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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

A la sombra de las muchachas en flor (57 page)

BOOK: A la sombra de las muchachas en flor
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Como en tales noches me recogía yo mucho más tarde, en mi cuarto, que ya no me era hostil, me encontraba con sumo placer aquel lecho en el que según se me figuró el día de mi llegada nunca podría descansar, y al que se dirigían ahora mis fatigados miembros en busca de reposo; de modo que mis muslos, mis caderas, mis hombros, iban sucesivamente tratando de adherirse en todos sus puntos a las sábanas que envolvían el colchón, lo mismo que si mi fatiga, hecha escultor, quisiera sacar un vaciado completo de un cuerpo humano. Pero no podía dormirme, sentía ya acercarse la mañana; la calma, la buena salud habían huido de mí. Tan desconsolado estaba, que me parecía que nunca más habría de dar con ellas. Me hubiera sido menester dormir mucho rato para volver a cogerlas. Y aun cuando me quedase un poco adormilado, de todas maneras al cabo de dos horas vendría a despertarme el concierto sinfónico. De pronto me dormía, caía en ese pesado sueño que nos descubre tantos misterios; el retorno a la juventud, el remontar los años pasados, los sentimientos perdidos, la desencarnación, la transmigración de las almas, la evocación de los muertos, las ilusiones de la locura, la regresión hacia los reinos más elementales de la Naturaleza (porque suele decirse que muchas veces vemos animales en nuestros sueños, olvidándose de que en el sueño nosotros somos también un mero animal privado de la razón, que proyecta sobre las cosas una claridad de certidumbre; no ofrecemos al espectáculo de la vida más que una visión dudosa, borrada a cada instante por el olvido, porque la realidad precedente se desvanece ante la subsiguiente, como una proyección de linterna mágica cuando se quita el cristalito); todos esos misterios, en suma, que se nos figuran desconocidos y en los que en realidad nos iniciamos todas las noches, lo mismo que nos iniciamos en el otro gran misterio del aniquilamiento y la resurrección. La iluminación sucesiva y errante de las zonas 'en sombra de mi pasado, iluminación aún más caprichosa por la difícil digestión de la comida de Rivebelle, convertíame en un ser cuya dicha suprema hubiese sido encontrarse con Legrandin, con el cual Legrandin acababa yo de hablar en sueños. Además, mi propia vida se me ocultaba enteramente tras una decoración nueva, como la que suelen colocar casi junto a la batería para que los actores representen un intermedio mientras que detrás se está cambiando de cuadro. Ese intermedio, en el que yo hacía mi papel, era a la manera de un cuento oriental, y yo nada sabía de mi pasado ni de mi propia persona, debido a lo muy cerca que se hallaba la interpuesta decoración; no era yo más que un personaje que se llevaba todas las tundas y recibía castigos diversos por una falta que no se veía muy clara, pero que consistía en haber bebido más oporto de lo conveniente. De pronto me despertaba y me daba cuenta de que el concierto sinfónico ya había acabado y que gracias a un largo sueño no había oído nada. Era ya por la tarde; para convencerme miraba mi reloj, después de haber hecho unos esfuerzos para incorporarme, esfuerzos infructuosos primero y entrecortados por caídas en la almohada, esas breves caídas que son subsiguientes al sueño y a las restantes formas de embriaguez, ya sean debidas al vino, ya a una convalecencia; pero aun antes de mirar qué hora era, ya estaba seguro de que la mañana había pasado. Ayer noche no era yo más que un ser vacío, sin peso (y como para poder estar sentado es menester haberse acostado antes, y para ser capaz de callarse se requiere haber dormido bien); yo no podía por menos de agitarme y hablar; carecía de consistencia, de centro de gravedad, estaba ya disparado, y se me antojaba que hubiese podido continuar mi triste carrera hasta la misma luna. Y al dormir, cierto que mis ojos no habían visto el reloj, pero mi cuerpo supo calcular la hora, midió el tiempo, y no en esfera figurada superficialmente, sino por medio de la progresiva pesantez de todas mis fuerzas renovadas, que mi cerebro iba dejando caer punto por punto, como potente reloj hasta más abajo de las rodillas la intacta abundancia de sus provisiones. Si es exacto que el mar ha sido antaño nuestro medio vital y que en él es menester sumergirse para recobrar nuestras Ir lo mismo ocurre con el olvido, con la aniquilación mental; porque cuando nos dominan parece que está uno ausente del tiempo por unas horas; pero las fuerzas que durante ese espacio se fueron ordenando sin gastarse lo miden por su cantidad con la misma exactitud que las pesas del reloj o los ruinosos montículos de la ampolleta de arena. Por supuesto que tan difícil es salir de un sueño así como de una prolongada vigilia, porque todas las cosas tienden a durar, y si bien es cierto que algunos narcóticos hacen dormir, el mucho dormir es un narcótico más potente, y luego cuesta mucho trabajo despertarse. Era yo como el marinero que ve perfectamente el muelle adonde ha de amarrar su barca, cuando todavía la sacuden las olas; hacía intención de mirar la hora que era y levantarme, pero mi cuerpo veíase lanzado de nuevo a las oleadas del sueño; cosa difícil era el tomar tierra; y antes de incorporarme para ver el reloj y confrontar su hora con la que marcaba la riqueza de materiales de que disponían mis cansadas piernas, volvía a caer dos o tres veces en la almohada.

