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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

A la sombra de las muchachas en flor (36 page)

BOOK: A la sombra de las muchachas en flor
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Muchos de los huéspedes del hotel eran personalidades eminentes de las provincias cercanas, circunstancia que daba al público del Palace de Balbec, que suele ser en esta clase de hoteles un público cosmopolita, de frívolos ricos, un carácter regional muy marcado: eran el presidente de la Audiencia de Caen, el decano del Colegio de Abogados de Cherburgo, un reputado notario del Mans, los cuales en la época del verano abandonaban sus respectivos puntos de residencia habitual, donde habían estado diseminados todo el invierno como tiradores en guerrilla o peones de damas, para ir a concentrarse en este hotel de Balbec. Se hacían reservar siempre las mismas habitaciones, y ellos y sus mujeres, que tenían pretensiones aristocráticas, formaban un grupo al que te agregaron un abogado y un médico célebres de París, que el día de la marcha decían a sus amigos provincianos:

—¡Ah, es verdad! ¡Ustedes no toman el mismo tren que nosotros; ustedes son más privilegiados y estarán en sus casas a la hora de almorzar!

—¿Privilegiados nosotros? Eso ustedes, que viven en la capital, en la gran ciudad de París, mientras que yo vivo en una pobre ciudad de provincia que tiene cien mil almas de población; es decir, ciento dos mil, según el último censo; pero, de todos modos, no es nada comparado con los dos millones y medio de París. ¡Felices ustedes, que pronto verán el asfalto de París y el esplendor de su vida!

Y lo decían con un arrastrar de erres muy provinciano, sin acritud alguna, porque eran todos ellos notabilidades de provincia que hubiesen podido ir a París como tantos otros —al magistrado le habían ofrecido un puesto en el Tribunal Supremo—, pero que prefirieron quedarse donde estaban, ya por amor a su ciudad, o a la gloria, o a la vida obscura, ya por ser reaccionarios o por no renunciar a sus amistades de vecindad en los castillos de la región. Algunos de ellos no se iban directamente a su rincón cuando marchaban de Balbec.

Porque la bahía de Balbec era un pequeño universo aparte contenido en medio del grande, una canastilla de las estaciones del año, donde estaban formados en círculos los días distintos y los meses sucesivos; tanto, que cuando se veía Rivebelle, lo cual era señal de tempestad, se lo veía con las casas bañadas en sol, mientras que en Balbec estaba muy cerrado, y aun es más: cuando ya el frío había llegado a Balbec podía tenerse la seguridad de encontrar todavía en la orilla opuesta dos o tres meses suplementarios de calor; y cuando estos parroquianos del Gran Hotel, por haber salido a veranear muy tarde o por prolongar mucho su veraneo, se veían sorprendidos por las lluvias o las nieblas al acercarse ya el otoño, mandaban cargar sus equipajes en una barca y se iban a reunirse con el verano a otro punto de la bahía, Costedor o Rivebelle. Ese grupo del hotel de Balbec miraba con desconfianza a todo recién llegado, y aunque aparentaban no darle ninguna importancia, todos iban a pedir detalles sobre el nuevo huésped al maestresala, con el que tenían mucha confianza. El maestresala era todos los años el mismo Amando; iba al hotel para la temporada de verano y guardaba las mesas a aquellos parroquianos; y sus señoras esposas, como sabían que la mujer de Amando le iba a dar un heredero, se entretenían después de las comidas en confeccionar prendas para el niño, y de vez en cuando nos miraban de arriba abajo con sus impertinentes a mi abuela y a mí, desdeñosamente, porque comíamos huevos duros en la ensalada, cosa que se consideraba muy ordinaria y que no se practica en la buena sociedad de Alenzón. Afectaban una actitud de desdeñosa ironía hacia un francés al que llamaban Majestad, porque, en efecto; se había proclamado rey de un islote de Oceanía poblado por unos cuantos salvajes. Vivía en el hotel con su querida, que era muy guapa; cuando pasaba por la calle los chicos daban vítores a la reina, porque solía ella tirarles monedas dé dos reales. El magistrado y abogado de Cherburgo hacían como que ni siquiera la veían, y si algún amigo la miraba, se creían en el caso de advertirle que era una muchacha de oficio:

—Pues me habían dicho que en Ostende utilizaban la caseta real.

