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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

A la sombra de las muchachas en flor (14 page)

Pero Swann estaba ciego, en lo que hacía a Odette, no sólo para aquellas lagunas de su educación, sino para lo mediocre de su inteligencia. Y es más: siempre que Odette contaba un cuento estúpido, Swann la escuchaba complacido, alegre, casi admirado, como con un rezago de voluptuosidad; y, en cambio, en la misma conversación, las cosas finas o profundas que él dijera las escuchaba Odette, por lo general, sin interés, impaciente y de prisa, y muchas veces las contradecía severamente. Y si se piensa, a la inversa, en tantas mujeres de mérito que se dejan seducir por un zopenco, implacable censor de sus más delicadas frases, mientras que ellas se extasían, con la infinita indulgencia del cariño, ante sus más vulgares tonterías, se llegaría a la conclusión de que en muchos hogares es usual esa sumisión de los espíritus selecto; a los vulgares. Y, volviendo a las razones que impidieron a Odette el acceso al barrio de Saint-Germain, convendrá Hacer notar que la última vuelta del calidoscopio mundano la determinó una serie de escándalos. Se averiguó que unas cuantas mujeres a cuyas casas iba la gente con toda confianza eran prostitutas, espías inglesas. Y vino un tiempo en que se exigiría, o se creería exigir al menos, a todo el inundo tener ante todo tino posición sólida, bien asentada. Odette representaba cabalmente todas esas cosas con las que se rompieron las relaciones, aunque para reanudarlas enseguida (porque los hombres no cambian de un día para otro y buscan en un régimen nuevo la continuación del antiguo), pero con una forma distinta que permitiese hacerse el tonto y figurarse que ya no era la misma sociedad que la de antes del cambio. Y Odette se parecía demasiado a las damas "condenadas" de aquella sociedad. La gente del gran mundo es muy corta de vista: en el mismo momento en que dejan de tratarse en absoluto con las señoras israelitas que conocían, cuando se preguntaban cómo habrán de llenar ese vacío, surge ante sus ojos, como empujada por una noche tormentosa, una nueva dama, también israelita; pero gracias a su novedad no está asociada como las otras, en el ánimo de esa gente, a lo que ellos se creen en la obligación de detestar. No pide que respeten a su Dios, Y la admiten. No era el antisemitismo lo que se debatía en la época en que yo empecé a ir a casa de Odette. Pero la señora de Swann se parecía a aquella cosa de la que huirían todos durante algún tiempo. Swann iba a visitar bastante a menudo a algunos de sus amigos de antaño, es decir, de los que pertenecían a la más elevada sociedad. Sin embargo, cuando nos hablaba de las personas que había ido a ver, observaba yo que en el modo de elegirlas entre todas las que antaño trataba se guiaba por el mismo criterio, semiartístico, semihistórico, que tenía como coleccionista. Y yo, al notar que muchas veces la persona que a Swann le atraía era esta o aquella dama salida de su esposa, y que le interesaba por haber sido querida de Liszt o porque Balzac dedicó una novela a su abuela do mismo que compraba un grabado porque lo había descrito Chateaubriand), sospeché que allá en Combray substituimos un error por otro: el de creer que Swann era un burgués que nunca iba a sociedad por el de imaginárnoslo uno de los hombres más elegantes de París. Ser amigo del conde de París no quiere decir nada. ¡Cuántos hay, de estos "amigos de príncipes", que no podrían entrar en una reunión un poco severa! Los príncipes saben que son príncipes, no son
snobs
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, y se creer: tan por encima de todo lo que no sea de su sangre, que los grandes señores y los burgueses se les aparecen, por bajo de ellos, al mismo nivel. Además, Swann no se satisfacía con buscar en la sociedad, tal como ella existe, apegándose a los hombres que en ella inscribió el pasado y que aun se pueden leer, un simple placer de artista y hombre culto, sino que gozaba de, una diversión bastante vulgar formando como ramilletes sociales, es decir, agrupando elementos heterogéneos, personas cogidas de aquí y de allá. Esas experiencias de sociología recreativa (o que así lo era para Swann) no siempre tenían la misma repercusión —por lo menos de un modo constante— en las amigas de su mujer. "Tengo intención de invitar el mismo día a los Cottard y a la duquesa de Vendóme", decía riéndose con el aire de regalo de un goloso que piensa probar en una salsa a cambiar el clavo por la pimienta de Cayena. Y este proyecto, que efectivamente parecía
agradable
a los Cottard, tenía la virtud de sacar de quicio a la señora de Bontemps. Porque la habían presentado hacía poco a la duquesa de Vendóme, y le pareció casa tan natural y agradable. Y no fue chico placer el suyo el contárselo a los Cottard, para darse tono con ellos. Pero como esos señores recién condecorados que en cuanto tienen su cruz quisieran que se cerrara enseguida el grifo, la señora de Bontemps hubiese querido que después de ella ya no presentasen a la princesa a ninguna persona de su clase. Interiormente maldecía el depravado gusto de Swann, que para dar realidad a un mísero capricho estético disiparía de un golpe toda aquella nube de importancia que ella colocó ante los Cottard hablándoles de la duquesa de Vendóme. ¿Y cómo iba a atreverse a anunciar siquiera a su marido que el profesor y su esposa iban a participar del mismo placer de que se vanagloriaba ella como de cosa única? ¡Y todavía si los Cottard supieran que no se los invitaba en serio, sino para divertirse…! Es cierto que con el mismo fin fueron invitados los Bontemps; pero como a Swann se le había pegado en la aristocracia ese externo donjuanismo de hacer creer a dos mujeres que nada valen que sólo a una de ellas se la quiere de veras, habló a la señora de Bontemps de la duquesa de Vendóme como de persona indicadísima para que cenaran en la misma mesa. "Sí, tenemos pensado invitar a la duquesa el mismo día que a los Cottard —dijo unas' cuantas semanas más tarde la señora de Swann—: mi marido se figura que de esa conjunción tiene que salir algo divertido"; porque si bien es verdad que había conservado Odette de su paso por el "cogollito" algunas de las costumbres caras a la señora de Verdurin, como la de gritar mucho para que la oyeran todos los fieles, en cambio empleaba también determinadas expresiones favoritas en el grupo Guermantes —como esta de "conjunción"—, cuya influencia sufría Odette a distancia e inconscientemente, como el mar la de la luna, y sin que por eso se acercara más a él.

