—¿Estaba en esa comida la hija de los señores de Swann? —dije al señor de Norpois, aprovechando para la pregunta el momento en que nos dirigíamos a la sala, cuando podía disimular mi emoción más fácilmente que habría podido hacerlo antes en el comedor, inmóvil y en plena luz.
El señor de Norpois se paró a pensar un momento como queriendo recordar.
— Sí; ¿una jovencita como de catorce a quince años? Sí; ahora me acuerdo que me la presentaron, antes de cenar, como hija del anfitrión. La vi muy poco porque se fue temprano a acostarse. O es que iba a casa de unas amigas…, no recuerdo exactamente; pero veo que está usted muy al corriente de la casa Swann.
—Juego mucho con la señorita de Swann en los Campos Elíseos; es deliciosa.
—¡Ah, ya, ya! Sí, en efecto, a mí me ha parecido encantadora. Sin embargo, yo le confieso que creo que no llegará nunca a ser como su madre, si es que con esta opinión no hiero ningún sentimiento de usted.
—A mí me gusta más la cara de la señorita de Swann, pero también admiro muchísimo a su madre; voy de paseo al Bosque sólo por la esperanza de verla pasar.
—¡Ah!, pues se lo diré: las halagará mucho.
Mientras que estaba diciendo todo esto, el señor de Norpois se encontraba todavía por unos momentos en la situación de cualquier persona que al oírme hablar de Swann como de un hombre inteligente, de su padre como de un reputado agente de Bolsa, y de su casa como de una hermosa casa, se figuraba que yo acostumbraría hablar también de otros hombres inteligentes de otros agentes de Bolsa reputados y de otras casas hermosas; es decir, en ese momento en que una persona que está en su juicio habla con un loco sin darse aún cuenta que es loco. El señor de Norpois sabía muy bien que rada es más natural que recrearse mirando a las mujeres bonitas, y que cuando uno nos habla calurosamente de una mujer es prueba de amabilidad hacer como que nos figuramos que está enamorado de ella, darle broma y ofrecernos a ayudarle; pero cuando dijo que hablaría de mí a Gilberta y a su madre (es decir, que yo, como una deidad del Olimpo que adquiere la fluidez de un soplo, o como la Minerva que se reviste de una fisonomía de viejo, iba a penetrar, invisible, en el salón de la señora de Swann y atraer su atención, y entrarme en su pensamiento, y provocar la gratitud suya por mi admiración a su belleza, y aparecer como amigo de un personaje, digno de allí en adelante de que me invitaran y de entrar en la intimidad de la familia), ese personaje que iba a utilizar a favor mío el gran prestigio que debía de tener a los ojos de la señora de Swann me inspiró de pronto tan gran cariño, que tuve que hacer un esfuerzo para no besar sus manos, blancas y arrugadas como si hubieran estado mucho tiempo metidas en el agua. Y casi inicié la acción con un ademán que se me figuró que no notó nadie más que yo. En efecto, es muy difícil para cualquiera calcular exactamente en qué escala ve sus palabras o sus movimientos otra persona; por miedo a exagerar nuestra importancia ampliando en enormes proporciones el campo en que tienen que extenderse los recuerdos del prójimo en el transcurso de su vida, nos imaginamos que las partes accesorias de nuestro hablar, de nuestras actitudes, apenas penetran en la conciencia de nuestro interlocutor, y, por consiguiente, y con más motivo, que no se le quedan en la memoria. En una suposición de este linaje se basan los criminales cuando retocan más tarde una frase que dijeron, creando una variante que ellos se figuran imposible de confrontar con la primera versión. Pero es muy posible que, hasta en lo que se refiere a la vida milenaria de la Humanidad, esa filosofía de folletinista que cree que todo está predestinado al olvido sea menos cierta que una filosofía contraria, que predijera la conservación de toda cosa. En el mismo periódico donde el moralista del "Premier Paris" nos habla de un acontecimiento, de una obra de arte o de una cantante, con más motivo aún, que alcanzaron un "momento de celebridad", y pregunta que quién se acordará de ellos cuando pasen diez años, nos encontramos muchas veces en otra página con la reseña de una sesión de la Academia de la Historia, donde se trata todavía de un hecho de menos importancia intrínseca: de un poema insignificante que data de la época de los