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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

A la sombra de las muchachas en flor (39 page)

—Yo no puedo decir, como madama de Sevigné, que si nos da el capricho de encontrar una fruta mala hay que mandarla traer de París.

—¡Ah, sí, lee usted a madama de Sevigné! Ya la vi desde el primer día con sus Cartas (y se le olvidaba que no había visto a mi abuela en el hotel hasta aquel día que se encontraron de manos a boca). ¿No le parece a usted un poco exagerada esa preocupación constante por su hija? Me parece que es excesiva para ser sincera. Le falta naturalidad.

Mi abuela consideró que toda discusión sería inútil, y para evitar que delante de personas incapaces de comprenderlas se hablase de cosas que a ella le gustaban, tapó con su saco de mano las Memorias de madame de Beaursergent, que llevaba consigo.

Cuando la señora de Villeparisis se encontraba a Francisca, a esa hora que ella llamaba "él mediodía", cuando bajaba a comer a los
courriers
, con su hermoso gorro blanco y acariciada por la consideración general, la marquesa la paraba para preguntarle por nosotros. Luego Francisca nos transmitía los encargos de la señora: "Ha dicho: Déles usted los buenos días de mi parte"; e imitaba la voz de la señora de Villeparisis, cuyas palabras se figuraba ella que citaba textualmente y sin deformarlas, como Platón las de Sócrates o San Juan las de Jesús. A Francisca estas atenciones le llegaban muy al alma. Pero cuando mi abuela afirmaba que en su juventud la señora de Villeparisis había sido una mujer encantadora no lo creía, y se figuraba que mi abuela estaba mintiendo por interés de clase, por aquello de que los ricos se defienden unos a otros. Verdad que de aquella hermosura de antaño no subsistían sino débiles vestigios, y para reconstituir con ellos la belleza perdida había que ser más artista que Francisca. Porque si deseamos comprender lo bonita que ha sido una mujer no basta tan sólo con mirarla, sino que hay que traducir facción por facción.

—A ver si algún día me acuerdo de preguntarle si no es una idea falsa mía eso de su parentesco con los "Guermantes" —me dijo la abuela, provocando con ello mi indignación. Porque, ¿cómo era posible que yo creyera en una comunidad de origen entre dos nombres que entraron en mí por puertas tan distintas, el uno por la baja y vergonzosa puerta de la experiencia y el otro por la áurea puerta de la imaginación?

Hacía algunos días solía pasar por allí, en magnífico tren, la princesa de Luxemburgo, belleza alta y rubia, de nariz un tanto pronunciada; estaba pasando unas semanas en aquella tierra. Un día su carretela se paró delante del hotel; un lacayo entró a hablar con el director, y volvió al coche a recoger un canastillo de maravillosa fruta (canastillo que reunía en su regazo único, igual que la bahía, distintas estaciones del año), que dejó con una tarjeta en la que había unas palabras escritas con lápiz. Yo me pregunté a qué viajero principesco, que parase en el hotel de incógnito, podían ir dedicadas esas ciruelas glaucas, luminosas y esféricas, lo mismo que la redondez del mar en aquel momento; esas uvas transparentes que colgaban de la seca rama como un día claro del otoño; esas peras de celeste azul. Porque indudablemente la persona a quien venía a visitar la princesa no iba a ser la amiga de mi abuela. Sin embargo, al día siguiente por la tarde la señora de Villeparisis nos mandó aquel racimo de uvas fresco y dorado y unas peras y ciruelas que en seguida conocimos, aunque las ciruelas habían pasado ya, lo mismo que el mar a la hora de nuestra cena, a un tono malva, y aunque en el profundo azul de las peras se viera flotar vagas formas de nubes rosadas. Unos días después nos encontramos con la marquesa de Villeparisis al salir del concierto sinfónico que tenía lugar por las mañanas en la playa. Convencido yo de que las obras que allí oía (el preludio de
Lohengyin
, la obertura de
Tannhauser
) eran expresión de excelsas verdades, hacía todo lo posible por ponerme a su altura, por llegar hasta ellas, y en mi deseo de comprenderlas, sacaba de mí mismo lo mejor y más hondo que en mi espíritu hubiese y se lo entregaba a ellas.

