Read A la sombra de las muchachas en flor Online

Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

A la sombra de las muchachas en flor (26 page)

BOOK: A la sombra de las muchachas en flor
10.47Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Pero se negó, por pudor, a dar detalles concretos del precio de la planta, y dijo tan sólo que el profesor, a pesar de no tener el genio pronto, echó las campanas a vuelo y le dijo que no sabía lo que vale el dinero.

—No; mi florista oficial es Debac.

—También es el mío; pero confieso que algunas veces le soy infiel con Lachaume.

—¡Ah!, ¿con que lo engaña usted con Lachaume? Ya se lo diré —respondía Odette, que hacía por tener gracia y por llevar la batuta de la conversación en su casa, donde se sentía más a sus anchas que en el clan—. Además, Lachaume se está poniendo muy caro; ¡qué precios altísimos, sabe usted, verdaderamente inconvenientes! —añadía riéndose.

Entretanto, la señora de Bontemps, que había dicho cien veces que no quería ir a casa de los Verdurin, encantada porque la habían invitado a los miércoles, estaba calculando cómo debía arreglárselas para poder ir el mayor número de veces posible. No sabía que la señora de Verdurin quería que no se faltase ninguna semana; además, era de esas personas poco solicitadas, que cuando se ven convidadas por una señora de casa a reuniones "de serie" no van a ellas como el que sabe que siempre cae bien, es decir, siempre que tengan un momento libre y ganas de salir, sino que, al contrario, se privan, por ejemplo, de asistir a la primera y a la tercera, figurándose que se notará su ausencia y se reservan para la segunda y la cuarta, a no ser que se enteren de que la tercera estará muy brillante, y sigan entonces un orden inverso, alegando que, "desgraciadamente, los otros días los tenían ya comprometidos". Y la señora de Bontemps, que era de ésas, echaba cuentas de los miércoles que quedaban hasta la Pascua de abril, y calculaba cómo se las arreglaría para ir algún miércoles más sin que pareciese que se imponía. Contaba con que la señora de Cottard, a la que iba a dejar en su casa, le daría algunos detalles.

—Pero, por Dios, señora, ¿se levanta usted ya? Está muy mal eso de dar la señal de desbandada. Además, me debe usted una compensación por no haber venido el jueves pasado. Vamos, siéntese usted un rato más. Ya no le queda a usted tiempo para hacer ninguna visita antes de cenar. ¿Qué no se deja usted rendir a la tentación? —decía la señora de Swann ofreciéndole un plato de pasteles—. Ya sabe usted que no son del todo malas estas porquerías. La cara no dice nada, pero pruébelos usted y ya me dirá.

—Al contrario, tienen muy buen aspecto —respondía la señora de Cottard—. Lo que es en su casa de usted nunca faltan vituallas. No hay que preguntar la marca de fábrica: usted lo manda traer todo de Rebatet. Yo soy más ecléctica. Para las pastas y golosinas voy muchas veces a Bourbonneux. Aunque reconozco que no sabe lo que es un helado. Para helados, bavaroises y sorbetes, Rebated es el gran artista. Como diría mi marido, el
nec plus ultra
[28]
.

—No, esto está hecho en casa. ¿De veras que no quiere usted?

—No, no cenaría —contestaba la señora de Bontemps—; pero me sentaré un momento más porque me encanta hablar con una mujer inteligente como usted.

—Aunque me llame usted indiscreta, Odette, me gustaría saber qué le parece a usted el sombrero qué traía la señora de Trombert. Ya sé que están de moda los sombreros grandes; pero de todas maneras, me parece un poco exagerado. Y ese de hoy es microscópico comparado con el que llevaba el día que fue a mi casa.

—No, yo no soy inteligente —decía Odette, creyéndose que esa negativa sentaba bien—. En el fondo soy una simplona que da crédito a todo lo que le cuentan y que por cualquier cosa se apena.

