Pero en lo que al señor de Norpois se refiere, lo que había ante todo es que en su larga práctica de diplomacia se había imbuido de ese espíritu negativo, rutinario, conservador, llamado "espíritu de gobierno", y que en efecto es común en todos los Gobiernos, y en particular, y bajo cualquier régimen, espíritu propio de las cancillerías. De la carrera sacó aversión, miedo y desprecio por esos procedimientos, más o menos revolucionarios, incorrectos por lo menos, llamados procedimientos de oposición. Excepto en el caso de algunos ignorantes, del pueblo o de la buena sociedad, que consideran como letra muerta el distinguir de géneros, lo que acerca a las gentes no es la comunidad de opiniones, sino la consanguinidad del espíritu. Un académico del género de Legouvé que fuera partidario de los clásicos aplaudiría más gustoso el elogio de Víctor Hugo por Máximo Ducamp o por Meziéres que el elogio de Boileau hecho por Claudel. Un mismo nacionalismo basta para acercar a Barrés a sus electores que no distinguirán una gran diferencia entre él y M. Georges Berry; pero en cambio no le acercará a aquellos colegas suyos de Academia que aun teniendo las mismas ideas políticas sean de distinto corte espiritual, y que preferirán a adversarios como MM: Ribot y Deschanel; y a su vez, Ribot y Deschanel, sin ser monárquicos, estarán mucho más cerca para algunos realistas que Maurras y León Daudet, aunque éstos deseen la vuelta del rey. Sumamente parco de palabras, no sólo por hábito profesional de reserva y de prudencia, sino porque las palabras tienen mayor precio y riqueza de matices para hombres cuyos esfuerzos de diez años por aproximar a dos naciones se resumen y se traducen en un discurso o en un simple protocolo —por medio de un sencillo adjetivo al parecer trivial, pero que para ellos es todo un mundo—, el señor de Norpois pasaba por hombre muy frío en la Comisión de que formaba parte, al lado de mi padre, al cual felicitaban todos por la amistad de que le daba pruebas el ex embajador. Mi padre era el primer sorprendido por esa amistad. Porque, por regla general, era poco amable y no solía ser muy solicitado fuera del círculo de sus íntimos, cosa que confesaba con toda sencillez. Dábase cuenta mi padre de que las demostraciones amistosas del diplomático eran efecto de ese punto de vista, absolutamente individual, en que se pone todo hombre para decidir respecto a sus simpatías; y colocados en ese punto de vista, todas las cualidades intelectuales o toda la sensibilidad de una persona que nos cansa o nos molesta no serán tan buena recomendación como la jovialidad y la campechanería de otra persona que a los ojos de mucha gente pasaría por frívola, vacua e inútil. "Otra vez me ha invitado a cenar de Norpois. ¡Es extraordinario! En la Comisión están todos estupefactos, porque allí él no tiene amistad particular con nadie. Tengo la certeza de que me va a contar más cosas palpitantes de la guerra del setenta." Mi padre estaba enterado de que el señor de Norpois fue casi el único que llamó la atención de Napoleón respecto al creciente poderío y a las belicosas intenciones de Prusia, y de que Bismarck lo estimaba particularmente por su inteligencia. Y aun muy recientemente los periódicos habían hecho notar que en la Opera, durante la función de gala en honor del rey Teodosio, el monarca favoreció al señor de Norpois con una prolongada conversación. "Voy a ver si averiguo si esa visita del rey ha tenido realmente importancia —nos dijo mi padre, que se interesaba mucho por la política extranjera—. Ya sé que el bueno de Norpois es muy cerrado, pero conmigo se franquea muy amablemente."
