Pero no sólo hubiera sido difícil para la esposa del doctor y para los que antaño trataron a la señora de Crécy reconocer el mobiliario del salón de Odette, si hacía mucho tiempo que no lo veían, sino también a la misma persona de Odette. Ahora parecía que tenía muchos menos años que antes. Eso debía de consistir en parte en que, por haber engordado y tener mejor salud, mostrábase con exterior más tranquilo, fresco y reposado; y además, en que los peinados nuevos, que alisaban el pelo, daban más extensión a su rostro, animado por polvos de color de rosa, y los ojos y el perfil tan salientes antes, se habían como reabsorbido en el resto de la cara. Pero aun había otra razón de este cambio: que Odette, al llegar al promedio de las vida, por fin se descubrió o se inventó una fisonomía personal, un "carácter'' inmutable, un determinado "género de belleza", y aplicó ese tipo fijo, como una inmortal juventud, a aquellos descosidos rasgos de su cara que habían estado tanto tiempo sujetos a los caprichos casuales e impotentes de la carne, que a la menor fatiga se cargaban en un momento de años, de pasajera senectud; aquellos rasgos que construían a Odette, bien o mal, según fuese su humor o su gesto, un rostro disperso, diario, informe y delicioso.
Swann tenía en su cuarto no las hermosas fotografías que ahora hacían a su esposa, en las que se reconocían siempre, cualesquiera que fuesen el traje o el sombrero, su rostro y su silueta de triunfo, gracias a la constante expresión enigmática y victoriosa, sino un pequeño daguerrotipo antiguo, anterior al tipo ese, muy sencillo y del que parecía que faltaban la juventud y la belleza de Odette porque ella aún no las había descubierto. Pero indudablemente Swann, ya por fidelidad, ya por haber retornado a una concepción distinta de la nueva, saboreaba en aquella joven esbelta de mirar pensativo y facciones cansadas, de actitud media entre la marcha y la inmovilidad, una gracia más botticellesca. En efecto, todavía le gustaba ver en su mujer un Botticelli. Odette, que, muy al contrario, hacía no por realzar, sino por esconder y compensar aquello que no le agradaba en su persona que quizá para un artista fuera su "carácter", pero que ella, como mujer, juzgaba defectuoso, no quería que le hablaran de ese pintor. Tenía Swann una maravillosa manteleta oriental azul y rosa, que compró porque era exactamente igual a la de la Virgen del
Magnificat
. Pero Odette no quería llevarla; y sólo una vez dejó que su marido le encargara un traje plagado de margaritas, de acianos, de campánulas y de miosotis, como él de la Primavera. A veces, por las noches, cuando ya Odette estaba cansada, hacíame observar Swann, muy en voz baja, que su mujer iba dando inconscientemente, a sus manos, pensativa, el movimiento fino y un poco atormentado de la Virgen que hunde su pluma en el tintero ofrecido por el ángel para escribir en el libro santo, donde ya está trazada la palabra
Magnificat
. Pero añadía: "Sobre todo no se lo diga usted basta con que se dé cuenta para que no lo haga".
Excepto en esos momentos de doblegarse involuntario, cuando Swann intentaba volver a encontrar la melancólica cadencia botticellesca, el cuerpo de Odette recortábase ahora en una sola silueta, rodeada toda ella por una línea que para seguir el contorno de la mujer abandonó los caminos accidentados, los ficticios entrantes y salientes, las ondulaciones y la falsa profusión de las modas de antaño, pero que sabía asimismo, allí donde era la anatomía la que se equivocaba con rodeos inútiles fuera del trazado ideal, rectificar con audaz rasgo los descarríos de la Naturaleza, supliendo en una gran parte del camino las debilidades de la carne y de la tela. Habían desaparecido las almohadillas, la "armadura" del terrible tontillo y aquellos cuerpos con aldetas sostenidas en ballenas que sobresalían por encima de la falda; todo aquel atavío que adicionó a la persona de Odette durante mucho tiempo un vientre postizo, prestándole apariencia de cosa compuesta por distintas y dispares piezas sin individualidad alguna que las enlazara.
