Por espacio de más de un mes los enemigos de Vaugoubert han estado bailando a su alrededor la danza del
scalp
—dijo el señor de Norpois, subrayando con fuerza esta última palabra—. Pero hombre prevenido vale por dos: ha rechazado esas injurias con la punta del pie —añadió con más energía aún y poniendo una mirada tan fiera, que por un momento fijamos de comer—. Porque, como dice un hermoso proverbio árabe: "Los perros ladran y la caravana pasa"
Después de lanzada la cita, el señor de Norpois se paró para mirarnos y juzgar del efecto que en nosotros hiciera. Y que fue muy grande, porque ya la conocíamos. Era la que aquel año había venido a sustituir en boca de los hombres importantes a esa otra de tan subido valor que dice: "Quien siembra vientos, recoge tempestades", la, cual tenía necesidad de reposo, pues no era tan viva e infatigable como "Trabajar para el rey de Prusia". Porque la cultura de esas personas eminentes era una cultura alternativa y generalmente trienal. Cierto que aun sin citas de este género; con las que esmaltaba magistralmente sus artículos de la
Revue
el soñar Norpois, dichos artículos siempre seguirían pareciendo sólidos y bien informados Y aun sin el ornato de esas rases, bastaba con que el señor de Norpois escribiera en su debido tiempo —cosa que no se olvidaba de hacer—: "El Gabinete de Saint-Jarnes no fue de los últimos en darse cuenta del peligro", o: "Muy grande fue la emoción en el Pont-aux-Chantres, desee donde observaban con inquieta mirada la política egoísta, pero hábil, de la monarquía bicéfala", o: "Salió de Montecitorio un grito de alarma", o bien hablara de "ese eterno doble juego, taxi plenamente característico, del Ballplatz". Por estas expresiones el lector profano reconocía y saludaba enseguida al diplomático de carrera. Pero lo que le había ganado la reputación de alce más que un diplomático, de hombre de superior cultura, fue el razonable uso de citas cuyo perfecto modelo de por entonces era el siguiente: "Deme usted una buena política y yo le daré una buena Hacienda como solía decir el barón Louis". (Todavía no se había importado de Oriente aquello de "La victoria será de aquel de los dos adversarios que sepa resistir un cuarto de hora más que el otro", como dicen los japoneses). Esa reputación de hombre muy letrado, aparte de un verdadero genio para la intriga, que se ocultaba tras la máscara de la indiferencia, abrió al señor de Norpois las puertas de la Academia de Ciencias Morales. Y hasta hubo personas que creyeron que no haría mal papel en la Academia Francesa, aquel día en que el señor de Norpois no dudó en escribir, dando a entender que afirmando aún más la alianza con Rusia podíamos llegar a una inteligencia con Inglaterra: "Hay una frase que deben aprender muy bien en el Quaid d'Orsay, que de hoy en adelante tiene que figurar en los manuales de Geografía, incompletos en esto, que ha de exigirse implacablemente en el examen de todo el que aspire a bachiller, y es ésta: Si es verdad que por todas partes se va a Roma, también lo es que para ir de París a Londres hay que pasar necesariamente por Petersburgo."
—En resumen —continuó el señor de Norpois, dirigiéndose a mi padre—, que Vaugoubert se ha endosado un bonito éxito, mayor de lo que él olmo se calculaba. Él se esperaba un
toast
correcto (que ya era haber logrado bastante después de esos últimos años de nubarrones) y nada más. Algunas personas que estuvieron en el banquete me han dicho que no es posible darse cuenta por la mera lectura del
toast
del efecto que hizo, porque parece que el rey, que es un maestro del arte de decir, lo pronunció y detalló maravillosamente, subrayando todas las intenciones y sutilezas. Y a propósito de esto me han contado, sin que yo lo asegure, una cosa muy divertida que hace resaltar una vez más esa amable gracia juvenil del rey Teodosio, que le gana todas las voluntades. Pues me han dicho que al llegar a esa palabra de "afinidades" que venía a ser la gran innovación del discurso, y que verá usted cómo sigue por mucho tiempo haciendo el gasto de los comentarios en las cancillerías, su Majestad, previendo la alegría de nuestro embajador, que iba á ver justamente coronados sus esfuerzos, sus sueños casi vamos, que iba a ganarse su bastón de mariscal, se volvió a medias hacia él y, clavándole esa mirada tan seductora de los Oettingen, hizo resaltar esa palabra de "afinidades", tan bien escogida y que era un verdadera acierto, en tono que daba a entender a todo el mundo que la empleaba con toda conciencia y con pleno conocimiento de causa. Y según parece, a Vaugoubert le costo trabajo dominar su emoción, cosa que comprendo hasta cierto punto. Y persona que me merece entero crédito dice que el rey se acercó a Vangoubert, acabada la comida cuando Su Majestad hizo corrillo y le dijo a media voz: ¿"Está usted satisfecho de su discípulo mi caro marqués"? Lo cierto es —añadió, para terminar el señor de Norpois— que ese
toast
ha hecho más por el acercamiento, por las "afinidades", si empleamos la pintoresca expresión de Teodosio II, que veinte años de negociaciones. Usted me dirá que no es más que una palabra, es cierto; pero observe usted cómo ha hecho fortuna, cómo la repite la prensa europea, el interés que ha despertado y cómo suena a nuevo. No es esto decir que todos los días encuentra diamantes tan limpios como ése. Pero es raro que en sus discursos preparados, y más aún en el hervor de la conversación, no revele su filiación —casi, casi su firma iba a decir— con alguna palabra mordaz. Y yo en este punto no soy sospechoso, porque en principio soy enemigo de innovaciones de ese linaje. De cada veinte veces, diecinueve son peligrosas.