Faraones y del que sólo se conocen fragmentos. Acaso no ocurra lo mismo en la breve existencia humana; pero algunos años después, en una casa donde el señor de Norpois estaba de visita, y me parecía el más sólido apoyo que yo podía tener en esa casa porque era amigo de mi padre, bondadoso, inclinado a querernos bien a todos, y tenía por su cuna y su profesión el hábito de la discreción, me contaron, cuando se fue el embajador, que había hecho alusión a una noche de hacía mucho tiempo diciendo que" vio el momento en que iba yo a besarle las manos"; y yo no sólo me ruboricé hasta las orejas, sino que me quedé estupefacto al enterarme de que tan distintos eran de lo que yo me imaginaba el modo que tenía de hablar de mí' el señor de Norpois y sobre todo la composición de sus recuerdos; ese "chisme" arrojó para mí mucha luz sobre las inesperadas proporciones de distracción y de presencia de ánimo, de olvidó y de memoria que forman el alma humana; y también me maravillé de sorpresa el día que leí por vez primera, en un libro de Máspero, que se conocía exactamente la lista de los cazadores que Asurbanipal invitaba a sus cacerías, diez siglos antes de Jesucristo.
—Caballero —dije al señor de Norpois, cuando me anunció que comunicaría iría a Gilberta y a su madre que yo las admiraba mucho—, si hace usted eso, si habla usted de mi a la señora de Swann, toda mi vida no me bastará para darle a usted las gracias, mi vida le pertenecerá; pero tengo que advertir a usted que no conozco a la señora de Swann, que nunca me la han presentado.
Dije esto último por escrúpulo de conciencia y para que no pareciese que yo me jactaba de un conocimiento que no existía.
Pero al mismo tiempo de decirlo me di cuenta de que ya era inútil, porque desde que empezaron mis palabras de gratitud, por lo visto de un ardor refrigerante, vi pasar por la fisonomía del embajador una expresión de duda y de disgusto y advertí en sus ojos ese mirar vertical, estrecho y oblicuo (como es en el dibujo en perspectiva de un sólido la línea de una de sus caras que se desvanece), ese mirar destinado a ese interlocutor invisible que tenemos en nuestra propia persona en el momento de decirle alguna cosa que él otro interlocutor, el señor con quien estábamos hablando, no debe oír. Y noté en seguida que esas frases por mí pronunciadas, débiles aun para la efusión de gratitud que yo sentía, y que se me figuró que llegaría al corazón del señor de Norpois, acabando de decidirlo a aquella intervención, que a él le habría dado muy poco que hacer y a mí mucho que gozar, eran acaso (de entre todas las que hubiesen podido ir a buscar diabólicamente las personas que me querían mal) las únicas que podían dar por resultado que renunciara a hablar de mía esas damas. Y, en efecto, al oírlas do mismo que en el momento en que un desconocido con el que estábamos agradablemente cambiando impresiones al parecer semejantes, acerca de los transeúntes, que se nos antojaban todos vulgares, nos muestra de pronto el abismo patológico que nos separa acariciándose el bolsillo indiferentemente, y dice: "¡Lástima que no tenga aquí mi revólver, no quedaría uno!", el señor de Norpois, que sabía que nada más fácil y menos valioso que el ser recomendado a la señora de Swann y entrar en su casa, y que vio que para mí, al contrario, tenía tal valor, y por consiguiente, y pensando bien, tal dificultad, se figuró que el deseo mío, normal en apariencia, debía de ocultar otro designio distinto, alguna intención sospechosa, una falta cometida anteriormente, por cuyo motivo nadie hasta entonces se atrevió a decir nada de mi parte a la señora de Swann, en la convicción de que le desagradaría. Y comprendí que jamás le diría nada de mí y que podía estar viéndola a diario años y años sin que por eso le hablara una sola vez de mi persona. Sin embargo, unos días después le preguntó una cosa que yo quería saber, y encargó a mi padre que me transmitiera la respuesta. Pero no dijo a la señora de Swann de parte de quién iba la pregunta. Así, que ella no se enteraría de que yo conocía al señor de Norpois y de que tenía tantos deseos de entrar en su casa; desgracia quizá no tan grande como yo me figuraba. Porque la segunda de estas cosas no habría aumentado en nada la eficacia, ya dudosa, de la primera. Como