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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

A la sombra de las muchachas en flor (50 page)

BOOK: A la sombra de las muchachas en flor
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Esa ilusoria importancia del señor Bloch padre se extendía un poco más allá del círculo de su propia percepción. En primer lugar, sus hijos lo consideraban corrió un hombre superior. Los hijos manifiestan siempre una tendencia a estimar a los padres menos de lo debido o a exaltar sus méritos, y para un buen hijo su padre será siempre el mejor de todos los padres, aparte de todas las razones objetivas que tenga para admirarlo. Y razones de esta índole había en el caso del señor Bloch, que era instruido, fino y cariñoso con los suyos. En el círculo de la familia íntima todo el mundo encontraba muy agradable su trato; porque ocurre que, si bien en la sociedad elegante se juzga a la gente con arreglo a un patrón, absurdo por lo demás, de reglas falsas, pero fijas, y por comparación con la totalidad de las demás personas elegantes en cambio, en la vida tan fragmentada, de la clase media, las comidas y reuniones de familia giran siempre en torno a personas que se declaran agradables o divertidas, y que en el mundo elegante no se sostendrían ni dos noches. Y en ese ambiente burgués en que no existen las falsas grandezas de la aristocracia, se las substituye por distinciones mucho más absurdas aún. Y así ocurría que en la familia Bloch, y hasta un grado de parentesco bastante lejano, todos llamaban al padre de mi amigo "el falso duque de Aumale", porque sostenían que se parecía a dicho personaje en la manera como llevaba el peinado, el bigote y la forma de la nariz. (¿No ocurre también en el círculo de los
botones
de un casino que ése que, lleva la gorra echada a un lado y la chaqueta muy entallada para echárselas de oficial extranjero, según él cree, es para sus camaradas casi un personaje?)

El parecido ese era muy vago, pero cualquiera hubiese dicho que se trataba de un título. Y se oía decir: "¿Qué Bloch, el duque de Aumale?", lo —mismo que se dice: "¿Qué princesa Murat, la reina de Nápoles?" Había aún un cierto número de ínfimos indicios que a los ojos de su parentela lo revestían de una aparente distinción. Aunque no llegaba a tener coche, alquilaba ciertos días una victoria descubierta, de dos caballos, en la Compañía de Coches, y cruzaba por el Bosque de Boulogne muellemente tendido en el carruaje, apoyado el rostro en la mano, que se abría de modo que dos dedos tocaran en la sien y los otros quedaran bajo la barbilla; y aunque la gente que no lo conocía, al verlo en esa actitud lo tomaba por un presuntuoso, la familia estaba muy convencida de que en cuanto a
chic
el tío Salomón hubiera podido dar lecciones hasta a Gramont-Caderousse. Era una de esas personas que por haber comido muchas veces en un restaurante en la misma mesa que el redactor en jefe del
Radical
son calificadas, cuando llega el día de su muerte, como figuras muy conocidas' en París, por la crónica, de sociedad de dicho periódico. El señor Bloch nos dijo a Saint-Loup y a mí que Bergotte sabía tan perfectamente las razones que tenía él, el señor Bloch, para no saludarlo cuando se encontraban en el teatro o en el círculo, que Bergotte en cuanto lo veía volvía la vista a otro lado. Saint- Loup se puso encarnado porque pensó en que ese círculo no podía ser el jockey, del cual había sido presidente su padre. Aunque ese círculo debía de ser bastante exigente en la admisión, porque el señor Bloch nos dijo que a Bergotte no lo recibirían aunque quisiera entrar. Así, que Saint-Loup, temblando de miedo a no "estimar en lo debido las fuerzas de su adversario", preguntó si ese círculo era el de la calle Royale, considerado como "no de su clase" por la familia de Saint-Loup y en el que se había dejado entrar a algunos israelitas.

—No —respondió el señor Bloch, con tono negligente, altivo y avergonzado—, es un círculo reducido, pero mucho más agradable, el. Círculo de los Pelmas. Allí se juzga muy severamente a la galería.

—¿No es el presidente sir Rufus Israel? —preguntó Bloch a su padre, para darle pie a una mentira honrosa, sin que se le ocurriera que ese financiero no tenía para Saint- Loup la misma importancia que para él.

En realidad, sir Rufus Israel no formaba parte del Círculo de los Pelmas; el socio era un empleado de su casa. Pero este empleado, como estaba muy bienquisto con su patrón, disponía de tarjetas del gran financiero y daba una al señor Bloch cuando tenía que viajar por algunas de las líneas de ferrocarril de las que era administrador sir Rufus; de modo que Bloch padre decía: "Voy a pasarme por el Círculo para pedir una recomendación de sir Rufus". Y con aquella tarjeta dejaba deslumbrados a los jefes del tren. Las señoritas de Bloch manifestaron mayor interés por Bergotte, y en vez de seguir hablando de "los Pelmas", encauzaron la conversación hacia el escritor; la mayor preguntó a su hermano, con el tono más serio del mundo, porque se imaginaba que para designar a los hombres de talento no existían otros término que los que empleaba su hermano.

