Esa insolencia que adivinaba yo en la persona del señor de Saint-Loup, con toda la rudeza natural que llevaba consigo, resultó comprobada, por la actitud que tomaba cada vez que pasaba por nuestro lado, con el cuerpo muy erguido, la cabeza echada atrás y la mirada impasible, más aún que impasible, y todavía no basta, implacable, porque de ella faltaba hasta ese vago respeto que se merecen los derechos de las demás criaturas aunque no conozcan a la tía de uno; ese derecho en virtud del cual mi actitud ante una señora anciana difería de mi actitud ante un farol. Esos modales de hielo estaban a mucha distancia de aquellas cartas encantadoras que, según me imaginaba yo unos días antes, habría de escribirme el marqués para decirme cuán simpático le era; a la misma que están las verdaderas ovaciones de la Cámara de la posición mediocre y pobre de un hombre de imaginación que se figura haber levantado los ánimos del Congreso y del pueblo con un discurso inolvidable, y que luego, después de haber soñado en alta voz, cuando se calman las falsas aclamaciones, se encuentra tan poca cosa como antes.
Cuando la señora de Villeparisis, sin duda para tratar de borrar la mala impresión que nos había hecho la apariencia de su sobrino, y que revelaba un temperamento orgulloso y malo, vino a hablarnos de la inagotable bondad de su sobrino-nieto (porque era hijo de una sobrina suya, tenía unos años más que yo), me admiré de la facilidad con que se atribuyen en este mundo condiciones de buen corazón a los que más seco lo tienen, por más que en otras ocasiones sean amables con las personas brillantes que forman parte de su ambiente social. Y la misma señora de Villeparisis añadió, aunque indirectamente, una confirmación a esos rasgos esenciales del carácter de su sobrino, que a mí ya no me cabían dudas, un día en que me los encontré a los dos en un camino muy estrecho y no tuvo más remedio que presentarme a él. Pareció como que no oía que le estaban nombrando a una persona, pues no se movió ni un músculo de su rostro; ningún resplandor de simpatía humana cruzó por su mirada; sólo mostraron sus ojos una exageración en la insensibilidad e inanidad del mirar, sin lo cual no se hubieran diferenciado en nada de espejos sin vida. Luego, mirándome fijamente y con dureza, como si quisiera enterarse bien de quién era yo antes de devolverme su saludo, por un movimiento brusco, que más bien parecía efecto de un reflejo muscular que acto de voluntad, alargó el brazo en toda su longitud y me tendió la mano a distancia, creando entre él y yo el mayor intervalo posible. Cuando al día siguiente me pasaron su tarjeta creí que era para un duelo. Pero no me habló más que de literatura, y después, de un largo rato de charla declaró que tenía muchos deseos de que todos los días pasáramos juntos algunas horas. En aquella visita no sólo dio pruebas de una afición vehemente a las cosas de la inteligencia, sino que me hizo patente una simpatía que se compaginaba muy mal con el saludo del día antes. Luego, cuando vi que saludaba de esa manera siempre que le presentaban a alguien, comprendí que era una simple costumbre de sociedad, propia de un sector de su familia y a cuya mecánica corporal lo había habituado su madre, que tenía interés en que estuviese admirablemente educado; hacía esos saludos sin fijarse en que los hacía, como no se fijaba en sus trajes o en sus caballos, siempre hermosos; eran cosa tan exenta de la significación moral que yo le atribuí al principio, y tan puramente artificial como otra costumbre que tenía: la de pedir que le presentaran inmediatamente a los padres de cualquier persona con quien trabara conocimiento, y tan instintiva ya, que al día siguiente de nuestra conversación, al verme se lanzó sobre mí, y sin decirme siquiera buenos días me pidió que le presentara a mi abuela, que estaba a mi lado, con la misma rapidez febril que si esa demanda obedeciese a algún instinto defensivo, como ese acto inconsciente de parar un golpe o de cerrar los ojos cuando vemos un chorro de agua hirviente, rapidez que nos preserva de un peligro que nos hubiera alcanzado un segundo después.
