Los padres de Gilberta, que estuvieron tanto tiempo sin dejarme que viera a su hija, ahora —cuando yo entraba en el sombrío recibimiento, en el que se cernía perpetuamente, más formidable y deseada que antaño la aparición del rey en Versalles, la posibilidad de encontrármelos, en aquel recibimiento, donde por lo general yo, después de tropezar con un enorme perchero de siete brazos, como el Candelero de la Escritura, me deshacía en saludos ante un lacayo de largos faldones grises sentado en el arcón, criado al cual tomé yo allí, en lo oscuro, por la señora de Swann— los padres de Gilberta, decía, si pasaban por allí en el momento de mi llegada distaban mucho de mostrarse irritados y me estrechaban la mano sonriendo y diciéndome:
—¿Cómo está usted? (¿
Conment allez vous
?) lo pronunciaban sin ligar la
t
de
comment
, pronunciación ésa que yo luego al volver a casa, ejercitaba constante y voluptuosamente.) ¿Sabe ya Gilberta que está usted aquí? ¿Sí? Entonces lo dejamos.
Y aun es más: aquellas meriendas a las que Gilberta invitaba a sus amigas, y que por tanto tiempo juzgué yo la barrera más infranqueable de las acumuladas entre los dos, se convirtieron ahora en ocasiones para vernos, ocasión que me indicaba siempre Gilberta con unas letras, escritas (porque yo era aún amigo reciente) en papel de cartas siempre distinto. Una vez estaba exornado con un dibujo en relieve que representaba un perro de lanas azul encima de una leyenda humorística escrita en inglés y con signo de admiración; otras, con un áncora o con las iniciales G. S., desmesuradamente alargadas y en un rectángulo de la misma altura que el papel, o con el nombre de "Gilberta" bien atravesado en una esquina, en caracteres dorados que imitaban la letra de mi amiga y que acababan en una rúbrica, todo ello encima de un paraguas grabado en negro, o bien en un monograma en forma de sombrero chino, que encerraba todo el nombre en mayúsculas, pero sin que se pudiera distinguir una sola letra. Y por último, como la serie de papel de cartas de Gilberta no era ilimitada, aunque muy numerosa, al cabo de unas semanas veía yo volver ese que llevaba como el de la primera vez que me escribió, la leyenda
Per viam rectam
debajo del caballero con casco, en un medallón de plata oxidada. Y entonces me figuraba yo que Gilberta escogía un día determinada clase de papel y al siguiente otra distinta ateniéndose a, ciertos ritos; pero hoy creo que lo que hacía era recordar el papel en que había escrito la última vez a una de sus amigas, por lo menos a sus amigas que valían la pena de tomarse este trabajo, de modo que no se repitiera sino lo más de tarde en tarde que fuese posible. Como por causa de las distintas horas de sus respectivas lecciones, algunas de las amigas que Gilberta invitaba a merendar tenían que marcharse ya cuando otras no habían hecho más que llegar, desde la escalera oía yo escaparse del recibimiento un murmullo de voces que, en aquella emoción que me inspiraba la imponente ceremonia que iba a presenciar, rompía bruscamente, antes de que llegara al descansillo, los lazos que me unían aún a la vida anterior y me despojaban de toda memoria; y hasta se me olvidaba quitarme el pañuelo del cuello cuando estuviera en la casa caldeada, y mirar el reloj para no volver tarde.
Además, aquella, escalera, toda de madera, de las que solían hacerse por entonces en algunas casas de pisos, y de ese estilo Enrique II, que fue por mucho tiempo el ideal de Odette (aunque ya pronto lo menospreciaría), con un cartel que no tenía equivalente en nuestra casa: "Prohibido utilizar el ascensor para bajar", se me representaba como cosa tan de maravilla, que dije a mis padres que era una escalera antigua mandada traer de muy lejos por el señor Swann.