Por fin veía claramente: "¡Las dos de la tarde!" Llamaba, pero en seguida tornaba a sumirme en un sueño, que esta vez debía de ser mucho más largo, a juzgar por el descanso y la visión de una inmensa noche vencida con que me encontraba al despertar. Pero tal despertar debíase a la entrada de Francisca, entrada acarreada por mi campanillazo, y ese nuevo sueño que me pareció más largo que el otro y que tanto bienestar y olvido me causó no había durado más que medio minuto.

Mi abuela abría la puerta, y yo le hacía algunas preguntas referentes a la familia Legrandin.

No sería bastante decir que había vuelto a, alcanzar la calma y la salud, porque la noche antes me separaba de ellas algo más que una simple distancia, y tuve que pasármela luchando contra una corriente contraria; y ahora no me sentía yo tan sólo a la vera de la calma y de la salud, sino que ambas estaban dentro de mí. Y en puntos determinados, un poco doloridos aún, de mi vacía cabeza, la cabeza que algún día habría de estallar, dejando huir mis ideas para siempre, estas ideas habían vuelto una vez más a ocupar su puesto y dado de nuevo con esa existencia que hasta ahora no supieron aprovechar.

Por una vez más había yo escapado a la imposibilidad de dormir, a aquel desastre y naufragio de las crisis nerviosas. Ya no me inspiraba miedo alguno, lo mismo que la noche antes, cuando el verme falto de descanso me servía de amenaza. Se me abría una vida nueva; sin hacer un solo movimiento, porque todavía estaba tronchado, aunque ya bien dispuesto, saboreaba con delicia mi fatiga; ella me rompió y disgregó los huesos de brazos y piernas, pero yo los veía ahora a todos reunidos delante de mí, prontos a juntarse 'de muevo, y sólo con cantar, como el arquitecto de la fábula, se pondrían otra vez en pie.

De pronto me acordé de la rubita triste que vi en Rivebelle y que me había mirado un momento. Durante la noche otras muchas mujeres se me antojaron simpáticas, pero ahora ella era la única que surgía de lo hondo de mi recuerdo. Se me, imaginaba que se había fijado en mí, y esperaba que viniese un mozo del restaurante de Rivebelle a traerme una carta de su parte. Saint-Loup no la conocía, y en su opinión debía de ser una muchacha decente. Muy difícil sería verla., verla constantemente, pero yo estaba dispuesto a todo con tal de lograrlo, y no pensaba más que en ella. La filosofía suele hablar de actos libres y actos necesarios. Quizá no se da en nosotros acto más necesario que aquel por virtud del cual una fuerza ascensional comprimida durante la acción hace ascender, una vez que nuestro pensamiento está en reposo, a un recuerdo que estuvo nivelado con los otros por la fuerza opresiva de la distracción, y lo empuja hacia arriba, porque, sin que nosotros nos diésemos cuenta, contenía en mayor grado que los demás un encanto notado tan sólo veinticuatro horas después. Y quizá no exista tampoco acto más libre, porque aun está exento de costumbre, de una especie de manía mental que en amor sirve para favorecer el exclusivo revivir de una determinada persona.