a Odette no le inspiraba ninguna misteriosa turbación la idea de su propia vida y de su casa, una persona que la conociera y que fuera allí de visita no se le representaba como un ser fabuloso, igual que me ocurría a mí, que habría sido capaz de tirar una piedra a los cristales de la casa de Swann si hubiese podido escribir en ella que conocía al señor de Norpois; estaba yo convencido de que un mensaje así, aun transmitido de tan brutal manera, más bien me daría lustre en el ánimo de la dueña de la casa que me indispondría con ella. Y hasta si hubiese estado persuadido de que esa misión que no quiso llevar a cabo el señor de Norpois era inútil, es más, que me era perjudicial para con los Swann, no habría tenido valor, caso de mostrarse el embajador propicio a desempeñarla, de decirle que no lo hiciera y de renunciar a la voluptuosidad, por funestas que fuesen sus consecuencias, de que mi nombre y mi persona estuviesen un momento junto a Gilberta, en su casa y en su vida desconocidas.
Cuando se marchó el señor de Norpois mi padre echó una ojeada al periódico de la noche; yo volví a acordarme de la Berma. El placer que había disfrutado oyendo a la Berma requería algo más para ser completo, porque fue inferior a lo que yo me esperaba; y por eso se asimilaba inmediatamente todo lo que fuese susceptible de engrosarle, como, por ejemplo, aquellos méritos que el señor de Norpois veía en la Berma, y que mi alma embebió de golpe, como un prado muy seco el agua que le echan. Mi padre me dio el periódico, señalándome un suelto concebido en estos términos: "Presenció la representación de
Phédye
un público entusiasta, en el que figuraban las notabilidades más salientes del mundo de las artes y de la crítica. La señora Berma ha logrado un triunfo rara vez igualado, por su brillantez, en todo el curso de su prestigiosa carrera. Ya trataremos más extensamente de esta representación, que constituye un verdadero acontecimiento teatral; bástenos por hoy con decir que las personas más autorizadas convenían en que la representación de esta tarde renovaba por completo el personaje de Fedra, uno de los más hermosos y más conocidos del teatro de Racine, y que constituía la más pura y elevada manifestación artística que se ha visto en nuestros días". En cuanto mi mente concibió esa idea nueva de "la más pura y' elevada manifestación artística", esa idea se juntó con el placer imperfecto que yo disfrutara en el teatro, le añadió algo de lo que le faltaba, y de su maridaje salió una impresión tan arrebatadora que exclamé: "¡Qué artista tan grande!" Quizá haya quien crea; que yo en aquel momento no era sincero. Pero recuérdese el caso de tantos escritores descontentos de una página que acaban de escribir, y que al leer un elogio del genio de Chateaubriand, al evocar la memoria de un artista que quisieron igualar, tarareando, por ejemplo, una frase de Beethoven, cuya tristeza comparan con la que desearon infundir en su prosa, se empapan de tal modo en esta idea de genio que la añaden a sus propias producciones cuando tornan a pensar en ellas; no las ven ya como se aparecían al principio, y dicen arriesgándose a un acto de fe sobre el valor de su obra: "¡Qué demonio, después de todo…!", sin darse cuenta de que en ese total que provoca su satisfacción final han introducido el recuerdo de maravillosas páginas de Chateaubriand que asimilaron a las suyas, pero que, al fin y al cabo, no son suyas; recuérdese a tantos hombres que creen en el amor de una querida que no ha hecho más que engañarlos, y ellos lo saben; recuérdese el caso de los que esperan, alternativamente, ya una vida futura incomprensible cuando piensan, maridos inconsolables, en la mujer que perdieron y que siguen queriendo, o artistas en la gloria por venir que podrán alcanzar, ya una nada tranquilizadora si piensan en los pecados que habrán de expiar después de muertos, si hay algo más allá; recuérdese también a esos turistas que se exaltan ante la belleza de un viaje visto en conjunto, aunque mirado día a día los aburrió; y dígase luego si en la vida común que las ideas llevan en los senos de nuestra alma hay una sola idea de las que nos hacen felices que no haya ido antes, verdadero parásito, a pedir a otra idea vecina la mejor parte de la fuerza que le faltaba.