—No tiene nada de particular. La alquilan por veinte francos, y usted la puede utilizar si tiene ese gusto. Y a mí me consta que él pidió una audiencia al rey, el cual hizo poner en su conocimiento que no tenía por qué conocer a ese monarca de opereta.

—¡Ah, tiene gracia!… ¡La verdad es que hay gentes…!

Indudablemente, todo esto era cierto; pero también el despecho de darse cuenta de que para mucha gente ellos no eran más que unos burgueses que no se trataban con aquellos reyes tan pródigos de sus dineros contribuía a aquel mal humor del notario, del magistrado y jurisconsulto cuando pasaba lo que ellos llamaban la máscara, y aquella indignación que manifestaban en voz alta; de la cual indignación estaba bien enterado su amigo el maestresala, que, obligado a poner buena cara a aquellos soberanos, más generosos que auténticos, hacía desde lejos un guiño a sus viejos parroquianos mientras que recibía las órdenes de los reyes. Quizá también por la misma causa, por miedo de que ellos los consideraran menos
chic
, sin poder convencer a la gente de que estaba equivocada, calificaban de "¡Valiente personaje!" a un jovencito gomoso, juerguista y enfermo del pecho, hijo de un riquísimo industrial, que aparecía todos los días con un traje nuevo y su orquídea en el ojal, y que tomaba champaña en las comidas; luego se marchaba al Casino, pálido, impasible, en los labios una indiferente sonrisa, a tirar en la mesa del
baccarat
cantidades enormes, cantidades que "no podía permitirse aquel joven el lujo de derrochar", según decía el notario al magistrado, con aire de muy enterado; y la señora del presidente sabía "de muy buena tinta" que aquel niño modernista estaba matando a disgustos a sus padres.

Además, la tertulia del abogado, lanzaba constantemente frases sarcásticas dedicadas a la señora anciana, muy rica y de título, porque tenía la costumbre de llevar consigo sus criados cuando salía de su casa. Siempre que la mujer del notario y del magistrado veían a aquella señora en el comedor la inspeccionaban insolentemente con sus lentes, con el mismo gesto escudriñador y desconfiado que si hubiera sido un plato de nombre pomposo, pero de apariencia sospechosa, que se manda retirar con ademán vago y cara de asco después del desfavorable resultado de una metódica observación.

Sin duda con eso querían dar a entender aquellas damas que si ellas carecían de algunas cosas —por ejemplo, de determinadas prerrogativas de aquella señora, y no la trataban— no era por imposibilidad, sino porque no querían'. Y ellas mismas acabaron por convencerse de que esto era verdad; y por eso, por ahogar todo deseo, toda curiosidad hacia las formas de vida que conocían, toda esperanza de ser agradables a personas nuevas, por haber reemplazado todo eso con un simulado desdén y una fingida alegría, notábase en aquellas mujeres el despecho so capa de contento y un perpetuo mentirse a sí mismas, cosas las dos que contribuían a amargarlas. Pero en aquel hotel todo el mundo procedía de la misma manera, aunque en otras formas, y sacrificaba, ya que no al amor propio, a determinados principios de buena educación, o a sus hábitos intelectuales, el delicioso riesgo de mezclarse a una vida desconocida. Indudablemente, el microcosmo donde se encerraba la vieja señora no estaba inficionado por la violenta acrimonia que dominaba en el grupo de rabiosas risitas de las mujeres del magistrado y del notario. Perfumábalo, por el contrario, un perfume viejo y rancio, pero también falso. Porque en el fondo a la señora vieja le hubiera gustado agradar, atraerse, renovándose para eso a sí misma, la misteriosa simpatía de personas nuevas; porque esto tiene unos encantos de que carece esa limitación de trato a las personas de su propio mundo social, con la constante preocupación de que como ese mundo es el mejor que existe no hay que hacer caso del desdén ignorante de los demás. Quizá se daba cuenta esa dama de que de haber llegado al Gran Hotel como una desconocida acaso su traje de lana negra y su aso sombrero pasado de moda hubiesen arrancado una sonrisa a algún calavera que desde su mecedora diría desdeñosamente: "¡Qué tipo!", o a algún hombre de mérito que, como el magistrado, conservara aún entre sus patillas entrecanas una cara joven y unos ojos vivos de esos que a ella le gustaban, y que de seguro habría señalado a los cristales de aumento de los impertinentes de su cónyuge la aparición de aquel insólito fenómeno; y acaso no por otra cosa que por inconsciente aprensión a ese primer minuto, corto, ya se sabe, pero temido, sin embargo —como la primera vez que se mete la cabeza en el agua—, es por lo que esa señora mandaba por delante a un criado para hacer saber en el hotel quién era ella y cómo acostumbraba vivir; y más timidez que orgullo debía de haber en su costumbre de cortar en seco las salutaciones del director y subir 'en seguida a su cuarto; cuarto que tenía arreglado con visillos de su propiedad, en lugar de los del hotel; con biombos, con fotografías, como interponiendo el muro de sus costumbres entre ella y ese mundo exterior al que hubiera sido preciso adaptarse; de tal suerte que lo que viajaba era su casa y ella dentro.

