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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

A la sombra de las muchachas en flor (13 page)

Cuando la señora de Swann se había vuelto ya con sus visitas, todavía la oíamos hablar y reír, porque aunque no hubiera más que dos personas, ella, como si tuviese que habérselas con todos los "camaradas", alzaba la voz y lanzaba sus frases, como vio hacer al "ama", allá en el "cogollito", en los momentos en que "llevaba la batata de la conversación". Como las expresiones que más nos gusta utilizar, al menos por una temporada, son las que hemos tomado a otras personas, la señora de Swann escogía ya las aprendidas de personas distinguidas que su marido no tuvo más remedio que presentarle (y de éstas precedía ese amaneramiento que consiste en suprimir el artículo o el pronombre demostrativo ante un adjetivo que califica a tina persona), va otras más vulgares (por ejemplo: "¡Es tina pequeñez!", frase favorita de una de sus amigas) y hacía por colocarlas en todas las historietas que, por costumbre tornada en el "clan", le gustaba contar. Y después de, contarlas solía decir: "Me lista macho esta historia; ¿verdad que es bonitísima?"; esto de bonitísima provenía, por vía de su esposo, de los Guermantes, que ella no trataba.

La señora de Swann se marchaba del comedor; pero entonces le tocaba a su marido, que acababa de volver a casa, hacer su aparición entre nosotros.

¿Sabes si tu madre está sola, Gilberta?

—No, papá: todavía hay gente.

¿Todavía? ¡Y son las siete! ¡Es tremendo! La pobre debe de estar hecha pedazos; Qué odioso! (Yo siempre había oído en casa pronunciar la palabra odioso (
odieux
) con o larga pero los señores de Swann pronunciaban de otro modo, con o breve) Está así desde las dos de la tarde —proseguía, volviéndose hacia mí—. Y Camila me ha dicho que sólo de cuatro a cinco han venido doce personas. Doce o catorce me parece que me ha dicho. Doce creo…; en fin, no sé. Cuando volví a casa ya no me acordaba que era su día de recibir, y creí que había una boda en la casa al ver tanto coche a la puerta. Estoy hace un rato en la biblioteca; pero los campanillazos no cesan un momento, y palabra de honor que me han dado dolor de cabeza. ¿Y sabes si hay todavía mucha gente con ella?

—No, nada más que dos visitas.

—¿Sabes quiénes son?

—La señora de Cottard y la señora de Bontemps.

—¡Ah!, ¿la esposa del director general del Ministerio de Obras Públicas?

—Sí, creo que su marido está empleado en un ministerio, pero no sé a punto fijo qué cargo tiene —añadía Gilberta, echándoselas de niña.

—Pero tontuela, estás hablando como una niña de dos años ¿Con que empleado en un ministerio dices? Pues es nada menos que director general, es decir, el que manda en todo el establecimiento. Pero ¡qué estoy diciendo! Es más que director general, es subsecretario.

—Yo no entiendo de eso. ¿De modo que ser subsecretario es muy importante? —respondía Gilberta, que no perdía ocasión de denotar su indiferencia hacia todas aquellas cosas que inspiraban vanidad a sus padres (y puede que pensara que de ese modo aun realzaba el mérito del trato con una persona tan brillante haciendo como que no le concedía importancia).

—Ya lo creo que lo es —exclamó Swann, que prefería a aquella modestia, que acaso me hubiera dejado en la duda, tan lenguaje más explícito—. Es el primero después del ministro. Es hasta más que el ministro, porque él lo hace todo. Además, dicen que es un talento, hombre de primer orden, distinguidísimo. Es oficial de la Legión de Honor. Persona deliciosa, un muchacho de muy buena presencia.

Su mujer se había casado con él en contra del parecer de todo el mundo, porque era un "ser exquisito". No le faltaba ninguna de esos elementos que constituyen un raro y delicado conjunto: barba rubia y sedosa, lindas facciones, voz nasal y un ojo de cristal.

