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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

A la sombra de las muchachas en flor (41 page)

"Es lo mismo que esas novelas de Stendhal que a usted parece que le gustan tanto. Le hubiera asombrado hablándole a él en ese tono. Mi padre, que solía verlo en casa del señor Mérimée —ése sí que tenía talento, ve usted—, me ha dicho muchas veces que Beyle, porque se llamaba así, era terriblemente vulgar, pero muy ingenioso en la mesa, y no se hacía ilusiones respecto a sus libros. Es decir, usted mismo habrá visto cómo contestó encogiéndose de hombros a los desmesurados elogios del señor de Balzac. En esto, por lo menos, era hombre de buen tono." Poseía autógrafos de todos esos literatos, y parecía muy convencida de que gracias a las relaciones particulares que su familia tuvo con estos artistas, ella los juzgaba con mayor justicia que los jovenzuelos como Yo, que no pudieron tratarlos. "Me parece que puedo hablar de ellos porque iban a casa de mi padre; y, corno decía el señor Sainte Beuve, que tenía mucha gracia, con respecto a esos escritores, hay que creer a los que los vieron de cerca y pudieron juzgar exactamente lo que valían."

A veces, cuando el coche iba subiendo por una cuesta entre tierras labrantías, seguían a nuestro carruaje unos cuantos tímidos ancianos, parecidos a los de Combray, que daban mayor tono de realidad al campo y eran como señal de autenticidad, igual que esa preciosa florecilla con que firmaban sus cuadros algunos 'pintores antiguos. El andar de nuestros caballos nos separaba de ellos muy pronto, pero a poco ya veíamos otro que nos esperaba y había plantado en la hierba su estrella azul; algunos se atrevían a llegarse al borde de la carretera, y con esas florecillas domésticas y con mis recuerdos lejanos se iba formando una nebulosa.

Bajábamos la cuesta, y entonces nos cruzábamos ella a pie, en bicicleta, en un carricoche o en un carruaje, con alguna criatura —flores del día claro, pero que no son como las de los campos, porque cada cual encierra en sí una cosa que no existe en las demás, por lo cual no podemos satisfacer el deseo que nos inspire con una semejante suya—: moza de granja que arreaba su vaca, o medio acostada en una carreta; hija de tendero en asueto, o elegante señorita sentada en la banqueta del landó, enfrente de sus papás. Cierto que Bloch me abrió una era nueva y cambió para mí el valor de la vida el día que me enseñó que mis solitarios sueños en los paseos por el lado de Méséglise, cuando deseaba yo que pasara una moza del campo para cogerla en mis brazos, no! Eran pura quimera sin correspondencia alguna fuera de mí, sino que toda muchacha que uno se encontrara, campesina o ciudadana, estaba en disposición de satisfacer semejantes deseos. Y aunque ahora, por estar malo y no salir nunca solo, no podía disfrutar de esos placeres, sin embargo, me sentía alegre como niño nacido en una cárcel o en un hospital que, después de haberse figurado por mucho tiempo que el organismo humano no digiere más que pan seco y medicinas, se entera un día de que albaricoques, melocotones y uvas no son mero ornamento de los campos sino deliciosos alimentos asimilables. Y aunque el carcelero o el enfermero no le dejen coger esas frutas tan hermosas, el mundo ya le parece mejor y más clemente la vida. Porque un deseo se hermosea a nuestros ojos, y nos apoyamos en él con mayor confianza cuando la realidad externa se adapta a tal deseo, aun cuando no sea realizable para nosotros. Y pensamos con más alegría en una vida en que podamos imaginar la posibilidad de llegar a satisfacerlo, una vez que apartemos por un instante de nuestra mente el pequeño obstáculo accidental y particular que nos impide hacerlo en verdad. Y en lo que concierne a las guapas muchachas que veía yo pasar, desde el día que supe yo que aquellas mejillas podían besarse me entró curiosidad por su alma. Y el universo me pareció de más interés.

