Los días que salía yo con los Swann iba a su casa a almorzar, a tomar el
lunch
, como decía la señora de Swann; como la invitación era para las doce y medía y mis padres almorzaban en aquellos tiempos a las once y cuarto, resultaba que ellos ya se habían levantado de la mesa cuando yo salía en dirección a aquel barrio lujoso, casi siempre solitario, y más que nunca a esa hora, en que todo el mundo estaba comiendo. Yo, aunque fuese invierno y estuviésemos bajo cero, si hacía sol me estaba paseando por aquellas avenidas, apretándome de vez en cuando el nudo de una magnífica corbata comprada en casa de Chavert, y mirando a ver si se me habían ensuciado mis botas de charol hasta que eran las doce y veintisiete. De lejos veía el jardincillo de los Swann, donde el sol abrillantaba los desnudos árboles como si fueran de escarcha. Lo desusado de la hora daba novedad al espectáculo. A estos placeres de la Naturaleza (avivados por la supresión de la costumbre y aun por el hambre) venía a unirse la emocionante perspectiva de almorzar en casa de los Swann, lo cual no amenguaba esos placeres, pero los dominaba, los señoreaba los convertía en accesorios mundanos; de suerte que si a esa hora, en que de ordinario no advertía su existencia, me parecía como que había descubierto el buen tiempo, el frío y la luz invernal, todo era un a modo de prefacio de los huevos a la crema, una como pátina de fresca y rosada transparencia aplicada sobre el revestimiento de aquella capilla misteriosa que era la casa de los Swann, capilla en cuyo seno se guardaban, por el contrario, tanto calor, tanto perfume y tanta flor.
A las doce y media me decidía a entrar en la casa, que, como zapatito de Navidad, parecía destinada a ofrecerme placeres sobrenaturales. Este nombre de Navidad era cosa desconocida para Gilberta y su madre, que lo habían reemplazado ron el nombre de Christmas y no hablaban más que del
pudding
de Christmas, de sus regalos de Christmas, de su viaje —y esto me causaba un dolor loco— de Christmas. Así, que a mí hasta en mi propia casa me habría parecido deshonroso hablar de la Navidad y siempre decía Christmas, cosa que a mi padre se le antojaba sumamente ridícula.
Al principio no encontraba más que a un lacayo, que, tras hacerme pasar por varios salones, me introducía en una salita vacía, donde ya empezaba su sueño la azulada tarde puesta en los balcones; me quedaba solo, sin otra compañía que orquídeas, rosas y violetas, las cuales —como esas personas que también están esperando la misma habitación que nosotros, pero que no nos conocen— guardaban un silencio más impresionante aún por su individualidad de cosas vivas y recibían, frioleras, el calor de una incandescente lumbre de carbón, preciosamente alojada tras una vitrina de cristal en una tina de mármol blanco, que iba desgranando lentamente sus peligrosos rubíes.
Yo me había sentado, pero me levantaba precipitadamente al oír que se abría la puerta; pero no era nadie más que un segundo lacayo, y enseguida un tercero, cuyas emocionantes idas y venidas no tenían otro resultado sino el liviano de poner un poco de agua en los búcaros o de carbón en la lumbre; se iban, volvía yo a quedarme solo en cuanto cerraban aquella puerta, que la señora de Swann acabaría por abrir. Y de seguro que habría yo sentido menor azoramiento de hallarme en un antro mágico que en aquella salita de espera donde el fuego parecía que estaba procediendo a trasmutaciones como en el laboratorio de Klingsor. Otra vez se oían pasos, yo no me levantaba: sería otro lacayo; y entraba el señor Swann.
¿Cómo? ¿Está usted solo? ¡Qué quiere usted! La pobre de mí mujer no sabe lo que son las horas. La una menos diez. Cada día más tarde. Y verá usted cómo viene sin prisas, figurándose que llega adelantada.
Y como seguía neuroartrítico y se había vuelto un poco ridículo, aquello de tener una mujer tan poco puntual que volvía muy tarde del Bosque, o que se olvidaba del tiempo en casa de su modista y no estaba nunca en casa a la hora de la comida, preocupaba a Swann por su estómago, pero le halagaba el amor propio.
