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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

A la sombra de las muchachas en flor (17 page)

BOOK: A la sombra de las muchachas en flor
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Cuando, acabado el almuerzo, nos íbamos a sentar junto al gran ventanal del salón, mientras que la señora de Swann me preguntaba cuántos terrones quería en el café, no era solamente el taburete de seda que ella empujaba hacia mí el que exhalaba, juntamente con la dolorosa seducción que yo antaño sintiera, en el nombre de Gilberta, primero junto al espino rosa y luego junto al macizo de laureles, la hostilidad que me mostraron sus padres, tan bien percibida y compartida al parecer por este mueblecillo, que a mí me parecía una cobardía imponer mis pies a su acolchado ser indefenso: un alma personal lo enlazaba secretamente con la luz de las dos de la tarde, tan distinta de lo que era en cualquier otra parte en aquel golfo donde movía a nuestros pies sus olas de oro, entre las que sobresalían los azulosos canapés y los vaporosos tapices como islas encantadas; y hasta el cuadro de Rubens colgado encima de la chimenea tenía ese género y casi esa potencia de seducción que las botas de cordones del señor Swann y que su abrigo con esclavina, que me inspiraba vivos deseos de tener uno igual, y que ahora Odette decía a su marido que reemplazara por otro, para estar más elegante, cuando yo les hacía el honor de acompañarlos. Iba ella a vestirse, aunque yo hacía protestas de que ningún traje de calle igualaría, ni con mucho, a la maravillosa bata de crespón de China o de seda, color rosa viejo, cereza, rosa Tiépolo, blanco, malva, verde, rojo, amarillo liso y con dibujos, con la que almorzó la señora de Swann, y que se iba a quitar ahora. Cuando yo le decía que debía salir así se reía ella, por burla de mi ignorancia o por agrado de mi cumplido. Se excusaba de tener tantas batas porque decía que sólo dentro de una bata se sentía bien, y nos dejaba para ir a vestirse uno de aquellos soberanos trajes que se imponían a todo el mundo; y a veces yo era el llamado a escoger entre todos cuál debía ponerse.

¡Y qué orgulloso iba yo por el jardín de Aclimatación cuando bajábamos del coche, andando al lado de la señora de Swann! Ella marchaba con andar lánguido, flotante el abrigo, y yo le lanzaba ojeadas de admiración, a las que me respondía coquetonamente su dilatada sonrisa. Y si ahora nos cruzábamos con algún amigo o amiga de juego de Gilberta, que nos saludaba a distancia, me miraban ellos como a uno de esos seres que antes me daban tanta envidia, uno de esos amigos de Gilberta que conocían a su familia y participaban en la otra parte de su vida, en la parte que no transcurría en los Campos Elíseos.

Muy frecuentemente, por los paseos del Bosque o del jardín de Aclimatación, nos cruzábamos y nos saludábamos con alguna gran señora amiga de Swann, el cual muchas veces no la veía y tenía que llamarle la atención su mujer: "Carlos, ¿no ves la señora de Montmorency?" Y Swann, sonriendo amistosamente como corresponde a una larga familiaridad, descubríase, sin embargo, rendidamente, con aquella elegancia que sólo él tenía. A veces la señora se paraba, aprovechando la ocasión para tener con la señora de Swann una fineza que no acarrearía consecuencias y de la que no intentaría Odette sacar partido, porque ya se sabía que Swann la tenía acostumbrada a una actitud de reserva. Pero Odette se había asimilado todos los modales del gran mundo, y por noble y elegante que fuese el porte de la dama, la señora de Swann siempre la igualaba; parada por un instante junto a esa amiga que se había encontrado su marido, nos presentaba con tanta naturalidad a Gilberta y a mí, ostentaba tal calma y tal desembarazo en su amabilidad, que hubiera sido difícil decidir cuál de las dos era la gran señora, si la aristocrática paseante o la mujer de Swann. El día que fuimos a ver a los cingaleses, a la vuelta vimos, caminando en dirección opuesta a la nuestra, a una dama de edad, pero aun guapa, envuelta en un abrigo de tono oscuro, tocada con una menuda capota atada al cuello por dos cintas; la seguían otras dos señoras, como dándole escolta: "¡Ah! —me dijo Swann—, ahí viene una persona que le interesará a usted". La anciana, ya a tres pasos cortos de nosotros, nos sonreía con cariñosa dulzura; era muy parecida a un retrato de Winterhalter. Swann se descubrió, y su esposa hizo una profunda reverencia y quiso besar la mano de la dama, que la hizo incorporarse y la besó.

