Por aquella época Elstir quizá no fuese todavía todo lo célebre que aseguraba el amo del restaurante, aunque unos años más tarde logró gran celebridad. Pero él fue una de las primeras personas que concurrieron a aquel restaurante cuando no pasaba de ser una especie de casa de campo, y llevó allí una colonia de artistas dos cuales emigraron todos en cuanto aquella casa, donde se comía al aire libre, al abrigo de un simple sobradillo, se convirtió en lugar de moda); el mismo Elstir, si comía allí ahora, era porque su mujer, con la que vivía no lejos de Rivebelle, había salido de viaje. Pero el gran talento, aunque no sea todavía muy conocido, determina necesariamente algunos fenómenos que pudo distinguir el amo del restaurante de la primera época en las preguntas de más de una viajera inglesa, ávida de detalles sobre la vida que hacía Elstir, o en el gran número de cartas del extranjero que recibía el pintor. Entonces el huésped se fijó en lo poco que le gustaba a Elstir que lo molestaran mientras estaba trabajando, en que se levantaba a medianoche cuando hacía luna e iba a pintar a la orilla del mar con un modelo de desnudo; y acabó por reconocer que tantas fatigas valían la pena, y que la admiración de los turistas era justificada, un día que reconoció en un cuadro de Elstir una cruz de madera que se alzaba a la entrada de Rivebelle.
—¡Qué bien está la cruz! —repetía estupefacto—, se ven los cuatro maderos. Pero hay que ver también el trabajo que le cuesta.
Y no sabía a ciencia cierta si un "Amanecer en el mar" que le había regalado Elstir no valdría una fortuna.
Vimos cómo leía nuestra carta; se la metió en el bolsillo, siguió cenando, pidió su abrigo y su sombrero y se levantó; nosotros teníamos tal seguridad de haberlo molestado con nuestra demanda, que la misma cosa que antes nos daba tanto miedo, es decir, que se marchase sin haberse fijado en nosotros, era ahora nuestro mayor deseo. No se nos ocurría una cosa en la que debíamos haber pensado, porque era muy importante: que nuestro entusiasmo por Elstir, de cuya sinceridad no permitiríamos a nadie que dudara y de la que nosotros no podíamos dudar, puesto que nos servía de testimonio el respirar entrecortado por la esperanza, el deseo de hacer algo difícil o heroico por el grande hombre, no era de admiración, como nosotros nos figurábamos, puesto que nunca habíamos visto nada suyo; nuestro sentimiento podía tener por norte la idea vacía de un "gran artista", pero no una obra que no conocíamos. A lo sumo era una admiración en blanco, el marco nervioso, la armadura sentimental de una admiración sin contenido, esto es, cosa tan indisolublemente propia de la infancia, como determinados órganos que ya no existen en el hombre adulto; éramos aún unos niños. A todo esto, Elstir estaba ya cerca de la puerta, cuando de pronto cambió de rumbo y se vino para nosotros. Yo me vi arrebatado por un delicioso espanto de tal índole que unos años más tarde no podría sentirlo ya así, porque la capacidad para ese género de emociones disminuye con la edad, y la costumbre del trato de gentes nos quita toda idea de provocar tan extrañas ocasiones para esta emoción.
En las frases que Elstir nos dirigió, después de haberse sentado a nuestra mesa, no se dio por enterado de las diversas alusiones que hice a Swann. Yo ya empecé a creer que no lo conocía. Sin embargo, me invitó a que fuese a verlo a su estudio de Balbec, invitación que no hizo a Saint-Loup, y que se debía a unas cuantas frases mías de las que dedujo el pintor que tenía cariño al arte; porque en la vida humana los sentimientos desinteresados juegan más papel de lo que suele creerse, y así logré con mis palabras lo que quizá no hubiese logrado con una recomendación de Swann, si es que Elstir era amigo suyo. Se mostró conmigo amabilísimo, con amabilidad superior a la de Saint- Loup y que estaba con respecto a ella en la misma relación que la de Roberto con la amabilidad de un hombre de la clase media. La amabilidad de un gran señor, por grande que sea, parece, comparada con la de un artista, cosa de comedia y simulación. Saint- Loup quería agradar. A Elstir le gustaba entregar, entregarse. Todo lo que tenía, ideas, obras, y las demás cosas, que estimaba en mucho menos, habríalo dado con alegría a alguien capaz de comprenderlo. Pero a falta de sociedad soportable vivía Elstir aislado, de un modo selvático, y a ese género de vida la gente elegante lo llamaba pose; los poderes públicos, mala índole; los vecinos, locura, y la familia, egoísmo y orgullo.