Y en cuanto pasaron los primeros ritos de exorcismos, lo mismo que un hada arisca se quita su primera apariencia y se presenta revestida de encantadoras gracias, vi cómo se convertía aquel ser desdeñoso en el muchacho más amable y más atento que conociera. "Bueno —me dije para mí—, me he equivocado, fui víctima de un espejismo; pero he triunfado del primero para caer en otro, porque seguramente éste es un gran señor enamorado de su nobleza y que quiere disimularla." Y en efecto, al cabo de poco tiempo, por detrás de la encantadora educación de Saint-Loup y de toda su amabilidad había de transparentarse para mí otro ser, pero completamente distinto de lo que yo me sospechaba. Aquel joven, con su aspecto de aristócrata y de sportsman desdeñoso, no sentía curiosidad ni estima más que por las cosas de la inteligencia, especialmente por esas manifestaciones modernistas de la literatura y del arte, que tan ridículas parecían a su tía; además, estaba imbuido de lo que ella llamaba las declamaciones socialistas, poseído de un gran desprecio hacia su casta y se pasaba horas y horas estudiando a Nietzsche y a Proudhon. Era uno de esos "intelectuales", muy prontos de admiración, que se encierran en un libro y no se preocupan más que de pensar elevadamente. Tanto, que la expresión en el joven Saint-Loup de esta tendencia muy abstracta, y que lo alejaba tanto de mis preocupaciones usuales, aunque me parecía conmovedora, me cansaba un poco. Y confieso que cuando me enteré bien de lo que había sido su padre, los días siguientes a mi lectura de unas memorias relativas a ese famoso conde de Marsantes, resumen de la elegancia especial de una época ya pasada, y me sentí con el ánimo lleno de sueños y deseoso de saber detalles de la vida que llevara el señor de Marsantes, me dio rabia que Roberto de Saint-Loup, en vez de limitarse a ser el hijo de su padre, en vez de ser capaz de guiarme por las páginas de aquella novela anticuada que fue su vida, se hubiese encumbrado hasta la admiración a Nietzsche y a Proudhon. Su padre no hubiera compartido esta idea mía. Era también hombre muy inteligente, que pasaba de las usuales fronteras de su vida de hombre de mundo. Apenas si tuvo tiempo de conocer a su hijo, pero su deseo vivísimo fue que valiera más que él. Y yo creo que, a diferencia de las demás personas de la familia, le hubiese admirado, alegrándose de que abandonara por la austera meditación aquellos motivos de liviana diversión que él tuvo, —y que sin decir nada, con su modestia de gran señor inteligente, habría leído a escondidas los autores favoritos de su hijo para apreciar bien la superioridad de Roberto.
Pero, en cambio, ocurría una cosa muy lamentable: mientras que el señor de Marsantes, por su amplitud de criterio, habría admirado a un hijo tan distinto de él como Roberto, en cambio mi amigo, como era de esas personas que se representan el mérito unido siempre a determinadas formas de arte y de vida, conservaba un recuerdo afectuoso, sí, pero un poco despectivo de aquel padre que no se preocupó en toda su vida más que de cacerías y carreras, que bostezaba oyendo a Wagner y tenía pasión por Offenbach. Saint-Loup no era lo bastante inteligente para comprender que el valor intelectual no tiene nada que ver con la adhesión a una determinada fórmula estética, y la intelectualidad de su padre le inspiraba un desdén análogo al que hubiesen podido sentir hacia Labiche o Boieldieu un hijo de Labiche o un hijo de Boieldieu que practicaran fervorosamente una literatura de lo más simbólico o una música de suma complicación.
"Apenas si he conocido a mi padre —decía —Roberto—. Dicen que era un hombre exquisito. Su desgracia fue vivir en una época tan deplorable. Nacer en el barrio de Saint-Germain y vivir en la época de
La hermosa Elena
es una catástrofe para la vida de un hombre. Quizá de haber sido un burgués de poca monta, fanático del "Ring", hubiese dado de sí otra cosa. Me dijeron que hasta le gustaba la literatura, aunque quién sabe si es verdad, porque lo que entendía por literatura es una serie de obras ya muertas."