Las líneas verticales de los flecos y las curvas de los rizados volantes cedieron el puesto a las inflexiones de un cuerpo que hacía palpitar la seda como la sirena hace palpitar las ondas, pero que infundía a la percalina una expresión humana ahora que ya se había liberado, como una forma organizada y viva, del largo caos y —del nebuloso cerco de las modas destronadas. Pero la señora de Swann quiso y supo guardar vestigios de algunas de esas modas entre las nuevas que vinieron a substituirlas. Aquellas tardes en que yo, al ver que no podía trabajar, y seguro de que Gilberta estaba en el teatro con algunas amigas, me iba de repente a visitar a sus padres, solía encontrarme a la señora de Swann en elegante traje de casa: la falda, de hermoso tono sombrío, rojo obscuro o anaranjado, esos colores que parecían tener particular significación porque ya no estaban de moda, iba atravesada oblicuamente por una ancha tira con calados de encaje negro, que traía a la memoria los volantes de antaño. Aquella fría tarde de Swann iba entreabriendo más o menos, cuando el paseo la hacía entrar en calor, el cuello de su chaqueta, de modo que asomaba el dentado borde de la blusa como la entrevista solapa de un chaleco que no existía, igual que aquellos que llevaba años antes y que le gustaba que tuviesen los bordes picoteados; y la corbata escocesa —porque había seguido fiel a lo escocés, pero suavizando tanto los tonos (el rojo convertido en rosa y el azul en lila) que casi se confundían con aquellos tafetanes tornasolados, última novedad— la llevaba atada de tal manera por debajo de la barbilla, sin que se pudiera ver de dónde arrancaba, que en seguida se acordaba uno de aquellas cintas de sombreros ya desusadas. Por poco que supiese arreglárselas para "durar" así algún tiempo más, los jóvenes se dirían, al querer explicarse sus
toilettes
: "La señora de Swann es toda una época, ¿verdad?" Lo mismo que en un buen estilo que superpone formas distintas y que arraiga en una oculta tradición, en el modo de vestir de la señora de Swann esos inciertos recuerdos de chalecos o de lazos, y a veces una tendencia, refrendada en seguida, al
saute en barque
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, y hasta una ilusión vaga y lejana del
suivzemoi
,
jeune homme
[33]
, hacían palpitar bajo las formas concretas el parecido vago a otras formas más antiguas que no podía decirse que estuvieran realmente realizadas por la modista o la sombrerera, pero que se apoderaban de la memoria y rodeaban a la señora de Swann de una cierta nobleza, ya porque esos atavíos, por su misma inutilidad, pareciesen responder a finalidades superiores a lo utilitario, ya por el vestigio conservado de los años huidos o quizá por una especie de individualidad indumentaria característica de esta mujer, y que prestaba a sus más distintos vestidos un aire de familia. Veíase perfectamente que no se vestía tan sólo para comodidad o adorno de su cuerpo; iba envuelta en sus atavíos como en el aparato fino y espiritual de una civilización.
Gilberta solía invitar a merendar los mismos días que recibía su madre; pero cuando no era así, y por no estar Gilberta podía yo ir al
choufleury
de la señora de Swann, me la encontraba vestida con hermoso traje de tafetán, de faya, ele terciopelo, de crespón de China, de satén o de seda; pero no trajes sueltos corno los que solía llevar en casa sino combinados como si fuesen de calle, de suerte que infundían a su casera ociosidad de aquella tarde un tono activo y alegre. E indudablemente la atrevida sencillez de corte de aquellos trajes casaba muy bien con su estatura y sus ademanes, que parecían cambiar de color de un día para otro, según fuese el color de las mangas; dijérase como que en el terciopelo azul se pintaba la decisión, y un ánimo bien humorado en el blanco tafetán; y una cierta reserva suprema y llena de distinción en la manera de adelantar el brazo revestíase, para hacerse visible, de la apariencia del crespón de China, que brillaba con la sonrisa de; los grandes sacrificios. Pero al mismo tiempo la complicación de adornos sin utilidad práctica y sin aparente razón de ser añadía a aquellos trajes