—¿Sabe usted? —dijo dirigiéndose a mí—; a mí me divierte— mucho ver a esa gente en el Gobierno actual, porque son los Bontemps, de la casa Bontemps Chenut, tipo de la clase media reaccionaria y clerical, muy estrecha de ideas. Su pobre abuelo de usted conoció, por lo menos de oídas y de vista, al Chenut viejo, que daba una perra chica de propina a los cocheros aunque era muy rico para aquellos tiempos, y al barón Bréau Chenut. Toda la fortuna se hundió en el
kyack
[14]
de la Unión General (usted no, ha conocido eso, es muy joven), y, claro, se rehacen como pueden.

—Sí; ese señor es tío de una pequeña que iba a casa de mi profesora, pero a una clase muy por bajo de la mía, la famosa Albertina. Puede que llegue a ser muy
fast
[15]
, pero ahora ya tiene un toque especial.

—Esta chica mía es asombrosa, conoce a todo el mundo.

—No, yo no es que la conozca; la veía pasar y oía gritar Albertina por aquí y Albertina por allá. Pero a la señora de Bontemps sí que la conozco, y tampoco me gusta.

—Pues no tienes razón, en absoluto; es una señora encantadora, bonita, inteligente. Hasta tiene gracia a veces. Voy a saludarla y preguntarle si su marido cree que tendremos guerra y si se puede contar con el rey Teodosio. Él lo debe de saber porque está iniciado en los secretos de los dioses.

No era ése el modo de hablar que Swann tenía antes; pero todos hemos visto princesas de sangre real muy sencillas que, cuando diez años más tarde se dejan raptar por un ayuda de cámara, quieren tratar a mucha gente, y al ver que se resisten a ir a su casa adoptan espontáneamente el lenguaje de viejas cócoras, y se les oye decir cuando alguien habla de una duquesa muy a la moda: "Ayer estuvo en casa", y "Yo hago una vida muy retraída". Así, que es inútil observar las costumbres, puesto que se las puede deducir de las leyes psicológicas.

Los Swann participaban de ese defecto de quien no ve su casa muy concurrida; para ellos, la visita, la invitación, o sencillamente la frase amable de una persona algo distinguida, era un acontecimiento que deseaban publicar. Si, por una mala suerte, daba la coincidencia que los Verdurin estaban en Londres cuando Odette había dada una comida un tanto brillante, ya se las arreglaban para que algún amigo común les cablegrafiara la noticia allende el Canal. Y los Swann ni siquiera podían guardarse para ellos solos las cartas y los telegramas lisonjeros que Odette recibía. Se hablaba de ellos a los amigos y pasaban de mano en mano. De manera que el salón de los Swann venía a parecerse a los hoteles de los balnearios, donde se exponen al público los telegramas.

Además, las personas que conocieron al Swann antiguo, no ya fuera de sociedad, como yo, sino en el mundo social, en aquel ambiente de los Guermantes, donde, excepto para las altezas y duquesas, se tenían infinitas exigencias en punto a simpatía e ingenio y se lanzaban condenas de exclusión contra hombres eminentes, tachándolos de vulgares y aburridos, tenían por qué sorprenderse ahora al ver palpablemente que el Swann antiguo, no sólo dejó de ser discreto al hablar de sus conocimientos, sino también de ser exigente cuando había que elegirlos. ¿Cómo era posible que no lo exasperara la señora de Bontemps, tan ordinaria y tan mala? ¿Por qué llegaba hasta considerarla agradable? Y el recuerdo del círculo de los Guermantes, que al parecer debía de haberle hecho imposibles estas cosas, en realidad le servía de ayuda: Entre los Guermantes había, a diferencia de lo que ocurre con las tres cuartas partes de las peñas del gran mundo, buen gusto, hasta refinamiento, pero no faltaba el
snobismo
, y de aquí que fuese posible una interrupción momentánea en el ejercicio del buen gusto. Si se trataba de una persona no indispensable al círculo aquel, de un ministro de Negocios Extranjeros, solemne republicano, o de un académico verboso, el buen gusto se empleaba a fondo en su contra: Swann compadecía a la señora de Guermantes por haber tenido al lado en el banquete de una embajada a comensales de esa suerte, a los cuales preferían ellos mil veces un hombre elegante, es decir, un hombre de la peña Guermantes, que no servía para nada, pero que participaba del peculiar ingenio de los Guermantes: alguien de la misma capilla. Pero iban una duquesa o una princesa de sangre real a cenar a menudo a casa de la señora de Guermantes y ya entraba ella también a formar parte de la capillita, aunque sin ningún derecho y sin estar penetrada de su espíritu. Pero con esa simplicidad de las personas del gran mundo, desde el momento que se la invitaba, todos se ingeniaban por encontrarla agradable, ya que no podían decir que si se la había invitado fue por lo agradable que era. Swann iba en socorro de la señora de Guermantes, y le decía, cuando ya se había marchado la alteza:

—En el fondo parece buena persona, y hasta tiene cierto sentido de lo cómico. Claro que no debe de haber buceado en la
Crítica de la Razón pura
, pero no es desagradable.