Y de ese modo, después de haber colocado entre su persona y los criados del hotel y los comerciantes que la surtían a sus propios servidores, para que ellos recibiesen el contacto de esa humanidad nueva y para que mantuvieran en torno de su arpa la atmósfera acostumbrada, interpuso sus prejuicios entre los demás bañistas y ella, y sin preocuparse de agradar o desagradar a personas que sus iguales no hubieran tratado siguió viviendo en su propio mundo social gracias a la correspondencia que sostenía con sus amigas y a la íntima conciencia que tenía de su posición, de la calidad de sus modales y de la eficacia de su buena, educación. Y cuando todos los días bajaba de su cuarto para ir a dar un paseo en su carretela, la doncella que la seguía con el abrigo y la manta, y el lacayo que la precedía, eran como esos centinelas que a la puerta de una embajada donde ondea la bandera del país que representa garantizan, allí en medio de una tierra extraña, el privilegio de su extraterritorialidad. El día que nosotros llegamos no salió hasta después de comer; así, que no la vimos en el comedor al entrar en él a la hora del almuerzo, bajo la protección del director, que nos acompañó aquel día hasta nuestra mesa, en calidad de huéspedes nuevos, como un oficial que lleva a los quintos al cabo-sastre para que les dé sus trajes; pero, en cambio, vimos a un hidalgo de familia muy antigua, aunque no linajuda, de Bretaña, acompañado de su hija, el señor y la señorita de Stermaria; a nosotros nos habían colocado en la mesa destinada a ellos, suponiendo que no iban a volver hasta la noche. Habían ido a Balbec con el único objeto de verse allí unos cuantos amigos suyos que poseían castillos en los alrededores, y entre las comidas a que los invitaban y las visitas que tenían que devolver no pasaban en el comedor del hotel sino el tiempo estrictamente necesario. Su orgullo los preservaba de toda simpatía humana y de todo interés por parte de los desconocidos que se sentaban a su alrededor; y el señor de Stermaria adoptaba entre aquella gente el aspecto glacial, rudo, precipitado, puntilloso y de mala intención que se suele tener en las fondas de las estaciones cuando se está entre viajeros que nunca vimos y que nunca volveremos a ver, y en los que no se piensa sino para conquistar antes que ellos el pollo fiambre y el rincón de ventanilla. Apenas habíamos empezado a almorzar nos hicieron levantarnos, por orden del señor de Stermaria, que acababa de entrar y que, sin darnos ninguna excusa, advirtió en alta voz al maestresala que tuviera cuidado de que no volviese a suceder aquello, porque no le gustaba que tomara su mesa "gente desconocida".

