Bajamos hacia Hudimesnil; de repente me invadió esa profunda sensación de dicha que no había tenido desde los días de Combray; una dicha análoga a la que me infundieron, entre otras cosas, los campanarios de Martinville. Pero esta vez esa sensación quedó incompleta. Acababa de ver a un lado de] camino en la escarpa por dónde íbamos tres árboles que debían de servir de entrada a un paseo cubierto; no era la primera vez que veía ye aquel dibujo que formaban los tres árboles, y aunque no pude encontrar en mi memoria el lugar de donde parecían haberse escapado, sin embargo, me di cuenta de que me había sido muy familiar en tiempos pasados; de suerte que como mi espíritu titubeó entre un año muy lejano y el momento presente, los alrededores de Balbec vacilaron también, y me entraron dudas de si aquel paseo no era una ficción, Balbec un sitio donde nunca estuve sino en imaginación, la señora de Villeparisis un personaje de novela, y los tres árboles añosos, la realidad esa con que se encuentra uno al alzar la vista del libro que se estaba leyendo y que nos describía un ambiente en el cual se nos figuró que nos hallábamos de verdad.
Miré los tres árboles; los veía perfectamente, pero mi ánimo tenía la sensación de que ocultaban alguna cosa que no podía él aprehender; así ocurre con objetos colocados a distancia, que, aunque estiremos el brazo, nunca logramos más que acariciar su superficie con la punta de los dedos, sin poder cogerlos. Y entonces descansa uno un momento para alargar luego el brazo con más fuerza aún, a ver si llega más allá. Pero para que mi espíritu hubiese podido hacer lo mismo y tomar impulso habría sido menester que estuviera yo solo. ¡Cuánto me hubiese alegrado de poder aislarme un rato, como en los paseos por el lado de Guermantes, cuando me separaba de mis padres! Parecía como si algo me mandara hacerlo. Reconocía yo esa clase de placer, que requiere, es cierto, un determinado trabajo del pensamiento replegándose sobre sí mismo; pero esfuerzo muy grato comparado con esas mediocres satisfacciones del abandono y la renuncia. Tal placer, de cuyo objeto apenas si tenía un vago presentimiento y casi necesitaba crearlo yo mismo, lo sentía en muy raras ocasiones; pero cada vez que así ocurría que habían pasado hasta entonces se me figuraba que las cosas no tenían importancia y que haciéndome a su realidad me sería dable comenzar por fin la verdadera vida. Me puse la mano delante de los ojos para poder tenerlos cerrados sin que la señora de Villeparisis se diera cuenta Por un momento no pensé en nada, y luego, con el pensamiento concentrado, recogido con más fuerza, salté hacia adelante en dirección a aquellos tres árboles, o, mejor dicho, en aquella dilección interior en donde yo los veía dentro de mí mismo. Otra vez sentí tras ellos la existencia de un objeto conocido, pero vago, que no pude atraerme. Entretanto, el coche andaba y yo los veía acercarse. ¿En dónde los había visto ya? En los alrededores de Combray no había ningún paseo que empezara así. Tampoco cabía el lugar que me recordaban en aquel campo alemán donde fui un año a tomar aguas con la abuela. ¿Sería acaso que venían de unos años muy remotos de mi vida, borrado ya enteramente en mi memoria el paisaje que los rodeaba, y que, igual que esas páginas que se encuentra uno de pronto, todo emocionado, en un libro que creíamos no haber leído, eran lo único que sobrenadaba del libro de mi primera infancia? ¿Formaban parte, por el contrario, de esos paisajes de ilusión, siempre idénticos, al menos para mí, porque en mi caso el aspecto extraño de esos paisajes no era más que la objetivación en sueños del esfuerzo que hacía cuando