—Sí, los Cottard y la duquesa de Vendóme; ¿no le parece a usted que será divertido? —preguntó Swann.

—A mí me parece que saldrá muy mal y que les traerá a ustedes algún disgusto, porque no se debe jugar con fuego —contestó, muy furiosa, la señora de Bontemps.

La cual señora fue invitada, con su marido, a una comida a la que asistió también el príncipe de Agrigento; y la señora de Bontemps y Cottard tenían dos maneras distintas de contarlo, según fuese la persona con quien estuvieran hablando. Había unos a los que, tanto la señora de Bontemps como Cottard, decían negligentemente cuando les preguntaban quién más había asistido a la cena:

—Nadie más que el príncipe de Agrigento; era muy íntima Pero había otros que se las daban de más enterados y se arriesgaban a decir:

—¿Pero no estaban también los Bontemps?

—¡Ah!, sí, se me había olvidado —respondía, ruborizándose, el doctor a aquel indiscreto, al que clasificaba de allí en adelante en la categoría de los malas lenguas. Y para éstos, tanto los Bontemps como los Cottard adoptaron, sin ponerse de acuerdo, una versión cuyo marco era idéntico y en la que sólo variaban sus nombres respectivos. Cottard decía: "Pues éramos nada más que los dueños de casa, el duque de Vendóme y la duquesa, el profesor —y aquí sonreía presuntuosamente—, Cottard y su señora, el príncipe de Agrigento, y, para no dejarse nada, los señores de Bontemps, yo no sé por qué, la verdad, porque estaban tan en su lugar come, los perros en misa". Exactamente igual era el parrafito que recitaba el matrimonio Bontemps, sin otra diferencia que la de nombrar a los Bontemps, con vanidoso énfasis, entre la duquesa de Vendóme y el príncipe de Agrigento y la de dejar para el final a aquellos pelagatos que descomponían el cuadro, y a los que acusaban de haberse invitado ellos mismos, los Cottard.

Muchas veces Swann volvía de sus visitas poco antes de la hora de cenar. En ese momento de las seis de la tarde, que antaño era para él tan angustioso, ya no se preguntaba qué es lo que estaría haciendo Odette, y le preocupaba muy poco que tuviera visitas o que hubiese salido. Rememoraba alguna vez que allá hace muchos años, un día quiso leer al trasluz una carta cerrada de Odette dirigida a Forcheville. Pero tal recuerdo vio le era grato, y prefería deshacerse de él con una contorsión de la comisura de los labios, complementada con un meneíto de cabeza que significaba: "¿Y a mi qué?" Claro es que ahora estimaba que aquella Hipótesis, en que antaño se posaba muchas veces, de que las fantasías de sus celos eran lo único que entenebrecía la vida de Odette, en realidad inocente; que esa hipótesis (en sumo beneficiosa, porque mientras duró su enfermedad amorosa mitigó sus sufrimientos presentándoselos como imaginarios) no era cierta, que quienes veían claro eran sus celos, y que si Odette lo había querido más de lo que él suponía, también lo engaitó mucho más de lo que él se figuraba.