Me enseñaba las compras recientes que había hecho, explicándome su importancia; pero la emoción, y con ella la falta de costumbre de estar en ayunas a esas horas, me agitaban el ánimo y hacían en él el vacío, de modo que aunque me sentía incapaz de hablar, no así de escuchar. Además, a esas obras que poseía Swann ya les bastaba con estar en su casa y formar parte de la hora deliciosa que precedía al almuerzo. Y aunque hubiera estado allí la Gioconda no me habría causado más placentera emoción que una bata de la señora de Swann o sus frascos de sales.
Seguía esperando, solo con Swann y a veces con Gilberta, que venía a hacernos compañía. La llegada de la señora de Swann, preparada por tantas majestuosas entradas, se me representaba con caracteres de cosa inmensa. Espiaba el menor crujido. Pero ocurre que una catedral, una ola de tempestad o un salto de bailarín no son luego tan altos como nos los figurábamos: después de todos aquellos lacayos en libreados, como esos comparsas que en el teatro, con su desfile, preparan, y por eso mismo deslustran, la aparición final de la reina, la señora de Swann entraba furtivamente, con su abrigo de nutria, con el velo del sombrero bajado y la nariz encarnada de frío; y aquella entrada no cumplía las promesas que la espera prodigó a mi imaginación.
Pero si no había salido de casa aquella mañana, llegaba a la salita vestida con un peinador de crespón de China color claro, que me parecía más elegante que ningún otro traje.
A veces los Swann se decidían a pasar en casa toda la tarde. Y entonces, como habíamos almorzado a hora muy avanzada, pronto veía yo cómo el sol iba declinando por la pared del jardincillo, el sol de aquel día, que me pareció diferente de los demás; y en vano acudían los criados con lámparas de todos tamaños y formas, que ardían cada cual en su altar consagrado, una consola, un velador, una rinconera o una mesita, como en celebración de un desconocido culto: de la conversación no brotaba nada extraordinario y yo me iba de allí desilusionado, como suele a uno pasarle desde niño con la Misa del Gallo.
Pero esa desilusión era casi puramente espiritual. Yo saltaba de alegría en aquella casa donde Gilberta, cuando no estaba aún con nosotros, entraría un momento después para darme, durante horas y horas sus palabras, su mirar sonriente y atento, tal como yo los vi por primera vez en Combray. A lo sumo sentía unos pocos celos al verla desaparecer muchas veces en lo hondo de vastas cámaras a las que se entraba por la escalera interior. Yo tenía que quedarme en la sala, como ese hombre enamorado de una actriz que no tiene otra cosa que su butaca y piensa, preocupado, en lo que ocurre entre bastidores y en el saloncillo de los artistas, y hacía a Swann preguntas sabiamente veladas sobre esa otra parte de la casa, pero hechas en un tono del que no sé si logré desterrar por completo toda ansiedad. Me explicó que la habitación adonde iba Gilberta era la lencería; se brindó a enseñármela, y me prometió que siempre que Gilberta fuese allí le haría que me llevara en su compañía. Con estas últimas palabras y el descanso que me procuraron, Swann suprimió bruscamente en mí una de esas terribles distancias interiores allá en cuyo fondo se nos aparece como muy remota la mujer amada. En ese instante sentí hacia él un cariño que se me figuró más hondo que el que me inspiraba Gilberta. Porque él, amo de su hija, me la daba, y ella a veces se me negaba; y no tenía yo directamente sobre ella el mismo imperio que indirectamente a través de Swann. Y, además, a ella la quería, y por consiguiente no podía verla sin ese azoramiento sin ese deseo de algo más que nos quita, cuando estamos junto al ser querido, la sensación de amar. Pero por lo general no nos quedábamos en casa y salíamos de paseo. A veces la señora de Swann, antes de ir a vestirse, se ponía al piano. De las mangas rosa, blancas o de vivos colores de su bata de crespón de China surgían sus lindas manos y alargaban sobre el teclado sus falanges