despierto por llegar hasta el misterio que se escondía tras las apariencias de un lugar determinado donde yo lo presentía, o de ese otro esfuerzo para volver a introducir el misterio en un sitio que estuve deseando conocer mucho tiempo, y que me pareció superficial en cuanto logré verlo, como me pasó con Balbec? ¿Eran imagen recién desprendida de un sueño de la noche anterior, pero tan borrosa que me parecía venir de mucho más lejos? ¿O sería quizá que no los había visto nunca y que ocultaban tras su realidad una significación obscura, tan difícil de descubrir como un remoto pasado, y por ello al solicitarme para que profundizara en un pensamiento se me figuraba que reconocía un recuerdo? ¿O acaso no encerraban pensamiento alguno y el cansancio de mi vista era la causa de que se me representaran dobles en el tiempo, como a veces ve uno doble en el espacio? No lo sabía: Mientras tanto iban viniendo hacia mí; aparición mítica acaso, ronda de brujas o de normas que me proponían sus oráculos. Yo me creí más bien que eran fantasmas del pasado, buenos compañeros de mi infancia, amigos desaparecidos que invocaban nuestros comunes recuerdos. Y lo mismo que sombras, parecía como que me pedían que los llevara conmigo, que los devolviera a la vida. En sus ademanes sencillos y fogosos percibía yo la impotente pena de un ser amado que perdió el uso de la palabra y se da cuenta de que no podrá decirnos lo que quiere y de que nosotros no sabremos adivinarlo. En una encrucijada el coche los dejó atrás. El coche, que me arrastraba en dirección opuesta a lo único que yo consideraba como cierto, a lo que me hubiera hecho feliz de verdad, y se parecía en eso a mi vida.
Vi cómo se alejaban los árboles, agitando desesperadamente sus brazos, cual si me dijeran: "Lo que tú no aprendas hoy de nosotros nunca lo podrás saber. Si nos dejas caer otra vez en el camino ese desde cuyo fondo queríamos izarnos a tu altura, toda una parte de ti mismo que nosotros te llevábamos volverá por siempre a la nada". Y, en efecto, aunque más adelante encontré otra vez esa clase de placer y de inquietud que acababa de sentir, y una noche me entregué a él —tarde, sí, pero para siempre—, ello es que nunca supe lo que querían traerme esos árboles ni dónde los había visto. Y cuando el cache cambió de dirección, les volví la espalda y dejé de verlos, mientras que la señora de Villeparisis me preguntaba por qué estaba tan preocupado; me sentía tan triste como si acabara de morírseme un amigo, de morirme yo mismo, de renegar a un muerto o a un Dios.
Ya era hora de pensar en la vuelta. La señora de Villeparisis, que sentía la Naturaleza con más frialdad que mi abuela, pero con sentido para apreciar no sólo en los museos y en los palacios aristocráticos la belleza majestuosa y sencilla de ciertas cosas antiguas, decía al cochero que tomara por el camino viejo de Balbec, muy poco frecuentado, pero que tenía a los lados dos hileras de olmos que nos parecían admirables.
Cuando ya conocimos bien esa carretera antigua volvíamos, para variar, si es que a la ida no pasábamos por allí, por otro camino que cruzaba los bosques de Chantereine y Canteloup. La invisibilidad de los innumerables pájaros que se respondían de árbol a árbol por todos lados daba la misma impresión de descanso que cuando sé tienen los ojos cerrados. Encadenado a mi banqueta del coche como Prometeo a su roca, iba yo escuchando a aquellas mis Oceánidas. Y cuando veía por casualidad a alguno de los pájaros pasar por detrás de unas hojas, había tan poca relación aparente entre él y sus trinos, que yo me resistía a ver en ese cuerpecillo saltarín, asustado y ciego, la causa de los cantos.