Tan grande era mi amor a la verdad, que no hubiese dudado en dar este detalle a mis padres aun a sabiendas de que era falso, porque era el "cínico" capaz de inspirarles el mismo respeto que yo sentía hacia la dignidad de la escalera de los Swann. Procedía yo en eso como el que delante de un ignorante que no sabe comprender en qué consiste el genio de un gran médico cree que hace bien en no confesar que el tal doctor no sabe curar los constipados de cabeza. Pero como carecía yo de todo espíritu de observación y, en general, no sabía ni cómo se llamaban ni a qué especie pertenecían las cosas que tenía ante los ojos, y lo único que comprendía es que cuando se acercaban a los Swann debían de ser extraordinarias, no estaba yo seguro de que al comunicar a mis padres el valor artístico y la remota procedencia de esa escalera decía una mentira. No estaba seguro, pero no dejaba de parecerme probable, porque sentí que me ponía muy encarnado cuando mi padre me interrumpió diciendo: "Sí, conozco esas casas; he visto una, y todas son iguales; lo que pasa es que Swann tiene tomados varios pisos; las ha hecho Berlier". Añadió que tuvo intención de tomar uno de aquellos cuartos, pero que renunció porque no le parecían cómodos y la entrada era muy obscura; eso dijo él; pero yo me di cuenta de que mi alma debía hacer los sacrificios necesarios al prestigio de los Swann ya la infelicidad, y por una interna decisión autoritaria aparté de mí para siempre, a pesar de lo que acababa de oír, como hace un devoto con la
Vida de Jesús
, de Renan, la idea disolvente de que su cuarto era un cuarto cualquiera donde nosotros hubiéramos podido vivir.
Aquellas tardes de merienda subía yo la escalera escalón por escalón, ya sin pensamiento y sin memoria, sin ser más que un juguete de los más viles movimientos reflejos, y llegaba a la zona donde se hacía sentir el perfume de la señora de Swann Ya se me figuraba estar viendo la majestad de la tarta de chocolate, rodeada por un círculo de platos con pastas y de servilletas grises adamascadas y con dibujos, requeridas por la etiqueta y características de los Swann. Pero aquel conjunto inmutable y reglamentado parecía depender, como el universo necesario de Kant, de un acto de libertad. Porque cuando estábamos todos en la salita de Gilberta, ella, de pronto, miraba el reloj y decía:
—Yo ya hace tiempo que almorcé, y no ceno hasta las ocho de modo que tengo ganas de tomar algo. ¿Qué les parece a ustedes?
Y nos hacía pasar al comedor, sombrío como un interior de templo asiático pintado por Rembrandt, donde había una tarta arquitectónica tan bonachona y familiar como imponente, que estaba allí, toda majestuosa como un día ordinario cualquiera, por si acaso a Gilberta le daba el capricho de quitarle su corona de almenas de chocolate y echar abajo sus murallas valientes y empinadas, murallas cocidas al horno como los bastiones del palacio de Darío. Y aun había más: porque para proceder a la destrucción de aquella
ninívea
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obra de pastelería Gilberta no consultaba solamente a su apetito, sino también al mío, mientras que iba extrayendo para mí del derruido monumento todo un lienzo brillante sembrado de frutas escarlata al modo oriental. Y hasta me preguntaba a qué hora cenaban mis padres, como si yo lo supiera, como si la turbación que me dominaba hubiese dejado persistir sensación de inapetencia o de hambre, noción de comida o imagen de familia en mi memoria vacía y mi estómago paralizado. Desgraciadamente, esa parálisis era más que momentánea. Vendría un momento en que habría que digerir esos dulces que yo tomaba sin darme cuenta. Pero aun estaba lejos. Y entre tanto, Gilberta me hacía "mi té". Del cual yo bebía muchísimo, aunque me bastaba con una taza para leo poder dormir en veinticuatro horas. Por eso mi madre solía decir: "Es un fastidio: este niño no puede ir a casa de los Swann sin volver malo". Pero ¿es que cuando estaba en casa de los Swann sabía yo siquiera que lo que bebía era té? Y aun de saberlo lo habría seguido tomando, porque supuesto que yo recobrara por un momento el discernimiento de lo presente, no por eso me volverían el recuerdo de lo pasado y la previsión de lo por venir. Mi imaginación era incapaz de llegar hasta ese tiempo remoto en que pudiera entrarme la idea de meterme en la cama y la necesidad de dormir.
