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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

A la sombra de las muchachas en flor (52 page)

BOOK: A la sombra de las muchachas en flor
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Este período dramático de sus relaciones —que había llegado por entonces al punto extremo y más doloroso para Saint-Loup, pues ella le prohibió la estancia en París porque su presencia la exasperaba, y le hizo pasar sus días de licencia en Balbec, a un paso de la ciudad donde estaba de guarnición— tuvo sus comienzos una noche en casa de una tía de Saint-Loup, que, gracias a las instancias de Roberto, invitó a la actriz a ir a recitar ante un público aristocrático fragmentos de una obra simbolista que había representado cierta vez en un teatro de tendencia avanzada; esta obra la admiraba ella mucho y transmitió a Saint-Loup su admiración.

Pero cuando salió con una gran azucena en la mano, con traje copiado de la
Ancilla Domini
, y que, según había dicho a Roberto era una verdadera
visión de arte
, fue acogida con sonrisas por aquella asamblea de señores de casino y de duquesas, sonrisas que se trocaron primero en risas ahogadas, por el tono monótono de la salmodia, lo raro cíe algunas palabras y su frecuente repetición, y luego en risas tan irresistibles, que la pobre artista no pudo seguir. Al otro día la tía de Saint-Loup fue unánimemente censurada por haber dejado entrar en sus salones a una actriz tan grotesca. Un duque muy conocido no le ocultó que, si la criticaban, ella se tenía la culpa.

—¡Qué demonio, no hay que darle a uno números de ese empuje! Si por lo menos esa mujer tuviera algún talento; pero ni lo tiene ni lo tendrá nunca. ¡Qué caramba! En París no somos tan tontos como se suele creer. Esa jovencita debió de figurarse que iba a asombrar a París. Pero esa empresa es más difícil de lo que ella se imagina, y hay cosas que no nos harán tragar nunca.

Y la actriz salió diciendo a Saint-Loup:

—Pero ¿adónde me has traído? En esta casa no hay más que gansas y avestruces sin educación; es un hatajo de sinvergüenzas. Mira, te lo digo francamente: no hay uno de todos esos tipos que había ahí que no me haya hecho guiños, y como yo no les hice caso, han querido vengarse.

Estas palabras trocaron la antipatía, de Roberto por los aristócratas en un sentimiento de horror, aún más hondo y doloroso; sentimiento que le inspiraban particularmente los que menos lo merecían, unos pobres parientes que, delegados por la familia, quisieron convencer a la querida de Saint-Loup de que debía romper con él; y ella hacía creer a Roberto que este paso no era desinteresado y que si lo daban sus parientes es porque estaban prendados de ella. Saint-Loup había dejado de tratarlos; pero cuando estaba separado de su querida, como ahora, pensaba que acaso ellos u otros habían vuelto a la carga y quizá logrado los favores de su amiga. Y cuando hablaba de los señoritos juerguistas que engañan a sus amigos, intentan corromper a las mujeres y hacerlas ir a casas de compromisos, se transparentaban en el rostro el dolor y el odio.

"Los mataría con menos remordimiento que a un perro, que al fin y al cabo es un animalito bueno, fiel y leal. Esa gente se merece la guillotina con mucho más motivo que los desgraciados que hicieron un crimen impulsados por la miseria y la crueldad de los ricos."

Se pasaba el tiempo mandando a su querida cartas y telegramas. Ya le había prohibido que fuera a París, pero además siempre encontraba algún medio para teñir con él a distancia, y cuando así ocurría se lo notaba yo a Roberto en el descompuesto semblante. Como su querida no le decía nunca qué motivo de queja tenía, Saint-Loup, sospechando que si no se lo decía es porque en realidad ella no lo sabía tampoco y estaba ya cansada de él, pedía explicaciones y le escribía: "Dime qué es lo que he hecho. Estoy dispuesto a confesar mis faltas". Porque la pena que sentía acababa por convencerlo de que había hecho algo malo.