Quería insinuar que al principio sufrió mucho por haberse casado con un hombre como Swann, que tenía una vida suya, aparte, y que la engañaba. El príncipe de Agrigento, como oyera, aquella afirmación de Odette de que no era inteligente, se consideró en el deber de protestar, pero no encontró réplica ingeniosa.

—¡Bueno, bueno!, ¿con que no es usted inteligente? —exclamó la señora de Bontemps.

Y el príncipe, agarrándose a este cabo:

—Es verdad; yo estaba pensando que había oído eso, pero se me figuró que entendí mal.

—No, de veras; en el fondo soy una burguesa a quien le choca todo, con muchos prejuicios, que vive metida en un rincón, y sobre todo muy ignorante. —Y añadía, para preguntar por el barón de Charlus—: ¿No ha visto usted al querido
baronet
?

—¡Cómo!, ¿usted ignorante? Entonces, ¿qué me dice usted de las señoras del mundo oficial, de todas esas mujeres de Excelencias que no hacen más que hablar de trapos? Mire usted, señora, no hace aún ocho días hablé de
Lohengrin
a la ministra de Instrucción Pública, y me dijo: "¡Ah, sí!, la última revista de Folies Bergéres; dicen que es divertidísima". Y, ¡qué quiere usted, señora!, cuando se oyen cosas así yo ardo de ira. Me olieron ganas de pegarle, porque yo también gasto mi genio. ¿No es verdad que tengo razón, caballero? —decía volviéndose hacia mí.

—Mire usted —le respondía la señora de Cottard—, yo creo que se puede dispensar a una persona que conteste un poco a tuertas cuando se le hace una pregunta así de pronto, sin más ni más. Yo lo digo porque conozco el caso: la señora de Verdurin tiene también por costumbre ponernos el puñal al pecho.

—Y a propósito de la señora de Verdurin —preguntaba la señora de Bontemps—: ¿sabe usted quién habrá en su casa el miércoles?… Ahora me acuerdo de que nosotros tenemos ya aceptada una invitación para el miércoles que viene… ¿Podría usted ir a cenar con nosotros de ese miércoles en ocho días, y luego iríamos juntas a casa de la señora de Verdurin? Me azora entrar yo sola; siempre me inspiró miedo esa señora tan alta, yo no sé por qué.

—Yo se lo diré a usted —respondía la esposa del doctor—: lo que a usted la asusta es su voz. ¡Qué quiere usted, no es fácil encontrar voces tan bonitas como la de Odette! Pero todo es cosa de acostumbrarse, y en seguida se rompe el hielo, como dice el Ama. Porque en el fondo es muy amable. Claro que comprendo perfectamente su sensación de usted, porque nunca agrada verse en país extraño.

—Podía usted venir también a cenar con nosotros, y luego iríamos todos juntos a Verdurin, a verdurinizar; y aunque la Patrona me ponga mal gesto por eso y no me vuelva a invitar esa noche nos la pasamos ya allí las tres, hablando entre nosotras y para mi será lo más entretenido.

Afirmación esta que no debía de ser muy verídica, porque la señora de Bontemps preguntaba:

—¿Quién cree usted que habrá el miércoles de la otra semana? ¿Qué ocurrirá? ¿No habrá mucha gente, eh?

—Yo, desde luego, no voy. No haremos más que una breve aparición el último miércoles. Si le es a usted igual esperar hasta entonces… —decía Odette.

Pero semejante proposición de aplazamiento, al parecer, no sedujo por completo a la señora de Bontemps.

