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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

A la sombra de las muchachas en flor (20 page)

Aquel primer día que lo vi en casa de los padres de Gilberta le conté que había oído hacía poco a la Berma en
Phédre
, y me dijo que en la escena donde se queda con el brazo extendido a la altura del hombro —precisamente una de las que más aplaudieron— la artista había sabido evocar con arte nobilísimo algunas obras magistrales de la escultura antigua, sin haberlas visto nunca quizá: una Hespéride que hace el mismo ademán en una metopa de Olimpia y las hermosas doncellas del antiguo Erecteón.

—Acaso sea tina adivinación; pero a mí se me figura que va a los museos. Tendría interés "marcar" eso. ("Marcar" era una de esas palabras habituales de Bergotte que le habían cogido los jovenzuelos que, aun sin conocerlo, hablaban como él por una especie de sugestión a distancia.)

—¿Se refiere usted quizá a las Cariátides? —dijo Swann.

—No, no —dijo Bergotte—; el arte que la Berma reencarna es mucho más antiguo, excepto en la escena donde confiesa su pasión a Enone y hace el ademán de Hegeso en la estela del Cerámico. Yo aludía a las Korai del Erecteón viejo, aunque reconozco que está lejísimos del arte de Racine; ¡pero hay ya tantas cosas en
Phédre
que por una más…! ¡Y es tan bonita esa menuda!

Fedra del siglo VI, con la verticalidad que hace el efecto de mármol…! haber dado con eso! Hay en ese del brazo y el rizo de pelo Ya tiene mérito, ya lo creo, el ademán más cantidad de antigüedad que en muchos libros que este año llamamos "antiguos".

Como Bergotte, en uno de sus libros, había dirigido una célebre invocación a esas estatuas arcaicas, las palabras que en ese momento pronunciaba eran clarísimas para mí y me dieron nuevo motivo para interesarme por el arte de la Berma. Hacía yo por representármela en mi memoria tal como estuvo en esa escena en la que, según recordaba yo muy bien, puso el brazo extendido a la altura del hombro. Y me decía: "Esa es la Hespéride de Olimpia, la hermana de una de esas admirables orantes de la Acrópolis; eso es un arte nobilísimo". Pero para que yo hubiera podido embellecer con tales pensamientos el ademán de la Berma, Bergotte habría tenido que decírmelos antes de la representación. Y entonces, mientras que la actitud de la actriz existía efectivamente delante de mí, en ese momento en que la cosa que ocurre tiene toda la plenitud de la realidad, habríame sido posible el intento de arrancar de ese ademán la idea de escultura arcaica. Pero para mí la Berma en dicha escena era un recuerdo, imposible de modificar, tenue como una imagen que carece de esas capas profundas del presente que se dejan excavar, y de las que puede uno sacar verídicamente algo nuevo; una imagen a la que es imposible imponer retroactivamente una interpretación porque ya no podremos comprobar ni someterla a sanción objetiva. Para mezclarse en la conversación, la señora de Swann me preguntó si Gilberta se había acordado de darme el folleto de Bergotte sobre
Phedre
. "¡Tengo una hija tan atolondrada!…", añadió. Bergotte sonrió modestamente y aseguró que aquellas páginas no tenían importancia. "No, no; es un opúsculo encantador, un
tract
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delicioso", dijo la señora de Swann, con objeto de cumplir su papel de señora de casa y de hacer creer que había leído el folleto, y, además, porque le gustaba no sólo cumplimentar a Bergotte, sino marcar preferencia por algunas de sus obras y dirigirlo. Y, a decir verdad, lo inspiró, pero de distinto modo del que ella se figuraba. Pero ello es que existen tales relaciones entre lo que fue la elegancia del salón de los Swann y un determinado aspecto de la obra de Bergotte, que para los viejos de hoy ambas cosas pueden servirse alternativamente de comentario mutuo.