Conmigo ocurría que yo consideraba a Roberto un poquito demasiado serio, y él, en cambio, no comprendía por qué no tenía yo más seriedad. Juzgaba todas las cosas por el peso de inteligencia que contienen, y como no se daba cuenta de los encantos de imaginación que encierran ciertas cosas que él estimaba frívolas, se extrañaba de que a mí —porque me juzgaba muy superior a él— me pudieran interesar. Ya desde los primeros días Saint-Loup conquistó a mi abuela, no sólo porque se ingeniaba para darnos incesantes pruebas de bondad, sino por la naturalidad con que lo hacía, como todas esas cosas. Y la naturalidad —sin duda porque en ella se siente la naturaleza bajo la capa del arte humano— era la cualidad favorita de mi abuela, tanto en los jardines, donde no le gustaba ver, como en el de Combray; arriates muy regulares, como en la cocina, en cuyo arte detestaba las "obras complicadas", que apenas si dejan reconocer los alimentos con que están hechas, y lo mismo en interpretación pianística, que no le agradaba muy esmerada y lamida; hasta tal punto, que tenía particular complacencia por las notas enlazadas, por las notas falsas de Rubinstein. Saboreaba mi abuela esa naturalidad hasta en los trajes de Saint-Loup, de fina elegancia, sin ninguna "gomosería" ni "artificio", sin almidón ni tiesura. Aun apreciaba más a aquel muchacho rico por la manera descuidada y libre que tenía de vivir con lujo, sin "olor a dinero", sin darse ninguna importancia; y le parecía deliciosa esa naturalidad hasta cuando se manifestaba por la incapacidad —que Saint-Loup conservaba, y que, por lo general, desaparece con la niñez al propio tiempo que ciertas particularidades fisiológicas de esa edad de dominar el gesto de modo que no se reflejen las emociones en la cara. Cualquier cosa que deseara, cualquier cosa con la que no había contado, aunque fuera un cumplido, determinaba en él un placer tan brusco, tan fogoso, tan volátil y tan expansivo,, que le era imposible contener y ocultar su impresión; inmediatamente le señoreaba el rostro un gesto de agrado; tras la finísima piel de sus mejillas se transparentaba vivo rubor, y sus ojos reflejaban confusión y alegría; y a mi abuela la emocionaba mucho ese gracioso aire de franqueza y de inocencia, que en Saint-Loup, por lo menos en la época en que nos hicimos amigos, era del todo sincero. Pero he conocido a otra persona, y como ella hay muchas, cuyo pasajero rubor responde a una sinceridad fisiológica, pero no por eso excluye la doblez moral; y muchas veces es tan sólo muestra de cuán vivamente sensibles al placer, hasta el punto de verse desarmados delante de él y obligados a confesárselo a los demás, son ciertos caracteres capaces de las peores villanías. Pero donde más adoraba mi abuela la sencillez de Saint-Loup era en su manera de confesar sin rodeos lo simpático que yo le era, simpatía que expresaba con palabras tales que a ella misma decía que no se le habrían ocurrido otras más justas y cariñosas, palabras dignas de la firma "Sévigné y Beausergent"; no sentía cortedad para burlarse de mis defectos que había discernido en seguida con finura que encantó a mi abuela—, pero cariñosamente, lo mismo que lo hubiera hecho ella, y exaltando luego mis buenas cualidades con acaloramiento y naturalidad, exentas por completo de esa reserva y frialdad con la que suelen creer que se dan importancia los mozos de sus años. Y mostraba tan vigilante atención para evitarme cualquier molestia, para echarme una manta por las piernas sin que yo me diera cuenta, en cuanto refrescaba, para quedarse conmigo más tarde que de costumbre si me veía triste o malhumorado, que a mi abuela ya llegó a parecerle excesiva desde el punto de vista de mi estado de salud —porque quizá me convenía menos mimo—; pero, en cambio, considerada como prueba de afecto a mí, le llegaba al corazón.