Ella le hacía esperar mucho tiempo sus contestaciones, que además no tenían ningún sentido. Así, que casi siempre veía yo a Saint-Loup volver del correo con la frente arrugada, y muchas veces con las manos vacías; porque de toda la, gente del hotel, únicamente Saint-Loup y Francisca iban al correo a llevar y a recoger sus cartas: él, por impaciencia de enamorado; ella, por desconfianza de criada. (Y cuando telegrafiaba Roberto, aun tenía que andar mucho más.)

Unos días después de la cena en casa de Bloch, mi abuela me dijo, muy alegre, que Saint-Loup le había preguntado si no quería que la retratara antes de irse de Balbec; y cuando vi que se había puesto el mejor traje que tenía y que estaba dudando cuál peinado le sentaría mejor, me sentí un poco irritado de aquella niñería tan impropia de su carácter. Llegué hasta el punto de preguntarme si no estaría yo un poco equivocado con respecto a mi abuela, si no la había colocado más arriba de lo que se merecía; y me dije que quizá no era tan despreocupada de lo relativo a su persona como yo me figuré, y que acaso fuese coqueta, cosa que nunca creyera yo en ella.

Desgraciadamente, mi descontento por el proyecto de sesión fotográfica, y sobre todo por la satisfacción que a mí abuela inspiraba, se transparentó con harta claridad para que Francisca lo notara y contribuyese involuntariamente a disgustarme más echándome un discursito sentimental y tierno, que fingí no tomar en consideración.

—¡Pero, señorito, si la señora se alegrará tanto de que le saquen su retrato, y se va a poner el sombrero que le ha arreglado su servidora Francisca! Hay que dejarla, señorito.

Me convencí de que no era crueldad mía el burlarme de la sensibilidad de Francisca recordando que mi madre y mi abuela, mis modelos en todo, lo hacían también muchas veces. Pero mi abuela notó que yo tenía cara de enfadado, y me dijo que si lo de la fotografía me contrariaba lo dejaría. No quise que renunciara, le aseguré que no tenía nada que decir y la dejé que se compusiera; pero luego, figurándome que daba pruebas de fuerza y de penetración de espíritu, le dije unas cuantas frases irónicas y mortificantes, con objeto de neutralizar el placer que le causaba retratarse; de suerte que no tuve más remedio que ver el magnífico sombrero de mi abuela, pero por lo menos logré que se borrara de su semblante la expresión de gozo que para mí debía haber sido motivo de alegría, pero que se me representó, como ocurre tantas veces en la vida de los seres más queridos, como manifestación exasperante de un mezquino defecto y no como preciosa forma de esa felicidad que para ellos deseamos. Mi mal humor provenía sobre todo de que aquella semana mi abuela parecía como que me huía, y no pude tenerla ningún rato para mí solo, ni de día ni de noche. Cuando por la tarde volvía al hotel para pasar un rato con ella, me decían que no estaba en casa o me la encontraba encerrada con Francisca y entregada a largos conciliábulos que no me era permitido interrumpir. Cuando salía con Saint-Loup después de cenar, durante el trayecto, de vuelta a casa, iba pensando en el momento de ver a mi abuela y poder darle un beso; pero ya en mi cuarto esperaba inútilmente esos golpecitos dados en el tabique que me indicaban que podía entrar a decirle las buenas noches; acababa por acostarme, un tanto enfadado con mi abuela, porque me privaba, con una indiferencia tan rara en ella, de una alegría que yo daba por segura; todavía me estaba un rato en la cama despierto, con el corazón palpitante como cuando era niño, con la atención puesta en el tabique, que seguía sin decir nada, y, por fin, me dormía llorando.

* * *

Aquel día, lo mismo que los anteriores, Saint-Loup había tenido que ir a Donciéres, pues aunque no Había llegado aún la fecha de volver a su guarnición de un modo definitivo, le reclamaban allí ciertos asuntos que lo entretendrían hasta anochecido. Sentí que no estuviese en Balbec. Había yo visto bajar de sus coches a unas cuantas muchachas que de lejos me parecieron deliciosas, y que entraron las unas en el salón de baile del Casino y las otras en la nevería. Estaba yo en uno de esos períodos de la juventud en que no se tiene ningún amor particular, períodos vacantes; cuando en todas partes ve uno a la Belleza, la desea, la busca, lo mismo que hace el enamorado con la mujer amada. Basta con qué un solo trazo de realidad —lo poco que se distingue de una figura de mujer vista a lo lejos o de espaldas— nos permita proyectar por delante de nosotros nuestra ansia de Belleza, y ya se nos figura que la hemos encontrado; el corazón late con más celeridad, apresuramos el paso, y nos quedamos casi convencidos de que, en efecto, era ella si la mujer desaparece al volver una esquina; únicamente si llegamos a alcanzarla es cuando comprendemos nuestro error.

