamó la atención aunque en tono de indiferencia y malestar, como el que quiere permanecer ajeno a lo que está diciendo, sobre la inteligencia y la imprevista justeza con que dice la actriz a Enone "Tú lo sabías". Era cierto; por lo menos la entonación aquella tenía un valor inteligible realmente, y por ende capaz de satisfacer mi deseo de hallar irrefutables razones para admirar a la Berma. Pero no me contentaba por su misma claridad. Tan ingeniosa era la entonación, tan definidos su intención y su sentido, que parecía como si tuviese existencia propia y que cualquier artista inteligente podía cogerla. Era una hermosa idea; pero todo el que fuese capaz de concebirla plenamente la poseería igual. Quedaba a la Berma el mérito de haberla encontrado; pero, ¿es que puede emplearse esa palabra "encontrar" cuando se trata de encontrar una cosa que no sería distinta si nos la diese otro, que no depende esencialmente de nuestro ser, puesto que otro la puede reproducir luego? —¡Dios mío, cómo eleva su presencia de usted el nivel de la conversación! —me dijo Swann, como para excusarse ante Bergotte; porque en el círculo Guermantes se había acostumbrado a recibir a los grandes artistas como a buenos amigos, limitándose a darles los platos que les gustan y la ocasión de jugar a los juegos o, si es en el campo, a los deportes que más les agradan—. Se me figura que estamos hablando de arte añadió.
— Está muy bien; eso es lo que a mí me gusta —dijo la señora de Swann, lanzándome una mirada de gratitud en señal de reconocimiento, por bondad y además porque aun le duraban sus viejas aspiraciones a una conversación más intelectual.
Luego Bergotte habló con otras personas, especialmente con Gilberta. Había yo dicho al escritor todo lo que sentía con una libertad que me dejó asombrado, debida a que desde años atrás tenía yo con él (al cabo de tantas horas de soledad y de lectura en que no era Bergotte sino la parte mejor de mi propio ser) el hábito de la sinceridad, de la franqueza y de la confianza, y me imponía mucho menos que cualquier otra persona con la que hubiese hablado por vez primera. Y sin embargo, por la misma razón, estaba muy preocupado de la impresión que debí de haberle producido, porque el desprecio hacia mis ideas que yo le atribuía no era de entonces, sino que databa de los años, ya bien pasados, en que comencé yo a leer sus libros en nuestro jardín de Combray. Y a pesar de todo debía habérseme ocurrido que si fui sincero, si no hice más que abandonarme a mi pensamiento al encariñarme por un lado con la obra de Bergotte y al sentir, por otro, en el teatro una desilusión cuyas razones se me ocultaban, esos dos movimientos instintivos que me arrastraron no podían ser muy distintos entre sí y tenían que obedecer a idénticas leyes, y que ese espíritu de Bergotte que tanto me enamoró en sus libros no debía de ser enteramente extraño y hostil a mi decepción y a mi incapacidad para expresarla. Porque mi inteligencia no era más que una, y quién sabe si no existe más que una inteligencia, de la que todos somos vecinos y a la que mira cada cual desde el fondo de su cuerpo particular, como en el teatro, donde todo el mundo tiene un sitio, pero en cambio no hay más que un escenario. Indudablemente, las ideas que a mí me gustaba desenredar no eran las que Bergotte profundizaba ordinariamente en sus libros. Pero si la inteligencia que teníamos él y yo a nuestra disposición era la misma, al oírmelas explicar tenía que recordarlas y con cariño, sonreírles porque probablemente, y a pesar de lo que yo suponía, debía de tener ante su mirada interior una parte de inteligencia distinta de aquella cuyas recortaduras puso en sus libros, y que me servía para imaginarme todo su universo mental. Así como los sacerdotes, por señorear una gran experiencia del corazón humano, pueden perdonar tanto mejor pecados que ellos no cometen, lo mismo el genio, por poseer una gran experiencia de la mente, es tanto más capaz de comprender las ideas más opuestas a las que constituyen el fondo de su propia obra. Y debía habérseme ocurrido todo esto (cosa, por lo demás, nada grata, porque la benevolencia de los espíritus superiores tienen como corolario la incomprensión y hostilidad de los mediocres, y siempre es menor la alegría que nos inspira la amabilidad de un escritor, que en rigor pudimos buscar en sus libros, que el dolor que nos causa la hostilidad de una mujer, no escogida por su inteligencia, pero a la que no puede uno por menos de amar). Debía habérseme ocurrido todo eso, pero no se me ocurrió, y me quedé persuadido de haber parecido estúpido a Bergotte, cuando Gilberta me murmuró al oído:
—Estoy loca de alegría porque ha conquistado usted a mi gran amigo Bergotte. Ha dicho a mamá que le parece usted muy inteligente.