Muy pronto quedó convenido entre nosotros que éramos amigos íntimos y para siempre; Roberto hablaba de "nuestra amistad" como si se refiriera a alguna cosa importante y deliciosa que tuviese existencia fuera de nosotros mismos, y en seguida llegó a llamarla la mayor alegría de su vida: la mayor, claro es, después del amor que sentía por su querida. Sus palabra me causaban un sentimiento como de tristeza, y no sabía qué contestar, porque la verdad era que cuando estaba hablando con él —e indudablemente lo mismo me pasaba con los demás— no me era posible sentir esa felicidad que gozaba en cambio cuando estaba yo solo, sin compañía alguna. Porque en esos momentos en que no había nadie a mi lado, a veces sentía afluir de lo hondo de mi ser alguna impresión de esas que me causaban delicioso bienestar. Pero en cuanto estaba con alguien, en cuanto me ponía a hablar con un amigo, mi espíritu daba media vuelta, de modo que mis pensamientos se dirigían ya a mi interlocutor y no a mí, y en cuanto seguían ese orden inverso dejaban de procurarme placer alguno. Cuando me separaba de Saint-Loup iba yo poniendo cierto orden, con ayuda de las palabras, en aquellos minutos confusos que había pasado con él — me decía a mí mismo que tenía un amigo de verdad, que eso es una cosa rara; pero el sentirme rodeado de cosas difíciles de adquirir me causaba una sensación opuesta al placer que en mí era natural: opuesta al placer de haber extraído de mi alma para llevarla a plena claridad una cosa que estaba allí encerrada en su penumbra. Si me había pasado dos o tres horas hablando con Roberto de Saint-Loup, que admiro mucho lo que yo le dije, sentía luego una especie de remordimiento, de cansancio y de pesar por no haberme estado yo solo y en disposición de trabajar por fin. Entonces me replicaba que no sólo es uno inteligente para sí mismo, que a los espíritus más excelsos les gustó ser estimados, y que no podía considerar como horas perdidas aquéllas que pasé en construir un elevado concepto de mí en el ánimo de mi amigo; me convencía fácilmente de que debía tenerme por feliz y deseaba con vivo ardor no perder nunca ese motivo de felicidad precisamente porque no la había sentido realmente. Los bienes cuya desaparición más teme uno son aquellos que existen fuera de nosotros porque el corazón no llegó a apoderarse de ellos. Me sabía yo capaz de poner en práctica todas las virtudes de la amistad mejor que muchos (porque yo siempre colocaba el bien de mis amigos por delante de mis intereses personales, de los cuales no prescinden nunca otras personas, y que para mí no existían); pero no podía alegrarme un sentimiento que en vez de agrandar las diferencias existentes entre mi alma y las de los demás —esas que existen entre todas las almas—, contribuiría a borrarlas. En cambio, a ratos mi pensamiento discernía en Saint- Loup un ser general, el "noble", que a modo de espíritu interno regía el movimiento de sus miembros, ordenaba sus acciones y ademanes; y en esos momentos, aunque estaba en su compañía, me sentía solo como delante de un paisaje cuya armonía comprendiera mi ánimo. No era ya más que un objeto que mis ideas querían profundizar bien. Y experimentaba gran alegría, pero no de amistad, sino de inteligencia, cada vez que volvía a encontrar en mi amigo ese ser anterior, secular, el aristócrata que Roberto no quería ser. Y en la agilidad moral y física que revestía de tanta gracia a su amabilidad, en la soltura con que ofrecía su coche a mi abuela y la ayudaba a subir, en la destreza con que saltaba del pescante cuando temía que tuviese yo frío, para echarme por los hombros su propio abrigo, veía yo algo más que la flexibilidad hereditaria de esos grandes cazadores que desde muchas generaciones atrás eran los antepasados de ese muchacho que no aspiraba a otra cosa que a la intelectualidad, algo más que ese desdén hacia las riquezas, que en él se aliaba al amor a la riqueza porque dé esa manera podría obsequiar mejor a sus amigos y lo capacitaba para poner todo el lujo de que él disponía a sus pies con aire indiferente; veía yo sobre todo la certidumbre o la ilusión que tuvieron esos grandes señores de ser "más que los demás", por lo cual no ligaron a Saint-Loup ese deseo de mostrar que se "es tanto como los demás", ese miedo a mostrarse demasiado afectuoso, que en él no se daba nunca y que afea tan torpe y desdichadamente las más sinceras amabilidades plebeyas. Me censuraba yo a veces por ese placer de tomar a mi amigo como una obra de arte, por considerar el funcionamiento de todas las partes de su persona como armoniosamente gobernado por una idea general de la que dependía, pero que a él le era desconocida, y que, por consecuencia, no añadía nada nuevo a sus cualidades peculiares, a ese valor personal de inteligencia y moralidad que en tanto estimaba Saint-Loup.