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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

A la sombra de las muchachas en flor (46 page)

Y pasa con cada vicio lo que con cada profesión, y es que exigen y desarrollan un determinado saber que se ostenta con gusto. El invertido descubre en seguida a los invertidos; el modista invitado a una reunión, apenas ha empezado a hablar con uno cuando ya está valorando la clase del paño de su traje, y se le van los dedos, sin querer, a palpar la tela y reconocer su calidad; y si se está un rato de conversación con un dentista y se le pregunta qué es lo que opina de uno, nos dirá cuántos dientes tenemos echados a perder.

Para él nada hay más importante; para vosotros, que ya os habéis fijado en la dentadura suya, nada más ridículo. Y no sólo nos figuramos que los demás son ciegos cuando nos ponemos a hablar de nosotros, sino que procedemos como si en realidad lo fueran. Para cada uno de nosotros parece que hay un dios que oculta su defecto o le promete su inversibilidad; ese dios que cierra los ojos y las narices a la gente que se lava, respecto a la raya de grasa que llevan en las orejas y al olor a sudor que echan, persuadiéndolos de que pueden pasear impunemente ambos defectos por el mundo sin que nadie los note. Y los que llevan perlas falsas o las regalan se figuran siempre que todos las tomarán por buenas. Bloch era un muchacho mal educado, neurasténico,
snob
y de familia poco estimada; de modo que soportaba como en el fondo del mar las incalculables presiones con que lo abrumaban no sólo los cristianos de la superficie, sino las capas superpuestas de castas judías superiores a la suya, cada una de las cuáles hacía pesar todo su desprecio sobre la in inmediatamente inferior. Para llegar hasta la región del aire libre atravesando familias y familias judías hubiese necesitado Bloch millares de años. Así, que más valía buscarse la salida por otro lado.

Cuando Bloch me habló de la crisis de
snobismo
que yo debía de estar pasando y me pidió que le confesara si era ya snob, pude haberle contestado muy bien: "Si lo fuese, no te trataría". Pero me limité a decirle que era muy poco amable. Quiso excusarse, pero con arreglo a la táctica del mal educado, que se alegra mucho de desdecirse de sus palabras porque así tiene ocasión de agravarlas.

—Perdóname —me decía ahora cada vez que me veía—, te he hecho sufrir, te he torturado, he sido malo contigo. Y sin embargo —porque el hombre en general, y tu amigo en particular, es un animal muy raro—, no te puedes imaginar el cariño que te tengo, yo que te hago rabiar tan cruelmente. Tanto, que a veces hasta lloro —pensando en ti.

Y se le escapaba un sollozo.

Lo que me extrañaba en Bloch aún más que sus malos modales era lo desigual de la calidad de su conversación. Aquel muchacho tan exigente, que llamaba estúpidos latosos e imbéciles a los' escritores de fama, se ponía a veces a contar con tono muy divertido anécdotas que no tenían la menor gracia, y citaba a una persona enteramente mediocre como "sumamente curiosa". Ese doble rasero para medir el ingenio, el mérito y el interés de las gentes me asombró hasta que conocí al señor Bloch padre.

Yo creí que nunca lograríamos el honor de conocerlo, por Bloch hijo había hablado mal de mí a Saint-Loup, y a mí me habló mal de Roberto. Le dijo que yo fui siempre terriblemente
snob
. "Sí, sí, está encantado porque conoce al señor Lengrandin Y lo pronunció con muchas
eles
, cosa que en Bloch era a la par indicio de ironía y de literatura. Saint-Loup, que nunca había oído ese nombre, se quedó asombrado: "¿Y quién es?" "¡Ah!, una persona muy
bien
", respondió Bloch riéndose y metiéndose las manos en los bolsillos de la americana, convencido de que en aquel momento estaba contemplando el pintoresco aspecto de un extraordinario hidalgo de provincia, junto al cual no eran nada los Barbey d'Aurevilly. Se consolaba de no saber describir al señor Legrandin pronunciando su nombre con muchas eles y saboreándolo como un vino trasañejo.

