No entendí la sonata, pero me quedé encantado de oír tocar a la señora de Swann. Parecíame que su modo de tocar formaba parte, al igual que su bata, que el perfume de la escalera, que sus abrigos y sus crisantemos, de un todo individual y misterioso que vivía en un mundo muy superior a ese donde la razón se siente capaz de analizar el talento. ¡Qué hermosa es esta sonata de Vinteuil!, ¿verdad? —me dijo Swann—. Ese momento de noche obscura bajo los árboles, de donde desciende un frescor movido por los arpegios de los violines Reconocerá usted que es muy bonito; tiene todo el lado estático del calor de luna, que es el esencial. No es nada de extraordinario que un tratamiento de luz, como el que sigue mi mujer, tenga influencia en los músculo, porque la luz de la luna no deja moverse a las hojas. Eso es lo que describe tan perfectamente la frasecita, es el bosque de Boulogne en estado cataléptico. Y donde sorprende aún más es a orillas del mar, porque entonces las olas dan unas tenues respuestas que se oyen muy bien, porque todas las demás cosas no se pueden mover. En París ocurre lo contrario: a lo sumo nota uno resplandores tenues en los monumentos, un cielo iluminado como por un incendio sin color y sin peligro, especie de suceso entrevisto. Pero en la frasecita de Vinteuil y en toda la sonata no es eso lo que se ve, lo que sea es en el Bosque, y en el
grupetto
se distingue perfectamente una voz que dice: "Casi se puede leer el periódico".
Esas palabras de Swann quizá hubieran podido falsear para más tarde mi comprensión de la sonata, porque la música es muy poco exclusiva para apartar de modo absoluto lo que nos sugieren que busquemos en ella. Pero por otras frases de Swann comprendí que esos follajes nocturnos eran sencillamente los de los árboles que lo cobijaron con su espesura en varios restaurantes de los alrededores de París, donde oyó muchas veces la frasecita En vez de la profunda significación que Swann le había ido a pedir muchas veces, lo que le daba eran follajes colocados, ceñidos y pintados alrededor de ella (y le inspiraba el deseo de volver a verlos porque la frase parecía ser cosa interior a esos follajes, como un alma.); era toda una primavera de las que antaño no pudo gozar porque, de febril y apenado que estaba, le faltó bienestar para eso, y que la frase le había guardado (como se le guardan a un enfermo las cosas buenas que no ha podido comer). La sonata de Vinteuil le decía muchas cosas de aquellas bellezas que sintió tantas noches en el Bosque, cosas que no habría podido decirle Odette si a ella se las preguntara, aunque entonces se hallaba también presente como la frase de la sonata. Pero Odette estaba junto a él (y no en él, como el motivo de Vinteuil), y por consiguiente no veía —aunque Odette hubiese sido mil veces más comprensiva— lo que para ningún humano es posible (por lo menos he estado mucho tiempo creyendo que esa regla no tenía excepción) que se exteriorice.
—Qué bonito es en el fondo eso de que el sonido pueda reflejar, como el agua o como el espejo, ¿verdad? Y observe usted que lo que me muestra la base de Vinteuil es todo aquello en que en ese entonces no me fijaba yo. Ya no me recuerda nada de mis amores y mis penas de entonces, me ha dado cambiazo.
—¡Carlos, se me figura que todo eso que estás diciendo no es muy halagüeño para mi!.
¿Cómo que no? Las mujeres son tremendas. Yo quería decir a este joven que lo que se ve en la música; yo por lo menos no es, en ningún modo, la "Voluntad en sí' y la "Síntesis del Infinito", sino, por ejemplo, al bueno de Verdurin enlevitado, en el Palmarium del jardín de Aclimatación. Esa frasecilla me ha llevado mil veces a cenar con ella a Armenonville sin salir de este salón. Y ¡qué caramba!, siempre es menos molesto que ir a Arinenonville con la señora de Cambremer.
La esposa de Swann se echó a reír.
—Sabe usted, es una señora que dicen que ha estado muy enamorada de Carlos —me explicó con el mismo tono con que un momento antes me contestó hablando de Ver Meer de Delft, y al extrañarme yo de que conociera también a ese artista.
—Le diré: es que el señor se interesaba mucho por el pintor ese en la época que me hacía la corte, ¿verdad, Carlitos?