tan despiertos un matiz desinteresado, pensativo, secreto, muy de acuerdo con la melancolía que seguía conservando la señora de Swann, por lo menos en las ojeras y en las manos. Además de la copia de dijecillos de buen agüero hechos en zafiro, de los tréboles de cuatro hojas en esmalte, de las medallas y medallones de oro y plata, de los amuletos de turquesa, de las cadenetas de rubíes y las bolitas de topacios en el mismo traje asomaban un dibujo de colores que aun proseguía en un canesú aplicado su existencia anterior, una fila de botoncitos de satén que no abrochaban nada y que no podían desabrocharse, una trencilla que quería agradar con la minucia y la discreción de una delicada remembranza; y todo ello, joyas y adorno, parecía como que revelaban —porque de otro modo no tenían justificación posible— alguna intención: la de ser una prenda de cariño, la de retener una confidencia, la de responder a alguna superstición, la de conservar el recuerdo de una enfermedad, de una promesa, de un amor o de un juego de sociedad. Muchas veces, en el terciopelo azul de un corpiño había un asomo de
crevé
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a lo Enrique II, a el traje de satén negro se ahuecaba ligeramente en las mangas o en los hombros, y entonces recordaba a los
gigots
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de 1830, o en la falda, y en ese caso traía a la memoria los faldellines o tontillos Luis XV; y con eso el traje tomaba cierto imperceptible aspecto de disfraz, e insinuando en la vida presente una reminiscencia apenas discernible del pasado infundía a la señora de Swann el encanto de una heroína de historia o de novela. Cuando yo se lo decía me contestaba ella: "Yo no juego al
golf
, como algunas amigas mías. Por consiguiente, sería imperdonable vestirme como ellas, con sweaters".
En medio del barullo del salón, la señora de Swann, aprovechando el momento en que volvía de acompañar hasta la puerta a alguna visita, o en que iba a ofrecer pasteles, al pasar junto a mí me llamaba aparte un segundo: "Estoy encargada por Gilberta de invitar a usted a almorzar pasado mañana. Como no tenía seguridad de verlo a usted, iba a escribirle por si no venía". Y yo seguía resistiendo. Y esa resistencia me costaba cada vez menos esfuerzo, porque por mucho cariño que se tenga al veneno que nos está haciendo daño, cuando por una necesidad se pasa algún tiempo sin ingerirlo no es posible dejar de apreciar el descanso, que antes era cosa desconocida, y la ausencia de dolores y emociones. Quizá no seamos enteramente sinceros al decirnos que no queremos ver nunca más a la mujer amada; pero no lo seríamos más si asegurásemos que deseamos verla. Porque, indudablemente, sólo se puede sobrellevar la ausencia prometiéndose que habrá de ser corta, pensando en el día de volverse a ver; pero también es cierto que nos darnos cuenta de que esas ilusiones diarias de una entrevista próxima y constantemente aplazada nos son menos dolorosas que lo que podría ser esa entrevista con los celos que acaso acarrearía; de suerte que la noticia de que vamos a ver de nuevo a la amada nos causaría una conmoción no muy agradable. Le, que va uno retrasando día por día no es el final de la intolerable ansiedad que acusa una separación, sino la temida vuelta de emociones ineficaces. ¡Cuán preferido es a esa entrevista el recuerdo dócil, que completa uno z su gusto con suecos donde se nos aparece esa mujer que en la realidad no nos quiere, y nos hace declaraciones de amor ahora que estamos solos! A ese recuerdo puede llegar a dársele toda la deseada dulzura amalgamándolo poco a poco con muchos de nuestros anhelos. Y se lo prefiere a aquella entrevista aplazada donde habríamos de vernos frente a un ser al que no se podrían ya dictar las palabras deseadas, conforme a nuestro gusto, sino que nos haría sufrir inesperados golpes y desdenes nuevos. Todos sabemos, cuando ya hemos dejado de amar, que ni el olvido ni siquiera el recuerdo vago hacer sufrir tanto como unos amores sin ventura. Y yo, sin confesármelo, prefería el descansado dulzor de ese anticipado olvido. Además, el sufrimiento que pueda causar ese régimen de