No todas las amigas de Gilberta estaban sumidas en esa embriaguez que imposibilita para toda decisión. Algunas no querían té. Y entonces Gilberta decía: "Está visto qué no tengo éxito con mi té", frase muy usual en aquella época. Y añadía, para borrar más toda idea de ceremonia mientras desarreglaba la ordenada colocación de las sillas alrededor de la mesa: "Parece que estamos en una boda. ¡Dios mío, que estúpidos son los criados!"
Gilberta iba mordisqueando sentada en un asiento en forma de equis, que ella colocaba de modo que no guardara paralelismo con la mesa. Y como si fuera posible que tuviera tantos dulces a su disposición sin haber pedido permiso a su madre, cuando la señora Swann y cuyos días de recibir solían coincidir con las meriendas de Gilberta volvía de acompañar hasta la puerta a una visita y entraba corriendo un momento en el comedor, vestida a veces de terciopelo o con un traje de satén negro cubierto de encajes blancos, decía con aire de asombro.
—Vaya, parece que están ustedes comiendo buenas cosas. Me entran ganas al verlos a ustedes comer
plumcake
—Pues te convidamos, mamá —respondía Gilberta.
—No puede ser, rica mía: ¿qué dirían mis visitas? Todavía tengo ahí a las señoras de Trombert, de Cottard y de Bontemps. Y la excelente señora de Bontemps acaba de llegar ahora mismo, y ya sabes tú que no hace visitas cortas. ¡Figúrate lo que dirían todas esas buenas señoras si viesen que yo no volvía! Cuando se vayan, si no llega nadie más, vendré a hablar con vosotras, que es mucho más entretenido. Creo que ya merezco que me dejen un poco tranquila: he tenido cuarenta y cinco visitas, y de las cuarenta y cinco, cuarenta y dos me han hablado del cuadro de Gérome. Y usted venga un día de estos —me decía a mía tomar su té con Gilberta; se le liará a usted como le gusta, como usted le toma en su "studio" —añadía, huyendo en busca de sus visitas, como si yo hubiera venido a este mundo misterioso de su casa en busca de cosas tan conocidas como mis costumbres da de tomar el té, si yo tomara té alguna vez en un "studio" que no estaba muy seguro de tener—. ¿Qué, cuándo vendrá usted? ¿Mañana? Le haremos
toasts
tan buenos como los de casa de Colombi. ¿No? Es usted una mala persona decía porque en cuanto empezó a tener ella también su pequeña reunión adoptó los modales de la señora de Verdurin y su tono remilgado de despotismo. Esta última promesa no podía contribuir a acrecer la tentación, porque para mí los
toasts
y Colombi eran cosas igualmente desconocidas. Lo que parecerá más raro, porque ahora ya todo el mundo habla así, hasta en Combray, es que yo no comprendiese en el primer momento a quién se refería la señora de Swann cuando le oí hacer el elogio de mi vieja nurse Yo no sabía inglés, pero me di cuenta enseguida de que esa palabra designaba a Francisca. Y yo, que en los Campos Elíseos tenía tanto miedo de la mala impresión que debía de causar Francisca, me enteré ahora por la misma señora de Swann de que lo que inspiró simpatía, tanto a ella como a su marido, por mi persona fue lo que Gilberta les contaba de mi
nurse
. "Se ve que lo quiere a usted mucho y que es muy buena." (Y enseguida mudé de parecer con respecto a Francisca. Y en cambio dejó de parecerme cosa necesaria el tener una institutriz con impermeable y plumero.) Y, en fin, deduje de algunas frases que a la señora de Swann se —le escaparon sobre la señora Blatin que aunque estimaba su benevolencia temía sus visitas, y que el haber tenido trato con esta señora no me hubiera sido tan útil como yo me figuraba y en nada me habría favorecido a los ojos del matrimonio Swann.
