Volví al hotel; aquel día tenía que ir a cenar a Rivebelle con Roberto, y mi abuela me exigía las noches que cenaba fuera que me estuviese una hora echado en mi cama antes de salir; luego, el médico de Balbec me ordenó que esta siesta fuese diaria.
Aunque en realidad no era menester salir del paseo del dique y penetrar en el hotel por el
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, esto es, por la parte de detrás. Porque ahora, por ser pleno verano, y gracias a un adelanto comparable a los sábados de Combray, en que almorzábamos una hora antes, los días eran tan largos que el sol estaba aún bien alto, como en hora de merienda, cuando empezaban a poner las mesas de la cena en el Gran Hotel de Balbec. De suerte que los grandes ventanales del comedor, que daban al paseo del dique, estaban abiertos por completo hasta el suelo, y con levantar un poco el pie para saltar el reborde de madera de la ventana ya estaba en el comedor; lo atravesaba y me metía en el ascensor.
Al pasar por delante de la dirección dirigía yo una sonrisa al director; recogía otra correspondiente en su rostro, sin sentir ya ni sombra de desagrado, porque desde que estaba en Balbec mi atención comprensiva había ido inyectándose poco a poco en aquella cara y transformándola como una preparación de historia natural. Sus rasgos fisonómicos eran ya para mí cosa corriente, se habían cargado de significación, mediocre sí, pero inteligible como letra que ya no se parecía a aquellos caracteres raros intolerables, que me presentó su rostro aquel primer día en que vi delante de mí a un personaje ya olvidado; personaje que cuando surgía al conjuro de mi evocación era ya desconocido y dificilísimo de identificar con la, personalidad insignificante y, pulida a la que servía de caricatura sumaria y deforme. Ya sin aquella timidez y tristeza de la noche de mi llegada al hotel hacía sonar el timbre del
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; y ahora el muchacho del ascensor no permanecía silencioso mientras que iba subiendo a su lado, como en una caja torácica móvil que corriera a lo largo de la columna, sino que me repetía: "Ya no hay tanta gente como hace un mes. Empiezan ya a marcharse; los días van acortándose". Y decía eso no porque fuese verdad, sino porque tenía una colocación en un hotel de un lugar más cálido de la costa, y su deseo habría sido que nos marcháramos todos para que así el hotel tuviera que cerrarse y le quedaran unos días de holganza antes de seguir en su nueva colocación. "Seguir" y "nueva" no eran en su lenguaje expresiones contradictorias, porque para él "seguir" era la forma usual del verbo empezar. Lo único que me extrañó es que tuviese la condescendencia de decir "colocación", porque pertenecía a ese moderno proletariado que aspira a borrar en el habla toda huella de domesticidad. Pero en seguida me anunció que en el "empleo" en que iba a "seguir" tendría mejor traje y paga; y es que las palabras "uniforme" y "salario" le parecían anticuadas y poco discretas. Y como, por un caso de absurda contradicción, el vocabulario ha sobrevivido, a pesar de todo, en el ánimo de los "patronos" a la concepción de la desigualdad social, resultaba que yo siempre entendía de mala manera lo que me decía el
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. Lo que yo quería saber es si mi abuela estaba en el hotel. Y ya antes de que le preguntara nada, me decía el muchacho: "Esa señora acaba de salir de su cuarto". Yo nunca caía en la cuenta y me figuraba que se refería a mi abuela. "No, esa señora que está empleada en casa de ustedes." Como en el antiguo lenguaje burgués, que por lo visto debía de estar ya abolido, una cocinera no se denomina empleada, yo me paraba un momento a pensar: "Se ha equivocado, porque nosotros no tenemos ni fábrica ni empleados" De pronto se me venía a las mientes que el nombre de empleado es lo mismo que el bigote para los camareros de café: una satisfacción de amor propio que se da a los criados, y que esa señora que acababa de salir era Francisca (que probablemente habría ido a visitar al cafetero o a ver coser a la doncella de la señora belga); esa satisfacción aún no le parecía bastante al chico del
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, porque solía decir de la gente de su clase y edad, con tono de compasión "el obrero, el chico", empleando el mismo singular colectivo que Racine cuando dice: "el pobre". Pero, por lo general, como ya habían desaparecido la timidez y el deseo de agradar que sentí el primer día, ya no hablaba al
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. Y ahora él es el que se quedaba sin contestación durante aquella corta travesía, cuyos nudos tenía que ir filando, a través del hotel, hueco como un juguete, o que desplegaba a nuestro alrededor, o piso a piso, sus ramificaciones de pasillos; y allá al fondo la luz se aterciopelaba, se rebajaba, quitaba materialidad a las puertas de comunicación y a los escalones de las escaleras interiores, que convertía en un ámbar dorado inconsistente y misterioso, como uno de esos crepúsculos en que Rembrandt recorta el antepecho de una ventana o la cigüeñuela de un pozo. Y en cada piso un resplandor áureo en la alfombra del ascensor anunciaba la puesta de sol y las ventanas de los retretes.