Pues bien: salimos la abuela y yo del concierto, camino del hotel, y nos paramos un instante en el paseo a hablar con la señora de Villeparisis, la cual nos anunció que había encargado en el hotel, para nosotros,
croque Monsieur
y huevos a la crema; en esto vi venir de lejos, y en nuestra dirección, a la princesa de Luxemburgo, semiapoyada en la sombrilla para imprimir a su esbelto y bien formado cuerpo una leve inclinación, de modo que dibujara ese arabesco tan grato a las mujeres cuya beldad culminó en días del Imperio, y que sabían muy bien con sus hombros caídos, la espalda inclinada, las caderas metidas y la pierna bien estirada hacer flotar su cuerpo muellemente, como un pañuelo de seda que ondulara alrededor de la armadura de un eje invisible, tieso y oblicuo. Salía todas las mañanas a dar una vuelta por la playa, casi a la misma hora en que todo el mundo se iba a almorzar, después del baño, y como ella se bañaba a la una y media volvía a su casa cuando ya hacía mucho rato que los bañistas habían abandonado el paseo del dique, desierto y echando fuego. La señora de Villeparisis presentó a mi abuela y quiso presentarme a mí; pero tuvo que preguntarme mi apellido, porque no se acordaba. O nunca lo supo, o se le había olvidado por los muchos años que habían pasado desde que mi abuela casara a su hija. Al parecer, mi nombre causó viva impresión a la señora de Villeparisis. La princesa de Luxemburgo nos tendió la mano, y luego, de vez en cuando, mientras hablaba con la marquesa, volvía la vista hacia nosotros y posaba en la abuela y en mí miradas cariñosas con ese embrión de beso que se añade a la sonrisa cuando mira uno a un bebé con su niñera. Y en su deseo de que no pareciera que se colocaba en una esfera superior a la nuestra, llegó a un error de cálculo, porque debió de medir mal la distancia y su mirada se impregno de tal bondad que vi acercarse el momento en que nos hiciese caricias con la mano, como a dos animalitos simpáticos que asoman la cabeza por entre los barrotes de su jaula, en el jardín de Aclimatación. Y esa idea de animales y de Bosque de Boulogne tomó en seguida gran consistencia en mi ánimo. A aquella hora recorrían, voceando, el paseo del dique multitud de vendedores ambulantes, que llevaban pasteles, bombones y bollos. La princesa, no sabiendo qué hacer para darnos pruebas de su benevolencia, llamó al primero de ellos que pasaba por allí; no tenía más que un pan de centeno de ese que se echa a los patos. La princesa lo cogió y me dijo: "Para su abuela de usted". Pero me lo entregó a mí, y añadió, con fina sonrisa: "Déselo usted mismo", figurándose, sin duda, que mi alegría sería más completa si no había intermediarios entre los animalitos y yo. Se acercaron otros vendedores, y la princesa me llenó los bolsillos de todas las cosas que llevaban: cajitas atadas con una cinta, barquillos,
babas
y barritas de caramelos. Me dijo: "Cómaselo usted y dé también algo a su abuela"; y mandó a aquel negrito vestido de raso rojo que la seguía por todas partes y era el pasmo de la playa que pagara a los vendedores. Luego se despidió de la señora de Villeparisis y nos tendió la mano con intención de tratarnos igual que a su amiga, cono íntimos, y de ponerse a nuestra altura. Pero esta vez debió de colocar nuestro nivel en la escala de los seres un poco más bajo de lo justo, porque la princesa significó a mi abuela su igualdad con nosotros por medio de esa sonrisa maternal y tierna que pone uno para despedirse de un chiquillo como si fuera una persona mayor. De modo que, por un maravilloso progreso de la evolución, mi abuela no era ya pato o antilope, sino un
baby
, como hubiese dicho la " señora de Swann. Y por fin se separó de nosotros tres y prosiguió su paseo por el soleado dique, encorvado el magnífico cuerpo, que se enlazaba, cual serpiente a una varita, a la sombrilla blanca con dibujos azules que la princesa llevaba cerrada. Era la primera alteza con quien hablé; y digo la primera porque la princesa Matilde no tenía por sus modales nada de alteza. Ya se verá más adelante cómo mi segunda alteza habría de sorprenderme también por su amabilidad. Al otro día la señora de Villeparisis me dio a conocer una de las formas que adopta la amabilidad de los grandes señores, como benévolos intermediarios entre los soberanos y los burgueses, diciéndome: "Hará hecho ustedes excelente impresión a su alteza. Es una mujer de mucho discernimiento y de gran corazón. No es como tantos reyes y príncipes, no; tiene un valor positivo". Y la señora de Villeparisis añadió, muy convencida y contentísima por poder decirnos estas palabras: "Creo que se alegrará mucho de volver a ver a ustedes".