En cuanto a mi madre, el género de inteligencia peculiar del ex embajador no era quizá de los que preferentemente la atraían. Es bueno decir que la conversación del señor de Norpois era un repertorio tan completo de formas desusadas del lenguaje, características de una determinada carrera, de una determinada clase y de una determinada época —época que para esa carrera y esa clase pudiera ser muy bien que no estuviera enteramente abolida—, que muchas veces siento no haber retenido en la memoria pura y simplemente las frases que le oí. De esa manera habría yo logrado un efecto de "pasado de moda" del mismo modo y tan barato como ese actor del Palais Royal que cuando le preguntaban dónde iba a buscar aquellos sombreros sorprendentes, respondía: "Yo no voy a buscar mis sombreros a ninguna parte. Lo que hago es no tirar ninguno". En una palabra, creo yo que mi madre juzgaba al señor de Norpois un tanto "anticuado", cosa que distaba mucho de desagradarla en lo referente a modales, pero que ya le gustaba menos en el dominio, si no de las ideas —porque el señor de Norpois era de ideas muy modernas—, en el de las expresiones. Sólo que se daba perfecta cuenta de que era un delicado halago a su marido el hablarle con admiración del diplomático que le mostraba una predilección tan poco frecuente. Y cuando fortificaba en el ánimo de mi padre la buena opinión que tenía del señor de Norpois, y por ende le llevaba a formar buena opinión de sí propio, hacíalo con conciencia de cumplir aquel de sus deberes consistente en hacer la vida grata a su esposo, lo mismo que cuando velaba porque la cocina fuera delicada y para que el servicio se hiciera sin ruido.
Y como era incapaz de decir mentiras a mi padre, resultaba que ella misma, se impulsaba a admirar al embajador con objeto de poder alabarlo con entera sinceridad. Y desde luego estimaba muchas cualidades suyas: su aspecto bondadoso; su cortesía, un poco a la antigua (y tan ceremoniosa que, si yendo él a pie, bien enderezado el cuerpo, de buena talla, veía a mi madre pasar en coche, antes de darle un sombrerazo tiraba bien lejos un cigarro puro que acababa de encender); su conversación tan mesurada, en la que hablaba de sí mismo lo menos posible y tenía siempre en cuenta lo que podía agradar al interlocutor, y su puntualidad tan sorprendente en contestar a las cartas, que cuando mi padre, que acababa de escribirle, reconocía en un sobre la letra del señor de Norpois, se imaginaba, en el primer pronto, que, por una mala suerte, se habían cruzado sus cartas: parecía como si el correo hiciera para él recogidas suplementarias y de lujo. Maravillábase mi madre de que fuera tan puntual aunque estaba tan ocupado y tan amable aunque tan solicitado; no se le ocurría que los "aunque" son siempre "porque" desconocidos, y que (así como los viejos asombran por lo viejos, los reyes por lo sencillos y los provincianos por lo bien enterados) unos mismos hábitos eran los que permitían al señor de Norpois satisfacer tantas ocupaciones, ser tan ordenado en sus respuestas, agradar en sociedad y estar amable con nosotros. Además, el error de mi madre, como el de todas las personas de excesiva modestia, arrancaba del hecho de que ella colocaba por debajo y, por consiguiente, aparte de las demás, todas las cosas que le concernían. Y esa pronta respuesta, que para ella revestía de mérito al amigo de mi padre porque nos había contestado tan pronto él, que tantas cartas tenía que escribir al cabo del día, la ponía mi madre aparte de ese gran número de cartas diarias, cuando en realidad no era más que una de ellas; asimismo, no se convencía ella de que cenar en nuestra casa era para el señor de Norpois uno de los innumerables actos de su vida social; no se le ocurría que el embajador tuvo costumbre en otros tiempos de considerar las invitaciones a cenar fuera como parte inherente a sus funciones, y de desplegar en esas comidas una gracia tan inveterada, que sería exigencia excesiva la de pedirle que la olvidara como cosa extraordinaria cuando venía a cenar a casa.
La vez primera que estuvo invitado a cenar en casa el señor de Norpois, un año cuando yo iba todavía a jugar a los Campos Elíseos, se me ha quedado grabada en la memoria porque aquel mismo día fui por fin a oír a la Berma en función de tarde, y además porque hablando con el señor de Norpois me di cuenta, de pronto y de un modo nuevo, de cuán distintos eran los sentimientos que en mí suscitaban Gilberta Swann y sus padres de los que esa misma familia Swann inspiraba a otra persona cualquiera.