—¿Es un tío en verdad asombroso ese Bergotte? ¿Se lo puede poner a la altura de los tíos de primera, como Villiers o Catulle?

—Lo he visto algunas veces en los estrenos —dijo el señor Nissim Bernard—. Es zurdo, se parece a Schlemihl.

Esa alusión al cuento de Chamisso no era cosa grave ciertamente, pero el epíteto de Schlemihl formaba parte de ese dialecto semialemán, semijudio, cuyo empleo, en la intimidad de la familia, seducía al señor Bloch, pero que delante de extraños le parecía vulgar e inoportuno. Así, que lanzó a su tío una mirada severa.

—Sí, tiene talento —dijo Bloch.

—¡Ah! —dijo muy gravemente su hermana, como dando a entender que en ese caso mi admiración tenía excusa.

—Todos los escritores tienen talento —repuso despectivamente el señor Bloch padre.

—Pues hasta parece que se va a presentar académico —dijo el muchacho, levantando el tenedor y frunciendo los ojos con aire de, diabólica ironía.

—¡Quita allá! —respondió Bloch padre, que, por lo visto, no sentía por la Academia el mismo desprecio que sus hijos—. No tiene peso para académico. Le falta calibre.

—Además, la Academia es un salón aristocrático, y Bergotte no tiene brillo aluno —declaró el señor Nissim Bernard, tío rico y futura herencia de la señora de Bloch.

Era este personaje un ser inofensivo y tranquilo que sólo con su apellido hubiera despertado las dotes de diagnóstico antiisraelita de mi abuelo; pero el señor Bernard no estaba en realidad a la altura de aquel rostro, que parecía arrancado del palacio de Darío y reconstituido por la señora de Dieulafoy y en caso de que algún aficionado a asiriología hubiese querido dar un remate oriental a esta figura de Susa, lo habría salvado el nombre de Nissim, que se extendía sobre su persona como las alas de un toro androcéfalo de Korsabad. Bloch estaba siempre insultando a su tío, ya fuese porque lo irritaba el carácter bonachón e indefenso de su hazmerreír, ya porque como Nissim Bernard era el que pagaba el hotelito de Balbec, quisiera indicar al señor Bloch con sus insultos que él seguía tan independiente como siempre, y, sobre todo, que no aspiraba a ganarse con mimos la futura herencia del acaudalado tío. A' éste lo que le molestaba era verse tratado tan groseramente delante del maestresala. Murmuró tina frase ininteligible, en la que sólo se distinguieron estas palabras "Cuando los Mescoreos están delante". Con el nombre de Mescoreo se designa en la Biblia al siervo de Dios. Los Bloch utilizaban en familia este término, siempre muy regocijados por la seguridad que tenían de que no los habían de entender ni los cristianos ni los criados, con lo cual se exaltaba en las personas de los señores Nissim Bernard y Bloch su doble particularismo de "amos" y de "judíos". Pero esta última causa de satisfacción convertíase en motivo de enfado cuando había delante gente extraña. Entonces, el señor Bloch, al oír decir a su tío "los Mescoreos" se imaginaba que había descubierto más de lo justo su lado oriental, lo mismo que una
cocotte
que invita a una reunión a sus compañeras de profesión y a personas muy decentes se disgusta si sus amigas hacen alusión a su oficio de
cocottes
o sueltan alguna frase malsonante. Así, que la súplica de su tío no sólo no produjo efecto alguno al señor Bloch, sino que lo puso fuera de sí, sin poder contenerse, y ya no perdió ocasión de lanzar invectivas contra el desdichado Nissim. "Lo que es cuando hay alguna perogrullada estúpida que decir, no pierde usted ocasión de soltarla, no. Y usted sería el primero en lamerle los pies a Bergotte si estuviera aquí", gritó el señor Bloch, mientras que su tío, muy contristado, inclinaba hacia su plato aquella ensortijada barba de rey Sargón. Mi compañero de colegio Bloch, desde que se había dejado la barba, se parecía mucho a su tío abuelo, porque la tenía también muy rizada y de tono azulado.

"¡Ah!, ¿con que es usted hijo del marqués de Marsantes? —dijo a Saint-Loup el señor Nissim Bernard—. Lo he conocido mucho." Yo me creí que quería decir "conocido" en el mismo sentido que el padre de Bloch cuando afirmaba que conocía a Bergotte, esto es, de vista. Pero añadió: "Su padre de usted era muy buen amigo mío". A todo esto Bloch se había puesto muy encarnado, a su padre se le avinagró el gesto, y las señoritas de la casa hacían por contener la risa. Y era porque 'ese deseo de darse tono, contenido en Bloch padre y en sus hijos, en cambio en el caso del señor Nissim Bernard llegó a engendrar el hábito de la mentira perpetua. Por ejemplo, cuando viajaba y estaba parando en un hotel, Nissim Bernard hacía lo mismo que hubiera hecho Bloch padre: mandar que su ayuda de cámara le trajera todos los periódicos al comedor a la hora del almuerzo, cuando estaba lleno de gente, para que todo el mundo viera que viajaba con su ayuda de cámara. Pero a los huéspedes del hotel con quienes hacía amistad les decía el tío una cosa que nunca les hubiera dicho el sobrino: que' era senador. Sabía perfectamente que algún día se enterarían de que ese título que se daba era usurpado, pero por el momento no podía resistirse a la necesidad imperiosa de llamarse senador. El señor Bloch padecía mucho con los embustes de su tío y con los disgustos que le ocasionaban.