El coche de la señora de Villeparisis iba de prisa. Apenas si me daba tiempo a ver a la chiquilla que se encaminaba hacia nosotros; y, sin embargo, como la belleza de los seres humanos no es igual que la de las cosas, y sentimos muy bien que pertenece a una criatura única, consciente y de libre querer, en cuanto su individualidad, alma vaga, voluntad desconocida, se pintaba en imagen menuda prodigiosamente reducida, pero completa, en el fondo de su distraído mirar, inmediatamente misteriosa réplica del polen preparado para el pistilo sentía en mí el embrión vago, minúsculo también, de no dejar pasar a aquella muchacha sin que su pensamiento tuviera conciencia de mi persona, sin impedir que sus deseos se dirigieran a otro hombre, sin entrarme yo en esas ilusiones y señorear su corazón. Mientras tanto, el coche se alejaba, la muchacha se quedaba atrás, y como carecía con respecto a mí de toda noción de las que constituyen una persona, sus ojos, apenas vistos, ya me habían olvidado. ¿Me parecía tan hermosa quizá por haberla visto así, tan fugazmente? Puede ser. En primer término, la imposibilidad de pararnos junto a una mujer, el riesgo que corremos de no volver a encontrarla ningún día más, le infunden bruscamente el mismo encanto con que revisten a un determinado país la enfermedad o la falta de recursos que nos impiden visitarlo, o con que reviste a los días que nos quedan por vivir la idea del combate en que de seguro sucumbiremos. De modo que si no hubiera costumbre la vida debería parecer deliciosa a esos seres que estuviesen amenazados con morir en cualquier momento, es decir, a todos los humanos, Además, si la imaginación se siente arrastrada por el deseo de lo que no podemos poseer, su impulso no está limitado por una realidad perfectamente percibida en esos encuentros en que los encantos de una mujer que vemos pasar suelen estar en relación directa con lo rápido de su paso. A poco que obscurezca, y con tal que el coche vaya aprisa, en campo o en ciudad, no hay torso femenino mutilado, como un mármol antiguo, por la velocidad que nos arrastra y por el crepúsculo que lo ahoga, que no nos lance, desde un recodo del camino o desde el fondo de una tienda, las flechas de la Belleza; esa Belleza que sería cosa de preguntarse si en este mundo consiste en algo más que en la parte de complemento que nuestra imaginación, sobreexcitada por la pena, añade a una mujer que pasa, fragmentaria y fugitiva.

Si yo hubiera podido bajar del carruaje y hablar con la muchacha que pasaba, quizá me habría desilusionado cualquier imperfección de su cutis, que desde el coche no se podía ver. (Y, entonces, de pronto, todo esfuerzo para penetrar en su vida habríaseme representado cosa imposible. Porque la belleza no es más que una serie de hipótesis y la fealdad la reduce interponiéndose en aquel camino que veíamos ya abrirse hacia lo desconocido.) Quizá una sola palabra suya, una sonrisa, me habrían dado una clave o cifra inesperada para comprender la expresión de su rostro o de su porte, que inmediatamente me parecerían ya superficiales. Es muy posible, porque en mi vida me he encontrado con muchachas tan deliciosas como esos días en que estaba yo con una persona muy seria, de la que no podía separarme a pesar de los mil pretextos que inventaba; algunos años después de mi primer viaje a Balbec, en París, iba yo en coche con un amigo de mi padre, cuando vi una mujer andando muy de prisa en la obscuridad de la noche; se me ocurrió que era disparatado el perder por un motivo de cortesía mi parte de felicidad en la única vida que hay indudablemente; me apeé sin excusa alguna y me eché en busca de la desconocida; se me perdió en los cruces de las calles, di con ella en un tercero, y por fin, todo sin aliento, me vi cara a cara con la vieja señora de Verdurin, de la cual iba yo siempre huyendo, y que me dijo, muy contenta y extrañada: "¡Qué amabilidad tan grande haber corrido para venir a saludarme!"