Me preguntaba yo si las muchachas que acababa de ver vivirían en Balbec y quiénes serían. Cuando el deseo se orienta así hacia una pequeña tribu humana que uno ha seleccionado, todo lo que a ella se refiere viene a convertirse en motivo de emoción, y más luego, en motivo de ensoñaciones. Había yo oído decir en el paseo a una señora: "Es una amiga de la chica de Simonet", con el mismo tono de presuntuosa precisión de una persona que dijese: "Es un camarada inseparable del chico de La Rochefoucauld". Y en seguida se advirtió en la cara de la señora a quien se dirigían estas palabras la curiosidad y el deseo de mirar con mayor atención a la favorecida persona que era "amiga de la chica de Simonet". Privilegio este que de seguro no se concedía a todo el mundo. Porque la aristocracia es una cosa relativa. Y hay huequecitos que no cuestan mucho donde el hijo de un mueblista es príncipe de elegancias y tiene su corte como un joven príncipe de Gales. Más adelante he hecho muchas veces por acordarme de cómo resonó para mí en la playa, al oírlo por primera vez, ese nombre de Simonet, incierto aún en su forma, que yo no distinguía bien, y también en su significación, en la posibilidad de que designara a una o a otra persona; teñido, en suma, con un tono de vaguedad y cosa nueva que luego, en el porvenir, nos habrá de conmover al recordarlo, porque ese nombre, cuyas letras se van grabando segundo a segundo, y cada vez más profundamente en nosotros, por obra de la incesante atención, llegará a 'convertirse (con el de la chica de Simonet no me ocurrió eso hasta años más tarde) en el primer vocablo que encontremos en el momento del despertar o al recobrar mientes después de un desmayo, antes aún de la noción de la hora que sea y del lugar en que nos hallemos, antes de la palabra "yo", corno si el, ser que designa ese nombre fuese más que nosotros mismos y como si después de un momento de inconsciencia esa tregua que acaba de expirar significara ante todo unos instantes en que dejamos de pensar en el nombre ese. No sé por qué desde el primer día se me antojó que alguna de esas muchachas debía de llamarse Simonet, y estaba siempre pensando en cómo podría llegar a conocer a la familia Simonet; y a conocerla por medio de alguna persona que ellos juzgaran superior, cosa no muy difícil si eran chiquillas fáciles de clase pobre, como yo suponía, con objeto de que no se formara de mí una idea desdeñosa. Porque no es posible llegar al conocimiento perfecto ni practicar la absorción completa de un ser que nos desdeña mientras no hayamos vencido ese desdén. Y cada vez que penetran en nuestro ánimo las imágenes de mujeres tan distintas ya no tenemos punto de reposo, a no ser que el olvido o la competencia de otras imágenes no las elimine, hasta que convirtamos a esas mujeres extrañas en algo parecido a nosotros mismos, porque nuestra alma tiene en estas cosas la misma facultad de reacción y actividad que el organismo físico, el cual no puede tolerar la intromisión en su seno de un cuerpo extraño sin intentar inmediatamente la digestión y asimilación del intruso; así, me figuraba yo que la pequeña Simonet debió de ser la más guapa de todas, y, además, la que acaso llegara alguna vez a querida mía, porque ella fue la única que se dio por enterada de la fijeza de mis miradas y medio volvió la cabeza por dos o tres, veces. Pregunté al
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si no conocía a algunos Simonet en Balbec. Como no le gustaba confesar que ignoraba ninguna cosa respondió que le parecía haber oído hablar de ese nombre. Cuando llegué al último piso le dije que me hiciera el favor de traerme las lisias últimas de las personas llegadas al hotel.