Indudablemente, en sus primeros tiempos de artista debió de serle grata la idea de que desde aquella soledad se dirigía a distancia, por medio de sus obras, a aquellas personas que lo habían menospreciado u ofendido, y les daba una alta idea de su persona. Quizá entonces vivía solitario no por indiferencia, sino por amor a los demás, y así como yo había renunciado a Gilberta con objeto de reaparecer algún día ante ella con más amables colores, Elstir destinaba su obra a ciertas personas, a modo de retorno hacia ellas, retorno en que, sin verlo, lo querrían, lo admirarían, hablarían de él; el renunciamiento sea de enfermo, de monje, de artista o de héroe, no siempre es total desde sus comienzos, cuando acabamos de decidirnos a renunciar con nuestra antigua alma y antes de que haya obrado en nosotros por reacción. Pero aun siendo cierto que quería producir con el ánimo puesto en personas determinadas, ello es que vivió para sí mismo, alejado de una sociedad que se le hizo indiferente; porque a fuerza de practicar la soledad llegó a enamorarse de ella, como ocurre con toda gran cosa que empezó por darnos miedo porque sabíamos que era incompatible con otras insignificantes a las que teníamos apego, esas cosas de las cuales parece que nos priva la soledad, cuando en realidad lo que hace es quitarnos el cariño a ellas. Y antes de conocer la soledad, toda nuestra preocupación estriba en saber hasta qué punto será conciliable con ciertos placeres que dejan de ser tales en cuanto trabamos conocimiento con ella.
Elstir no se estuvo mucho rato hablando con nosotros. Yo hice intención de ir a su estudio muy pronto; pero al siguiente día de nuestra conversación acompañé a mi abuela hasta el final del paseo del dique, camino de los acantilados de Canapville, y a la vuelta, en la esquina de una de las callecitas que desembocan perpendicularmente a la playa, nos cruzamos con una muchacha que, con la testa baja, como animalito a quien obligan a volver al establo sin tener ganas, y llevando en las manos sus clubs de
golf
, iba andando delante de una señora, que debía de ser su "inglesa" o una amiga suya que se parecía al retrato de Jeffries por Hogarth, con la cara encarnada, como si su bebida favorita fuese el gin y no el té, y que prolongaba con el negro garabato de una punta de chicote el bien poblado bigote gris. La muchachita que iba delante se parecía a una de las de mi bandada, a aquella del sombrero de estambre negro y de los ojos risueños que se abrían en un rostro mofletudo y quieto. Esta de ahora llevaba también un sombrero así, pero se me figuraba más guapa aún que la otra; la nariz era más recta de línea y de alas más amplias y carnosas en su base. Además, aquélla me la representé como a una muchacha orgullosa y pálida, mientras que ésta se me aparecía cual chiquilla domesticada de tez rosácea. Sin embargo, como ésta también iba empujando una bicicleta, igual que la otra, y llevaba asimismo guantes iguales, de piel de reno, deduje que las diferencias por mí observadas debían de obedecer a mi distinta posición con respecto a ella y a las circunstancias, porque era muy poco probable que hubiese en Balbec otra muchacha tan parecida de fisonomía a aquélla y con las mismas particularidades de indumento. Echó una ojeada muy rápida hacia el sitio en donde yo estaba; ni los días siguientes, cuando volví a ver a la bandada de mocitas en la playa, ni aún más adelante, cuando llegué a conocer a todas las muchachas que la componían, pude tener la seguridad absoluta de que ninguna de ellas —ni siquiera la que más se parecía a la muchacha de la bicicleta— fuese aquella que de esa tarde en la esquina de una calle, al final de la playa, muchacha muy poco diferente, es cierto, pero en todo caso algo diferente de la que me llamó la atención en la bandada.
Desde aquella tarde, yo, que los días anteriores me sentí preocupado principalmente por la muchacha mayor de todas, empecé a pensar en la de los clubs
de golf
, en la supuesta señorita de Simonet. Iba en medio del grupo, solía pararse a menudo, obligando a sus amigas, que parecían respetarla mucho, a interrumpir también su marcha. Y así la veo ahora, en el momento de hacer un alto en su paseo, brillantes los ojos al abrigo de su sombrero negro, destacada la silueta sobre el telón que pone al fondo el mar, y separada de mí por un espacio transparente y azul, que es el tiempo transcurrido desde entonces; primera imagen sutilísima en mi recuerdo, deseada, perseguida, olvidada y luego vuelta a encontrar, de un rostro tan frecuentemente proyectado por mi alma en los días pasados, que ya pude decir de esa muchacha que estaba en mi cuarto: "Ella es".
Pero la muchacha a quien tenía yo más deseos de conocer seguía siendo la del cutis de geranio y los ojos verdes.
Había, días en que me gustaba más ver a una muchacha determinada del grupo que a otra; pero fuese cual fuese la de mi mudable preferencia, las demás, aun sin aquella que por aquel día me agradaba más, siempre me hacían impresión, y mi deseo, a pesar de encaminarse especialmente hoy sobre ésta y mañana sobre aquella otra, seguía —seguía como el primer día de mi confusa visión— juntándolas a todas, formando con ellas un mundillo aparte, animado de vida común, que indudablemente tenían la pretensión de constituir; y si pudiese hacerme amigo de alguna de ellas, me sería dable penetrar —como un refinado pagano o un cristiano escrupuloso entra en el mundo bárbaro— en una sociedad toda llena de juventud, señoreada por la salud, la inconsciencia, la voluptuosidad, la crueldad, la ausencia de intelectualismo y la alegría.