—Vamos a ver si se pone usted el sombrero dijo a Swann con voz gruesa y un tanto áspera, en tono de amiga familiar.

—Voy a presentarlo a Su Alteza Imperial —me dijo la señora de Swann.

Swann me llevó aparte un momento, mientras su mujer hablaba con Su Alteza del tiempo y de los animales recién llegados al Jardín de Aclimatación.

—Es la princesa Matilde —me dijo—. Ya sabe usted que fue amiga de Flaubert, de Sainte-Beuve y de Domas. ¡Imagínese usted, nieta de Napoleón I! Quisieron casarse con ella Napoleón III y el emperador de Rusia. ¿Es interesante, eh? Dígale usted algo. Pero no quisiera que nos tuviese aquí de plantón una hora.

—Me he encontrado con Taine y me ha contado que Su Alteza está incomodada con él.

—Se ha portado como un cochino (
cochon
) —dijo con voz ruda y pronunciando la palabra como si fuera el nombre del arzobispo del tiempo de Juana de Arco (el arzobispo Cauchon)—. Después de ese artículo que ha escrito sobre el emperador le he dejado una tarjeta de despedida.

Yo sentí la misma sorpresa que se tiene al abrir el epistolario de la duquesa de Orleáns, princesa palatina por nacimiento. Y en efecto, la princesa Matilde, de sentimientos muy franceses: los expresaba con honrada rudeza, como la que había en la Alemania antigua, heredada sin duda de su madre, wurtemburguesa. Pero en cuanto sonreía, su franqueza, un tanto ruda y casi masculina, dulcificábase de languidez italiana. Y el todo iba envuelto en un atavío tan Segundo Imperio, que aunque la princesa lo llevara indudablemente tan sólo por apego a las modas que le gustaron, parecía que su intención era la de no incurrir en una falta de color histórico y responder a las esperanzas de los que esperaban de ella la evocación de otra época. Apunté a Swann que le preguntara si había tratado a Musset.

—Muy poco, caballero —contestó con aspecto de fingido enfado; y en efecto, era broma aquello de llamar caballero a Swann, con el que tenía mucha intimidad—. Lo tuve a cenar una noche. Lo había invitado para las siete. A las siete y media, como no había aparecido aún, nos pusimos a la mesa. Llega a los ocho, rime saluda, se sienta, no abre la boca, y se marcha cuando acaba la cena, sin que supiéramos cómo era su metal de voz. Estaba borracho perdido. Y eso no me dio muchas ganas de volver a las andadas.

Swann y yo estábamos un poco aparte.

—Espero que esta sesioncita no se prolongará —me dijo—, porque ya me duelen las plantas de los pies. Yo no sé por qué está mi mujer dando conversación. Luego ella será la que se queje de cansancio, y yo no puedo con estas paradas a pie quieto.

En efecto, la señora de Swann, que lo sabía por la de Bontemps, estaba diciendo a la princesa que el Gobierno, comprendiendo por fin su grosería, había decidido mandarle una invitación para que asistiera desde una tribuna a la visita que el zar Nicolás habría de hacer a los Inválidos el siguiente día. Pero la princesa, que, a pesar de las apariencias y de su corte, compuesta principalmente de artistas y literatos, seguía siendo en el fondo nieta de Napoleón y lo manifestaba cuando llegaba el caso de acción, dijo:

—Sí, señora, la recibí esta mañana y se la he devuelto al ministro, que ya la debe de tener en su poder. Le he dicho que para ir a los Inválidos yo no necesito invitación. —Si el Gobierno quiere que vaya, iré, pero no a una tribuna, sino a nuestro subterráneo, al panteón del emperador. Y para eso no necesito papeleta. Tengo las llaves y entro cuando quiero. El Gobierno no tiene más que decirme si quiere que vaya o no. Pero iré abajo o a ninguna parte.

En aquel momento nos saludó a la señora de Swann y a mí un joven que dijo adiós sin pararse; yo no sabía que ella lo conocía. Era Bloch. Contestando a una pregunta mía, me dijo la señora Swann que se lo había presentado la señora de Bontemps, y que estaba agregado a la secretaría del ministro, cosa que yo ignoraba. No debía de haberlo visto muchas veces —o o acaso no quiso citar el nombre de Bloch por parecerle poco chic—, porque dijo que se llamaba Moreul. Yo le aseguré que estaba confundida y que se llamaba Bloch. La princesa se recogió una cola que le arrastraba, y a la que miraba con admiración la señora de Swann.