—Opino exactamente lo mismo que usted —respondía la duquesa—. Y hoy estaba un poco azorada pero verá usted cómo puede llegar a ser encantadora.

—Es muchísimo menos cargante que la señora X (se trataba de la esposa del académico verboso, dama muy notable), que le cita a uno veinte libros.

—No hay comparación posible.

Y en casa de la duquesa adquirió Swann la facultad de decir semejantes cosas y de decirlas con sinceridad, y la había conservado. Ahora la utilizaba con las personas que iban a su casa. Esforzábase por discernir y estimar en ellas las buenas cualidades que revela cualquier ser humano si se lo examina con favorable prevención y no con la desgana de los delicados; hacía resaltar los méritos de la señora Bontemps, como antaño los de la princesa de Parma, que en realidad hubiera debido ser excluida del círculo Guermantes, de no haber habido trato de favor para ciertas altezas y si no hubiese tenido en cuenta, aun tratándose de altezas, más que la gracia y una cierta simpatía. Ya vimos en otra parte que a Swann le gustaba (y ahora se limitaba a hacer de esta inclinación aplicación mucho más duradera) cambiar su posición en sociedad por otra que en determinadas circunstancias le convenía mejor. Sólo los incapaces de descomponer en sus percepciones lo que al primer pronto parece indivisible se imaginan que la posición social está adherida a la persona. Un mismo ser cogido en sucesivos momentos de su vida se introduce en ambientes de distinta altura en la escala social, que no siempre son más elevados; y cada vez que en un período diferente de nuestra vida creamos relaciones o las reanudamos con un medio determinado, donde nos miman, empezamos, muy naturalmente, a tomarle apego y a echar en él raíces humanas.

Por lo que hace a la señora de Bontemps, se me figura que Swann, al hablar de ella con tanta insistencia, no dejaba de pensar con gusto que así mis padres se enterarían de que iba a visitar a su mujer. Y a decir verdad, en casa los nombres de las personas que la señora de Swann iba tratando poco a poco, más bien picaban la curiosidad que excitaban admiración. Al oír el de la señora Trombert, mi madre decía:

—¡Ah! Un nuevo recluta, que llevará otros a la casa.

Y como si comparase aquel modo, un tanto sumario, rápido y violento, con que la señora de Swann conquistaba a sus amistades a una guerra colonial, añadía mamá:

—Ahora que los Trombert han hecho sumisión, no tardarán mucho en rendirse las tribus vecinas.

Cuando había visto por la calle a la señora de Swann, nos decía al volver a casa:

—He visto a la señora de Swann en pie de guerra; debía de llevar propósitos de ofensiva fructuosa contra los Masochutos, los Cingaleses o los Trombert.

Y cuando yo le decía haber encontrado en aquel ambiente de los Swann, un tanto compuesto y artificial, a algunas personas nuevas, sacadas, quizá con no poco trabajo, de distintos medios sociales para llevarlas a aquella casa, mamá adivinaba en seguida de dónde procedían, y hablaba de ellas como de trofeos duramente ganados; decía:

—Conquistado en una expedición a casa de los X.