Había contado a mi abuela la conversación con Elstir, y se alegró mucho del provecho intelectual que podía sacar de su trato; por eso le parecía absurdo y descortés que no hubiese ido ya a hacerle una visita. Pero yo tenía el pensamiento puesto exclusivamente en la bandada de muchachas, y como no sabía a qué hora pasarían por el paseo del muelle, no me atrevía a alejarme de allí. También se extrañaba mi abuela de mi elegancia, porque yo de pronto me había acordado de los trajes que hasta entonces durmieron en el fondo de mi baúl. Cada día me ponía uno diferente, y hasta escribí a París para que me enviasen sombreros y corbatas nuevos.
Uno de los mayores encantos que se pueden superponer a la vida de una playa como Balbec es el de tener pintado en el pensamiento con vivos colores y como norte de cada uno de los días ociosos y luminosos que se pasan en la playa el rostro de una muchacha bonita, vendedora de conchas, de pastelillos o de flores. Entonces son los días, por la razón dicha, días desocupados, pero alegres como días de trabajo, días con una finalidad que los espolea, les sirve de imán y de soplo, y que está en un momento próximo, en ese momento en que a la par que compramos garapiñados, rosas o amonitas, nos deleitaremos en contemplar cómo se presentan los colores en un rostro femenino tan puramente como en una flor. Pero a esas vendedoras por lo menos se les puede hablar, lo cual nos evita el tener que construir con la imaginación los otros lados de su personalidad que no aparecen en la percepción visual, y nos ahorran el trabajo de inventar su vida y exagerar su seducción, como delante de un retrato; y sobre todo, y precisamente porque se les puede hablar, se entera uno de las horas a que se las puede ver. Pero en lo tocante a las muchachas de la bandada nada de eso ocurría. No conocía sus costumbres, y los días que no las veía, ignorante de la causa de su ausencia, me ponía a pensar si obedecería a un motivo fijo, si no se dejaban ver más que un día sí y otro no, o cuando hacía tal tiempo, o si había días en que no se las veía nunca. Me figuraba que era amigo suyo y les decía: "Tal día no estuvieron ustedes; ¿cómo fue eso?" "Ah, sí, es que era sábado, y los sábados no venimos nunca porque…" Y ojalá hubiese sido tan sencillo averiguar que el triste sábado era inútil empeñarse en buscar y que podía uno recorrer la playa de arriba abajo, sentarse delante de la pastelería como para comer un bizcocho, entrar en la tienda donde venden recuerdos de la playa, y esperar la hora del baño y del concierto, la subida de la marea y la puesta del sol, ver llegar la noche sin que asomara la ansiada bandada. Pero ese día fatal quizá no se repetía sólo una vez por semana. Acaso no cayera forzosamente en sábado. ¡Quién sabe si no había determinadas circunstancias atmosféricas que influyesen en ese día, o que le fueran totalmente ajenas! ¡Qué caudal de observaciones pacientes, pero no serenas es menester ir recogiendo con respecto a los movimientos, en apariencia irregulares, de estos mundos desconocidos, antes de dar por seguro que no se dejó uno engañar por meras coincidencias y que nuestras previsiones no serán defraudadas, antes de formular las leyes ciertas, adquiridas a costa de experiencias crueles, que rigen esa astronomía de la pasión! Al recordar que no las había visto en tal día de la semana como hoy, me decía yo que ya no vendrían, que era inútil estarse en la playa. Y precisamente en ese momento asomaban ellas. En cambio, otro día que, con arreglo a las deducciones de las leyes que regulaban el retorno de estas constelaciones, consideré como día fasto, no venían. Pero aun había algo más que esta primera incertidumbre de si las vería o no en el espacio de veinticuatro horas: la incertidumbre mucho más grave de si volvería a verlas o no en absoluto, porque ignoraba yo si tendrían que marcharse a América o que volver a París. Ya esto bastaba para que empezara yo a quererlas. Puede ocurrir que se tenga simpatía por una persona y nada más. Pero para desatar esa tristeza, ese sentimiento de lo irreparable y esas angustias que sirven de preparación al amor, es menester que exista el riesgo de una imposibilidad (y acaso tal riesgo y no la persona amada es el objeto que la pasión quiere señorear). Así, obraban ya en mí esas influencias que se repiten en el curso de amores sucesivos, y que pueden darse; pero entonces, cuando se está en grandes ciudades, en el caso de modistillas que no se sabe el día que tienen libre, y que faltan un día, con gran susto nuestro, a la salida del obrador; influencias que se repiten, o al menos se renovaron en el curso de mis amores. Acaso sean inseparables del amor; quizá todo lo que fue una particularidad del amor primero venga a superponerse a los siguientes por recuerdo, sugestión o hábito y a través de los diversos períodos de nuestra vida preste a los diferentes aspectos de la pasión un carácter general.