—Sí dijo mi padre, yo me he figurado que el reciente telegrama del emperador de Alemania no ha debido de gustarle a usted.
El señor de Norpois alzó los ojos al cielo, como diciendo "¡Ah, ése…!" Y respondió:
—En primer término, es un acto de ingratitud. Eso es más que un crimen: es una falta tan tonta, que yo la calificaría de piramidal. Además, si no hay quien lo ataje, un hombre que ha echado a Bismarck es capaz de ir repudiando poco a poco toda la política bismarckiana, y entonces… Sería un salto en las tinieblas.
—Me ha dicho mi marido que quizá se lo lleve a usted uno de estos veranos a España Me alegro mucho por él.
—Sí, es un proyecto muy atractivo y que me seduce. Me agradaría hacer ese viaje con usted, querido amigo. ¿Y usted, señora, tiene ya pensado lo que va a hacer estas vacaciones?
—No lo sé; quizá vaya con mi hijo a Balbec.
—¡Ah! Balbec es agradable. He pasado por allí hace ya años. Ya empiezan a construir hotelitos muy monos; creo que le gustaría a usted el sitio. Pero; ¿me permite usted que le pregunte por qué ha ido a escoger Balbec?
—Mi hijo tiene mucho deseo de ver algunas iglesias de la región, sobre todo la de Balbec. Yo, como él está delicado, tenía cierto miedo, por lo cansador que pudiera resultar el viaje y luego por la estancia allí. Pero me he enterado de que acaban de hacer un hotel excelente, donde podrá estar con todas las comodidades que requiere su estado de salud.
—¡Ah!, me alegro de saberlo: se lo diré a una persona amiga mía, que no lo echará en saco roto.
—La iglesia de Balbec creo que es admirable, ¿no es verdad, caballero? —pregunté yo, dominando la tristeza que me produjo el saber que uno de los alicientes de Balbec era el de los hotelitos muy monos.
—Sí, no es fea; pero, vamos, no puede compararse con esas verdaderas alhajas cinceladas que se llaman catedral de Reims o de Chartres, ni con la Santa Capilla de París, que para mi gusto es la perla de todas.
—Pero, ¿la iglesia de Balbec es románica en parte, no?
—Sí, es de estilo románico; ese estilo tan frío de por sí y que en nada presagia la elegancia y la fantasía de los arquitectos góticos, que tallan la piedra como un encaje. La iglesia de Balbec merece una visita cuando se está en esa región; un alía de lluvia que no se sepa qué hacer se puede entrar allí, y se ve el sepulcro de Tourville.
—¿Estuvo usted ayer en el banquete del Ministerio de Asuntos Extranjeros? Yo no pude ir dijo mi padre.
—No —respondió sonriendo el señor de Norpois—; confieso que dejé el banquete por una invitación muy distinta. Cené en casa de una mujer de la que ustedes habrán oído hablar quizá, de la hermosa señora de Swann.
Mi madre tuvo que reprimir un estremecimiento, porque como era de sensibilidad más pronta que mi padre, se alarmaba de lo que a él le iba a contrariar un instante más tarde. Las contrariedades que tenía las percibía mi madre antes, como esas malas noticias de Francia que se saben en el extranjero antes que en nuestro país.
Pero como tenía curiosidad por saber la clase de gente que podía ir a casa de Swann, preguntó al señor de Norpois quién estaba en la reunión.