Mi padre se preguntaba qué ventajas podía ver la señora de Swann en atraerse a una burguesa tan poco elegante como la señora de Cottard, y decía: "A pesar de la buena posición del profesor, confieso que no lo entiendo". Mamá, por el contrario lo entendía muy bien: sabía que una gran parte del placer que siente una mujer cuando penetra en un ambiente distinto a aquel en que vivía antes consiste en poder informar a sus antiguos amigos de las amistades relativamente brillantes con que ha substituido la suya. Para eso es menester un testigo, al que se deja entrar en ese mundo nuevo y delicioso como en una flor a un insecto zumbante y veleidoso, que luego irá esparciendo al azar en sus visitas, o por lo menos así se espera, la noticia, el germen de admiración y envidia que allí robara. La señora de Cottard, hecha a propósito para dicho papel, pertenecía a ésa clase especial de invitados que mamá llamaba, con un rasgo de ingenio de los que tenía de común con su padre, los "Extranjero, ve a Esparta y di… "Además —sin contar otro motiva que no se supo hasta años más tarde—, la señora de Swann podía invitar a aquella amiga benévola, reservada y modesta sin temor a introducir en su casa, en sus días "brillantes", una rival o una traidora. Sabía el enorme número de cálices burgueses que aquella activa obrera podía visitar en una sola tarde cuando se armaba con tarjetero y airón de plumas. Le constaba su fuerza de diseminación, y, basándose en un cálculo de probabilidades, tenía motivo para pensar que, verosímilmente, tal íntimo de los Verdurin se enteraría al día siguiente de que el gobernador de París había dejado tarjeta en casa de la señora de Swann, o que el mismo Verdurin oiría contar cómo el señor Le Hault de Pressagny, presidente del Concurso Hípico, había llevado a Swann y a su esposa a la función de gala en honor del rey Teodosio; y no suponía que los Verdurin estuviesen informados más que de esos dos acontecimientos, tan lisonjeros para ella, porque las materializaciones particulares con que nos representamos y codiciamos la gloria son muy pocas, debido a un defecto de nuestra alma, que es incapaz de imaginar a la vez todas las formas —aún indistintas— que nosotros esperamos de modo indudable que nos habrá de ofrecer la gloria algún día.