con la misma melancolía que llevaba en sus ojos, y que no existía en su corazón. Uno de esos días tocó la parte de la sonata de Vinteuil donde se encuentra la frase que Swann quiso tanto. Pero muchas veces cuando se oye por primera vez una música un tanto complicada no se entiende nada. Sin embargo, cuando oí tocar dos o tres veces más esa sonata me di cuenta de que la conocía perfectamente De modo que no está mal dicho eso de "oír por primera vez". Porque si, como nosotros supusimos, no hubiésemos distinguido nada en la primera audición, la segunda y la tercera serian igualmente primeras audiciones, y no habría razón alguna para que nos enteráramos mejor la décima vez. Probablemente lo que nos falta esa primera vez no es comprensión, sino memoria. Porque la nuestra, si se tiene en cuenta la complejidad de impresiones que se le ponen delante mientras escuchamos, es ínfima, tan breve como la memoria de un hombre que en sueños piensa mil cosas, para olvidarlas enseguida, o de un ser medio vuelto a la infancia, que ya no se acuerda de una cosa un instante después que se la han dicho. La memoria es incapaz de darnos inmediatamente el recuerdo de esas múltiples impresiones. Pero ese recuerdo se va formando en ella poco a poco, y ocurre con esas obras as oídas dos o tres veces lo que le sucede al colegial que leyó varias veces la lección antes de dormirse, creyendo que no se la sabía, y al otro día se despierta recitándola de memoria. Ahora, que yo nunca había oído la sonata esa, y allí donde Swann y su esposa veían distintamente una frase yo no veía cosa alguna: estaba la frase tan lejos de mi percepción clara como un nombre que queremos recordar y no encontramos en su lugar mas que la nada, una nada de la que una hora más tarde, cuando menos lo pensemos, brotarán ellas solas, de un solo arranque, las sílabas vanamente solicitadas antes. Y no sólo somos incapaces de retener enseguida las obras realmente raras, sino que lo que primeramente distinguimos en el seno de ellas son las partes de menos valor, cosa que a mí me ocurrió con la sonata de Vinteuil. Así, que no sólo me equivoqué al pensar que la obra ya no me reservaba nada do cual fue motivo de que estuviera mucho tiempo sin hacer por oírla) desde el momento que oí tocar a la señora de Swann la frase más famosa (en eso me mostraba yo tan estúpido como esas personas que se figuran que no sentirán sorpresa delante de San Marcos de Venecia porque han aprendido in las fotografías cuál es la forma de sus cúpulas), sino, lo que aun es más, cuando hube escuchado la sonata de cabo a rabo siguió para mí casi tan invisible como antes, a semejanza de lo que ocurre con un monumento que la bruma o la distancia nos roban a la vista excepto en algunas de sus partes. Y de ahí la melancolía que lleva consigo el conocer esas obras, como el conocer cualquier cosa que se realice en el tiempo. Cuando se me descubrió lo que tiene de más oculto la sonata de Vinteuil, ya, arrastrado por la costumbre, libre de la presión de mi sensibilidad lo que primero distinguí y aprecié empezaba a escapárseme y a huir. Y por no poder amar sino sucesivamente en el tiempo todo lo que aquella sonata me traía al ánimo, nunca llegué a poseerla entera: se parecía a la vida. Pero estas grandes obras son menos engañosas que la vida y no empiezan por darnos lo mejor que tienen. En la sonata de Vinteuil, las bellezas que antes se descubren son también las que más pronto nos cansan, e indudablemente por la misma razón: y es que son las que más se parecen a, las cosas que ya conocíamos. Pero cuando éstas se alejaron aun nos queda por amar tal o cual frase cuyo orden, novísimo para ofrecer al principio a nuestro ánimo otra cosa que confusión, nos la hizo indiscernible y nos la guardó intacta; y entonces llega hasta nosotros, la última de todas, esa frase por delante de la cual pasábamos todos los días sin saberlo, que se reservaba y que por la potencia de su propia belleza se mantuvo invisible y desconocida. Y también es la