Pero esos goces eran puramente subjetivos y no llegaban a conocimiento de los demás A Saint-Loup le habló mal de mí y a mí no me habló mucho mejor de Saint-Loup. Nos enteramos detalladamente de estos chismes al día siguiente, y no porque nos fuésemos a contar Saint-Loup y de las palabras de Bloch, cosa que nos hubiera parecido fea, sino porque Bloch, figurándose que era natural y casi inevitable que así lo hiciéramos, inquieto y seguro de que no nos iba a decir nada que ya no supiésemos, prefirió tomar la delantera y, llevándose aparte a Saint-Loup, le confesó que había hablado mal de él adrede, para que se lo dijeran, y le juró por "el Cronion Zeus, guardián de los juramentos", que lo quería mucho y que daría su vida por él, al mismo tiempo que se secaba una lágrima. Aquel mismo día se las arregló para verme a mí solo, se confesó, ', me dijo que lo había hecho en defensa de mi propio interés, porque él creía que cierta clase de relaciones mundanas me perjudicarían, y que yo valía "más que todo eso". Luego, cogiéndome la mano con sentimentalismo de borracho, aunque su borrachera era de nervios, me dijo: "Créemelo, que la funesta Ker se apodere de mí al instante y me haga entrar por las puertas de Hades, odiosas a los humanos, si no es verdad que ayer, pensando en ti, en Combray, en el cariño que te tengo y en algunas tardes del colegio de las que tú ya no te acordarás siquiera, no me pasé toda la noche llorando. Sí, toda la noche, te lo juro; y lo peor es que no lo creerás, porque yo conozco el corazón humano". Yo, en efecto, no me lo creía; y el juramento por "la Ker" no añadía peso alguno a esas palabras, que iba inventando según hablaba, porque el culto helénico era en Bloch puramente literario. Además en cuanto comenzaba a ponerse sentimental y deseaba hacer enternecerse a los demás por cualquier embuste, decía que lo juraba, más bien por histérica voluptuosidad de mentir que por tener interés en que le prestaran crédito. No creí nada de lo que me dijo, pero no le guardé rencor, porque había heredado yo de mi madre y de mi abuela la incapacidad para ese sentimiento, aun en el caso de culpas mucho mayores, y no sabía condenar a nadie.

Además, el tal Bloch no era un mal muchacho del todo, y en ocasiones tenía rasgos de bondad. Y desde que se extinguió casi la raza de Combray, esa raza de la que salían seres absolutamente intactos, como mi madre y mi abuela, en esta vida no me ha sido dable elegir más que entre brutos honra os, insensibles y leales, que con sólo su metal de voz denotan que no se preocupan lo más mínimo de nuestra vida, y otra clase de hombres, que mientras están con nosotros nos comprenden, nos quieren, se enternecen con nuestras cosas casi hasta llorar y que aunque unas horas después se tomen la revancha haciendo un chiste cruel a costa nuestra, vuelven otra vez tan comprensivos, tan simpáticos, asimilados a uno por el momento como antes; y yo creo que prefiero, si no la moralidad, por lo menos el trato de esta segunda clase de gente.

—No puedes imaginarte lo que sufro pensando en ti —siguió Bloch—. Quizá en el fondo sea debido a lo poco de judío que llevo dentro— añadió irónicamente, contrayendo la pupila como si tratase de dosificar al microscopio una cantidad infinitesimal de sangre judía, y lo mismo que habría podido decirlo —aunque éste no lo hubiese dicho— un gran señor francés que entre sus ascendientes, todos de cepa cristiana, quisiera contar a Samuel Bernard o a la Virgen Santísima, de la que se dicen descendientes los Levíes.