Aquel camino era como tantos otros de esta clase que suelen encontrarse en Francia; subía una cuesta bastante pendiente, y luego iba descendiendo muy poco a poco, en un trecho muy largo. En aquellos momentos no me parecía muy seductor, me alegraba de volver a casa. Pero más tarde se me convirtió en fuente de alegrías porque se me quedó en la memoria como un recuerdo, en el que irían a empalmarse todos los caminos parecidos por donde yo había de pasar más adelante en paseos o viajes, sin solución de continuidad, y que, gracias a él, podía ponerse en comunicación con mi corazón. Porque en cuanto el coche o el automóvil se entrara por una de esas carreteras que semejase continuación de la que recorríamos con la señora de Villeparisis, mi conciencia actual encontraría para apoyarse como en su más reciente pasado (abolidos todos los años intermedios) las impresiones que sentía en aquellos atardeceres paseando por los alrededores de Balbec cuando las hojas olían tan bien e iba elevándose la bruma, cuando más allá del primer pueblecillo la puesta de sol entre los árboles era como otro pueblo más, forestal, distante, al que no podríamos llegar aquella misma tarde. Y esas impresiones, enlazadas con las que experimentaba ahora en otras tierras y caminos semejantes a aquéllos rodeadas de todas las sensaciones accesorias de respirar libremente, de curiosidad, de indolencia, de apetito y de alegría, a ellas inherentes, habían de reforzarse, habían de adquirir la consistencia de un tipo particular de placer, casi de un marco de vida con el que rara vez volvería a encontrarme y en el cual el despertar de los recuerdos colocaba en medio de la realidad percibida efectivamente una gran parte de realidad evocada, soñada e inasequible, que me inspiraba en esas regiones por donde cruzaba algo más que un sentimiento estético: el deseo pasajero, pero exaltado, de vivir allí para siempre. Y muchas veces la fragancia de una enramada ha bastado para que se me apareciera eso de ir sentado en una carretela frente a la marquesa de Villeparisis, y cruzarnos con la princesa de Luxemburgo, que le decía adiós desde su coche, y volver a cenar en el Gran Hotel, como felicidad inefable que ni el presente ni el porvenir pueden traernos y que no se disfruta más que una vez en la vida.
Muchas veces se hacía de noche antes de que estuviéramos de vuelta en Balbec. Yo, con mucha timidez, señalando a la lana, citaba a la señora de Villeparisis alguna frase bonita de Chateaubriand, de Vigny o de Hugo: "Difundía el viejo secreto de su melancolía", o "Llorando cual Diana junto a sus fuentes", o "La sombra era nupcial, augusta y solemne".
—¿Y eso le parece a usted bonito? —me preguntaba la marquesa—, ¿es decir, genial, según usted? Le diré a usted que a mí me asombra ver cómo se toman ahora en serio las cosas que los amigos de esos caballeros, aun haciendo plena justicia a sus méritos, eran los primeros en echar a broma. Entonces no se prodigaba el calificativo de genio como hoy, porque si ahora le dice usted a un escritor que no tiene más que talento, lo toma como una injuria. Me ha citado usted una gran frase del señor de Chateaubriand sobre la luz de la luna. Pues va usted a ver cómo ten— mis motivos para ser refractaria a su belleza. El señor de Chateaubriand iba mucho a casa de mi padre. Era simpático cuando no había gente, porque entonces se mostraba muy sencillo y entretenido; pero en cuanto había público comenzaba a darse tono y se ponía ridículo; sostenía delante de mi padre que le había tirado al rey a la cara su dimisión, y que había dirigido el cónclave, sin acordarse de que a mi propio padre le había encargado que suplicara al rey que lo volviese a aceptar y que había hecho pronósticos disparatados respecto a la elección del Papa. ¡Había que oír hablar de ese conclave al señor de Blacas que era otra clase de persona que el señor de Chateaubriand! Y las frases esas de la luna llenaron a ser en casa una institución gravosa. Siempre que había luna y hacía claro por los alrededores del castillo, si teníamos un invitado nuevo se le aconsejaba que se llevara al señor de Chateaubriand a dar una vuelta después de cenar. Y cuando volvían, a mi padre nunca se le olvidaba llevar aparte al invitado para decirle: "¿Qué, ha estado muy elocuente el señor de Chateaubriand?" "Sí, sí." "¿Con que le ha hablado a usted de la luz de la luna?" "¿Y cómo lo sabe usted?" "A que le ha dicho a usted" (y mi padre citaba la frase). "Es verdad; pero, ¿cómo se las arregla usted para…?" "Y también le habrá hablado a usted de la luna en la campiña romana." "¡Pero tiene usted poder de adivinación!" Mi padre no tenía tal facultad: era que el señor de Chateaubriand se contentaba con colocar siempre el mismo trocito, ya preparado.