Precisamente el día, anterior fue aquel en que vi desfilar por delante del mar la hermosa procesión de muchachas. Pregunté si las conocían a algunos parroquianos del hotel que solían ir casi todos los años a Balbec, pero no supieron decirme nada. Luego, más adelante, una fotografía vino a explicarme el porqué. ¿Quién era capaz de reconocer en ellas, recién salidas, pero salidas ya de una edad en que se cambian tan totalmente, a aquella masa amorfa y deliciosa, toda infantil aún, de niñas que unos años antes se sentaban en la arena formando corro alrededor de una caseta, especie de vaga y blanca constelación, donde si se discernían unos ojos más brillantes que los demás, una cara maliciosa, una melena rubia, era para volverlos a perder y a confundir en seguida en el seno de la nebulosa indistinta y láctea?

Indudablemente, en esos años pasados no sólo era la visión total del grupo la que carecía de perfecta nitidez, como noté yo el día antes, sino el grupo mismo. Entonces esas niñas eran aún muy jovencitas y se hallaban en ese grado elemental de formación en que la personalidad no puso aún a cada rostro su sello. Estaban todas apretadas unas contra otras, como esos organismos primitivos en los que el individuo no existe por sí mismo y está constituído antes por el polipero que por cada uno de los pólipos que entran en su composición. A veces una de las niñas empujaba a la que tenía al lado y la hacía caerse al suelo, y entonces una risa alocada, que parecía la sola manifestación de su vida personal, las agitaba a todas simultáneamente, borrando y confundiendo aquellos rostros indecisos y parleros en la masa de un racimo único, tembloroso y chispeante. En un retrato viejo que luego, andando el tiempo, me dieron ellas, y que he conservado, su tropa infantil constaba ya del mismo número de figurantas que la procesión femenina que habían de constituir más adelante;; y se da uno cuenta de que ya entonces debían de formar las chiquillas en la playa un manchón particular que atraería la atención; pero, en dicho retrato sólo se las puede distinguir individualmente por medio del razonamiento, dejando campo libre a todas las transformaciones posibles durante la juventud, hasta ese límite en que las formas reconstituídas invaden ya otra personalidad que es menester diferenciar asimismo, personalidad cuyo lindo rostro tiene probabilidades, gracias a la concomitancia de una buena estatura y un pelo rizado, de haber sido antaño esa bolita gesticulante y avellanada que nos presenta el retrato viejo; y como la distancia recorrida en poco tiempo por los caracteres físicos de cada muchacha privaba de un criterio seguro para distinguirlos, y además como ya entonces estaba muy marcado en ellas aquello que de común y colectivo tenían, solía ocurrir a sus mejores amigas que en ese retrato las confundían unas con otras, hasta el punto que para decidir las dudas había que recurrir a un detalle de indumento que según alguna de ellas era exclusivamente suyo. Desde aquel tiempo, tan diferente del día en que me las encontré yo en el paseo, tan diferente, pero no muy distante, acostumbraban entregarse a la risa, como pude ver la anterior mañana; pero esa risa no era ya aquella intermitente y casi espasmódica de la infancia, aquella risa en la que antes se hundían a caca momento sus cabecitas para volver a surgir después, al modo de los bloques de pececillos del Vivonne, que se dispersaban y desaparecían por un instante y se juntaban en seguida; ahora sus fisonomías eran ya dueñas de sí; los ojos se clavaban en el blanco que perseguían, y el día antes fue lo indeciso y tembloroso de mi percepción primera lo que confundió indistintamente —como hacía la hilaridad de antaño y la fotografía descolorida— las esporadas, ahora individualizadas y desunidas, de la pálida madrépora.