—Me gusta —continuó— tener en cuenta, al analizar mis sentimientos, lo poco que puedan influir en ellos mis orígenes judíos. —Pronunció esa frase porque le parecía cosa gallarda y atrevida el decir la verdad sobre su linaje, verdad que al mismo tiempo atenuó mucho, como los avaros que se deciden a quitarse sus deudas de encima, pero no se resuelven a pagar más que la mitad. Esta clase de falsificaciones, que consiste en tener la audacia de proclamar la verdad, pero acompañándola en buena proporción de algunas mentiras que la adulteran, está más extendida de lo que se cree, y ocurre hasta en los que no la practican a menudo, cuando ciertas ocasiones de la vida, esencialmente unos amores, les dan pie para entregarse a ella. Todas estas diatribas confidenciales de Bloch a Saint-Loup contra mí y a mí contra Saint-Loup acabaron invitándonos a ir a cenar a su casa. No me consta que antes no hiciera una tentativa para llevarse a Saint-Loup sólo. Verosímilmente esta tentativa debe de ser probable, pero no tuvo éxito, porque un día nos dijo a los dos: "Tú, maestro, y usted, caballero amado de Ares, de Saint-Loup-en-Bray, dominador de caballos, porque jinete os vi hoy en la ribera de Anfitrite, toda resonante de espuma, junto a la tienda de los Menier, los de las naves veloces, ¿quieren ustedes venir un día de esta semana a cenar a casa de mi ilustre padre, el del corazón irreprochable?" Nos invitaba porque así tenía esperanza de intimar más con Saint-Loup, que acaso le ayudara a penetrar en el mundo aristocrático. Ese deseo, en caso de haberlo concebido yo, le habría parecido a Bloch de un repugnante
snobismo
, muy de acuerdo con la opinión que tenía de un aspecto de mi personalidad, que, por lo menos hasta aquí, consideraba secundario; pero, en cambio, ese deseo sentido por él se le antojaba prueba de una admirable curiosidad de su inteligencia, ansiosa de ciertos cambios de región social que acaso le fueran de utilidad literaria. El señor Bloch padre, cuando le dijo su hijo que había invitado a cenar a un amigo suyo, cuyo nombre y título pronunció con tono de sarcástica satisfacción: "El marqués de Saint-Loup-en-Bray", se sintió violentamente conmovido, y exclamó, usando de la interjección que en él indicaba la prueba máxima de deferencia social: "¡Caray! ¡El marqués de Saint-Loup-en-Bray!" Y lanzó a su hijo, a aquel ser capaz de echarse esos amigos, una mirada admirativa— que significaba: "Es un muchacho prodigioso. ¿Será posible que sea mi hijo?"; mirada que causó a mi compañero de estudios tanto agrado como si su padre le hubiese aumentado su asignación mensual en diez duros. Porque Bloch no se sentía muy considerado en su casa, y se daba cuenta de que su padre lo miraba como a un chico descarriado a causa de su constante admiración por Leconte de Lisle, Heredia y otros "bohemios". Pero el tratarse con Saint-Loup, cuyo padre fue presidente del Canal de Suez, era un éxito indiscutible, ya lo creo. Todos lamentaron mucho haberse dejado en París por miedo de que se estropeara con el viaje, el estereoscopio. El señor Bloch era el único individuo de la familia que tenía el arte, o por lo menos el derecho, de manejar dicho aparato. Cosa que sólo hacía muy de tarde en tarde, después de pensarlo bien, los días de gala, en que alquilaban criados extraordinarios. De modo que de aquellas sesiones emanaba para los que a ellas asistían una como distinción a favor de privilegiados, y para el amo de la casa que las daba, prestigio análogo al que confiere el talento, y que no habría podido ser mayor aun cuando las vistas las hubiese tomado el propio señor Bloch y el aparato fuese de su invención. "¿No estuvisteis ayer en casa de Salomón?" decía algún pariente de los Bloch a otro. "No, yo no era de los elegidos. ¿Qué hubo?" "¡Huy!, gran aleo, el estereoscopio, todo el monumento." "¡Ah!, pues entonces siento no haber estado, porque dicen que Salomón es único para explicar las vistas." "¡Qué quieres! —dijo el Sr. Bloch a su hijo—, no hay que darlo todo de un golpe; así le quedará alguna cosa que ver en casa." Se le había ocurrido, inspirada por su cariño paterno y por el deseo de enternecer a su hijo, la idea de mandar traer a Balbec el aparato. Pero no había "tiempo material", o, mejor dicho, se creyó que no iba a haber tiempo. Pero hubo que celebrar la comida porque Saint-Loup no tenía momento libre; estaba esperando a un tío suyo que iba a ir a pasar dos días con la señora de Villeparisis. Como este señor era muy dado a los ejercicios físicos, sobre todo a las excursiones largas, la mayor parte del camino entre el castillo donde estaba veraneando y Balbec la haría a pie, durmiendo de noche en las casas de labor, de manera que no se sabía exactamente cuándo llegaría. Y Saint- Loup no se atrevía a moverse; tanto que me encargó a mí que fuese a Incauville, donde había telégrafo, a poner el telegrama que mandaba diariamente a su querida. El tío a quien esperaba mi amigo se llamaba Palamedio, nombre heredado de los príncipes de Sicilia, que eran ascendientes suyos. Más adelante, cuando me he encontrado en mis lecturas históricas con un podestá o un príncipe de la Iglesia que llevaba ese nombre, hermosa medalla del Renacimiento —hay quien dice que es antigua—, que nunca salió de la familia y que pasó de descendientes en descendientes desde el gabinete del Vaticano al tío de mi amigo, sentí el mismo placer reservado a esas personas que por no tener dinero bastante para formarse una colección de medallas o una pinacoteca, rebuscan nombres viejos (nombres de lugar, documentales y pintorescos como un mapa antiguo, una perspectiva caballera, una muestra de tienda o un fuero consuetudinario, nombre de pila donde se oye resonar, en las hermosas finales francesas, el defecto de habla, la entonación de una vulgaridad étnica, la pronunciación viciosa con que nuestros antepasados impusieron a los vocablos latinos y sajones mutilaciones persistentes que pasaron luego a ser augustas legisladoras de las gramáticas), y que gracias a esas colecciones de vocablos antiguos se dan conciertos a sí mismos, a la manera de los que se compran violas de gamba o de amor para tocar música antigua con instrumentos antiguos. Me dijo Saint-Loup que su tío se distinguía hasta en la sociedad aristocrática más imperante, por ser dificilísimamente accesible y muy desdeñoso: infatuado con su nobleza, formaba con su cuñada y otras cuantas personas selectas lo que la gente llamaba el círculo de los Fénix. Y tan temido era por sus insolencias, que se contaba cómo una vez unos aristócratas que querían conocerlo acudieron con esta demanda a su propio hermano, que se negó a hacerlo. "No, no me pida usted que le presente a mi hermano Palamedio. Aunque nos pusiéramos a la obra mi mujer y yo y todos, no sacaríamos nada. O se arriesga uno a que esté inoportuno, y no quiero dar lugar a eso." En el Jockey él y unos amigos habían hecho una lista de doscientos socios del Club a los que no se dejarían presentar nunca. Y en casa del conde de París lo conocían por el apodo del "Príncipe", a causa de su elegancia y su orgullo.