Mi madre, indudablemente, al darse cuenta del abatimiento en que me sumía la proximidad de las vacaciones de Año Nuevo durante las cuales no podría ver a Gilberta, según me lo anunció ella misma, me dijo un día para distraerme: "Si sigues con las mismas ganas de oír a la Berma, me parece que papá te dará permiso para que vayas; puede llevarte tu abuela".
Y era que el señor de Norpois había dicho a mi padre que debía dejarme ir a ver a la Berma y que eso sería para un muchacho un recuerdo imperecedero; y papá, hasta entonces tan hostil a que yo fuese a perder el tiempo, con riesgo de coger una enfermedad, para una cosa que él llamaba, con gran escándalo de mi abuela, una inutilidad, casi llegó a considerar aquella función preconizada por el embajador como parte de un vago conjunto de recetas preciosas que tenían por objeto el triunfar en una brillante carrera.
Mi abuela, que había renunciado ya al beneficio que según ella debiera causarme el oír a la Berma, haciendo con ello un gran sacrificio en aras del interés de mi salud, extrañabase de que ahora, sólo por unas palabras del señor de Norpois, mi salud no entrara ya en cuenta. Como ponía todas sus esperanzas de racionalista en el régimen de aire libre y de acostarse temprano que me habían prescrito, deploró como si fuera un desastre la infracción que ese método iba a sufrir, y decía a mi padre, con tono condolido, que era muy "ligero", a lo cual respondía él furioso: "¿Cómo? ¿De modo que ahora usted es la que no quiere que vaya? ¡Eso ya es demasiado! ¡Usted misma, que nos estaba diciendo a todas horas que le sería muy provechoso ir!"
Pero el señor de Norpois desvió las intenciones de mi padre en un punto de mayor importancia para mí. Papá siempre quiso que yo fuera diplomático, y yo no podía hacerme a la idea de que aun cuando estuviese algún tiempo agregado al ministerio siempre corría el riesgo de que un día me mandaran de embajador a una capital en donde no viviera Gilberta. Más me hubiera gustado volver a mis proyectos literarios, aquellos que antaño formaba y abandonaba durante mis paseos por el lado de Guermantes. Pero mi padre se opuso constantemente a que me consagrara a la carrera de las letras, que él consideraba muy inferior a la diplomacia, sin querer darle siquiera el nombre de carrera, hasta el día que el señor de Norpois, no muy aficionado a los agentes diplomáticos de las nuevas hornadas, le aseguró que como escritor podía uno ganarse tanta consideración y tanta influencia como en las embajadas y ser aún más independiente.
"Oye, ¿sabes que he hablado con el bueno de Norpois y que no le parece mal que te dediques a escribir? Me ha extrañado." Y como él tenía mucha influencia y se figuraba que nada había que no pudiese arreglarse y tener solución favorable hablando con gente importante, añadió: "Lo traeré a cenar una noche de estas, al salir de la Comisión. Así hablarás con él para que pueda apreciarte. Escribe alguna cosa que esté bien para que se la puedas enseñar; es muy amigo del director de la
Revue des Deux Mondes
, y te meterá allí. Ya te lo arreglará, ya; es un zorro viejo. Y parece opinar que la diplomacia de hoy día… "
Mi felicidad por no tener que separarme de Gilberta infundíame el deseo, pero no la capacidad, de escribir alguna cosa buena que pudiera enseñar al señor de Norpois. Al cabo de unas páginas preliminares se me 'caía la pluma de la mano, de aburrimiento, y lloraba de rabia al pensar que nunca tendría talento, que carecía de aptitudes y no podría aprovecharme siquiera de esa oportunidad de no salir de París que me iba a proporcionar la próxima visita del señor de Norpois. No tenía más distracción en mi desconsuelo que la idea de que me iban a dejar ir a ver a la Berma. Pero así como no deseaba yo ver tempestades más que en las costas donde eran más violentas, ahora era mi deseo oír a la Berma en uno de esos personajes clásicos en los que, según me dijera Swann, llegaba a lo sublime. Porque cuando ansiamos recibir determinadas impresiones de Naturaleza o de Arte con la esperanza del que va a hacer un descubrimiento precioso, sentimos mucho escrúpulo en dejar que penetren en nuestra alma, en lugar de aquéllas, otras impresiones menores, que pueden equivocarnos respecto al valor exacto de lo Bello. La Berma en