Aunque los méritos de ingenio y elegancia de un salón estén más bien en razón inversa que directa, no hay más remedio que creer, puesto que Swann juzgaba persona agradable a la señora de Bontemps, que cuando se acepta cierto descenso en la escala social se exige ya mucho menos a la gente con quien se resigna uno gustoso a tratarse, tanto en cuanto a ingenio como en cuanto a otras cualidades. Y de ser esto verdad, los hombres deben ver, igual que los pueblos, cómo va desapareciendo su cultura y hasta su idioma al tiempo que desaparece su independencia. Semejante debilidad da, entre otros resultados, el de agravar esa tendencia, tan usual en cuanto se tiene cierta edad, a considerar agradables las palabras que lisonjeen nuestro modo de pensar y nuestras aficiones y que nos animen a seguirlas; esa edad en que un gran artista prefiere al trato de genios originales el de sus discípulos, que sólo tienen de común con él la letra de su doctrina, pero que lo escuchan y lo inciensan; esa edad en que una mujer o un hombre de valer que viven consagrados a un amor diputan por la persona más inteligente de una reunión a aquella que, aunque en realidad sea inferior, les mostró con una frase que sabe comprender y aprobar una existencia dedicada a la galantería, lisonjeando de ese modo la tendencia voluptuosa del enamorado o de la querida; y ésa era la edad en que Swann, en la parte que llegó a tener de marido de Odette, se complacía oyendo decir a la señora de Bontemps que es ridículo no recibir en su casa más que duquesas (de lo cual deducía, al contrario de lo que hubiese hecho antaño en casa de los Verdurin, que era una mujer buena y graciosa, nada
snob
) y en contarle cuentos que la hacían "retorcerse de risa" porque no los conocía y, además, porque "cogía" el chiste pronto y le gustaba adular y divertirse con su propio regocijo.

—¿De modo que al doctor no lo vuelven las flores tan loco como a usted? —preguntaba Odette a la señora de Cottard.

—Ya sabe usted que mi marido es un sabio: moderado en todo. Aunque no, tiene una pasión.

—¿Cuál, señora? —interrogaba la de Bontemps, ardiéndole los ojos de malicia, de alegría y de curiosidad. Y la esposa del doctor respondía con toda sencillez:

—La lectura.

—¡Ah, una pasión muy tranquilizadora en un marido! —exclamaba la señora de Bontemps, conteniendo una risita satánica—. ¡Cuando está sin un libro…!

—¡Pero eso no es para asustar, señora!

—Sí, por la vista. Y me voy a buscar a mi marido; Odette, volveré a llamar a su puerta la semana que viene. Y a propósito de ver: me han dicho que la casa nueva que acaba de comprar la señora de Verdurin tiene alumbrado eléctrico. No me lo ha dicho mi policía particular, no; lo sé por el mismo electricista, por Mildé. Ya ven ustedes que cito autores. Habrá luz eléctrica hasta en las alcobas, con pantallas para tamizar la luz. Realmente es un lujo delicioso. Y es que nuestras contemporáneas necesitan cosas nuevas, como si ya no hubiera bastantes en el mundo. La cuñada de una amiga mía tiene teléfono puesto en su casa. De modo que puede encargar lo que quiera sin salir de su cuarto. Confieso que he intrigado indignamente para que me dejaran ir a hablar un día delante del aparato. Es muy tentador, pero me gusta más en casa de una amiga que en la mía. Se me figura que no me gustarla tener el teléfono en mi domicilio. Pasado el primer momento de diversión, debe de ser un verdadero rompecabezas. Bueno, Odette, me voy, no me retenga usted más a la señora de Bontemps, ya que se encarga de mi persona. No tengo más remedio que marcharme; por culpa de usted voy a volver a casa más tarde que mi marido. ¡Qué bonito!