despego psíquico y de aislamiento va amenguando progresivamente por una razón, y el que dicho régimen, por lo pronto, debilita la idea fija en qué consiste el amor, en espera de llegar a curarla por completo. Mi amor era aún lo bastante vigoroso para que yo siguiese con mi deseo de reconquistar mi pleno prestigio en el ánimo de Gilberta, prestigio que en mi concepto, y debido a mi voluntaria separación, debía de ir en progresivo aumento, de modo que cada uno de aquellos días tristes y tranquilos que pasaban sin ver a Gilberta, bien pegados unos a otros, sin interrupción, sin prescripción (a no ser que se entremetiera en mis asuntos algún impertinente), era día ganado y no perdido. Inútilmente ganado quizá, porque pronto podrían darme por curado. Hay fuerzas susceptibles de creer indefinidamente gracias a esa modalidad del hábito que es la; resignación. Aquellas fuerzas ínfimas que a mí me fueron dadas para soportar mi pena la noche siguiente a la riña con Gilberta llegaron más adelante a incalculable potencia. Pero ocurre que la tendencia a prolongarse de todo lo que existe se ve cortada a veces por impulsos bruscos, y a ellos cedemos, con muy pocos escrúpulos por habernos entregado, precisa mente porque sabemos cuántos días y meses hubiéramos podido seguir resistiendo. Y resulta muchas veces que vaciamos de una vez la bolsa de los ahorros cuando ya iba a estar llena, y que abandonamos el tratamiento sin esperar a ver sus resultados cuando ya estábamos hechos a seguirlo. Y un día que estaba diciéndome la señora' de Swann sus acostumbradas frases sobre el gusto que tendría Gilberta en verme, poniéndome, por así decirlo al alcance de la mano aquella felicidad de que me privaba yo hacía tanto tiempo, me trastornó la idea de que aun no era posible saborear esa dicha; me costó trabajo esperar al siguiente día; me había decidido ir a sorprender a Gilberta antes de su hora de cenar. Lo que me ayudó a llevar con paciencia todo el espacio de un día fue un proyecto que forjé. Desde el momento en que todo estaba dado al olvido y yo reconciliado con Gilberta, quería verla como enamorado y nada más. Le mandaría a diario las flores más hermosas que hubiese. Y si la señora de Swann no me permitía, aunque no tenía derecho a mostrarse madre muy rigurosa, esos obsequios cotidianos, ya encontraría yo regalos menos frecuentes y más valiosos. Mis padres no me daban bastante dinero para poder comprar cosas caras. Pensé en un vaso de China antiguo, que me dejó la tía Leoncia; mamá presagiaba todos los días que Francisca iba a decirle: "Se ha despegado…", y que el cacharro dejaría de existir De modo que lo más prudente era venderlo, venderlo para poder obsequiara Gilberta como yo quisiera. Se me figuraba que por lo menos sacaría tres mil francos. Mandé que envolvieran el cacharro, que en realidad, y por fuerza del hábito, nunca había visto: de modo que el desprenderme de él tuvo por lo menos una ventaja, y fue el dármelo a conocer. Yo mismo me lo llevé antes de ir a casa de Gilberta, y di al cochero la dirección de los Swann, pero indicándole que fuese por los Campos Eliseos; allí estaba la tienda de un comerciante de objetos de China conocido de mi padre. Con gran sorpresa mía me ofreció inmediatamente por el cacharro diez mil francos, y no mil, como yo esperaba. Cogí los billetes transportado de gozo durante un año podría colmar a Gilberta de rosas y lilas. Salí de la tienda y entré en el coche; y como los Swann vivían junto al Bosque, el cochero, muy lógicamente, en vez de seguir el camino de costumbre bajó por la avenida de los Campos Elíseos. Habíamos pasado la esquina de la calle Du Berri, cuando me pareció reconocer, en la luz crepuscular, muy cerca de la casa de los Swann, pero alejándose en dirección opuesta, a Gilberta, que iba andando muy despacio, aunque con paso firme, junto a un joven que charlaba con ella y al que no puede ver la cara. Me levanté del asiento, quise mandar parar, pero vacilé. La pareja estaba ya un tanto lejos, y las dos líneas suaves y paralelas que trazaba su despacioso paseo se esfumaban en la elísea penumbra. En seguida me vi frente a casa de Gilberta. Me recibió la señora de Swann.