Y por fin llegaron los días en que ya no podía entrar en el hotel por los ventanales del comedor; no estaban abiertos porque era de noche, y todo un enjambre de pobres y de curiosos, atraídos por aquel resplandor para ellos inaccesible, se pegaba en negros racimos, ateridos por el cierzo, a las paredes luminosas y resbaladizas de la colmena de cristales.
Llamaron; era Amando, que quiso traerme él en persona las listas de los últimos huéspedes que habían llegado.
Pero antes de retirarse no pudo por menos de decirme que Dreyfus era culpable y requeteculpable. "Ya se descubrirá todo —me dijo—; si no este año, el que viene; a mí me lo ha dicho un señor que tiene muy buenas relaciones en el Estado Mayor." Yo le pregunté si no se decidirían a descubrirlo todo en seguida antes de fin de año. "Dejó el cigarrillo —continuó Amando, al mismo tiempo que imitaba la escena relatada, sacudiendo la cabeza y el índice como hiciera su cliente, para dar a entender que no había que ser tan exigente y me dijo, dándome un golpecito en el hombro:
—Este año, no, Amando, no es posible; pero para la Pascua de Resurrección, sí." Y Amando me dio también un golpecito en el hombro, diciéndome: "¿Ve usted?, eso es lo que me hizo el caballero", ya porque le halagara aquella familiaridad del gran personaje, ya con objeto de que pudiese yo apreciar mejor y con pleno conocimiento de causa la fuerza del argumento y los motivos de esperanza que teníamos.
No dejé de sentir cierto golpecillo en el corazón cuando en la primera página de la lista me encontré con estas palabras: "Simonet y familia". Llevaba yo en mis viejos ensueños que databan de mi infancia, y en estos ensueños toda la ternura que vivía en mi seno, pero que precisamente por ser mía no se distinguía de mi corazón, se me aparecía como traída por un ser enteramente distinto de mí. Y ese ser lo fabriqué ahora una vez más utilizando para ello el nombre de Simonet y el recuerdo de la armonía que reinaba entre aquellos cuerpos jóvenes que vi desfilar por la playa en procesión deportiva digna de la antigüedad y de Giotto. Yo no sabía cuál de las muchachas era la señorita de Simonet, ni siquiera si alguna de ellas se llamaba así, pero sabía ya que la señorita de Simonet me quería y que iba a hacer por trabar conocimiento con ella por mediación de Saint-Loup. Desgraciadamente, Roberto había obtenido una; prórroga de licencia, pero a condición de volver todos los días a Donciéres; yo me creí que, para hacerlo faltar a sus obligaciones militares, debía de contar, no sólo con su amistad por mí, sino con esa misma curiosidad de naturalista humano que tantas veces me despertó el deseo de conocer a una nueva variedad de la belleza femenina, aun sin haber visto a la persona de que se hablaba, sólo por oír decir que en tal frutería tenían una cajera muy guapa. Pero en vano esperé excitar esa curiosidad en el ánimo de Saint-Loup hablándole de las muchachas de mis pensamientos. En él estaba paralizada hacía mucho tiempo por el amor que tenía a la actriz aquella que era querida suya. Y aun cuando hubiese sentido levemente tal curiosidad habríale reprimido inmediatamente por una especie de supersticiosa creencia de que la fidelidad de su querida acaso podía depender de su propia fidelidad. Así, que nos marchamos a cenar a Rivebelle sin que Roberto me prometiera ocuparse con actividad de las muchachas del paseo.
Al principio del verano, cuando llegábamos, el sol acababa de ponerse, pero aun había claridad; en el jardín del restaurante, cuyas luces no estaban encendidas todavía, el calor del día caía y se depositaba como en el fondo de una copa, y el aire pegado a las paredes parecía una jalea consistente y sombría, de tal modo que un gran rosal que trepaba por la obscura tapia, veteándola de rosa, semejaba la arborización que se ve en el fondo de una piedra de ónice. Pero al poco tiempo, al bajar del coche en Rivebelle ya reinaba la noche, y también era casi de noche cuando salíamos de Balbec, sobre todo cuando había mal tiempo y retrasábamos el momento de mandar enganchar esperando un claro. Pero esos días oía yo el soplar del viento sin ninguna tristeza: sabía que no significaba el abandono de mis proyectos y la reclusión en el cuarto; sabía que en el gran comedor del restaurante, en donde entraríamos al son de la música de los tziganes, innumerables lámparas triunfarían fácilmente de la obscuridad y del frío aplicándoles sus anchos cauterios de oro; y alegremente montaba en el cupé, que aguantaba el chaparrón, y me sentaba junto a Roberto. Desde algún tiempo atrás aquellas frases de Bergotte cuando se decía convencido de que a pesar de mi opinión yo había nacido para saborear sobre todo los placeres de la inteligencia volvieron a darme esperanzas respecto a lo que pudiese hacer algún día en el terreno de la, literatura; pero tales esperanzas veíanse defraudadas a diario por el fastidio que sentía al sentarme a la mesa para comenzar un estudio crítico o una novela. "Después de todo —decíame yo—, quizá resulte que el criterio infalible para juzgar del valor de una: hermosa página no tenga nada que ver con el placer que se sintió al escribirla; acaso ese placer no sea más que un estado accesorio, que se superpone después, pero que en caso de faltar no indica nada en contra del valor de lo escrito. A lo mejor, algunas obras magistrales se escribieron entre