Y yo también tenía que irme, sin haber saboreado aquellos placeres del invierno que se me antojaban ocultos bajo la brillante envoltura de los crisantemos. Esos placeres no habían llegado, y la señora de Swann parecía que ya no esperaba nada. Y dejaba que los criados se llevarán el té, como anunciando: "¡Se Va a cerrar!" Por fin me decía: "¿Qué, se marcha usted? Bueno.
Good bye
" Y yo tenía la sensación de que aunque me hubiera quedado, esos placeres no habían de llegar y que mi tristeza no era la sola cosa que me privaba de ellos. ¿Sería que no estaban situados en ese camino, tan pisoteado, de las horas, que nos lleva tan pronto al momento de la separación, sino más bien en alguna trocha, para mí invisible, por donde era menester bifurcar? Por lo menos, ya estaba logrado el objeto de mi visita: Gilberta se enteraría de que yo había ido a casa de sus padres cuando ella no estaba y de que, como dijo repetidamente la señora de Cottard, había yo "conquistado por asalto y de primera intención" a la señora de Verdurin; la esposa del doctor decía que nunca la vio tan obsequiosa con nadie como conmigo. "Deben ustedes de tener átomos comunes'', había añadido. Se enteraría Gilberta de que yo había hablado de ella, como era mi deber, con cariño, pero que ya no sentía esa imposibilidad de vivir sin vernos, que yo reputaba como origen de aquel despego que mi presencia inspiró a Gilberta en esos últimos tiempos. Dije a la señora de Swann que Gilberta y yo no nos veríamos nunca. Y se lo dije como si hubiese yo decidido por siempre jamás no volver nunca a verla. La carta que iba yo a mandar a Gilberta diría cosa parecida. Pero en realidad, para conmigo mismo, y con objeto de darme ánimo, no me proponía más que un corto y supremo esfuerzo de unos días. Y me decía: "Ésta es la última cita que no acepto, a la otra iré". Para que la separación me fuese menos penosa de realizar, me la presentaba como no definitiva. Pero bien me daba cuenta de que iba a serlo.

El día de Año Nuevo me fue dolorosísimo. Porque cuando es uno desgraciado, las fechas rememoradas, los aniversarios, traen siempre dolor. Ahora que si lo que el día nos recuerda es la muerte de un ser querido, entonces la pena consiste tan sólo en una comparación más viva con el pasado. En mi caso había más: la esperanza no formulada de que Gilberta hubiese querido dejarme a mí la iniciativa de dar los primeros pasos, y al ver que no lo hacía aprovechara el día primero de año para escribirme:

"Vamos, ¿qué es lo que ocurre? Estoy loca por usted, venga a verme, hablaremos francamente, porque no puedo vivir sin usted". Durante los últimos días del año esa carta me parecía probable. Quizá no lo era, pero para creerlo nos basta con el deseo y la necesidad de que lo sea. Todo soldado está convencido de que tiene por delante un espacio de tiempo infinitamente prorrogable antes de que lo maten; el ladrón, antes de que lo aprehendan; el hombre, en general, antes de que lo arrebate la muerte. Ese es el amuleto que preserva a los individuos —y a veces a los pueblos— no del peligro, sino del miedo al peligro; en realidad, de la creencia en el peligro, por lo cual lo desafían en ciertos casos sin necesidad de ser valientes. Confianza de este linaje y tan mal fundada como ella es la que sostiene al enamorado que cuenta con una reconciliación, con una carta. Para que yo dejase de esperar la de Gilberta hubiera bastado con que ya no la deseara. Aunque sepamos bien que somos indiferentes a la mujer amada, aún se le sigue atribuyendo una serie de pensamientos —no importa que sean de indiferencia—, una intención de manifestarlos, una complicación de vida interior donde somos nosotros blanco de su antipatía, pero, de todos modos, objeto de su permanente atención. Pero para imaginar lo que pasaba por el ánimo de Gilberta hubiera yo necesitado nada menos que anticipar en ese día de Año Nuevo lo que iba a sentir en fechas análogas de años siguientes cuando ya no había de fijarme casi en la atención o el silencio de Gilberta, en su cariño o su frialdad; cuando ya no soñara ni pudiese soñar en llegar a la solución de problemas que habían dejado de planteárseme. Cuando se está enamorado, el amor es tan grande que no cabe en nosotros: irradia hacia la persona amada, se encuentra allí con una superficie que le corta el paso y le hace volverse a su punto de partida; y esa ternura, que nos devuelve el choque, nuestra propia ternura, es lo que llamamos sentimientos ajenos, y nos gusta más nuestro amor al tornar que al ir, porque no notamos que procede de nosotros mismos.

BOOK: A la sombra de las muchachas en flor
10.47Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Perfect Mother by Nina Darnton
Runaway Heart by Scarlet Day
Sheba by Jack Higgins
Kiss and Tell by Suzanne Brockmann


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024