Mi madre no parecía muy contenta de que papá no pensara va en la "carrera" para mi porvenir. Y yo creo que como a ella le preocupaba ante todo que yo tuviera una regla de vida para disciplina de los caprichos de mis nervios, lo que sentía más que el que yo dejara la diplomacia es que me entregase a la literatura. "Pero déjalo —dijo mi padre—; lo primero es hacer con gusto las cosas. Ya no es un niño, ya sabe lo que le gusta; es poco probable que cambie, y puede darse cuenta de lo que ha de hacerlo feliz en esta vida." Mientras que se decidía, gracias a la libertad que me daban las palabras de mi padre, si yo iba a ser o no feliz en esta vida, el hecho es que por lo pronto aquellas palabras paternales me dieron esa noche mucha pena. Hasta entonces, cada vez que mi padre había tenido conmigo uno de sus imprevistos rasgos de bondad me entraban tales ganas de besar los colorados carrillos, que asomaban por encima de sus barbas, que si no llegaba a hacerlo era sólo por temor de que no le gustara. Pero ahora, lo mismo que un autor se asusta al ver que sus propias fantasías, que no consideraba de gran valor porque no las separaba de sí mismo, obligan a un editor a escoger un determinado papel, unos caracteres de imprenta acaso más hermosos de los que la obra se merece, me preguntaba yo si mis deseos de escribir eran realmente tan importantes que valía la pena de que mi padre derrochara en ellos tanta bondad. Pero sobre todo insinuó en mi alma dos sospechas terribles al hablar de que mis aficiones no cambiarían y de lo que iba a hacerme feliz. La primera era que (cuando yo me consideraba todos los días en el umbral de mi vida, aun intacta, que no empezaría hasta el otro día), en realidad, mi existencia ya había comenzado, más aún, que lo que vendría después no sería muy distinto de lo que había venido hasta ahora. La segunda sospecha, realmente otra forma de la primera, era que yo no estaba situado aparte de las contingencias del Tiempo, sino sometido a sus leyes, exactamente como esos personajes de novela que, cabalmente por ello, me inspiraban tal melancolía cuando en Combray, en mi garita de mimbre, leía yo sus vidas. Teóricamente ya sabemos que la Tierra gira, pero en realidad no lo notamos; el suelo que pisamos parece que no se mueve, y ya vive uno tranquilo. Lo mismo ocurre con el Tiempo en la vida. Y para hacernos ver cuán presto huye, los novelistas no tienen más remedio que acelerar frenéticamente la marcha de las agujas y hacer al lector que franquee diez, veinte o treinta años en dos minutos. En los primeros renglones de esta página nos dejamos a un amante henchido de esperanza; en las últimas líneas de la página siguiente nos lo encontramos octogenario ya, dando con sumo trabajo su paseo diario por el patio del asilo, sin contestar apenas a lo que le dicen, sin memoria del pasado. Mi padre, cuando decía de mí que "ya no era un niño, que mis aficiones no cambiarían'', me hizo representarme de pronto a mi propia persona dentro del Tiempo, y me infundió la misma tristeza que si yo hubiese sido, no ya el asilado decrépito, sino uno de esos héroes de los que nos dice el autor al final de un libro, con tono de indiferencia muy cruel: "Cada vez sale menos del campo. Ha acabado por irse a vivir allí definitivamente", etc.