Estaban también en el hotel una actriz (más conocida por su elegancia, por su talento y por su hermosa colección de porcelana alemana que por unos cuantos papeles desempeñados en el Odeón) con su querido, joven riquísimo, y ambos bienquistos con gente aristocrática; la pareja hacía vida aparte; viajaban juntos siempre y almorzaban ya muy tarde, cuando todo el mundo había terminado, y luego pasaban el día en su saloncito jugando a las cartas; y si vivían así no era por mala voluntad hacia los demás, sino por determinadas exigencias de su afición a ciertas formas ingeniosas de la conversación y a los refinamientos de la mesa, por lo cual sólo se encontraban a gusto viviendo y comiendo juntos, y se les hubiera hecho insoportable la compañía de gente no iniciada en sus gustos. Hasta cuando estaban delante de una mesa servida o de una mesita de juego necesitaban saber que aquel convidado o aquel compañero de juego de enfrente tenía, aunque en suspenso y sin ejercitarla en aquel momento, la ciencia que es menester para distinguir de las piezas auténticas la pacotilla que en muchas casas de París se hace pasar por "Edad Media" o "Renacimiento" y los mismos criterios que ellos dos para distinguir en toda cosa lo malo de lo bueno. En esos momentos de comida o de juego tan sólo se manifestaba ese género especial de existencia en que deseaban estar sumergidos aquellos amigos por alguna interjección rara y desusada que caía en medio del silencio del almuerzo o del juego, o por la elegancia y gusto del traje que se había puesto la actriz para comer o para hacer la partida de
poker
. Pero con eso les bastaba para rodearse de costumbres que conocían a fondo y que los protegían contra el misterio de la vida del ambiente. Durante tardes y tardes el mar que se veía por el balcón no era para ellos más que un cuadro de color agradable colgado en el gabinete de un solterón rico, y únicamente entre jugada y jugada, cuando no tenían otra cosa en que pensar, posaba alguno la vista en el horizonte marino, sin más objeto que hacer alguna observación respecto al tiempo o la hora y recordar a los demás que ya estaba esperando la merienda. Por la noche no solían cenar en el hotel, cuyo comedor, inundado por la luz eléctrica que manaba a chorros de los focos, se convertía en inmenso y maravilloso acuario; y los obreros, los pescadores y las familias de la clase media de Balbec se pegaban a las vidrieras, invisibles en la obscuridad de afuera, para contemplar cómo se mecía en oleadas de oro la vida lujosa de una gente tan extraordinaria para los pobres como la de los peces y moluscos extraños (buen problema social: a saber, si la pared de cristal protegerá por siempre el festín de esos animales maravillosos y si la pobre gente que mira con avidez desde la obscuridad no entrará al acuario a cogerlos para comérselos). Pero entretanto, quizá entre aquella multitud suspensa y atónita en medio de la obscuridad hubiese algún escritor o aficionado a la ictiología humana, que al ver cómo se cerraban las mandíbulas de viejos monstruos femeninos para tragarse un trozo de alimento acaso se complaciera en clasificar los dichos monstruos por razas, por caracteres innatos y también por esos caracteres adquiridos, gracias a los cuales una vieja dama servia cuyo apéndice bucal es el de un pez enorme come ensalada como una La Rochefoucauld porque desde su infancia vive en el agua dulce del barrio de Saint-Germain. A aquella hora se veía a los tres amigos de la actriz, puestos de
smoking
, esperando a la damita, que después de haber pedido el
lift
desde su piso salía del ascensor como de una caja de juguetes casi siempre con traje y manteletas nuevos, escogidos con arreglo al peculiar gusto de su querido. Y los cuatro amigos, los cuales estimaban que el fenómeno internacional del Palace implantado en Balbec había contribuido a fomentar el lujo, pero no la buena cocina, se metían en un coche y se iban a cenar a media legua de allí, a un pequeño y reputado restaurante, en donde celebraban con el cocinero interminables conferencias relativas a la composición del
menu
y la confección de los platos. Durante aquel trayecto, el camino que desde Balbec los llevaba, con sus manzanos a los lados no era para ellos sino la distancia —muy poco diferente, en aquella negrura de la noche, de la que separaba sus domicilios en París del café Inglés o de la Tour d'Argent— que era menester salvar para llegar hasta el restaurante elegante; y allí, mientras los amigos del joven ricacho le envidiaban una querida tan bien vestida, ella, al agitar sus manteletas, desplegaba ante el grupo como un velo perfumado y leve, pero que bastaba para separarlos del mundo.

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