Aquel año, en Balbec, siempre que tenía alguno de esos encuentros, aseguraba a mi abuela y a su amiga que mejor sería que me volviese a pie yo solo. Pero no querían dejarme bajar. Y entonces añadía esa guapa moza (mucho más difícil de volver a encontrar que un monumento, porque era anónima y móvil), a la colección de todas aquellas otras muchachas que me tenía yo prometido ver algún día de cerca. Sin embargo, hubo una que pasó varias veces por delante de mí, y en tales circunstancias, se me figuró que podría conocerla como yo quisiese. Era una lechera que iba de una casa de labor a llevar al hotel la nata que se necesitaba. Me creí que me había conocido, y, en efecto, me miraba con una atención motivada probablemente por el asombro que le causaba la atención mía. Al otro día me estuve toda la mañana descansando, y cuando a las doce entró Francisca a descorrer las cortinas me entregó una carta que habían dejado para mí en el hotel. No conocía yo a nadie en Balbec. Y no dudé un instante que aquella carta era de la moza de la leche. Pero, por desgracia, no había nada de eso: Bergotte, de paso en Balbec, estuvo a visitarme, y al enterarse de que estaba descansando me dejó unas líneas muy amables; y el
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puso en el sobre la dirección aquella que yo me figuré escrita por la lechera. Tuve una gran decepción, y la idea de que era cosa mucho más difícil y halagüeña tener una carta de Bergotte en nada me consoló de que no fuese de la lechera. Y ocurrió que a aquella muchacha no volví a verla más, como me sucedía con las otras que veía tan sólo yendo en coche. Y el ver a tanta moza y el perderlas a todas aumentaba el estado de agitación en que vivía; así, que llegué a juzgar muy sabios a esos filósofos que nos recomiendan que limitemos nuestros deseos (siempre que quieran hablar del deseo que nos inspiran las personas, porque ése es el único que, por aplicarse a lo desconocido consciente, puede causarnos ansiedad. Sería completamente absurdo suponer que la filosofía se refiera al deseo de las riquezas). Pero no me parecía del todo perfecto ese género de sabiduría, porque, al fin y al cabo, por esos encuentros se me aparecía más hermoso un mundo que deja crecer así en todos los caminos del campo unas flores tan vulgares y a la par tan raras, tesoros fugitivos del día, regalos del paseo, que dan sabor nuevo a la vida y que sólo por circunstancias contingentes que tal vez no se volvieran a repetir, no podía yo gozar ahora.

Pero quizá al esperar que algún día, con más libertad, pudiese yo encontrarme en otros caminos con muchachas de esas no hacía yo otra cosa sino empezar a falsear ese elemento, exclusivamente individual, que tiene el deseo de vivir junto a una mujer que nos pareció bonita; y por el mero hecho de admitir la posibilidad de que naciera artificialmente reconocía yo implícitamente su cualidad de ilusión.

Un día la señora de Villeparisis nos llevó a Carqueville, donde estaba esa iglesia toda cubierta de hiedra de que nos hablara, iglesia colocada en un otero y que domina al pueblo y al río con su puentecito de la Edad Media; mi abuela, figurándose que me agradaría quedarme yo solo para ver el monumento, propuso a su arraiga que fuesen a merendar a la pastelería, a aquella placita que se veía perfectamente desde allí, y que con su pátina dorada era como una parte de un objeto antiguo, distinta de las demás. Quedamos en que yo iría a buscarlas. Para reconocer una iglesia en aquel bloque de verdura que tenía delante me fue menester un esfuerzo que me puso más en contacto con la idea de iglesia; en efecto, lo mismo que esos estudiantes que cogen mejor el sentido de una frase cuando por medio de un ejercicio de versión o de tema los obligan a despojarla de las formas a que están acostumbrados, yo, que no solía necesitar esa idea de iglesia al verme delante de torres que se daban a conocer por sí mismas, ahora tenía que llamarla en mi auxilio constantemente con objeto de no olvidarme de que el arco que formaba aquella parte de la hiedra era el de una vidriera ojival y de que aquel saliente de las hojas se debía al relieve de un capitel. Pero entonces se movía un poco de viento, y hacía estremecerse a todo aquel pórtico, que se llenaba de ondulaciones temblorosas y sucesivas como oleadas de luz; las hojas se estrellaban unas contra otras, y la fachada vegetal, toda trémula, arrastraba acariciadoramente tras ella los pilares ondulantes y huidizos.