Además, como estaba cada vez más delicado, tenía yo tendencia a encarecer el valor de los más sencillos placeres precisamente por lo difícil que me era lograrlos. Por todas partes veía damas elegantes, debido a que nunca podía acercarme a ellas; en la playa, por hallarme muy cansado, y en el Casino o en una pastelería, por mi mucha timidez. Y si tenía que morirme pronto, me habría gustado saber cómo estaban hechas, vistas de cerca; y en la realidad, las muchachas más bonitas que podía brindarme la vida, aunque fuera otro y no yo, o aunque no fuera nadie, el que se aprovechara de su belleza (no me daba yo cuenta de que en el origen de mi curiosidad había un deseo de posesión). Si Saint-Loup hubiese estado conmigo, me habría atrevido a entrar en el salón del Casino. Pero yo solo me quedé parado delante del Grand Hotel, haciendo tiempo hasta que llegara la hora de ir a buscar a mi abuela; cuando, allá por la otra punta del paseo del dique, destacándose como una mancha singular y movible vi avanzar a cinco o seis muchachas tan distintas por sil aspecto y modales de todas las personas que solían verse por Balbec como hubiese podido serlo una bandada de gaviotas 'venidas de Dios sabe dónde y que efectuara con ponderado paso —las que se quedaban atrás alcanzaban a las otras de un vuelo— un paseo por la playa, paseo cuya finalidad escapaba a los bañistas, de los que no hacían ellas ningún caso, pero estaba perfectamente determinada en su alma de pájaros.

Una de las desconocidas iba empujando una bicicleta; otras dos llevaban clubs de
golf
, y por su modo de vestir se distinguían claramente de las demás muchachas de Balbec, pues aunque entre éstas hubiera algunas que se dedicaban a los deportes, no adoptaban un traje especial para ese objeto.

Era aquella la hora en que damas y caballeros veraneantes solían dar su paseo por allí, expuestos a los implacables rayos que sobre ellos lanzaba, como si todo el mundo tuviese alguna tacha particular que había que inspeccionar hasta en sus mínimos detalles, los impertinentes de la señora del presidente de sala, sentada muy tiesa delante del quiosco de la música., en el centro de esa tan temida fila de sillas a las que muy pronto habrían de venir a instalarse estos paseantes, para juzgar a su vez, convertidos de actores en espectadores, a los que por allí desfilaran. Toda esa gente que andaba por el paseo, balanceándose como si estuvieran en el puente de un barco (porque no sabían mover una pierna sin hacer al propio tiempo otra serie de cosas: menear los brazos, torcer la vista, echar atrás los hombros, compensar el movimiento que acababan de hacer con otro equivalente en el lado contrario, y congestionarse el rostro), hacían como que no veían a los demás para fingir que no se ocupaban de ellos, pero los miraban a hurtadillas para no tropezarse con los que andaban a derecha e izquierda o venían en dirección contraria, y precisamente por eso se tropezaban, se enredaban unos con otros, piles también ellos habían sido recíproco objeto de la misma atención secreta y oculta tras aparente desdén, por parte de los demás paseantes; porque el amor —y por consiguiente el temor— a la multitud es móvil poderosísimo para todos los hombres, ya quieran agradar o deslumbrar a los demás, ya deseen mostrarles su desprecio. El caso del solitario que se encierra absolutamente, y a veces por toda la vida, muchas veces tiene por base un amor desenfrenado a la multitud, amor mucho más fuerte que cualquier otro sentimiento, y que por no poder ganarse, cuando sale de casa, la admiración de la portera, de los transeúntes, del cochero de punto, prefiere que no lo vean nunca, y para ello renuncia a toda actividad que exija salir a la calle.