—¿Dónde vamos? —pregunté a Gilberta.
—Donde quieran; a mí, ir aquí o allá. . .
Pero desde el incidente ocurrido el día que hacía años de la muerte de su abuelo yo siempre me preguntaba si el carácter de Gilberta no era muy otro que el que yo me figuraba, si esa indiferencia por lo que decidieran, ese juicio, esa calma y esa cariñosa y constante sumisión no escondían, por el contrario, fogosos deseos que ella no quería aparentar por razón de amor propio, y que revelaba únicamente su repentina resistencia cuando por casualidad se veían contrariados esos deseos.
Como Bergotte vivía en el mismo barrio que mis padres, salimos juntos, y en el coche me habló de mi estado de salud.
—Nuestros amigos me han dicho que estaba usted malo. Lo compadezco mucho, pero no extraordinariamente, porque veo bien que no le faltan a usted los placeres de la inteligencia, que para usted, como para todo el que los haya saboreado, serán los primeros.
Pero yo me di cuenta de que, desgraciadamente, lo que decía era poco exacto en mi caso, para mí, que me quedaba frío con cualquier razonamiento, por elevado que fuese; que no me consideraba feliz más que en momentos de simple vagancia, cuando sentía bienestar; veía yo claro que lo que deseaba en la vida eran cosas puramente materiales y que me pasaría sin la inteligencia muy fácilmente. Como yo no sabía distinguir entre las distintas fuentes más o menos profundas y duraderas de que provenían mis placeres, pensé en el instante de contestarle que me hubiese gustado una vida donde tuviera amistad con la duquesa de Guermantes y a la que llegara, como a aquel quiosco de los Campos Elíseos, un frescor que me recordase a Combray. Y en ese ideal de vida que yo no me atreví a confiarle para nada entraban los placeres de la inteligencia.
—No, señor, los placeres de la inteligencia son poca cosa para mí; no son ésos los que yo busco, y ni siquiera sé sí los saborearé alguna vez.
—¿Lo cree usted así? —me respondió—. Pues mire, yo creo, a pesar de todo, que eso debe de ser lo que usted prefiere; vamos, me lo figuro.
No me convenció, es cierto; pero, sin embargo, sentíame yo más contento, más desahogado. Lo que me dijo el señor de Norpois dio lugar a que considerase yo mis ratos de ilusión, de entusiasmo y de confianza como puramente subjetivos y exentos de realidad. Y resultaba que, según Bergotte, que al parecer conocía mi caso, el síntoma que menos debía preocuparme era, por el contrario, el de la duda y el descontento hacia, mí mismo. Sobre todo, lo que dijo del señor de Norpois restaba mucha fuerza a aquella condena que consideraba yo como inapelable.
—¿Se cuida usted bien? —me preguntó Bergotte—. ¿Quién lo asiste?
Le dije que me había visto, y probablemente volvería a verme, Cottard.
—¡Pero lo que usted necesita es otra cosa! —me respondió—. No lo conozco como médico, pero lo he visto en casa de la señora de Swann, y es un imbécil. Y suponiendo que eso no quite para que sea un buen médico, que lo dudo mucho, por lo menos le imposibilita para ser buen médico de artistas y de personas inteligentes. Los seres como usted necesitan médicos apropiados, casi estoy por decir planes y medicinas particulares. Cottard lo aburrirá a usted, y sólo ese aburrimiento le quitará toda eficacia a su tratamiento. Y luego, que el tratamiento no puede ser igual para usted que para un individuo cualquiera. Las tres cuartas partes de las dolencias de las personas inteligentes provienen de su inteligencia. Necesitan por lo menos un médico que conozca esa enfermedad. ¿Y cómo quiere usted que Cottard lo pueda asistir bien? Ha previsto la dificultad de digerir las salsas, y las molestias gástricas, pero no ha previsto la lectura de Shakespeare. Y con usted sus cálculos ya no son exactos, el equilibrio se rompe siempre será el ludión que va subiendo. Le parecerá que tiene usted una dilatación de estómago sin necesidad de reconocerlo, porque la lleva en los ojos. Puede usted verla, se le refleja en los lentes.
Este modo de hablar me cansaba mucho, y me decía yo, con la estupidez del sentido común: Ni hay dilatación de estómago reflejada en los lentes del profesor Cottard, ni hay tonterías escondidas en el chaleco blanco del señor de Norpois.
—Yo le aconsejaría a usted más bien el doctor Du Boulbon —prosiguió Bergotte—, que es un hombre muy inteligente.
—Admira mucho sus obras de usted —le contesté yo.