Yo me engolfé en el relato de mis impresiones. A Bergotte muchas veces no le parecían exactas, pero me dejaba hablar. Le dije que me gustó mucho aquella luz verde del momento en que Fedra alza el brazo. "¡Ah!, le halagará mucho al decorador, que es un gran artista; se lo diré, porque él está muy orgulloso de la luz esa. Yo confieso que no me agrada mucho: lo baña todo en una especie de atmósfera glauca, y la Fedra, tan menuda allá en el fondo, se parece un tanto a una rama de coral en la profundidad del acuario. Usted me dirá que con eso se hace resaltar el aspecto cósmico del drama. Es verdad; pero estaría mejor la luz verde en una obra que ocurriera en los dominios de Neptuno. Y no es que yo ignore que hay allí algo dé venganza de Neptuno, porque yo no exijo que se piense exclusivamente en Port-Royal; pero, de todos modos, lo que Racíne nos cuenta no son amores de erizos marinos. Pero mi amigo lo ha querido así, y hay que reconocer que tiene valor y que al fin y al cabo es bonito. A usted le ha gustado porque lo ha comprendido usted, ¿verdad? En el fondo estamos de acuerdo; lo que ha hecho el decorador es algo insensato, ¿no?, pero muy agudo." Cuando la opinión de Bergotte se manifestaba contraria a la mía, no por eso me reducía al silencio y a la imposibilidad de contestar, como me hubiese ocurrido con el señor de Norpois. Lo cual no demuestra que las opiniones de Bergotte tuvieran menos valor que las del diplomático, al contrario. Una idea fuerte comunica al contradictor una parte de su fuerza. Como participa del valor universal del espíritu, se clava y se ingiere en medio de otras ideas adyacentes en el ánimo de aquel contra quien se emplea, que ayudándose de esos pensamientos fronterizos cobra aliento, la completa y la rectifica; de modo que la sentencia final viene a ser obra de las dos personas que discutían. Pero las ideas que no se pueden responder son esas que no son, propiamente hablando, ideas que no tienen arraigo en nada, que no encuentran punto de apoyo ni rama fraterna en el espíritu del adversario, el cual, en lucha con el puro vacío, no sabe qué contestar. Los argumentos del señor de Norpois en materia de arte no tenían réplica porque carecían de realidad.

Bergotte no rechazaba mis objeciones, y yo entonces le confesé que el señor de Norpois las había estimado despreciables.

— Es un viejo estúpido; le ha dado a usted picotazos porque se le figura siempre que tiene delante un bizcocho o una jibia.

—¿Con que conoce usted a Norpois? —me dijo Swann.

—Es más pelma que el oír llover —interrumpió su mujer que tenía gran confianza en la opinión de Bergotte y temía indudablemente que Norpois nos hubiese hablado mal de ella. Quise charlar con él un rato después de cenar, y yo no sé si es por los años o por la digestión, pero me pareció fangoso. Sería menester hacerlo salir de su abatimiento.

—Sí —dijo Bergotte—; muchas veces no tiene más remedio que callarse para no agotar antes de que termine la noche esa provisión de tonterías de almidón que lleva en la pechera de la camisa y en el chaleco para que estén bien blancos.

—Yo considero que Bergotte y mi esposa son muy duros con él —dijo Swann, que en su casa se revestía del papel de hombre de buen juicio—. Reconozco que no puede interesarles a ustedes mucho; pero desde otro punto de vista (porque a Swann le gustaba recoger las bellezas de la "vida") es curioso, muy curioso, visto como "enamorado". Siendo secretario en Roma —continuó después de haberse cerciorado de que Gilberta no lo oía tenía una querida en París, por la que estaba trastornado, y siempre encontraba un medio para hacer el viaje dos veces por semana y estar con ella dos horas. Mujer muy inteligente y deliciosa por aquel entonces, hoy está viuda y lleva el título del marido. Ha tenido muchas más en los intervalos. Yo me hubiera vuelto loco si mi querida hubiese tenido que vivir en París y yo en Roma. Los caracteres nerviosos deben enamorarse siempre de personas que "sean menos que ellos", como dice el vulgo, porque así la mujer querida está a su discreción por el lado económico.