En medio de todas aquellas gentes, algunas de las cuales iban pensando en alguna cosa, pero delatando entonces la movilidad de su ánimo por una serie de bruscos ademanes y una divagación de la mirada tan poco armoniosos como la circunspecta vacilación de sus vecinos, las muchachas que digo, con ese dominio de movimientos que proviene de la suma flexibilidad corporal y de un sincero desprecio por el resto de la Humanidad, andaban derechamente, sin titubeos ni tiesura, ejecutando exactamente los movimientos que querían, con perfecta independencia de cada parte de su persona con respecto a las demás, de suerte que la mayor parte de su cuerpo conservaba esa inmovilidad tan curiosa propia de las buenas bailarinas de vals. Ya se iban acercando a mí. Cada una era de un tipo enteramente distinto de las demás, pero todas guapas; aunque, a decir verdad, hacía tan poco tiempo que las estaba viendo, y eso sin atreverme a mirarlas fijamente, que todavía no había individualizado a ninguna de ellas. No había más que una que, por su nariz recta y su tez morena, contrastaba vivamente con sus compañeras, como un rey Mago de tipo árabe en un cuadro del Renacimiento; a las demás las reconocía por un solo rasgo físico: a ésta, por sus ojos duros, resueltos y burlones; a aquélla, por los carrillos de color rosa tirando a cobrizo, tono que evocaba la idea del geranio, y ni siquiera esos rasgos los había yo atribuido indisolublemente a una muchacha determinada y distinta; y cuando (con arreglo al orden en que se iba desarrollando este maravilloso conjunto, en el que se tocaban los más opuestos aspectos y se unían las más diferentes gamas de color, pero todo ello confuso como una música en la que me fuese imposible aislar y reconocer las frases que iban pasando, perfectamente distintas, pero inmediatamente olvidadas) veía surgir un óvalo blanco, unos ojos azules o verdes, no sabía bien si esa cara y esa mirada eran las mismas que me sedujeron el momento antes, y me era imposible referirlas a una sola muchacha separada y distinta de las demás. Y, precisamente, el hecho de que en esta mi visión faltaran las demarcaciones que luego habría yo de fijar entre ellas propagaba en el grupo algo como una fluctuación armoniosa, la constante traslación de una belleza fluida, colectiva y móvil.

Si habían ido a reunirse en la vida aquellas amigas, todas guapas, para formar un grupo, quizá no era por puro efecto de la casualidad; acaso esas muchachas (que con sólo su actitud revelaban un modo de ser atrevido, frívolo y duro), sumamente sensibles a todo ridículo y fealdad e incapaces de sentirse atraídas por ninguna belleza de orden intelectual o moral, se encontraron un día con que entre todas sus compañeras se distinguían ellas por la repulsión que les inspiraban aquellas otras chicas que con su timidez, su encogimiento o sensibilidad, lo que ellas debían de llamar un "estilo antipático", y no se juntaron con ellas; mientras que intimaron con otras muchachas que las atraían por su mezcla de gracia, de agilidad y belleza física, única forma con que se podía revestir; según ellas, un carácter franco y seductor, promesa de muy buenos ratos de amistosa compañía. Acaso fuese también que la clase social a que pertenecían, y que no pude precisar bien, se hallaba en ese punto de evolución en que, o bien por ser rica y ociosa, o bien por estar penetrada de las nuevas costumbres deportivas, tan difundidas hasta en ciertas capas del pueblo, y de una cultura física a la que queda aún por agregar la cultura intelectual se parecía un poco a esas escuelas de escultura armoniosas y fecundas que todavía no buscan la expresión atormentada, una clase social que produce naturalmente y en abundancia cuerpos hermosos, con piernas bonitas, con caderas bonitas, semblante tranquilo y sano y aire de astucia y agilidad. ¿Acaso no estaba yo viendo allí, delante del mar, nobles y serenos dechados de humana belleza, como estatuas colocadas al sol en la ribera de la tierra griega?

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