Vi que Bergotte ya lo sabía, y de eso deduje que los espíritus fraternos pronto se encuentran y que apenas si existen realmente "amigos desconocidos". Lo que Bergotte me dijo de Cottard me sorprendió, por ser lo contrario de lo que yo creía. A mí no me preocupaba lo más mínimo el que mi médico fuese aburrido; lo que esperaba yo de él es que, gracias a un arte cuyas leyes escapaban a mi conocimiento, emitiese con respecto a mi salud un oráculo indiscutible, después de haber consultado mis entrañas. Y no me interesaba que con ayuda de la inteligencia, cualidad en la que yo hubiera podido suplirle, intentase comprender la mía, que a mí se me representaba tan sólo como un medio, indiferente en sí mismo, de poder llegar a las verdades exteriores. Dudaba mucho que las personas inteligentes requiriesen distinta higiene que los imbéciles y estaba dispuesto a someterme a la de estos últimos.
—El que necesitaría un buen médico es nuestro amigo Swann —dijo Bergotte.
—Yo le pregunté si estaba malo.
—Es un hombre que se ha casado con una cualquier cosa y que se traga cada día cincuenta desaires de mujeres que no quieren tratar a su esposa o de hombres que han dormido con ella. Se le ve, tiene la boca torcida de tanto tragar. Fíjese usted un día en las cejas circunflejas que pone al volver a casa para ver quién hay.
Esa malevolencia con que hablaba Bergotte a un extraño de amigos que lo recibían en su casa hacía tanto tiempo era para mí cosa tan nueva como el tono casi cariñoso con que se dirigía siempre a los Swann. Es cierto que personas como mi tía abuela, por ejemplo, no hubiesen sido capaces de decir todas las amabilidades que Bergotte prodigaba a los Swann y que yo había oído. Se complacía ella en decir cosas desagradables hasta a las personas que quería. Pero nunca habría pronunciado por detrás de nadie palabras que no pudiese oír. Y es que no había nada menos parecido al gran mundo que nuestra sociedad de Combray. La de los Swann era un camino hacia ese gran mundo, hacia sus versátiles olas. Laguna ya, sin llegar todavía a pleno mar. "Todo esto, claro, dicho de usted para mí", me advirtió Bergotte al separarnos delante de la casa. Unos años más tarde le habría yo contestado: "No tengo costumbre de repetir lo que oigo". Frase ritual de los hombres de mundo con la que tranquilizamos engañosamente al maldiciente. Y yo se la habría dicho a Bergotte porque no siempre inventa uno lo que dice, sobre todo en los momentos en que se procede como personaje social. Pero todavía no la conocía. Y por el otro extremo, la de mi tía, en ocasión semejante, hubiese sido: "Si no quiere usted que lo repita, ¿para qué lo dice?" Respuesta de las personas insociables, de las "malas cabezas". Como yo no lo era, me incliné sin decir nada.
Literatos que para mi eran personajes de cuenta intrigaban años y años antes de tener con Bergote relaciones que permanecían en la penumbra de lo puramente literario y no trascendían de su despacho, mientras que yo acababa de instalarme de lleno y tranquilamente entre los amigos del gran escritor, como una persona que en lugar de estar haciendo cola, igual que todos, para tener una mala localidad, se coloca en la mejor pasando por un pasillo que está cerrado a los demás. Si Swann me lo había franqueado era sin duda porque los padres de Gilberta, lo mismo que un rey invita con toda naturalidad a, los amigos de sus hijos al palco real o al yate regio, recibían a los amigos de su hija en medio de los objetos preciosos que poseían y de las intimidades aún más preciosas, que encuadraban esos objetos. Pero en aquella época pensaba yo, y quizá no muy equivocado, que esa amabilidad de Swann tenía a mis padres por finalidad indirecta. Me pareció haber oído que años antes, en Combray, les ofreció, al ver cuánto admiraba a Bergotte, llevarme a cenar con el escritor, y que mis padres no quisieron, alegando que aún era muy joven y muy nervioso para "salir de casa".
Indudablemente, mis padres representaban para ciertas personas, cabalmente para aquellas que me parecían más maravillosas, cosa muy distinta de lo que eran para mí; así, que, igual que en aquella ocasión de la señora del traje rosa que hizo de mi padre elogios de que se mostró tan poco digno, hubiera yo deseado ahora que mis padres comprendieran el inestimable regalo que acababa de recibir y testimoniaran su gratitud a ese Swann generoso y cortés que me lo había hecho, o se lo había hecho a ellos, sin darse más importancia por su acto que ese delicioso rey mago del fresco de Luini, con su nariz repulgada y su pelo rojizo, con el que, según parece, le encontraban antes a Swann tanto parecido.