—Pues mire usted, es una casa donde a mí me parece que van sobre todo caballeros solos. Había algunos casados; pero sus señoras estaban indispuestas esa noche y no habían ido —respondió el embajador con finura oculta tras una capa de sencillez y lanzando alrededor miradas que con su suavidad y discreción hacían como que atemperaban la malicia, y en realidad la exageraban hábilmente—. Es cierto —añadió—, y lo digo para no incurrir en inexactitudes, que allí van señoras, pero que pertenecen más bien… ¿cómo diría yo?… al mundo republicano que al medio social de Swann (pronunciaba Svan). ¡Quién sabe!
Puede que un día llegue aquél a ser un salón político o literario. Además, parece que con eso están muy satisfechos. Y yo creo que Swann lo manifiesta un poco excesivamente. Estaba enumerando las personas que los habían invitado a él y a su mujer para la semana siguiente, y cuya intimidad no es un motivo de orgullo, con tal falta de reserva y de gusto, casi de tacto, que me ha chocado mucho en hombre tan fino como él. No hacía más que repetir: "No tenemos ni una noche libre", como si fuese cosa de vanagloriarse, y en tono de advenedizo, y él no lo es. Porque Swann tenía muchos amigos y amigas, y creo poder asegurar, sin arriesgarme mucho ni cometer ninguna indiscreción, que ya que no todas esas amigas, ni siquiera la mayor parte, había una, por lo menos, que es una gran señora, que acaso no se hubiese mostrado enteramente refractaria a la idea de relacionarse con la señora de Swann; y en este caso, verosímilmente, más de un carnero de Panurgo hubiera ido detrás de ella. Pero parece que Swann no ha hecho la menor insinuación orientada en ese sentido… ¡Pero cómo! ¡Un
pudding
a la Nesselrode encima! Voy a necesitar por lo menos parta temporada de Carlsbad para reponerme de semejante festín de Lúculo…! Quizá es porque Swann se dio cuenta que habría muchas resistencias que vencer. El casamiento, claro es, no ha caído bien. Hay quien ha hablado de la fortuna de ella, pero es pura bola. Pero, en fin, ello es que eso no ha caído bien. Y Swann tiene una tía riquísima y en muy buena posición, casada con un hombre que financieramente hablando es una potencia, que no sólo no ha querido recibir a la señora de Swann, sino que ha hecho una campaña en toda regla para que hagan lo mismo sus amigos y sus conocidos. Y no es que yo quiera decir con esto que ningún parisiense de buen tono haya faltado al respeto a la señora de Swann… No, eso de ninguna manera. Porque el marido, además, es hombre que habría sabido recoger el guante. En todo caso, es curioso ver a Swann, que conoce a tanta gente y tan selecta, entusiasmado con un medio social del que lo menos que se puede decir es que es muy heterogéneo. Yo lo he conocido hace mucho, y por eso me sorprendía, a la par que me divertía, el ver cómo un hombre tan bien educado, tan a la moda en los grupos más escogidos, daba efusivamente las gracias a un director general del Ministerio de Correos por haber ido a su casa y le preguntaba si la señora de Swann podía tomarse la
libertad
de ir a ver a su señora. Y no cabe duda que Swann no debe de encontrarse en su ambiente; ese medio social no es el mismo. Y a pesar de eso, yo creo que no se considera desgraciado En aquellos años de antes de la boda hubo algunas maniobras feas por parte de ella: para intimidar a Swann le quitaba a su hija siempre que le negaba algo. El pobre Swann, como es muy ingenuo, a pesar de todo su refinamiento, se creía que cada vez que ella se llevaba a la chica era por pura coincidencia. Y le data escándalos tan continuamente que todo el mundo se figuraba que el día que ella lograra sus fines y lo cazara por marido, Swann ya no podría aguantar más y su vida sería un infierno. Y resulta que ha ocurrido todo lo contrario. El modo que tiene Swann de hablar de su mujer da pie a muchas bromas, hasta se ceban en él. Y claro es que nadie le exigía que siendo un… (bueno, ya saben ustedes como lo decía Moliere) más o menos consciente lo fuese proclamando
urbi et orbi
[5]
; pero sé explica que parezca muy exagerado cuando asegura que su mujer es una esposa excelente Y no es eso tan falso como cree la gente: Claro es que a su modo, y es un modo que no preferirían todos los maridos; pero parece innegable que ella le tiene afecto; y, además, aquí entre nosotros, yo considero muy difícil que Swann, que la conocía hace mucho tiempo y que no es tonto de remate, ni mucho menos, no supiera a qué atenerse.
