—Imagínese usted que esa gente ha empezado por destruir el parque de Lenótre, cosa tan punible como hacer tiras un cuadro de Poussin. Ya por eso tendrían que estar en la cárcel los tales Israel. Claro es —añadió, sonriéndose, tras un momento de silencio— que indudablemente había otros muchos motivos para que estén en la cárcel. En todo caso, figúrese usted el efecto que hace delante de un edificio de ese estilo un parque a la inglesa.
—Pero la casa es del mismo estilo que el Pequeño Trianón —dijo la señora de Villeparisis, y María Antonieta mandó poner allí un jardín a la inglesa.
—Sí, pero que echa a perder la fachada de Gabriel —respondió su sobrino—. Evidentemente, sería una salvajada hoy día mandar deshacer el Hameau. Pero cualesquiera que sean los gustos de hoy, no creo que un capricho de la señora de Israel tenga el mismo prestigio que un recuerdo de la reina.
Mientras tanto, mi abuela me hizo señas para que subiera a acostarme, a pesar de la insistencia de Saint-Loup, que, con gran bochorno mío, aludió delante del señor de Charlus a la tristeza que me asaltaba muchas noches antes de dormirme, tristeza que debió de parecer a su tío cosa muy poco viril. Esperé un momento, y, por fin, me fui; y me quedé muy sorprendido cuando un rato después llamaron a la puerta, y al preguntar quién era oí la voz del señor de Charlus, que decía con tono seco:
—Soy yo, Charlus. ¿Se puede? Caballero —prosiguió en el mismo tono, una vez que estuvo dentro y la puerta cerrada—, mi sobrino contaba hace un instante que se sentía usted un poco desasosegado antes de dormirse, y decía también que admira usted mucho los libros de Bergotte. Y como tengo en el baúl una obra suya, que probablemente no conoce usted, se la he traído para que le ayude a pasar este rato malo que tiene usted.
Di las gracias, muy emocionado, al señor de Charlus, y le dije que, al contrario, aquellas palabras de Saint-Loup sobre mi tristeza al llegar la noche me inspiraron el temor de que me juzgara más tonto aún de lo que yo era.
—No, no —respondió con tono más cariñoso—. Quizá no tenga usted mérito personal, eso muy pocas personas lo tienen. Pero por lo menos tiene usted juventud, y la juventud es una gran seducción. Además, caballero, la mayor de las tonterías es considerar censurables o ridículas las cosas que uno no siente. A mí me gusta mucho la noche, y a usted le da miedo; a mí me agrada oler las rosas, y a un amigo mío ese olor le da fiebre. Y no crea que por eso me figuro que vale menos que yo. Yo hago por comprenderlo todo y me abstengo de condenar ninguna cosa. Pero no se queje usted mucho; no digo que no sean dolorosos esos accesos de tristeza; ya sé yo que hay cosas que los demás no comprenden y que hacen sufrir mucho. Pero por lo menos tiene usted su cariño muy bien empleado en la persona de su abuela. La ve usted mucho, y además es un afecto lícito, es decir, correspondido. Pero hay muchos de los que no se podría decir lo mismo.
A todo esto estaba dándose paseos por la habitación de arriba abajo, mirando los objetos que había en el cuarto y cogiendo alguno para examinarlo. A mí me hacía la impresión de que tenía algo que anunciarme y no hallaba la manera de decírmelo.
—Tengo otro volumen de Bergotte aquí, voy a mandar que se lo traigan a usted —dijo.
Llamó, y al cabo de un momento apareció un
groom
.
—Vaya usted a buscarme al maestresala. Es el único de esta casa capaz de hacer un recado con cierto sentido común —añadió el señor de Charlus altivamente.
—¿Al señor Amando, caballero? —preguntó el
groom
.
—No sé cómo se llama; sí, creo que le he oído llamar Amando. Vaya ligero, que tengo prisa.
—Subirá en seguida, señor; acabo de verlo abajo —contestó el
groom
, que quería echárselas de enterado.
Pasó un rato, y el
groom
volvió a aparecer.
—Caballero, el señor Amando está ya acostado. Pero yo puedo hacer el encargo.
—No; mándele usted levantarse.
—Es imposible, caballero; no duerme aquí. —Entonces, déjenos en paz.
Yo dije al señor de Charlus cuando se hubo ido el
groom
:
—Pero es usted amabilísimo, tengo bastante con un libro de Bergotte.
—Sí, eso también es verdad. El señor de Charlus seguía dando paseos por la habitación. Transcurrieron unos minutos de esta manera, y luego, tras un momento de duda, se decidió a ejecutar la acción que había iniciado varias veces: girar sobre sus talones, lanzarme con una voz tan dura como cuando entró un "¡Buenas noches!" y salir de mi cuarto. A la mañana siguiente, el señor de Charlus, que había de marcharse ese día, se acercó a mí en la playa cuando yo iba a bañarme, con objeto de decirme de parte de mi abuela que me esperaba en cuanto saliera del agua; y después de los nobles sentimientos que había expresado la noche antes en mi cuarto, me chocó mucho oírle decir, pellizcándome el cuello, con una familiaridad y una risita muy vulgares:
—¿Qué, toma usted el pelo a su abuela, eh, sinvergüencilla?