—Es precisamente una piel que me mandó el emperador de Rusia —dijo la princesa—, y como he ido a verlo ahora, me la he puesto para que viera cómo la he podido arreglar para abrigo.

—Dicen que el príncipe Luis se ha alistado en el ejército ruso Su Alteza sentirá muchísimo no tenerlo va a su lado dijo la señora de Swann, que no advertía las señales de impaciencia de su marido.

—¡Qué falta le hacía eso! Es lo que yo dije: No es motivo para hacer eso el haber tenido un militar en la familia —respondió la princesa, haciendo alusión con tan brusca sencillez a Napoleón I.

Swann ya no podía más.

—Señora, voy a ser yo el que haga de Alteza y a pedirle permiso para retirarnos; pero mi mujer ha estado bastante mala y no quiero que esté parada más tiempo.

La señora de Swann volvió a hacer su reverencia, y la princesa nos dedicó a todos una sonrisa divina, que pareció sacar del pasado, de las gracias de su mocedad, de las noches de Compiégne, sonrisa que se deslizó intacta y suave por aquel rostro, huraño un momento antes; y se alejó seguida de las dos damas de honor, que, al modo de intérpretes, de enfermeras o de niñeras, no hicieron más que salpicar nuestra conversación con frases insignificantes y explicaciones inútiles.

—Debía usted ir a inscribirse a su casa un día de esta semana —me dijo la señora de Swann a estas realezas, como dicen los ingleses, no se les dobla el pico de la tarjeta; pero lo invitará a usted si se apunta.

En estos últimos días del invierno solíamos entrar antes de ir de paseo en alguna de las exposiciones particulares que por entonces se abrían; los marchantes de cuadros, propietarios de los locales donde se celebraban las exposiciones, saludaban con especial deferencia a Swann, reputado como un coleccionista de importancia. Y en aquellos días, fríos aún, despertábanme de nuevo los viejos deseos de marcharme hacia el Mediodía o Venecia aquellas salas donde reinaban una primavera ya bien entrada y un sol ardiente que ponían violáceos reflejos en los rosados Alpilles y daban al Gran Canal una obscura transparencia de esmeralda. Cuando hacía mal tiempo íbamos al concierto o al teatro, y luego a merendar. Cada vez que la señora de Swann deseaba decirme alguna cosa de la que no quería que se enterasen las personas sentadas alrededor o los camareros, me lo decía en inglés, como si fuera ese idioma del exclusivo conocimiento de nosotros dos; pero resultaba que todo el mundo sabía inglés menos yo, que aun no lo había estudiado, y así tenía que decírselo a la señora de Swann para que cesara en aquellas reflexiones referentes a las personas que tomaban el té o lo servían, reflexiones que suponía yo serían desagradables, sin entenderlas y de las que no perdía ni una palabra el individuo aludido.

Una vez, Gilberta, con motivo teatro, me causó una profunda de una función de tarde en un teatro, me causó una profunda sorpresa. Ella ya me había hablado antes de ese día, que era precisamente el aniversario de la muerte de su abuelo. Ïbamos a ir los dos, con su institutriz, a oír unos fragmentos de ópera, y Gilberta se vistió con intención de ir a ese concierto, y se mantenía en aquella actitud de indiferencia que solía mostrar por lo que íbamos a hacer, diciendo que no le importaba lo que fuese con tal de que a mí me agradara y diera gusto a sus padres. Antes de almorzar, su madre nos llamó aparte para decirle que a su padre no le gustaba que fueramos al concierto en un día como aquel. A mí me pareció muy natural. Gilberta permaneció impasible, pero se puso pálida de cólera, sin poder disimularlo, y no tornó a pronunciar una palabra. Cuando Swann volvió a casa su mujer se lo llevó al otro extremo del salón y le estuvo hablando al oído. Swann llamó a Gilberta y los dos se fueron a la habitación de al lado. Se oyó hablar fuerte, pero yo me negaba a creer que Gilberta, tan obediente, tan cariñosa y juiciosa, se resistiera a lo que su padre le pedía en un día como ése y por cause tan insignificante. Por fin Swann salió diciendo:

—Ya sabes lo que te he dicho. Ahora, tú haces lo que quieras.