—No hay que hablar a tontas y alocas de la señora de Cambremer dijo Swann, muy lisonjeado en el fondo.
—No hago más que repetir lo que me han dicho. Además, según parece, es muy inteligente. Yo creo que es bastante
pushing
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, lo cual en una mujer lista me extraña. Pero todo el mundo dice que ha estado loca por ti, cosa que no es para ofender.
Swann se mantuvo en un mutismo de sordo, que era una especie de confirmación y una prueba de fatuidad.
—Ya que lo que toco te recuerda al jardín de Aclimatación —prosiguió la señora de Swann, como dándose, en broma, por picada—, podríamos ir allí de paseó, si a este joven le gusta. Hace un tiempo muy hermoso y te volverás a encontrar con tus caras impresiones. Y a propósito del jardín de Aclimatación: ¿,sabes que este joven se imaginaba que queríamos mucho a una persona a quien dejo de saludar siempre que puedo, la señora Blatin? Me parece sumamente humillante para nosotros que pase por amiga nuestra. Imagínate que hasta el buen doctor Cottard, que nunca habla mal de nadie, declara que es infecta.
—¡Qué horror! No tiene en su abono más que el parecerse a Savonarola. Es exactamente el retrato de Savonarola por Fra Bartolomeo.
Esa manía de Swann de encontrar parecidos en la pintura era cosa defendible, porque hasta lo que nosotros llamamos la expresión individual es como puede uno observar con tanta tristeza cuando está enamorado y quiere creer en la realidad única del individuo muy general y ha podido encontrarse en diferentes épocas. Pero de haber hecho caso a Swann, la cabalgata de los Reyes Magos, va tan anacrónicos cuando Benozzo Gozzoli metió allí a los Médicis, aun lo sería mucho más porque de ella formarían parte los retratos de una infinidad ole hombres contemporáneos no ya de Gozzoli, sino de Swann, esto es, posteriores en más de quince siglos a la Natividad y en más de cuatro al mismo pintor. Según Swann; no faltaba un solo parisiense notable en aquella cabalgata, lo mismo que en ese acto de una obra de Sardou en que por amistad al autor y a la intérprete principal, y también por moda, todas las notabilidades de París, médicos célebres y abogados, salieron a escena uno cada noche, para divertirse.
—Pero ¿y qué tiene que ver esa señora con el jardín de Aclimatación?
—¡Muchísimo!
¿Es que te imaginas, Odette, que tiene el trasero azul, como los monos?
—¡Carlos, qué impertinente eres! No, estaba pensando en lo que le dijo el cingalés. Cuéntaselo. Es realmente una "frase".
—No, es una tontería. Ya sabe usted que a esa señora le gusta hablar con todo el mundo dándose aires de amabilidad y sobre todo de protección.
—Lo que nuestros vecinos del Támesis llaman
patronising
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—interrumpió Odette.
—Pues hace poco fue al jardín de Aclimatación, donde ahora hay unos negros cingaleses, creo, según dice mi mujer, que está más fuerte que yo en etnografía.
—¡Vamos, Carlos, no te burles!
—¡Pero si no me burlo! Bueno, pues se dirige a uno de ellos y le dice: "¡Hola negrito!"
—¡No es nada!
—El caso es que al negro no le gustó el calificativo, y entonces le contestó, todo furioso:
—"¿Negrito yo? Pues tú, pues tú, camello".
—¿Verdad que es muy divertido? Me gusta muchísimo esa historia. Es de las buenas. Ve uno tan bien a la señora Blatin y al negro que dice: "¡Tú, camello!"
Yo manifesté vivísimos deseos de ir a ver a aquellos cingaleses, uno de los cuales llamó camello a la señora Blatin. No es que me importaran nada. Pero pensé que para ir al Jardín de Aclimatación, y a la vuelta, tendríamos que cruzar la avenida de las Acacias, donde tanto había yo admirado a la señora de Swann, y que quizá aquel mulato amigo de Coquelin, al que nunca pude mostrarme en el momento de saludar a la esposa de Swann, me vería sentado junto a ella en el fondo de una victoria.