Salí del ascensor; pero en vez de encaminarme a mi cuarto seguí por el pasillo, porque a esta hora el criado del piso, aunque tenía miedo a las corrientes de aire, dejaba abierta la ventana que se abría al fondo del corredor; esta ventana no daba al mar, sino al valle y la colina, pero como casi siempre estaba cerrada y los cristales eran esmerilados no dejaba ver el paisaje. Hice estación por un momento delante de la ventana, rindiendo la devoción debida a la "vista", que por una vez me descubría, más allá de 'a colina a la que estaba adosado el hotel; en dicha colina no había más que una casita plantada a cierta distancia, y a esta hora la perspectiva y la luz de anochecido, sin quitarle nada de su volumen, la cincelaban preciosamente y le prestaban aterciopelado estuche, como uno de esos edificios en miniatura, templo o capillita de orfebrería y esmalte, que sirven de relicarios y que sólo se exponen a la veneración de los fieles en raras ocasiones. Pero ya había durado mucho ese instante de adoración, porque el criado que tenía en una mano un manojo de llaves y se llevaba la otra, para saludarme, a su casquete de sacristán., pero sin quitárselo, por causa del aire fresco de la noche, venía ya a cerrar las dos hojas de la ventana como quien cierra las dos hojas de un relicario y arrebataba así a mi adoración el reducido monumento y la áurea reliquia. Entraba yo en mi cuarto. Según se adelantaba el verano iba cambiando el cuadro que me encontraba en el balcón. A lo primero era aún de día y la habitación estaba muy clara, a no ser que estuviese nublado; entonces, en el glauco cristal, ampulosamente repleto de hinchadas olas, el mar, engastado en la armadura de hierro de la cristalería como entre los plomos de una vidriera, deshilachaba en toda la rocosa, orla de la bahía triángulos adornados de inmóvil espuma delineada con la finura de pluma o plumón salidos del lápiz de Pisanello, triángulos que parecían como solidificados en ese esmalte blanco, inalterable y espeso que figura una capa de nieve en los trabajos de vidriería de Gallé.
Pronto fueron acortándose los días, y en el momento de entrar en mi habitación el cielo violeta parecía como estigmatizado por la imagen rígida, geométrica, pasajera y fulgurante del sol (igual que si representase algún signo milagroso o aparición mística), y se inclinaba hacia el mar girando sobre la charnela del horizonte como un cuadro religioso colgado encima del altar mayor; mientras las partes diferentes del crepúsculo se exponían en los espejos de las librerías de caoba que corrían a lo largo de las paredes, y yo las refería con el pensamiento a la maravillosa pintura de la que parecían haberse desprendido, como esas diversas escenas que ejecutó un pintor primitivo para una hermandad en un relicario, y que ahora se exhiben en una sala de museo en tablas separadas, que sólo el visitante puede, a fuerza de imaginación, colocar en su sitio, en la predela del retablo. Unas semanas más tarde, al subir a mi cuarto, el sol ya se había puesto. Por encima del mar, compacto y recortado como una gelatina, había una franja de cielo rojo, semejante a la que veía yo en Combray extenderse sobre el Calvario cuando tornaba de mi paseo y me disponía a bajar a la cocina antes de cenar, y un momento después, sobre el mar frío y azulado como ese pescado que llaman mújol, el cielo, del mismo tono rosado que el salmón que habrían de servirnos poco después en Rivebelle, avivaba el placer que yo sentía al vestirme de frac para ir a cenar fuera. En el mar, y muy cerca de la orilla, se afanaban por elevarse unos encima de otros, a capas cada vez más anchas, vapores de un negro de hollín, pero con bruñido y consistencia de ágata, y que parecían pesar mucho; tanto, que los que estaban más altos se desviaban ya del tallo deforme y hasta del centro de gravedad que formaban las capas que les servían de sostén, y parecía como que iban a arrastrar toda aquella armazón, que ya llegaba a la mitad del cielo, y a precipitarla en el mar. Veía un barco que iba alejándose como nocturno viajero, y eso me daba la misma impresión, que ya tuve en el tren, de estar liberado de las necesidades del sueño y del encierro en una habitación. Aunque en realidad no me sentía yo prisionero en mi cuarto, puesto que dentro de una hora iba a salir de él para montar en el coche. Me echaba en la cama, y me veía rodeado por todas partes de imágenes del mar, como si estuviese en la litera de uno de esos barcos que pasaban cerca de mí, de esos barcos que luego, por la noche, nos asombrarían con la visión de su lenta marcha por el seno de la obscuridad, como cisnes silenciosos y sombríos, pero bien despiertos.