Pero aquella misma mañana que nos encontramos con la princesa de Luxemburgo, la señora de Villeparisis me dijo una cosa que me chocó mucho más porque ya se sal, de los puros dominios de la amabilidad.

—¿De modo que su padre de usted es el jefe del Ministerio de Relaciones Extranjeras, no? He oído decir que muy simpático. Ahora está haciendo es un hombre un viaje muy bonito.

Pocos días antes nos habíamos enterado por una carta de mamá de que mi padre y su compañero de viaje, el señor de Norpois, habían perdido sus equipajes.

—Ya los han encontrado, o, mejor dicho, no llegaron a perderse; realmente, lo que ha ocurrido es eso —dijo la señora de Villeparisis, que, sin que pudiéramos explicárnoslo, parecía estar mucho mejor informada que nosotros de todos los detalles del viaje—. Me parece que su padre de usted adelantará su regreso y volverá la semana que viene; creo que renuncia a ir a Algeciras Pero tiene lanas de dedicar otro día a Toledo, porque es gran admirador de un discípulo del Ticiano, no me acuerdo cómo se llama, que no se puede ver bien más que en Toledo.

Y yo me pregunté a qué casualidad se debía el hecho de que en aquel lente de indiferencia con el cual miraba desde lejos la señora de Villeparisis el rebullir sumario, minúsculo y vago de la gente que conocía se encontrase intercalado, precisamente en el sitio por donde se veía a mi padre, un trozo de cristal de aumento tan fuerte que la hacía ver con gran relieve y en su menor detalle las buenas condiciones de mi padre, las contingencias que lo obligaban a volverse antes, las molestias de la aduana y su afición al Greco, y que, cambiando la escala de su visión, le mostraba tan sólo a aquel hombre como muy alto en medio de los demás humanos, muy pequeños, igual que ese Júpiter que Gustavo Moreau pintó, al lado de una mujer mortal, con estatura sobrehumana.

Mi abuela se despidió de la señora de Villeparisis con objeto de que pudiéramos estarnos todavía un rato al aire libre delante del hotel, hasta que nos hicieran seña por detrás de los cristales de que nos habían servido el almuerzo. En esto se oyó mucho bullicio. Era la joven amiga del rey de los salvajes, que volvía del baño en busca del almuerzo.

—¡Qué vergüenza; verdaderamente es para marcharse de este país! —exclamó furioso el abogado de Cherburgo, que pasaba por allí en aquel momento.

Entre tanto, la mujer del notario ponía unos ojos de a cuarta para mirar bien a la joven soberana.

—No se puede usted figurar cuánto me irrita ver a la señora Baldais mirando asía esa gentuza —dijo el abogado al presidente de la Audiencia—. De buena gana le daría un moquete. De esa manera, se da importancia a esa canalla, que no está deseando sino que se ocupen de ellos. Diga usted a su marido que le advierta lo ridículo que es eso; yo no vuelvo a salir con ellos si miran a los mamarrachos de esa manera.

En cuanto a la visita de la princesa de Luxemburgo aquel día que paró su coche delante del hotel y dejó el canastillo de fruta, no había escapado a la curiosidad del grupo formado por las mujeres del notario, el ahogado y el magistrado, ya muy preocupadas hacía tiempo por averiguar si era una marquesa auténtica o una aventurera aquella señora de Villeparisis, a quien todo el mundo trataba con suma consideración; aquellas señoras estaban deseando descubrir que la marquesa era indigna de tal respeto. Cuando la señora de Villeparisis atravesaba el
hall
, la mujer del magistrado, que veía por todas partes uniones ilegítimas levantaba la nariz de la labor que estuviese haciendo y la miraba con un gesto que hacía retorcerse de risa a sus amigas.