—No haga usted caso, es muy amigo de bromear —dijo por lo bajo a Saint-Loup, el cual sintió aún mayor interés por el viejo porque le preocupaba mucho la psicología de los embusteros.

—Todavía más embustero que el Itacense Odiseo, al que llamaba Atenas el más embustero de los hombres —añadió mi compañero Bloch.

—¡Vaya, vaya, quién me iba a decir que cenaría con el hijo de mi amigó! En mi casa de París tengo un retrato de su padre y muchas cartas suyas. Tenía la costumbre de llamarme siempre tío, yo no sé por qué. Era un hombre muy simpático, agradabilísimo. Me acuerdo de una noche que cenó en. Niza, en mi casa… Estaban también aquella noche Sardou, Labiche, Augier.

—Moliére, Racine, Corneille —continuó, irónicamente, el señor Bloch—. Y su hijo remató la enumeración añadiendo: —Plauto, Menandro, Kalidassa.

El señor Nissim Bernard, muy agraviado, cortó de pronto su relato y, privándose ascéticamente de un gran placer, no volvió a hablar hasta que la cena se terminó.

—Saint-Loup, el del, bronceado casco —dijo Bloch—, sírvase un poco más de este pato de los muslos grasientos, sobre los que ha derramado el ilustre victimario de las aves numerosas libaciones de vino tinto.

Por lo general, el señor Bloch, después de haber sacado del fondo del baúl para un compañero notable de su hijo las anécdotas referentes a sir Rufus Israel y a otros personajes, se daba cuenta de que su hijo estaba ya satisfecho y conmovido por la fineza del papá, y se retiraba de la conversación para no "rebajarse" a los ojos del estudiante. Pero cuando había un motivo extraordinario, por ejemplo, cuando su hijo hizo el ejercicio de la agregación, el señor Bloch añadía a la serie habitual de anécdotas esta reflexión irónica, que de ordinario solía reservar para sus amigos personales y que ahora sacaba a relucir para los amigos de su hijo, con gran orgullo por parte de éste: "El Gobierno ha estado imperdonable. No ha consultado al señor Coquelin. Parece ser que el señor Coquelin ha dado a entender que está muy disgustado". (Porque el padre de Bloch se las echaba de reaccionario y aparentaba desprecio a los cómicos.)

Pero las señoritas de Bloch y su hermano se ruborizaron hasta las orejas, tan grande fue su emoción, cuando Bloch padre, para mostrarse verdaderamente regio con los dos amigos viejos de su hijo, mandó traer champaña y anunció sin darle importancia que, con objeto de "obsequiarnos"; había tomado tres butaca para una función que daba aquella noche en el Casino una compañía de opereta. Lamentaba mucho no haber podido encontrar un palco. Ya no quedaban. Además, él lo sabía muy bien por experiencia, se está mucho mejor en butaca. Si el defecto del hijo, es decir, lo que el hijo se figuraba que los demás no veían, era la grosería, el del padre era la avaricia. Mí, que lo que él llamaba champaña era, en realidad, un vinillo espumoso que sirvieron en jarra, y las butacas se convirtieron realmente en asientos de parterre, que costaban la mitad; y el señor Bloch se quedó persuadido, por obra de la divina intervención de su defecto, de que no notaríamos la diferencia ni en la mesa ni en el teatro (donde, por cierto, vimos que todos los palcos estaban vacíos). El señor Bloch, después de habernos dejado que nos mojáramos los labios en las copas para champaña, que su hijo adornaba con el nombre de "cráteres de abiertos flancos", nos hizo que admiráramos un cuadro tan estimado por él que lo llevaba a Balbec Dijo que era un Rubens. Saint-Loup, muy cándidamente, preguntó si estaba firmado. El señor Bloch contestó, poniéndose muy encarnado, que había tenido que mandar cortar la firma por el tamaño del marco, pero que eso no tenía importancia alguna porque no pensaba venderlo. Luego se despidió en seguida de nosotros para hundirse en el
Journal
Officiel; toda la casa estaba llena de números de dicha publicación, y su lectura le era necesaria, según nos dijo, por su "posición parlamentaria", posición de la que no nos dio más detalles y cuyo valor exacto ignorábamos.

—Voy a coger un pañuelo para el cuello —dijo Bloch—, porque Céfiro y Bóreas se están disputando furiosamente el mar fecundo, y si nos retrasamos un poco al salir del teatro volveremos a casa con las primeras luces de Eos, la de los dedos do púrpura. A propósito —preguntó a Saint-Loup, cuando salimos; (y yo me eché a temblar, porque comprendí que ese tono irónico se refería al señor de Charlus)—, ¿quién era ese excelente fantoche de traje lúgubre que iba usted paseando por la playa anteayer por la mañana?

—Mi tío —respondió Saint-Loup, picado.

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