Saint-Loup me habló de la bien pasada juventud de su tío. Todos los días llevaba mujeres a un cuarto de soltero que tenía puesto con otros dos amigos de tan buena figura como él, por lo cual los llamaban las tres Gracias.

—Un día, un hombre que hoy está muy bien mirado en el barrio de Saint-Germain, como diría Balzac, pero que tuvo una primera época bastante molesta por sus extrañas aficiones, pidió a mi tío que lo dejara visitar aquel piso. Pero apenas llegó se declaró, no a ninguna mujer, sino a mi tío Palamedio. Éste hizo como que no entendía bien; llamó aparte, con un pretexto cualquiera, a sus dos amigos, y luego entre los tres cogieron al culpable, lo desnudaron, le dieron una buena paliza hasta qué le saltó sangre, y lo echaron afuera a puntapiés, y eso con un frío de diez, bajo cero; lo encontraron en la calle medio muerto; tanto, que la justicia abrió sumario, y al desgraciado le costó muchísimo que no siguiera la cosa adelante. Hoy día mi tío no sería capaz de un castigo tan cruel; al contrario, no te puedes imaginar el número de hombres del pueblo que protege, y se encariña con ellos, él tan orgulloso con los aristócratas, aunque luego le paguen de mala manera. A veces a un criado que lo ha servido en un hotel le da una colocación en París; otras costea el aprendizaje de un oficio a un hombre del campo. Ese es el lado bueno de mi tío, por contraste con el aspecto del hombre de mundo.

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