Además, la señora de Swann no había obtenido buenos resultados más que en el llamado "mundo oficial". Las señoras elegantes no iban a su casa. Y, no era la presencia de notabilidades republicanas lo que las hacía huir. Cuando era yo muy niño toda la sociedad conservadora era mundana y en una reunión de buen tono no se podía recibir a un republicano. Las personas que vivían en ese ambiente se figuraban que la imposibilidad de invitar a un "oportunista", y mucho menos todavía a un terrible radical, sería cosa que durara siempre, como las lámparas de aceite y los ómnibus de tracción animal. Pero la sociedad se parece a los calidoscopios, que giran de vez en cuando, y va colocando de distinto modo elementos considerados como inmutables, con los que compone otra figura. No había yo hecho mi primera comunión, cuando ya unas señoras de ideas religiosas se quedaban estupefactas al encontrarse en una visita con una judía elegante. Estas nuevas disposiciones del calidoscopio las produce lo que un filósofo llamaría un cambio de criterio. El asunto Dreyfus trajo consigo una de ellas, en época un poco posterior a aquella en que yo empecé a ir a casa de los Swann y el calidoscopio trastornó una vez más sus menudos rombos de colores. Todo lo judío estuvo en baja, hasta la dama elegante, r ascendieron a ocupar su puesto desconocidos nacionalistas. El salón más brillante de París fue el de un príncipe austriaco y ultracatólico. Pero si en vez de ocurrir lo de Dreyfus hay guerra con Alemania, el calidoscopio habría girado en otra dirección, Los judíos hubiesen demostrado, con general asombro, que también eran patriotas, no se habría resentido su buena posición, y ya nadie hubiese querido ir, ni siquiera confesar que había ido nunca, a casa del príncipe austriaco. Eso no quita para que; cada vez que la sociedad está momentáneamente inmóvil, los que en ella viven se imaginen que no habrá de cambiar nunca; lo mismo que, aun habiendo asistido a los comienzos del teléfono, se resisten a creer en el aeroplano. Entretanto, los filósofos periodísticos fustigan el período precedente, y no sólo los placeres que entonces se preferían, y que les parecen la última palabra de la corrupción, sino también las producciones de artistas y filósofos, que para ellos no tienen ningún valor, como si estuviesen indisolublemente ligadas a las sucesivas modalidades de la frivolidad mundana. Lo único que no cambia es la idea de que siempre parece "que las cosas han cambiado en Francia". En la época en que yo iba a casa de la señora de Swann todavía no había estallado la cuestión Dreyfus, y había judíos muy influyentes. Éralo más que ninguno sir Rufus Israels; su mujer, lady Israels, era tía de Swann. Esta señora, personalmente no tenía íntimos tan elegantes como su sobrino, que por su parte no la quería mucho y nunca la cultivó asiduamente, aunque verosímilmente era su heredero. Pero ella era la única de los parientes de Swann que tenía conciencia de la posición mundana de su sobrino, porque los demás estuvieron siempre respecto a este punto en la misma ignorancia en que por mucho tiempo estuvimos nosotros. Cuando en una familia hay un individuo que emigra a la alta sociedad —cosa que a él le parece un fenómeno único—, pero que luego, a diez años de distancia, ve que logró también, de otra manera y por razones distintas, más de un muchacho que se crió con ella, describe en torno de él una zona de sombra, una
terra incógnita
, muy visible hasta en sus menores matices a para que los que la habitan, pero que es toda tinieblas y vacío para los que no entran en ella y la bordean sin sospechar que existe allí, junto a ellos. Como no había habido ninguna Agencia Havas que informase a las primas de Swann de la gente con quien él se trataba, sus parientes se contaban con sonrisas de condescendencia (claro que antes de ocurrir su espantable boda), en las comidas de familia, que habían empleado "virtuosamente" el domingo anterior en ir a ver al "primo Carlos", al que llamaban ingeniosamente, por considerarlo un tanto envidioso y pariente pobre, "el primo Bete", jugando con el título de la novela de Balzac. Lady Rufus Israels sabía perfectamente cuáles personas prodigaban a Swann una amistad que a ella le inspiraba envidia. La familia de su marido, que venía a ser una equivalente de la de los Rothschild, estaba encargada desde varias generaciones atrás de los asuntos de los príncipes de Orleáns. Y lady Israels, extraordinariamente rica, tenía mucha influencia, y la puso toda en juego para que ninguno de sus conocidos se tratara con Odette. Sólo una de sus amistades desobedeció, en secreto: la condesa de Marsantes. Y quiso la mala suerte que, habiendo ido Odette a hacer una visita a la condesa de Marsantes, lady Israels entrara en la casa al mismo tiempo casi. La condesa estaba volada. Con esa cobardía propia de personas que, sin embargo, están en disposición de permitírselo todo, no dirigió la palabra a Odette ni una sola vez, de modo que ésta no se sintió muy animada a proseguir de allí en adelante su incursión en una zona social que, además, no era, en manera alguna, la que más le gustaba. Y en aquel completo despego hacia el barrio de Saint-Germain Odette mostraba que seguía siendo la
cocotte
sin cultura, muy distinta de esos burgueses enteradísimos de todas las minucias de la genealogía y que engañan con la lectura de memorias antiguas la sed de relaciones aristocráticas que la vida no les proporciona. Y Swann, por su parte, seguía siendo indudablemente el amante para quien todas estas particularidades de su antigua querida son agradables o inofensivas, porque muchas veces oí a su mujer proferir verdaderas herejías mundanas sin que (por un resto de cariño, una falta de estima o pereza de perfeccionarla) intentara corregírselas. Quizá eso fuera también una forma de aquella su sencillez que por tanto tiempo nos tuvo engañados en Combray, causa ahora de que, aun continuando su trato, él por lo menos, con personas muy brillantes, no tenía interés en que en las conversaciones de la reunión de su esposa se atribuyese importancia alguna a esa gente. Y es que, en realidad, para Swann tenían cada vez menos, porque el centro de gravedad de su vida había cambiado de sitio. Ello es que la ignorancia de Odette en materias mundanas era muy grande, y si el nombre de la princesa de Guermantes salía en la conversación después del de su prima la duquesa, decía: "¡Ah!, esos son príncipes, lían subido en jerarquía". Cuando se hablaba del "príncipe", refiriéndose al duque de Chartres, Odette rectificaba: "¡Duque, duque de Chartres, no príncipe!". Y si se trataba del duque de Orleáns, hijo del conde de París, Odette exclamaba: "Es curioso, el hijo es más que el padre", añadiendo, porque era anglómana: "La verdad es que se hace uno un lío con todas esas Royalties"; una vez le preguntaron qué provincia eran los Guermantes, y respondió que del departamento del Aisne.

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