bostezos." Mi abuela calmaba mis dudas diciéndome que trabajaría bien y alegremente a condición de que mi salud fuese buena. Y como nuestro médico consideró lo más prudente avisarme de los graves riesgos a que podía exponerme mi estado de salud y me indicó todas las precauciones higiénicas a que debía atenerme para evitar cualquier accidente, yo subordinaba todo placer a una finalidad en mi opinión mucho más importante, la de llegar a ponerme bastante fuerte para poder realizar la obra que acaso llevaba en mí; así, que desde que estaba en Balbec yo mismo era el minucioso y constante inspector de mi propia salud. Por nada del mundo habría yo tocado la taza de café que podía quitarme el sueño de la noche, necesario para no sentirme fatigado al otro día. Pero cuando llegábamos a Rivebelle, en seguida, por la ex citación que me causaba el placer nuevo y por verme en esa zona distinta en la que nos introduce lo excepcional después 'de haber cortado el hilo pacientemente tejido durante días y días, que nos llevaba hacia la cordura, como si ya no hubiese futuro ni elevados fines que realizar, desaparecía ese preciso mecanismo de prudente higiene que tenía por objeto servirles de salvaguardia. Cuando el criado me pedía mi abrigo, Saint-Loup me decía:
—¿No tendrá usted frío? Quizá sea mejor no quitárselo porque no hace mucho calor.
Yo contestaba que no, quizá porque no sentía el frío; pero, de todos modos, es que ya no sabía yo nada del temor a caer malo, de la necesidad de no morirme, de la importancia de trabajar. Entregaba yo mi abrigo y entrábamos en el comedor del restaurante a los sones de alguna marcha guerrera que tocaban los tziganes, atravesando por entre las filas de mesas servidas como por un fácil camino de gloria, sintiendo el alegre ardor que infundían a nuestro cuerpo los ritmos de la orquesta que nos tributaba aquellos honores militares; pero ese inmerecido triunfe lo disimulábamos nosotros poniendo el gesto grave, glacial, andando con aire de cansancio, para no imitar a esos tipos de café-concierto que acaban de cantar una cancioncilla alegre con música belicosa y hacen su aparición en escena con el marcial continente de un general triunfante.
Desde este momento me convertía yo en un hombre nuevo, ya no era el nieto de mi abuela, ni me acordaría de ella hasta la salida; ahora era hermano momentáneo de los mozos que iban a servirnos.
Aquella cantidad de cerveza, y aún con más motivo de champaña, con la que no me atrevía en Balbec en toda una semana, porque aunque para mi conciencia tranquila y lúcida el sabor de esos brebajes representaba un placer claramente apreciable sabía sacrificarlo fácilmente, me la bebía en Rivebelle en tina hora, y todavía añadía unas gotas de oporto, pero tan distraído, que ni siquiera le sacaba gusto; y daba al violinista que acababa de tocar, los dos "luises" que había tardado dos meses en economizar para comprar alguna cosa que ahora se me había olvidado cuál pudiera ser. Algunos de los camareros, disparados por entre las mesas, huían a toda velocidad, y la finalidad de su carrera parecía ser el que no se cayera la bandeja que llevaban en la abierta palma de la mano. Y, en efecto, los soufflés de chocolate llegaban a su destino sin sufrir vuelco, y las patatas a la inglesa, a pesar del galope que debió de sacudirlas, venían hasta nosotros muy bien colocadas todas alrededor del cordero Pauilhac, lo mismo que cuando salieron. Me fijé en uno de esos criados, muy alto, empenachado con magnífica cabellera negra, la cara pintada de un color que recordaba, más que la especie humana, determinadas especies de aves raras, y que corría sin cesar, al parecer sin objeto alguno, de un lado para otro, trayendo a la memoria del que lo miraba el recuerdo de alguno de esos guacamayos que llenan toda la gran pajarera de un jardín zoológico con su colorido ardiente y su incomprensible agitación. Luego el espectáculo se ordenó, al menos para mis ojos, de un modo más noble y tranquilo. Aquella vertiginosa actividad fue plasmándose en calmosa armonía. Miré las redondas mesas, cuya innúmera tropa llenaba el restaurante, como otros tantos planetas, tal y como se los representa en los cuadros alegóricos de antaño. Y en verdad que entre estos astros diversos se ejercía una fuerza de atracción considerable, y los comensales de cada mesa no tenían ojos más que para las mesas de los demás, exceptuando algún rico anfitrión que logró llevar a cenar a algún escritor célebre y se esforzaba por sacarle del cuerpo, gracias a las virtudes de la mesa mágica, unas cuantas frases insignificantes que asombraban a las señoras. La armonía de estas mesas astrales no era obstáculo a la incesante rotación de los innumerables sirvientes, que por estar de pie, en vez de sentados, como los comensales, evolucionaban en una zona superior. Indudablemente éste corría a llevar los entremeses, aquél a cambiar el vino, el otro a poner más vasos. Pero a pesar de estas razones particulares, su perpetuo correr entre las redondas mesas acababa por determinar la ley de su circulación vertiginosa y reglamentada. Sentadas detrás de un macizo de flores, dos horribles cajeras, sumidas en cálculos interminables, parecían dos hechiceras que trabajaran en prever por medio de cálculos astrológicos los trastornos que pudiesen producirse en esta bóveda celeste concebida con arreglo a la ciencia medieval.