Entretanto, Gilberta había ido a vestirse y no estaba en el salón con nosotros, y los Swann se placían en descubrirme las raras virtudes de su hija. Y todo lo que yo observaba me parecía probar que decían verdad; yo noté que, tal como su madre me lo dijo, Gilberta tenía no sólo con sus amigas, sino con los criados, con los pobres, atenciones delicadas y muy premeditadas, gran deseo de agradar y miedo a no dejar contenta a la gente, lo cual se traducía en menudencias que muchas veces le daban mucho trabajo. Hizo una labor con destino a nuestra vendedora de los Campos Elíseos, y para llevársela salió un día que nevaba, por no perder tiempo.
—No tiene usted idea del corazón que tiene porque lo oculta dijo su padre.
Ya tan joven, parecía tener más juicio que sus padres. Cuando Swann hablaba de las grandes relaciones de su esposa. Gilberta volvía la cabeza a otro lado, pero sin aire de censura, porque le parecía que su padre no podía ser blanco de la más leve crítica. Un día le hablé yo de la señorita de Vinteuil, y me contestó:
—No quiero conocerla nunca, por una razón, y es que no fue buena con su padre y, a lo que dicen, lo hizo sufrir mucho. Usted no podrá concebir eso, ¿verdad?, como me pasa a mí, porque a usted le parecerá que no puede sobrevivir uno a su padre; eso me pasa a mí con el mío, cosa muy natural. ¡Cómo se va a olvidar a una persona que ha querido uno siempre!
Cierta vez estuvo más mimosa que de costumbre con su padre; yo se lo dije cuando Swann se hubo ido, y ella me respondió:
—Sí; ¡pobrecillo! Es que por estos días hace años que se le murió su padre. Ya puede usted figurarse lo que sufrirá; usted lo comprende porque tenemos los mismos sentimientos para estas cosas. Y por eso hago por ser menos mala que de ordinario.
—Pero a su padre no le parece usted mala; al contrario, intachable.
—¡Pobre papá, es que es muy bueno!
Sus padres no sólo me hicieron el elogio de las virtudes de Gilberta, de esa misma Gilberta que antes de haberla visto se me aparecía delante de una iglesia, en un paisaje de la Isla de Francia, y que luego, cuando ya no evocaba sólo mis sueños, sino mis recuerdos, veía yo siempre en el sendero que tomaba para ir por el lado de Méséglise, teniendo por fondo el seto de espinos rosas. Como preguntara yo a la señora de Swann, esforzándome por adoptar el tono de indiferencia de un amigo de la familia que siente curiosidad por saber cuáles son las preferencias de un niño, cuál de los amigos de Gilberta era el preferido suyo, la señora Swann me contestó:
—Pero si a usted le debe hacer más confidencias que a mí; es usted su gran favorito, su gran crack, como dicen los ingleses.
Indudablemente, en esas coincidencias tan perfectas, cuando la realidad se repliega y va a aplicarse sobre lo que fue por tanto tiempo objeto de nuestras ilusiones, nos lo oculta enteramente, se confunde con ello, como dos figuras iguales superpuestas que ya no forman más que una; precisamente cuando nosotros querríamos, por el contrario, para dar a nuestra alegría su plena significación conservar a todos esos hitos de nuestro deseo, en el momento mismo que vamos a tocarlos y con objeto de estar más seguros de que son ellos el prestigio de ser intangibles. Y ya el pensamiento ni siquiera es capaz de reconstituir el estado anterior para confrontarlo con el nuevo, porque no tiene el campo libre; la amistad que hemos hecho, el recuerdo de los primeros minutos inesperados, las frases que oímos, están ahí plantados obstruyendo la entrada de nuestra conciencia, y dominan mucho más las embocaduras de nuestra memoria que las de nuestra imaginación, reaccionando en mayor grado sobre nuestro pasado, que ya no somos dueños de ver sin que todo eso se interponga sobre la forma, aún libre, de nuestro porvenir. Yo pude estarme muchos años creyendo que ir a casa de la señora Swann era vaga quimera eternamente inaccesible; pero después de haber pasado un cuarto de hora en su casa lo quimérico y vago era ya el tiempo en que no la conocía, como una posibilidad aniquilada por la realización de otra. ¿Cómo era posible que yo me imaginara el comedor de la casa cual lugar inconcebible, cuando no podía hacer un movimiento mental sin tropezarme con los rayos infrangibles que tras mi ánimo irradiaba hasta el infinito, hasta lo más recóndito de mi pasado, la langosta a la americana que acababa de comer allí? Y a Swann debió