Yo no digo que ella no sea una mujer veleidosa, y Swann, por su parte, no se abstiene tampoco de serlo, según dicen las buenas lenguas, que, como ustedes pueden figurarse se despachan a su gusto. Pero ella le está muy agradecida por lo que ha hecho y, al contrario de lo "la gente temía, parece que se ha vuelto un ángel, de cariñosa. Ese cambio acaso no era tan insólito cómo se lo figuraba el señor de Norpois. Odette nunca creyó que Swann acabaría por casarse con ella; todas las veces que le anunciaba tendenciosamente, que un hombre de buen tono se había casado con su querida, observaba Odette que Swann guarda un silencio glacial, y a lo sumo, si ella lo interpelaba directamente diciéndole: "¿Es que no te parece bien, no te parece una cosa muy hermosa eso que ha hecho por una mujer que le consagro su juventud?", contestaba secamente: "Yo no te digo que esté mal; cada uno obra a su manera". Y Odette casi llegaba a cree posible que Swann la abandonara algún día, como le había dicho varias veces que haría, porque oyó decir recientemente a una escultora: "De un hombre se puede esperar cualquier cosa, son todos una gentuza", e impresionada por lo profundo de esa máxima pesimista, la iba repitiendo a cada paso con cara de desaliento, como si pensara "Después de todo, no hay nada imposible: será ésa mi suerte". Y en consecuencia, perdió toda su fuerza aquella máxima optimista que hasta entonces guiara a Odette en la vida, la de: "A un hombre que nos quiere se le puede hacer cualquier cosa, porque todos son tontos"; máxima que se traducía en su rostro por un guiño que también habría podido significar: "No hay cuidado, no hace nada". Y entre tanto Odette sufría pensando en lo que opinaría de la conducta de Swann alguna de sus amigas que se había casado con un hombre que fue querido suyo menos tiempo que lo que Swann lo era de ella, que además no tenía hijos de él, y que ahora gozaba de relativa consideración e iba a los bailes del Elíseo. Un consultor menos superficial que el señor de Norpois hubiera diagnosticado que lo que agrió a Odette era ese sentimiento de humillación y de vergüenza, que el carácter infernal que mostraba no era esencialmente el suyo, ni un mal incurable, y hubiese predicho lo que sucedió, esto es, que el régimen matrimonial acabaría con esos accidentes penoso, diarios, pero en ningún modo orgánicos, con rapidez casi mágica. A casi todo el mundo le extrañó el matrimonio, cosa esta de extrañar también. Indudablemente, hay muy pocas personas que comprenden el carácter profundamente subjetivo de ese fenómeno en que consiste el amor, y cómo el amor es una especie de creación de una persona suplementaria distinta de la que lleva en el mundo el mismo nombre, y que formamos con elementos sacados en su mayor parte de nuestro propio interior. Y por eso hay pocas personas a quienes les parezcan naturales las proporciones enormes que toma para nosotros un ser que no es el mismo que ellos ven. Y, sin embargo, en lo que a Odette se refiere, la gente debía haberse dado cuenta que si bien aquélla no llegó nunca a comprender por completo lo inteligente que era Swann, por lo menos sabía los títulos de sus trabajos, estaba muy al corriente de ellos y el nombre de Ver Meer le era tan familiar como el de su modista; además, conocía a fondo esos rasgos de carácter de Swann ignorados o ridiculizados por el resto de la gente, y que sólo una querida o una hermana poseen en imagen amada y exacta; y tenemos tanto apego a dichos rasgos de carácter, hasta a esos de que nos queremos corregir, que si nuestros amores de larga fecha participan en algo del cariño y de la fuerza de los afectos de familia es porque una mujer acabó por acostumbrarse a esas características del modo indulgente y cariñosamente burlón con que estamos hechos a mirarlos nosotros y con que los miran nuestros padres. Los lazos que nos unen a un ser se santifican cuando él se coloca en el mismo punto de vista que nosotros para juzgar alguno de nuestros defectos. Y entre estos particulares rasgos los había que tocaban tanto a la inteligencia de Swann como a su carácter, y que, sin embargo por lo mucho que habían arraigado en éste, los discernía Odette mucho más fácilmente. Se quejaba ella de que cuando escribía y publicaba sus trabajos no se apreciaran en ellos esos rasgos mientras que tanto abundaban en sus cartas y en su conversación. Y le aconsejaba que les diera más amplio espacio en sus escritos. Deseábalo ella así porque esos rasgos eran los para ella preferidos de su esposo; pero como si los prefería es porque en realidad eran lo más suyos, no iba quizá muy descaminada al querer verlos reflejados en lo que escribía. Acaso fuese también porque pensara que escribiendo obras más animadas se conquistaría él un triunfo que a ella la pondría en disposición de formarse esa cosa que aprendió a estimar por encima de todo en casa de los Verdurin: una tertulia a la moda.