Al salir de la iglesia vi delante del puente viejo a unas muchachas del pueblo, que, sin duda, por ser domingo, estaban muy emperejiladas, diciendo cosas a los mozos que pasaban por allí. Había una peor trajeada que las otras, pero que, al parecer, tenía algún ascendiente sobre ellas —porque apenas si contestaba a lo que le decían—; alta, de aspecto más serio y voluntarioso, medio sentada en el resalto del puente, con las piernas colgando; tenía delante un cacharrito lleno de peces, acabados de pescar por ella probablemente. Era de tez morena y de ojos suaves, pero con la mirada desdeñosa para lo que tenía alrededor; la nariz, menuda, muy fina y deliciosa de forma. Posé la vista en su cara, y en rigor mis labios pudieron creerse que habían ido detrás de mi mirada. Pero no sólo quería yo llegar a su cuerpo, sino a la persona que vivía en él, esa persona con la que parece que entra uno en contacto cuando llama su atención, y en la que nos parece que penetramos cuando le sugerimos una idea.

Y aunque vi que mi propia imagen se reflejaba furtivamente en el espejo de la mirada de la hermosa pescadora, según un índice de refracción para mí tan desconocido como si se hubiese colocado en el campo visual de una cierva, aun dudé yo si había 'penetrado en el ser interior de la moza, si no me seguía tan cerrado como antes. Pero a mí no me habría bastado con que mis labios bebiesen el placer de los suyos, sino que también los míos habían de darle a ella ese placer; y del mismo modo deseaba yo que la idea de mí entrara en ese ser, que se prendiera a él, no sólo me ganara su atención, sino también su admiración y su deseo, que la obligara a conservar mi recuerdo hasta el día en que pudiese volver a encontrarla. Mientras tanto, estaba viendo a unos pasos de allí el sitio en donde me habría de esperar el coche de la señora de Villeparisis. No tenía a mi disposición más que un momento; además, veía que las muchachas empezaban ya a reírse de verme parado. Llevaba cinco francos en el bolsillo. Los saqué, y antes de explicar a la moza lo que le iba a encargar, para tener más probabilidades de que me hiciera caso, le enseñé la moneda.

—¿Querría usted hacerme un favor —dije a la pescadora—, ya que parece que es usted del pueblo? Es llegarse a fina pastelería que dicen que está en una plaza yo no sé dónde; debe de haber allí un coche esperándome. Mire usted: para no confundirse, pregunta usted si es el coche de la marquesa de Villeparisis. Pero no hay duda, ya lo verá usted; es un coche de dos caballos.

Esto es lo que yo quería que ella supiera, para que formase de mí muy buena idea. Pero en cuanto pronuncié las palabras "marquesa" y "dos caballos", de pronto me sentí muy tranquilo. Vi que la pescadora se acordaría de mí, y vi que se disipaba con mi temor a no volverla a encontrar nunca una parte de mi deseo de volverla a encontrar. Me pareció que acababa de tocar su persona con labios invisibles y que yo le había gustado. Y este violento adueñarme de su espíritu, esa posesión inmaterial le hicieron perder tanto misterio como le habría quitado la posesión física.

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