de pasarle con lo suyo cosa análoga; porque este cuarto donde me recibía podía considerarse como el lugar donde fueron a confundirse y coincidir, no tan sólo el cuarto ideal que mi imaginación había creado, sino otro además, aquel que el celoso amor de Swann, tan fecundo inventor como mis ilusiones, le describió tantas veces, el cuarto de los dos, de Odette y suyo, que entrevió tan inaccesible la noche que Odette lo llevó con Forcheville a su casa a tomar una naranjada; y para él lo que había ido a absorberse en el ámbito del comedor donde almorzábamos era aquel paraíso inesperado, donde él antaño no podía soñarse con serenidad, diciendo al maestresala de ellos esas mismas palabras de: "¿Está ya la señora?", que yo le oía decir ahora con una vaga impaciencia teñida de un tanto de amor propio y satisfecho. Yo no llegaba a darme cuenta de mi felicidad, como le debía de ocurrir a Swann con la suya, y cuando la misma Gilberta exclamaba: "¡Quién le iba a usted a decir que aquella muchachita que usted miraba jugar a justicias y ladrones, sin hablarle, sería gran amiga de usted y que podría usted ir a su casa siempre que quisiera!", se refería con estas palabras a una mudanza que me era forzoso dar por realizada mirándola desde fuera, pero sin poseerla interiormente, porque se componía de dos estados, en los que yo nunca logré pensar simultáneamente sin que dejaran de ser distintos uno de otro.
Y, sin embargo, aquel cuarto que la voluntad de Swann anheló con tanta pasión aun debía de conservar para él algunas dulzuras, a juzgar por lo que me ocurría, porque para mí no había perdido todo su misterio. Al entrar en casa de Gilberta no ahuyenté yo de allí la singular seducción en que por tanto tiempo supuse que se bañaba la vida de los Swann; la hice retroceder, porque estaba domada al presente por ese extraño, ese paria que yo era antes, y al que ahora ofrecía graciosamente la señora de Swann, para que tomara asiento, un sillón delicioso, hostil escandalizado; pero en el recuerdo, aun sigo percibiendo en torno mío la seducción aquella. ¿Será porque los días que me invitaban a almorzar para salir luego con Gilberta y con ellos imprimía yo con mi mirada —mientras que estaba solo, esperando— en la alfombra, en las butacas, en las consolas, en los biombos y en los cuadros la idea, en mi grabada, de que la señora de Swann, o su marido, o Gilberta, estaban a punto de entrar? ¿Será porque desde entonces esas cosas han vivido en mi memoria junto a Swann y acabaron por tomar algo de ellos? ¿Será porque en mi conciencia de que los Swann pasaban sus días en medio de esas cosas las convertía yo todas en algo como emblemas de su vida particular y de sus costumbres, de aquellas sus costumbres de las que estuve excluido tanto tiempo, que hasta cuando me hicieron el favor de entremezclarme a ellas seguían pareciéndome extrañas? Ello es que cada vez que pienso en este salón, que a Swann le parecía (sin que esa crítica implicara en ningún caso intención de contrariar los gustos de su mujer) tan abigarrado, porque aunque fue concebido con arreglo al tipo, medio estufa, medio estudio, del cuarto donde conoció a Odette, luego ella empezó a sustituir aquella mezcolanza de objetos chinos, que ahora juzgaba un tanto "de relumbrón" y de "segunda fila", por innumerables mueblecillos forrados de sederías antiguas Luis XIV, sin contar las admirables obras de arte que se trajo Swann de la casona del muelle de Orleáns; ese salón, digo, tan compuesto cobra en mi memoria particular cohesión, unidad y encanto, tales como nunca los tuvieron para mí los más intactos conjuntos que nos ha legado el pasado, ni esos otros, aún vivos, donde se graba la huella de un individuo; porque sólo nosotros podemos dar a ciertas cosas, gracias a la creencia de que tienen una existencia aparte, un alma que luego esas cosas conservan y desarrollan en nosotros mismos. Todas las figuraciones que yo me había hecho de las horas, distintas de las que transcurren para los demás humanos, que los Swann pasaban en ese cuarto, que era respecto al tiempo cotidiano de su vida lo que el cuerpo es al alma, y que debía de expresar su singular calidad, todas esas ideas estaban repartidas y amalgamadas —inquietantes e indefinibles por doquier— en el emplazamiento de los muebles, en el espesor de las alfombras, en la orientación de las ventanas y en el servicio doméstico.