—Lo que es yo, saben ustedes —decía con orgullo—, siempre empiezo por pensar mal. No consiento en darme por convencida de que una mujer está realmente casada como no me enseñen las partidas de nacimiento y el acta del juzgado. Pero no tengan ustedes cuidado, ya me enteraré yo.

Y todos los días aquellas señoras iban a su tertulia sonriéndose.

—Venimos por noticias.

Pero aquella tarde de la visita de la princesa de Luxemburgo la mujer del magistrado hizo un signo de misterio poniéndose un dedo en los labios.

—¡Hay novedades!

—¡Esta señora Poncin es enorme, nunca vi cosa parecida! Vamos a ver, ¿qué es lo que hay de nuevo?

—Pues hay que una mujer de pelo rubio, con dos dedos de colorete y un coche que olía a
cocotte
desde una legua, de esos coches que sólo gastan esas damitas, estuvo hace un momento a ver a la llamada duquesa.

—¡Ah caramba, caramba, ya, ya! ¡Vamos, vamos! Sí, es esa señora que hemos visto, ¿no se acuerda usted, decano?, y que no nos hizo muy buena impresión; pero no sabíamos que había venido en busca de la marquesa. ¿Es una mujer que lleva un negrito, no?

—La misma.

—¡Ah, qué me dice usted! ¿Y no sabe usted cómo se llama?

—Sí; hice como que me equivocaba y cogí su tarjeta. Gasta como nombre de guerra el de princesa de Luxemburgo. ¿Qué? ¿No tenía yo motivo para pensar mal? ¡Sí que es agradable esto de tener que aguantar aquí esa promiscuidad con una especie de baronesa de Ange!

El abogado citó al presidente de la Audiencia a Mathurin Regnier y a Macette.

Y no vaya a imaginarse que esa equivocación fue pasajera, como las que se forjan en el segundo acto de un
vaudeville
[42]
para disiparse en el tercero, no; cuando la princesa de Luxemburgo, sobrina del rey de Inglaterra y del emperador de Austria, venía al hotel a buscar a la señora de Villeparisis y salían las dos de paseo en coche, el grupo del magistrado siempre se figuró que eran aquellas dos damas dos tunantas de esas que tan difícil es esquivar en un punto de veraneo. Las tres cuartas partes de los aristócratas del barrio de Saint-Germain pasan a los ojos de la clase media por juerguistas arruinados do cual son a veces individualmente), que no pueden, por consiguiente, recibir en su casa. En eso la clase media es muy honrada, porque tales vicios, no son obstáculo para que esos hombres sean muy bien acogido en casas donde nunca entrarán los simples burgueses. Y los aristócratas se imaginan que la clase media sabe esto muy bien, y afectan tal sencillez en aquello que a la aristocracia concierne, tal menosprecio por sus amigos que están más de moda, que la mala interpretación de los burgueses se justifica. Si por casualidad ocurre que un aristócrata tiene trato con la clase media porque es muy rico y preside varias sociedades financieras, los buenos burgueses, que por fin dan con un noble digno de ser de los suyos, jurarían que ese noble no quiere nada con un marqués arruinado y jugador, muy amable, y que por esa misma amabilidad se figuran ellos que no se trata con nadie. Y cuál no es su sorpresa cuando el duque, presidente del Consejo de administración de alguna empresa colosal, casa a su hijo con la hija del marqués, jugador, es cierto, pero cuyo apellido es el más viejo de Francia lo mismo que un rey prefiere dar por esposa a su heredero la hija de un rey destronado y no la de un presidente de la República. Es decir, que esos dos sectores del mundo tienen el uno del otro una visión igualmente quimérica que la que gozan los habitantes de una playa situada en un extremo de la bahía de Balbec del pueblo colocado en el lugar opuesto; desde Rivebelle se distingue un poco Marcouville l'Orgueilleuse, y eso engaña, porque así en Rivebelle se figuran que los ven desde Marcouville cuando en realidad en este pueblo la mayor parte de las magnificencias de Rivebelle son invisibles.

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