—¡Cómo! ¡La quiero muchísimo! Caballero —me dijo, dando un paso atrás y con aire glacial— todavía es usted joven y debe aprovecharlo para aprender dos cosas: la primera, abstenerse de expresar sentimientos que se sobrentienden porque son naturalísimos; la segunda, no lanzarse impetuosamente a responder a una cosa que le han dicho a usted, sin enterarse antes de su significación. Si hubiese usted tomado esta precaución hace un momento se habría usted evitado pasar por el trance de hablar a tontas y a locas como un sordo y de añadir con eso un ridículo más al ridículo de llevar esas anclas bordadas en el traje de baño. Necesito ese libro de Bergotte que le he prestado a usted. Mándemelo antes de una hora con el maestresala de ese nombre risible que tan ancho le viene: es de suponer que a estas horas no estará acostado. Recuerdo que anoche le hablé a usted antes de lo debido de las seducciones de la juventud, y veo que le habría a usted hecho un favor más grande señalándole el atolondramiento, la incomprensión y las inconsecuencias de la juventud. Tengo la esperanza, joven, de que esta pequeña ducha le será tan saludable como el baño. Pero no se quede usted tan parado, puede usted coger frío. ¡Buenos días!
Indudablemente se arrepintió de esas palabras, porque algún tiempo más adelante recibí —con una encuadernación en tafilete que llevaba embutida en la tapa una placa de cuero representando una rama de miosotis en relieve— aquel libro que me prestó, y que yo le devolví en seguida, no por medio de Amando, que tenía "salida" aquel día, sino con el chico del
lift
.
Ya que se hubo marchado el señor de Charlus, Roberto y yo pudimos ir a cenar a casa de Bloch. Durante ese pequeño banquete me di cuenta de que aquellas historias que Bloch juzgaba tan divertidas sin serlo, y las personas insignificantes que él estimaba "muy curiosas", eran historias y amigos del señor Bloch padre. Hay mucha gente que empezamos a admirar en nuestra infancia: un padre más ingenioso que el resto de la familia, un profesor que se lleva él los méritos de la metafísica que nos revela, o un compañero más adelantado que uno do que fue Bloch en mi caso), que desprecia al Musset de la esperanza en Dios cuando a nosotros aún nos gusta, y que, en cambio, cuando hayamos llegado al buen Leconte o a Claudel seguirá extasiándose con aquello de:
A Saint-Blaise, á la Zuecca Vous étiez,
vous étiez bien aise.
[47]
y añadirá:
Padoue est un fort bel endroit
Oú de tres grands docteurs en droit…
Mais j'aime mieux la polenta…
Passe dans mon domino noir
[48]La Toppatelle
Y de las
Noches
tan sólo se quedará con estos versos:
Au Havre devant l'Atlantique
A Venise, á l'affreux Lido,
Oú vient sur l'herbe d'un tombeau
Mourir le pále Adriatique.
[49]
Y ocurre que de estas personas que admira uno con tanta confianza se recogen y se citan cosas muy inferiores a otras que rechazaríamos muy severamente si nos dejáramos guiar por nuestro verdadero gusto, lo mismo que un escritor utiliza en una novela, con el pretexto de que son verdad, "palabras" y personajes que en un conjunto vivo son, por el contrario, peso muerto, parte mediocre. Los retratos de Saint-Simon que escribió sin admirarse él son admirables; pero los rasgos de ingenio de algunas personas que conoció y que cita como cosa deliciosa son hoy día mediocres o incomprensibles. Él no se hubiera dignado inventar las cosas de madama Cornuel o de Luis XIV, que cuenta como muy finas o pintorescas, lo cual se observa en otros muchos escritores y se brinda a varias interpretaciones; por el momento nos basta con suponer que cuando el escritor se halla en el estado de ánimo del que "observa", está en nivel muy inferior al estado de espíritu del que crea.
Había, pues, dentro de mi compañero Bloch un Bloch padre retrasado cuarenta años con respecto al hijo, que contaba anécdotas ridículas, y que desde lo hondo de la persona de mi amigo se reía tanto como el Bloch padre exterior y real, porque a la risa que soltaba este último cuando se acababa la historieta, repitiendo dos o tres veces la frase final para que el público la saboreara bien, se sumaba la risa ruidosa con que el hijo saluda invariablemente en la mesa los cuentos paternales. Y por eso mi compañero Bloch, después de haber dicho cosas muy agudas, manifestaba su herencia de familia contándonos por trigésima vez algunas de esas gracias que el padre sacaba a relucir (juntamente con su levita) tan sólo los días solemnes en que Bloch hijo llevaba a casa a algún amigo digno de que se tomara el trabajo de deslumbrarlo: uno de sus profesores, un "compinche" que se llevaba todos los premios, etc.; aquella noche éramos Saint- Loup y yo. Eran cosas por este estilo: "Figúrense ustedes un crítico militar muy sabio que había deducido con gran golpe de pruebas las infalibles razones para que en la guerra ruso-japonesa los japoneses tuviesen que resultar vencidos y los rusos vencedores". O esta otra: "Es un personaje eminente que pasa por gran financiero en los círculos políticos y por gran político en los círculos financieros". Estas frases alternaban con dos anécdotas referentes al barón de Rothschild la una y a sir Rufus Israel la otra, personajes a quienes presentaba de un modo equívoco con objeto de que pudieran entenderse que Bloch padre había tratado personalmente a los dos millonarios.