En aquel momento Swann se dio cuenta de que yo podía aplicar esa máxima a Odette y a él. Y como hasta tratándose de seres superiores, que parece que se ciernen con uno por encima de la vida, el amor propio perdura con su mezquindad, le entró gran rabia contra mí. Pero sólo se manifestó por su inquieta mirada. Y por el momento nada me dijo, cosa que no es de extrañar. Cuando Racine, según cuenta una tradición, falsa, es verdad, pero cuya materia se repite a diario en la vida de París, aludió a Scarron delante de Luis XIV, el monarca más poderoso del orbe no dijo nada al poeta la noche aquella. Pero al día siguiente Racine había caído del favor real.

Pero como toda teoría procura buscar su expresión plena, Swann, pasado aquel minuto de irritación, y después de limpiar el cristal de, su monóculo, completó su pensamiento con estas palabras, que más tarde cobraron en mi memoria el valor de un profético aviso que no supe tener en cuenta.

—Sin embargo, el peligro de este género de amores consiste en que la sujeción de la mujer calma por un momento los celos del hombre, pero luego aun lo hace más exigente. Y llega a obligar a su querida a que viva como esos presos que tienen las celdas iluminadas día y noche para vigilarlos mejor. Y por lo general la cosa acaba en drama.

Yo volví al señor de Norpois.

—No se fíe usted de él; al contrario, tiene muy mala lengua —me dijo la señora de Swann con acento que parecía significar que el señor de Norpois había hablado mal de ella; y me lo confirmó al ver que Swann miraba a su esposa como reprendiéndola y para que no siguiera hablando.

Mientras tanto, Gilberta, aunque ya le habían dicho dos veces que fuera a prepararse para salir, seguía escuchando lo que decíamos, entre sus padres, apoyada mimosamente en el hombro de Swann. A primera vista advertíase marcadísimo contraste entre la señora de Swann, que era morena, y aquella chiquilla de pelo rojizo y el cutis dorado. Pero luego ya iba uno reconociendo en Gilberta muchos rasgos —por ejemplo, la nariz cortada con brusca e infalible decisión por el invisible escultor que trabaja con su cincel para varias generaciones—, gestos y movimientos de su madre; y valiéndonos de una comparación tomada a otro arte, podría decirse que se asemejaba a un retrato poco parecido de la señora de Swann, retrato que el pintor hubiese hecho, por un capricho de colorista, cuando Odette se disponía a salir para una cena de "cabezas disfrazadas", medio vestida de veneciana. Y como no sólo tenía una peluca rubia, sino que todo átomo sombrío había sido expulsado de su carne, que despojada de sus velos obscuros parecía aún más desnuda, cubierta sólo por los rayos que lanzaba un sol interior, el colorete era al parecer no cosa superficial, sino de carne; y Gilberta diríase que figuraba un animal fabuloso o que llevaba un disfraz de la Mitología. Aquel cutis rojizo era parecidísimo al de su padre, como si a la Naturaleza se le hubiera planteado el problema cuando tuvo que crear a Gilberta de ir reconstruyendo poco a poco a la señora de Swann, pero sin tener otra materia a su disposición que la piel de Swann. Y la naturaleza la había utilizado a perfección, como un buen constructor de arcones que quiere dejar a la vista el granillo y los nudos de la madera. Y así, en el rostro de Gilberta, en el rincón que formaba la nariz, perfectamente reproducido de su madre; la piel se hinchaba para conservar intactos los dos lunares de Swann. Era una nueva variedad de la señora de Swann, obtenida junto a ella, como una lila blanca junto a una lila violeta. Sin embargo, no hay que representarse la línea de demarcación entre los dos parecidos, el de su padre y el de su madre, como perfectamente definida. A veces, cuando Gilberta se reía velase el óvalo de la mejilla de su padre en la cara de su madre, como si los hubieran mezclado para ver lo que resultaba; ese óvalo se precisaba como toma forma un embrión, se alargaba oblicuamente, se hinchaba, y luego, al cabo de un instante, había desaparecido. Gilberta tenía en los ojos el mirar franco y bueno de su padre; con él me miró cuando me regaló la bolita de ágata y me dijo: "Consérvela usted como recuerdo de nuestra amistad". Pero si se le preguntaba qué es lo que había estado haciendo, velase en idénticos ojos aquel malestar, disimulo, incertidumbre y tristeza que eran antaño los de Odette siempre que le preguntaba Swann adónde había ido y ella le daba una contestación mentirosa que cuando amante, lo desesperaba y, cuando marido, le hacía cambiar de conversación, esposo prudente y discreto. Muchas veces en los Campos Elíseos me desazonaba el ver esa mirada en los ojos de Gilberta. Pero por lo general sin motivo. Porque en ella esa mirada —ésa, por lo menos— no correspondía a nada, era pura supervivencia física de su madre. Y las pupilas de Gilberta ejecutaban ese movimiento, que antaño en el mirar de Odette tenía por causa el miedo a revelar que aquel día había tenido en casa a un amante suyo o que tenía prisa por una cita pendiente, cuando, había ido a clase o cuando tenía que volverse a casa para dar una lección. Y así, eran visibles aquellos dos temperamentos de Swann y de Odette, ondulando, refluyendo, penetrándose uno al otro, en el cuerpo de esta Melusina.