Al oír el nombre de Vigny se echó a reír.
—¡Ah, sí! Ese decía siempre: "Soy el conde Alfredo de Vigny". Se puede ser conde o no, eso no tiene importancia.
Pero, sin embargo, debía de parecerle que alguna tenía, porque añadía luego:
—En primer término, no estoy segura de que lo fuese; y en todo caso no era de gran rama —el señor ese, que ha hablado en sus versos de su "cimera de noble". ¡Qué interesante es eso para el lector, y de qué buen gusto! Es lo mismo que Musset, un sencillo burgués de París, que decía enfáticamente: "El gavilán de oro que adorna mi casco". Un gran señor de verdad no dice nunca esas cosas. Pero por lo menos Musset tenía talento como poeta. Lo que es del otro, del señor de Vigny, nunca pude leer nada más que el
Cincq Mars
; sus otros libros se me caen de las manos. El señor de Molé, que tenía todo el ingenio y el tacto que le faltaba al señor de Vigny, lo arregló muy bien cuando entró en la Academia. ¿Cómo no conoce usted el discurso? Es una obra maestra de impertinencia y de malicia. Censuraba a Balzac, asombrándose de que admiraran sus sobrinos la pretensión de pintar una clase de la sociedad "donde no lo recibían" y de la que contó mil cosas inverosímiles. En cuanto a Víctor Hugo, nos decía que su padre, el señor de Bouillon, que tenía muchos amigos entre los jóvenes románticos, entró gracias a ellos al estreno de
Hernani
, pero no pudo aguantar hasta el final por lo ridículos que le parecieron los versos de ese escritor, que tenía talento, sí, pero tan exagerado, que si ha recibido el título de gran poeta es en virtud de un contrato ajustado, como recompensa a la interesada indulgencia que tuvo con las peligrosas divagaciones de los socialistas.
Ya veíamos el hotel y sus luces, tan hostiles la primera noche, la de la llegada, y ahora gratas y protectoras, anunciadoras del hogar. Y cuando el coche llegaba a la puerta, el portero, los
grooms
, el
lift
, solícitos, ingenuos, un poco inquietos por nuestra tardanza, allí apiñados en la escalinata, esperándonos, eran ya, convertidos en cosa familiar, seres de esos que cambian muchas veces en el curso de nuestra vida, conforme cambiamos nosotros, pero en los cuales nos encontramos con placer, fielmente, amistosamente, reflejados mientras que dure ese espacio de tiempo en que son espejo de nuestras costumbres. Y los preferimos a amigos que llevamos sin ver mucho tiempo, porque contienen en mayor proporción que ellos algo de lo que nosotros somos actualmente. Únicamente el
botones
, que estuvo todo el día aguantando el sol, había entrado, por miedo al fresco de la noche, y puesto allí en medio del
hall
de cristales, todo cubierto de lana, con su cabellera amarilla y la coriácea flor color rosa de su cara, traía sal ánimo el recuerdo de una planta de estufa protegida contra el rigor del frío. Bajábamos del coche ayudados por un número de criados mucho mayor del que en realidad hacía falta, pero era porque todos se daban cuenta de la importancia de la escena y deseaban representar algún papel en ella. Yo sentía un hambre atroz. Así que muchas veces, para no retrasar la cena, no subía a mi cuarto (el cual acabó ya por convertirse en mío de verdad, y ahora, al ver los cortinones de color violeta y las estanterías bajas, me encontraba a solas con ese yo nuestro que se reflejaba por fin en las cosas como en las personas de allí) y esperábamos los tres en el
hall
a que el maestresala viniese a decirnos que ya estábamos servidos. Era para nosotros una ocasión más de oír a la señora de Villeparisis.