Yo también me dejé coger en este lazo, y por la manera que tenía de hablar de Bergotte me creí que era un viejo amigo suyo. Y en realidad, Bloch padre conocía a todas las celebridades "sin conocerlas", por haberlas visto de lejos en el teatro o en la calle. Y llegaba a imaginarse que su propia figura, su nombre y su personalidad no les eran desconocidos a aquellos personajes, y que al verlo tenían que reprimir muchas veces un furtivo deseo de saludarlo. La gente de la aristocracia conoce a los hombres de talento directamente, los lleva a cenar a su casa, pero no por eso los comprende mejor. Y cuando ha vivido uno en ese ambiente, la estupidez de los individuos que lo forman inspira el deseo de verse en círculos sociales más modestos, en donde se conoce a los hombres de mérito "sin conocerlos", círculos sociales que consideramos más inteligentes de lo que son. Ahora iba yo a darme cuenta de eso hablando de Bergotte. El señor Bloch padre no era el único que lograba éxito en su casa. Mi amigo todavía tenía más con sus hermanas; les hablaba constantemente en tono gruñón, metiendo la nariz en el plato, y ellas lloraban de risa. Habían adoptado el idioma de su hermano, que hablaban corrientemente, como si fuera obligatorio y el único propio de seres inteligentes. Cuando llegamos, la mayor dijo a una de las otras:
—Ve a avisar al sabio padre y a la venerable mamá.
—Perras —les dijo Bloch—, os presento al caballero Saint- Loup, el de los dardos ligeros, que ha venido por unos días de Bonciéres, la villa de las casas de piedra fecunda en caballos.
Como tenía Bloch tanta vulgaridad como cultura, sus discursos solían terminarse con alguna broma mucho menos homérica:
—Vamos, cerraos un poco más esos peplos de los bellos broches: ¿qué escándalo es ese? ¡Que te crees tú eso!
Y las señoritas de Bloch se torcían entre tempestades de risa. Dije yo a su hermano las muchas alegrías que me había proporcionado el recomendarme que leyera a Bergotte, cuyos libros adoraba.
El señor Bloch padre, que no conocía a Bergotte más que de lejos y que no sabía de su vida más que lo que había oído contar al público del anfiteatro, tenía también una manera completamente indirecta de enterarse de sus obras por medio de juicios ajenos de apariencia literaria. Vivís ese señor en el mundo de los poco más o menos, donde se saluda en el 'vacío y se juzga en falso. Y lo raro es que en estos casos la inexactitud y la incompetencia no quitan seguridad a lo que se dice, antes al contrario. Como muy poca gente puede tener amistades de alcurnia y profunda cultura, resulta que, por milagro benéfico del amor propio, aquellas personas a quienes faltan esas cosas se consideran las más favorecidas porque la óptica de las escalas sociales hace suponer a todos que la mejor posición es la que uno ocupa, y tienen por mucho más desgraciados, por mucho menos afortunados y dignos de compasión a los seres superiores a ellos, y los mientan y los calumnian sin conocerlos, así como los juzgan y desdeñan sin haberlos comprendido. Y aun en los casos en que la multiplicación de los pocos méritos personales que uno tenga por el amor propio no baste para conquistar a cada cual la dosis de felicidad superior a la concedida a los demás, hay una cosa para colmar la diferencia, y es la envidia. Y si la envidia se expresa en frases desdeñosas, hay que traducir un "no quiero tratarlo" por un "no puedo tratarlo". Ese es el sentido intelectual de la frase, pero su sentido pasional es realmente "no quiero tratarlo". Sabe uno que eso no es verdad; pero, sin embargo, no se dice por mero artificio, se dice porque se siente, y ya eso basta para suprimir las distancias, esto es para ser feliz.
Gracias al egocentrismo, cualquier ser humano ve el universo tendido a sus pies, y él, rey. El señor Bloch padre se permitía el lujo de ser monarca implacable cuando por la mañana, mientras tomaba su chocolate, al ver en el periódico un artículo firmado por Bergotte, le concedía desdeñosamente una audiencia breve, pronunciaba su fallo y se daba el gustazo de repetir entre sorbo y sorbo del chocolate caliente: "¡Este Bergotte se ha vuelto ilegible! ¡Qué pelma es este tío bruto! Voy a dejar la suscripción. No cabe nada más embrollado que esta obra de confitería". Y tomaba otra rebanada de pan con manteca.