Andromaque
, en
Les Caprices de Marianne
, en
Phédre
, era una de las grandes cosas que mi imaginación tenía muy deseadas. Y si alguna vez oía yo recitar a la Berma esos versos de:
On dit qu'un prompt départ vous éloígne de nous, Seigneur…
[1]
sentiría el mismo arrobo que el día en que una góndola me llevara hasta el pie del Ticiano de los Frari o de los Carpaccios de San Giorgio. Conocíalos yo por reproducciones en negro de las que se dan en las ediciones impresas; pero me saltaba el corazón al pensar, como en la realización de un viaje, que los vería alguna vez bañarse efectivamente en la atmósfera y en la soleada claridad de la voz áurea. Un Carpaccio en Venecia y la Berma en
Phédre
eran obras maestras del arte pictórico o dramático, que por el prestigio a ellas inherente estaban en mí como vivas, es decir, indivisibles, y si hubiera ido a ver Carpaccios en una sala del Louvre o a la Berma en una obra de la que no había oído hablar ya no habría experimentado el mismo delicioso asombro de tener al fin los ojos abiertos ante el inconcebible objeto de miles y miles de ensueños míos. Además, como esperaba del modo de representar de la Berma revelaciones sobre determinados aspectos de la nobleza y del dolor, me parecía que lo que tuviera de real y de grande su arte lo sería aún más si la actriz lo superponía a una obra de verdadero valor, en lugar de bordar cosas bellas y de verdad sobre una trama mediocre y vulgar.
Y por último, si iba a oír a la Berina en una obra nueva ya no me sería fácil juzgar de su arte y su dicción porque ya no podría, separar distintamente un texto que yo desconocía de lo que le añadían las entonaciones y los ademanes, que entonces se me aparecerían como formando un solo cuerpo con la letra; mientras que las obras clásicas que me sabía de memoria se me representaban como vastos espacios reservados y ya dispuestos para que yo pudiera apreciar en plena libertad las invenciones de la Berma, que los cubriría, como al fresco, con los hallazgos constantes de su inspiración. Desgraciadamente, desde que, hacía unos años, desertó de los escenarios de primera y estaba haciendo la suerte de un teatro del
Boulevard
, donde era la estrella, ya no representaba el repertorio clásico, y en vano consultaba yo los carteles, que no anunciaban nunca más que obras recientes escritas expresamente para ella por autores de moda; cuando una mañana, al buscar en la cartelera las funciones de por la tarde en la primera semana del año nuevo, me encontré por vez primera —como final de la función, y después de una pieza de entrada probablemente insignificante, cuyo título me pareció opaco porque contenía todo lo característico de un argumento que yo ignoraba— con dos actos de
Phédre
por la Berma, y en las tardes siguientes con
Le Demi-Monde
,
Les Caprices de Marianne
, nombres que, lo mismo que la
Phédre
, eran para mí transparentes, no contenían otra cosa que claridad, tan bien conocía yo la obra, y estaban iluminados hasta lo hondo por la sonrisa del Arte. Y me pareció que realzaban hasta la nobleza de la misma Berma cuando leí en el periódico, después del programa de estas funciones, que ella era la que había decidido mostrarse al público en algunos de sus antiguos papeles. Así, que la artista sabía que hay papeles de un interés muy superior a la novedad de su aparición o al éxito de su reaparición, y los consideraba como obras maestras, de museo, que sería instructivo volver a poner ante los ojos de la generación que ya la había admirado en esas obras, o de la que no la había visto aún. Así, al anunciar entre otras obras que no tenían más finalidad que hacer pasar un rato de la noche esa
Phédre
, cuyo título no era más largo que los otros y estaba impreso en idénticos caracteres, la Berma hacía como una señora de casa que nos presenta sus invitados en el momento de ir a la mesa y nos dice entre nombres de convidados que no son más que convidados, y con el mismo tono con que citara a los otros: "Monsieur Anatole France".