Gilberta siguió con la cara tiesa durante todo el almuerzo y luego fuimos a su cuarto. De pronto, sin vacilar, como si no hubiese tenido un momento de duda, exclamó:

—¡Las dos! Ya sabe usted que el concierto empieza a las dos y media.

Y metió prisa a la institutriz.

Yo le dije:

—¿Pero no se molestará su padre de usted? —No, nada de eso.

—Pues parece que tenía miedo de que pareciese raro que fuera usted al teatro en un día así.

—¿Y qué me puede a mí importar lo que piensen los demás? Me parece grotesco eso de ponerse a pensar en los demás cuando se trata de cuestiones de sentimiento. Uno siente para sí y no para el público. La institutriz tiene muy pocas distracciones, y para ella es una fiesta ir al concierto; no lo voy a privar de eso para dar satisfacción a la galería.

Y cogió su sombrero.

—Pero, Gilberta —le dije yo, agarrándola del brazo—, no es por dar gusto a la galería, es por dar gusto a su padre de usted.

—Creo que no va usted a venirme ahora con observaciones —me gritó con dureza y soltándose vivamente.

Y aun me hacían los Swann más preciosos favores que llevarme con ellos al jardín de Aclimatación o al concierto, porque no me excluían ni siquiera de su amistad con Bergotte, causa de la seducción que primeramente me inspiraron cuando, aun antes de conocer a Gilberta, pensaba yo que su intimidad con el divino viejo la hubiese convertido para mí en la más ansiada de las amigas, aunque el desdén que yo debía de infundirle me quitaba toda esperanza de que me llevara jamás con él a visitar sus ciudades favoritas. Un día la señora de Swann me invitó a un almuerzo de cumplido. Yo no sabía quiénes iban a ser los invitados. A llegar, ya en el recibimiento, me sentí desconcertado por un incidente que me azoró mucho. La señora de Swann rara vez dejaba de poner en práctica esos usos que pasan por elegantes un determinado ario y luego no se mantienen y caen en el olvido (así, años antes tuvo su
handsome cab
[19]
,o mandaba imprimir en las invitaciones a un almuerzo que se trataba de
to meet
[20]
a un personaje de mayor o menor notoriedad). Muchas veces esas costumbres no tenían nada de misterioso ni exigían iniciación. Y así, siguiendo una insignificante innovación de aquellos años importada de Inglaterra, la señora de Swann hizo a su marido que se encargara tarjetas con el nombre de Carlos Swann precedido de la abreviatura "Mr.". Después de la primera visita que hice yo a su casa, la señora de Swann dejó en la mía uno de aquellos "cartones", como ella decía, con la punta doblada. A mí nunca me había dejado tarjeta nadie; sentí emoción, orgullo y gratitud tales, que junté todo el dinero que tenía para encargar una soberbia cesta de camelias, que mandé a la señora de Swann. Rogué a mi padre que fuera a dejar tarjeta en su casa, pero haciendo grabar previamente, y lo antes posible, delante de su nombre el "Mr.". No hizo caso de ninguno de ambos ruegos, lo cual me tuvo unos días desesperado, aunque luego me pregunté si no había hecho bien. Pero al fin y al cabo, aquella costumbre del "Mr.", aunque inútil, era clara. Pero no ocurría lo mismo con aquella otra que se me reveló el día del dicho almuerzo, pero sin revelárseme al mismo tiempo su significado. En el momento de ir a pasar del recibimiento al salón, el maestresala me entregó un sobre fino y alargado en el que estaba escrito mi nombre. Yo, sorprendido, le di las gracias, mientras que miraba el sobre. No sabía lo que hacer con él, como le ocurre a un extranjero con uno de esos menudos instrumentos que se ofrecen a los convidados en las comidas chinas. Vi que estaba cerrado; pensé que acaso pareciese indiscreción abrirlo enseguida, y me lo guardé en el bolsillo con aire de suficiencia. La señora Swann me había escrito unos días antes para que fuera a almorzar con ellos en petit comité. Y, sin embargo, había dieciséis personas, entre las cuales ignoraba yo por completo que estuviera Bergotte. La señora de Swann, que acababa de "nombrarme", como decía ella, a varias de esas personas, de pronto, inmediatamente detrás de mi nombre, y en el mismo tono (como si no fueramos más que dos invitados al almuerzo que debían sentir análoga satisfacción en conocerse), pronunció el de Bergotte, el suave y cano Cantor.

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