Antes, en la época de sus padecimientos, se prometió que en cuanto ya no quisiera a Odette y no tuviese miedo a enojarla o a hacerle creer que la quería, mucho, se daría el gusto de dilucidar con ella, por simple amor a la verdad y cual si se tratara de un punto de historia, si Forcheville estaba o no durmiendo con ella aquel día en que él llamó a los cristales y no le abrieron, cuando ella escribió a Forcheville que el que había llamado era un tío suyo. Pero ese problema tan interesante, que iba a ponerse en claro en cuanto se le acabaran los celos, perdió precisamente toda suerte de interés en cuanto dejó de estar celoso. Pero no inmediatamente, sin embargo. Porque cuando ya no sentía ningunos celos por causa de Odette todavía se los seguía inspirando aquel día, aquella tarde en que llamó tantas veces en balde a la puerta del hotel de la calle de La Pérousse. Como si los celos, asemejándose a esas enfermedades que parecen tener su localización y su foco de contagio no en determinadas personas, sino en determinados lugares y casas, no tuvieran por objeto a Odette misma, sino a ese día, a esa hora del huido pasado, en que Swann estuvo llamando a todas las puertas del hotelito de su querida. Dijérase como que aquel día y hora fueron los únicos que cristalizaron algunas parcelas de la personalidad amorosa que Swann tuvo antaño y que sólo allí las encontraba. Desde hacía tiempo ya no le preocupaba nada que Odette lo hubiese engañado y lo siguiera engañando. Y sin embargo, durante unos años aún anduvo buscando a criados antiguos de Odette: hasta tal punto persistió en, él la dolorosa curiosidad de saber si aquel día, ya tan remoto, y a las seis de la tarde, estaba Odette durmiendo con Forcheville. Luego, la curiosidad desapareció, sin que por eso cesaran las investigaciones. Seguía haciendo por enterarse de una cosa que ya no le interesaba, porque su antiguo yo, llegado a la extrema decrepitud, obraba maquinalmente, con arreglo a preocupaciones hasta tal punto inexistentes ya, que Swann no podía representarse siquiera aquella angustia, antaño fortísima, que se figuraba él entonces que no podría quitarse nunca de encima, en aquel tiempo en que sólo la muerte de la persona amada da muerte, que, como más tare mostrará en este libro una cruel contraprueba, en nada mitiga el dolor de los celos) le parecía capaz de allanarle el camino, para él obstruido, de la vida.

Pero no era el deseo único de Swann el llegar a aclarar algún día aquellos hechos de la vida de Odette que tanto le hicieron padecer; también tenía en reserva el deseo de vengarse, cuando ya no la quisiera, y por consiguiente, no le tuviera miedo; y precisamente se le presentaba la ocasión de realizar ese deseo, porque Swann quería a otra mujer, una mujer que no le daba motivos de celos, pero que, sin embargo, le inspiraba la pasión de los celos; porque Swann no podía renovar su manera de amar, y aquella manera que antes le sirvió para querer a Odette era la misma que ahora le servía para otra mujer. Para que los celos de Swann renaciesen no era menester que aquella mujer le fuera infiel; bastaba con que, por cualquier motivo, estuviera lejos de él, por ejemplo, en una reunión donde parecía que lo pasó bien. Y ya era lo bastante para despertar en su alma la angustia de antes, excrecencia lamentable y contradictoria de su amor, y que separaba a Swann de lo que esa mujer era en realidad (presentándose como una necesidad de llegar hasta el fondo del verdadero sentimiento de aquella mujer joven, hasta el deseo oculto de sus días y el secreto de su corazón), que los separaba porque entre Swann y su amada interponían un montón refractario de sospechas anteriores, que tenían su fundamento en Odette, o quizá en otra anterior a Odette, y que ya no dejaban al envejecido enamorado conocer a su querida de hoy sino a través del fantasma antiguo y colectivo de "la mujer que le inspiraba celos", en el que arbitrariamente había encarnado Swann su nuevo amor. Muchas veces Swann acusaba a esos celos de hacerle creer en imaginarias traiciones; pero entonces se acordaba que había empleado el mismo razonamiento en beneficio de Odette, y equivocadamente. Así, que le parecía que aquella joven no podía consagrar las horas que no pasaba con él a nada inocente. Pero si antes hizo juramento de que en cuanto, no quisiera a la que entonces no podía él figurarse que sería su mujer le manifestaría implacablemente su indiferencia, sincera al fin, para vengar su orgullo, por tanto tiempo humillado, ahora esas represalias, que podrían efectuarse sin riesgo (porque ¿qué se le daba a él que Odette le cogiera la palabra y lo privara de aquellos momentos de intimidad que antes le eran tan necesarios?), ya no le importaban nada: con el amor se fue el deseo de demostrarle que ya no había amor. Y Swann, que cuando sufría por amor de Odette tanto habría deseado hacerle ver que se había enamorado de otra, ahora que podía llevar a logro su deseo tomaba mil precauciones para que su mujer no sospechara su enamoramiento nuevo.

Y no sólo tomaba yo ahora parte en aquellas meriendas que antes, en los Campos Elíseos, eran para mí, motivo de tristeza, porque Gilberta tenía que marcharse para volver a casa más temprano: también se me admitía en las salidas que hacia Gilberta con su madre, bien para ir de paseo, bien al teatro; aquellas salidas que antaño le impedían ir a los Campos Elíseos y me privaban de ella, y tenía que estarme yo solo paseándome a lo largo de la pradera o mirando el tiovivo; ahora se me reservaba un sitio en el landó y hasta me preguntaba adónde quería yo que fuesemos, si al teatro, a una lección de baile en casa de una compañera de Gilberta, a una reunión mundana que daban unos amigos de Swann (y que Odette llamaba un
petit meeting
) o a ver los sepulcros de Saint-Denis.

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