última que dejamos marcharse. La queremos más tiempo que a las demás porque hemos tardado en llegar a quererla mucho más tiempo que a las otras. Y ese tiempo que necesita un individuo —como me sucedió a mí con esa sonata— penetrar una obra algo profunda es como resumen y símbolo de los años y a veces de los siglos, que tienen que pasar hasta que al público le llegue a gustar una obra maestra verdaderamente nueva Quizá por eso se dice el hombre de genio, para evitarse las incomprensiones de la multitud, que como a los contemporáneos les falta la distancia necesaria, las obras escritas para la posteridad sólo la posteridad debiera leerlas igual que ciertas pinturas, mal juzgadas cuando se las mira de muy cerca. Pero, en realidad, toda cobarde precaución para evitarse los juicios erróneos es inútil, porque son inevitables. El motivo de que una obra genial rara vez conquiste la admiración inmediata es que su autor es extraordinario y pocas personas se le parecen. Ha de ser su obra misma la que, fecundando los pocos espíritus capaces de comprenderla, los vaya haciendo crecer y multiplicarse. Los mismos cuartetos de Beethoven dos cuartetos XII, XIII, XIV y XV) son los que han tardado cincuenta años en dar vida y número al público de los cuartetos de Beethoven, realizando de ese modo, como todas las grandes obras, un progreso, si no en el valor de los artistas, por lo menos en la sociedad espiritual, en la que entran hoy ya muchos de esos elementos imposibles de encontrar cuando nació la obra, es decir, seres capaces de amarla. Eso que se llama la posteridad es la posteridad de la obra. Es menester que la obra dé arte (sin tener en cuenta, para simplificar, a los genios que en la misma época puedan trabajar paralelamente preparando para el porvenir un público mejor, del que se aprovecharán otros) cree ella misma su posteridad. Y si la obra se guardase en reserva y sólo la posteridad la conociese, ésta ya no sería para dicha obra la verdadera posteridad, sino sencillamente una reunión de contemporáneos que vive cincuenta años más tarde. Es, pues, menester que el artista —y eso hizo Vinteuil—, si quiere que su obra pueda seguir su camino, la lance donde haya bastante profundidad, en pleno y remoto porvenir. Y, sin embargo, sí el no tener en cuenta ese tiempo por venir, verdadera perspectiva de las grandes obras, es el error de los malos jueces, el tenerlo en cuenta es muchas veces el peligroso escrúpulo de los jueces buenos. Indudablemente, es cómodo imaginarse, por una ilusión análoga a la que uniformiza todas las cosas en el horizonte, que todas las revoluciones ocurridas hasta el día en pintura o música respetaban siempre algunas reglas; pero que lo que tenemos inmediatamente delante, impresionismo, disonancias rebuscadas, uso exclusivo de la gama china cubismo y futurismo, difiere terriblemente de todo lo precedente. Y es que nosotros consideramos lo precedente sin tener en cuenta que una larga asimilación lo ha convertido para nosotros en una materia variada, sí, pero homogénea, donde Hugo está al lado de Moliére. Pero pensemos en los extravagantes disparates que nos ofrecería, si no tuviésemos en cuenta el tiempo por venir y los cambios que acarrea, un horóscopo de nuestra edad madura hecho delante de nosotros cuando somos adolescentes. Sólo que no todos los horóscopos son ciertos, y para una obra de arte tener que introducir en el total de su belleza el factor tiempo entremezcla a nuestro juicio un elemento de azar, y por ende tan desprovisto de interés verdadero como toda profecía, cuya no realización no implicará en ningún caso mediocridad de espíritu en el profeta; porque lo que llama a la vida o excluye de ella a las posibilidades no entra forzosamente en la competencia del genio; se puede haber sido genial y no haber prestado crédito al porvenir de los ferrocarriles o de la aviación, como se puede ser gran psicólogo y no creer en la falsía de una querida o de un amigo, cuyas traiciones hubiesen previsto personas más mediocres.