Es verdad que muchas veces, al ver pasar a unas muchachas bonitas, me hice promesa de volverlas a buscar. Pero por lo general no parecían; además, la memoria, que olvida pronto su existencia, difícilmente distinguiría sus facciones, acaso nuestros ojos no las conocieran ya; añádase a eso que habíamos visto pasar otras muchachas a las que tampoco volveríamos a encontrar. Pero otras veces, y eso es lo que sucedió con la insolente bandada de mocitas, el azar se obstina en ponérnoslas delante. Y entonces el azar se nos antoja muy bello, porque en él discernimos como un comienzo de organización, de esfuerzo para componer nuestra vida; y por él se nos convierte en cosa fácil, inevitable y a veces —tras las interrupciones que nos infundieron la esperanza de dejar de acordarnos— en cosa cruel, la fidelidad a unas imágenes a cuya posesión se nos figura más tarde que estábamos predestinados, y que, en verdad, de no haber sido por el azar, hubiéramos podido olvidar al principio como tantas otras.

Pronto tocó a su fin la estancia de Saint-Loup en Balbec. No volví a ver a las muchachas en la playa. Y Roberto estaba en Balbec muy poco tiempo, o durante la tarde, y no le daba lugar a ocuparse de mi asunto y hacer que se las presentaran, todo por mí. Por la noche tenía más libertad, y seguía llevándome a menudo a Rivebelle. En restaurantes como el de Rivebelle suele ocurrir, igual que en los jardines públicos y en los trenes, que nos encontramos con gente de exterior vulgar, cuyo nombre nos deja asombrados cuando, al preguntar casualmente quiénes son, venimos a descubrir que no se trata de los inofensivos insignificantes que nosotros suponíamos, sino de tal ministro o cual duque, que conocíamos de oídas. Saint-Loup y yo habíamos visto ya dos o tres veces en el restaurante de Rivebelle a un caballero alto, musculoso, de facciones correctas y barba gris, que iba a sentarse a su mesa cuando toda la gente empezaba a marcharse; tenía un mirar pensativo, constantemente clavado en el vacío. Una noche preguntamos al amo quién era aquel señor aislado, desconocido y rezagado en la cena. "¡Ah!, ¿no lo conocen ustedes? Es Elstir, el pintor tan célebre." Swann había dicho una vez aquel nombre delante de mí; pero yo no me acordaba en qué ocasión ni a qué propósito; sin embargo, suele suceder que la omisión de un recuerdo, por ejemplo, el elemento de una frase en una lectura favorita, venga en favor, no de la incertidumbre, sino de una prematura seguridad. "Es amigo de Swann, un artista conocidísimo y de mucho mérito", dije a Saint- Loup. Y en seguida nos cruzó por el ánimo, como un escalofrío, la idea de que Elstir era un gran artista, una celebridad; y en seguida pensamos que probablemente nos confundiría con los demás parroquianos del restaurante, sin sospechar el estado de exaltación en que nos pusiera la idea de su talento. Indudablemente, el hecho de que ignorase nuestra admiración por él y nuestra amistad con Swann no nos hubiese causado la menor pena a no ser porque estábamos en una playa de veraneo. Pero como nos hallábamos un poco retrasados para nuestros años, sin poder sujetar nuestro entusiasmo en silencio, y transportados a una vida de verano, donde el incógnito ahogaba escribimos una carta firmada por los dos, en la que revelábamos a Elstir que aquellos dos jóvenes sentados a unos pasos de su mesa eran dos admiradores entusiastas de su talento y dos amigos de su gran amigo Swann, y le manifestábamos nuestro deseo de saludarlo. Encargamos a un mozo que llevara la misiva al hombre célebre.

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