Pero sólo en calidad de amigo de Gilberta es como empecé ya a explorar aquellas mágicas regiones que, contra todo lo que yo esperaba, abrieron ante mí sus hasta entonces cerradas avenidas. El reino donde yo tenía acogida estaba a su vez contenido en otro aun más misterioso, donde vivían su sobrenatural vida Swann y su esposa; ese reino hacia el cual se dirigían ellos después de darme la mano cuando nos cruzábamos en el recibimiento. Pero pronto penetré también en el corazón del santuario. Por ejemplo, Gilberta había salido y estaban en casa el señor Swann o su esposa. Preguntaban quién había llamado, y al saber que era yo me rogaban que pasara un momento a sus habitaciones porque deseaban que interpusiera mi influencia sobre Gilberta en este o en el otro sentido, para tal o cual cosa. Se me venía a la memoria aquella carta tan completa y persuasiva que yo escribí una vez a Swann, y que ni siquiera se dignó contestar. Y me admiraba la impotencia del razonar, del discurrir y de los sentimientos para operar la más mínima conversión, para resolver una de esas solas dificultades que luego la vida, sin que nos pernos cuenta de cómo lo hizo, desenreda con tanta facilidad. Mi nueva posición de amigo de Gilberta con mucha influencia sobre su ánimo me ganaba ahora el mismo favor que si hubiese tenido por compañero en un colegio donde yo ocupaba siempre los primeros puestos a un hijo del rey, y por esta casual circunstancia me franqueara algún portillo de Palacio y hasta lograra audiencias en el salón del Trono. Swann, con infinita amabilidad, como si no estuviese abrumado por gloriosos quehaceres, me hacía pasar a la biblioteca y me dejaba estarme allí una hora, contestando con balbuceos, con silencios tímidos entrecortados por breves e incoherentes arranques de valor, a sus palabras, de las que apenas si entendía yo una por la emoción que me dominaba; me enseñaba objetos de arte y libros que él suponía habrían de interesarme, y yo no dudaba que fuesen infinitamente más preciosos que todos los que se encierran en el Louvre y en la Biblioteca Nacional; pero lo cierto es que me era imposible mirarlos. Y en esos momentos me hubiera parecido muy bien que su maestresala me pidiese mi reloj, mi alfiler de corbata, mis botas o un documento firmado donde lo nombraba mi heredero; porque, según la hermosa expresión popular de autor desconocido, como las más célebres epopeyas, pero que indudablemente tuvo, como ellas, al contrario de la teoría del Wolf, su autor (un hombre inventivo y modesto de esos que nos encontramos todos los años, que crean frases felices como "leer su nombre en la cara", pero sin revelarnos ellos el suyo yo no sabía lo que estaba haciendo. A lo sumo, me asombraba, si la visita era muy larga, de la falta de resultado, de la carencia de toda conclusión feliz a que me llevaban aquellas horas transcurridas en la morada mágica. Pero mi decepción no se basaba ni en la insuficiencia de las magistrales obras que me mostraban ni en mi imposibilidad de fijar en ellas mi distraído mirar. Porque si a mí me parecía milagroso poder estar en el despacho de Swann no era por el valor intrínseco de las cosas que allí había, sino porque a todas esas cosas —y lo mismo aunque hubieran sido las más horribles del mundo— estaba adherido un sentimiento particular triste y voluptuoso, que yo localizaba en ellas hacía tantos años y que aun las empapaba; e igualmente me sucedía que la muchedumbre de espejos, cepillos de plata y altares de San Antonio de Padua, pintados o esculpidos por los mejores artistas, amigos suyos todos, nada tenían que ver en el sentimiento de mi indignidad y de la regia benevolencia de la señora de Swann cuando ésta me recibía un instante en su habitación, donde tres Hermosas e imponentes criaturas, primera, segunda y tercera doncella, preparaban sonrientes maravillosos atavíos; esa habitación a la que me encaminaba yo, cuando el lacayo de calzón corto profería la orden de que la señora quería decirme tina cosa, por el sinuoso sendero de un pasillo todo él embalsamado a distancia por esencias preciosas cuyos fragantes efluvios se exhalaban constantemente del tocador.