Y yo compadecía un tanto a todos los comensales, porque bien sabía que para ellos las redondas mesas no eran planetas y porque no había practicado en las cosas ese corte y sección que nos libra de su apariencia usual y nos deja ver las analogías. Estaban pensando esas personas que cenaban con Fulano y con Zutano que la comida les costaría tal cantidad y que al día siguiente habría que volver a empezar. Y al parecer permanecían absolutamente insensibles al desfile de una comitiva de criaditos que, probablemente por no tener en aquel momento otro que hacer más urgente, llevaban procesionalmente unos cestillos con pan. Algunos, muy jovencitos, embrutecidos por los pescozones que los maestresalas les daban al pasar, posaban melancólicamente sus miradas en algún ensueño remoto, y sólo se consolaban cuando algún parroquiano del hotel de Balbec, en donde ellos habían estado, los reconocía, les dirigía la palabra y les decía personalmente que se llevaran aquel champaña imbebible, cosa que los llenaba de orgullo. Oía yo el gruñido de mis nervios, en los cuales había ahora un bienestar independiente de los objetos exteriores que pudieran motivarlo; y para que dicho bienestar se hiciese sensible me bastaba con el más leve movimiento del cuerpo o de la atención lo mismo que le basta a un ojo cerrado con una ligera compresión para tener sensación de color. Ya había habido mucho oporto, y si pedía más no era pensando en el bienestar que habrían de darme los nuevos vasos del vino, sino por efecto del bienestar que me produjeran los vasos precedentes. Dejaba que la música, guiara mi placer hasta las notas e iba a posarse entonces dócilmente en ellas. Este restaurante de Rivebelle, al igual de esas industrias químicas gracias a las cuales se producen en grandes cantidades cuerpos que sólo de modo accidental y raramente se suelen encontrar en la Naturaleza, reunía en un solo momento muchas más mujeres, con perspectivas de felicidad solicitándome allá desde el fondo de sus cuerpo, que las que el azar de los caminos podría ofrecerme en todo un año; y además, la música que allí oíamos arreglos de valses, de operetas alemanas, de canciones de
café-concert
, toda nueva para mí era por sí misma como otro lugar de placer aéreo superpuesto al terrenal y aún más embriagador. Porque cada tema, musical, particular como una hembra, no reservaba el secreto de su voluptuosidad, como ella hubiese hecho, a algún privilegiado, sino que me lo proponía, me miraba maliciosamente, se llegaba hasta mí con modales caprichosos o canallescos, me abordaba, acariciábame, cual si de pronto fuese yo más seductor, más poderoso o más rico que antes; encontraba yo a aquellas musiquillas un no sé qué de cruel; y es que para ellas era cosa desconocida todo sentimiento desinteresado de la belleza, todo reflejo de la inteligencia, y no existía otra cosa que el placer físico. Y son el infierno más implacable, más sin salida, para el infeliz celoso a quienes presentan ese placer, ese placer que la mujer querida está sintiendo con otro hombre; como la única cosa que existe en el mundo para el ser amado que la llena por entero. Y mientras que me repetía yo a media voz las notas de esas músicas y le devolvía su beso, la voluptuosidad especial y suya que me hacía sentir se me hizo tan grata, que hubiese sido capaz de abandonar a mis padres para irme, detrás del motivo, a ese mundo singular que iba construyendo en lo invisible con líneas plenas, ora de languidez, ora de vivacidad. Aunque ese placer no sea de tal linaje que añada más valor al ser a que se superpone, porque sólo él lo percibe, y aunque cada vez que en nuestra vida hemos desagradado a una mujer que nos estaba viendo ignorase ella si en ese momento poseíamos o no la felicidad interior y subjetiva, que por consiguiente en nada habría cambiado el juicio que le merecimos, ello es que yo me sentía con más fuerza, casi irresistible. Parecíame que mi amor no era ya cosa desagradable, que podía hacer reír, sino que estaba revestido de la conmovedora belleza, de la seducción de esa música que se asemeja a un ambiente simpático, en el que nos habíamos encontrado y nos hablamos hecho íntimos en seguida la mujer amada y yo.