Es cosa sabida que un niño tiene cosas de su padre y de su madre. Pero la distribución de las buenas y malas cualidades heredadas está hecha de un modo tan raro, que de dos virtudes que en uno de los padres parecían inseparables no perdura en el hijo más que una, y aliada a aquel defecto de su otro progenitor al parecer más inconciliable con dicha virtud. Y hasta la encarnación de una cualidad moral en un defecto físico incompatible con ella es con frecuencia ley del parecido filial. De estas dos hermanas habrá una que tenga la noble estatura del padre y el ánimo mezquino de la madre, y la otra, dueña de la inteligencia paterna, se le ofrecerá al mundo con el aspecto físico maternal; la nariz abrutada, el vientre nudoso y hasta la voz de la madre convirtiéndose en vestidura de dotes que antes se presentaban bajo soberbia apariencia. Así, que se puede decir de cualquiera de las dos hermanas, y con razón, que ella es la más parecida a uno de sus padres. Gilberta era hija única, cierto, pero había„ por lo menos, dos Gilbertas. Las dos índoles de su padre y de su madre no se contentaban con mezclarse en la hija; se la disputaban, y aun eso sería expresarse con inexactitud, porque pudiera dar a suponer que había una tercera Gilberta, padeciendo entonces al verse presa de las otras dos. Y Gilberta era alternativamente una u otra, y en todo momento una y nada más que una, esto es, incapaz de sufrir cuando se sentía menos buena, porque la Gilberta mejor, como entonces estaba momentáneamente ausente, no podía enterarse de que había degenerado. Y la menos buena de las dos Gilbertas gozaba de toda libertad para regocijarse con placeres no muy nobles. Cuando la otra hablaba con el corazón de su padre tenía miras muy amplias, daban ganas de entregarse con ella al logro de un ideal bueno y bello, y así se lo decía uno; pero en el momento decisivo el corazón de su madre recobraba su imperio, él contestaba; y se sentía desilusión y enfado —casi curiosidad, o como ante la substitución de una persona por otra—, porque Gilberta respondía con una reflexión mezquina o una torpe risita burlona, complaciéndose en ello porque esa respuesta nacía de su Verdadera naturaleza de aquel momento. Tan grande era a veces la separación entre las dos Gilbertas, que se preguntaba uno, en vano, claro está, qué es lo que pudo hacerle para encontrarla ahora tan distinta. Nos había dado una cita, y no sólo no iba ni se excusaba luego, sino que, cualquiera que hubiese sido el motivo de su mudanza, se nos aparecía después tan indiferente, que habría sido cosa de imaginarse, víctima de un parecido como el que constituye la base de los Menecmos, que la que estaba delante no era la misma persona que tan amablemente nos invitara a reunirnos a no ser porque el mal humor con que nos recibía delataba que se sentía culpable y quería evitar las explicaciones.

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