Y muchas veces, en efecto, no eran más que imágenes, porque yo me olvidaba de que por detrás de esos colores no había sino el triste vacío de la playa, barrida por ese viento inquiete de la noche que con tanta ansia sentí el día de mi llegada a Balbec; además, preocupado con la idea de las muchachas que vi pasar, ni siquiera allí en mi cuarto me sentía en disposición lo bastante tranquila y desinteresada para que pudiesen producirse en mi alma impresiones de belleza verdaderamente hondas. Con la espera de la cena en Rivebelle aun estaba de humor más frívolo y mi pensamiento residía en esos momentos en la superficie de mi cuerpo, el cuerpo que iba a vestir en seguida con objeto de que pareciese lo más agradable posible a las miradas femeninas que en mí se posaran en el iluminado restaurante; de modo que era incapaz de poner profundidad alguna tras los colores de las cosas. Y si no hubiera sido porque allí al pie de mi ventana el suave e incansable revuelo de vencejos y golondrinas se lanzaba como un surtidor, como un vivo fuego artificial, rellenando el intervalo de eso altos cohetes con la hilazón inmóvil y blanca de las largas estelas horizontales; sí no hubiera sido por el delicioso milagro de este fenómeno natural y local, que enlazaba con la realidad los paisajes que ante mi vista tenía, se me habría podido figurar que no eran otra cosa tos tales paisajes que una colección de cuadros, que se cambiaban a diario, expuestos por capricho en el lugar donde yo me hallaba y sin ninguna relación necesaria con él. A veces era una exposición de estampas japonesas; junto a la delgada oblea del sol, rojo y redondo como la luna, una nube amarilla semejaba un lago, y destacándose contra ella, cual si 'fuesen árboles plantados en la orilla del imaginario lago, había unas espadañas negras; una barra de un rosa suave, tal como no la viera yo desde mi primera caja de pinturas, se inflaba a modo de río, y en sus riberas había unos barquitos que parecían estar en seco esperando que viniesen a tirar de ellos para ponerlas a flote. Y con el mirar desdeñoso, aburrido y frívolo de un aficionado o de una damisela que recorre entre dos visitas mundanas una galería de pintura, me decía yo: "Es curiosa la puesta de sol, muy particular; pero he visto otras tan delicadas y tan asombrosas como ésta". Más me gustaban aquellas tardes en que aparecía, cual en cuadro impresionista; un barco absorbido y fluidificado por el horizonte, de un color tan de horizonte, que semejaba la misma materia que la lejanía, como si su proa y sus jarcias no fuesen otra cosa que recortes hechos en el azul vaporoso del cielo, que en ellos aun se hacía más sutil y afiligranado. A veces el océano llenaba casi toda mi ventana, adornada con urca franja de cielo, orlada en lo alto por una línea que era del mismo azul que el mar, por lo cual me figuraba yo que era mar también y atribuía su distinto tono a un efecto de luz. Otros días el mar pintábase tan sólo en la parte inferior de la ventana y todo el espacio restante lo llenaban infinitas nubes amontonadas unas contra otras en franjas horizontales, de suerte que parecía como si los cristales presentaran, con premeditación o por especialidad artística, un "estudio de nubes", mientras que las vitrinas de las librerías mostraban nubes semejantes, pero de distintos lugares del horizonte y diversamente iluminadas, cual si ofreciesen esa repartición, tan grata a algunos maestros contemporáneos, de un mismo y único efecto tomado siempre a horas diferentes, pero que gracias a la inmovilidad del arte 'podían verse ya ahora todos juntos en una misma habitación, ejecutados al 'pastel y cada cual detrás de su cristal. 'Había veces en que sobre mar y cielo, uniformemente grises, se posaba con exquisito refinamiento un 'leve tono rosado, y una mariposa dormida en la parte baja de la ventana parecía significar con sus alas, allí al pie de esa "armonía gris y rosa", al modo de las de Whistler, la firma favorita del maestro de Chelsea. Todo iba desapareciendo hasta el tono rosa, y ya no quedaba nada que mirar. Me levantaba 'un momento, y antes de volver a acostarme echaba los cortinones de la ventana. Por encima de ellos, desde mi cama, veía la raya de claridad que quedaba ensombrecerse y atenuarse progresivamente; pero ninguna suerte de tristeza ni de nostalgia me daba el dejar morir en lo alto de las cortinas esa hora en que, por lo general, estaba sentado a la mesa, porque sabía yo que aquel día era distinto de los demás, mucho más largo, como los días polares, que la noche interrumpe sólo por unos momentos; sabía yo que de la crisálida de ese crepúsculo ya se disponía a salir, por radiante metamorfosis, la esplendorosa luz del restaurante de Rivebelle. Me decía. "Ya es hora"; me desperezaba en la cama, poníame en pie, daba remate a la tarea de componerme, y me parecían deliciosos esos instantes inútiles, aliviados de todo peso material, en los que yo empleaba, mientras que los demás estaban abajo cenando, todas las fuerzas acumuladas durante la inactividad del descanso tan sólo en secarme el cuerpo, en ponerme el
smoking
, en hacerme el lazo de la corbata, en todos esos movimientos dominados va por el esperado placer de ver de nuevo a una mujer en la que me había fijado la vez última que estuve en Rivebelle, que pareció que me miraba, y que si aquella noche salió por un momento del comedor fue acaso para ver si yo la seguía; y muy alegremente me revestía de todos esos atractivos para entregarme espontánea y completamente a una vida nueva, libre, sin preocupaciones, en la que me sería dable apoyar mis vacilaciones en la calma de Saint-Loup, en la que escogería de entre todas las especies de la Historia Natural venidas de todas las tierras aquellas que por ser componente de inusitados platos, inmediatamente encargados por mi amigo, tentaran más mi golosina o mi imaginación.