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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

A la sombra de las muchachas en flor (32 page)

BOOK: A la sombra de las muchachas en flor
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Mi abuela, claro es que miraba nuestro viaje de muy distinto modo, y deseosa, como siempre, de dar á todos los obsequios que se me hacían un carácter artístico, quiso, con objeto de regalarme una, "prueba" semiantigua de nuestra ruta, que siguiéramos, la mitad en tren y la mitad en coche, el itinerario de madama de Sévigné cuando fue de París a "L'Orient", pasando par Chaulnes y por "Le Pon Audemer". Pero hubo de renunciar a ese proyecto por prohibición expresa de mi padre, el cual sabía que cuando mi abuela organizaba un viaje con vistas a sacar de él todo el provecho intelectual posible, podían pronosticarse trenes perdidos, equipajes extraviados, anginas e infracciones de reglamento. Pero la abuela tenía por lo menos el regocijo de pensar que allí en Balbec no corríamos el riesgo de vernos sorprendidos en el momento de salir para la playa por ninguna de esas personas que su amada Sevigné llamaba
chienne de carossée
, puesto que a nadie conocíamos en Balbec, ya que Legrandin no quiso ofrecernos una carta de presentación para su hermana (Esa abstención no la tomaron de la misma manera mis tías Celina y Victoria, que trataron cuando soltera a "Renata de Cambremer", como ellas la llamaron hasta aquí, para marcar su intimidad de antaño, y que aún conservaban muchos regalos suyos de esos que adornan una habitación o una conversación, pero sin correspondencia ya con la realidad presente; y mis tías creían vengarse de la afrenta que se nos hizo guardándose de pronunciar en casa de la señora de Legrandin (madre) el nombre de su hija, y al salir de la casa se congratulaban de su hazaña con frases como: "No he hecho alusión a lo que tú sabes", "Creo que se habrá dado cuenta".)

De modo que saldríamos de París sencillamente en el tren de la una y veintidós, ese tren que, por haberlo buscado tantas veces en la Guía de ferrocarriles, donde me inspiraba siempre la emoción y casi la venturosa ilusión del viaje, se me antojaba cosa conocida. Como la, determinación en nuestra fantasía de los rasga 7 de la felicidad consiste más bien en su identidad con los deseos que nos inspira que en lo preciso de los datos que sobre ella tengamos, a mí se me figuraba que esa dicha del viaje la conocía en todos sus detalles, y no dudaba de que iba a sentir en t vagón un especial placer cuando el día comenzara a refrescar, o al contemplar en las cercanías de determinada estación un efecto de luz; así, que ese tren, por despertar siempre en mi ánimo las imágenes de las mismas ciudades, envueltas en la luz de la tarde, por donde va corriendo, me parecía diferente de todos los demás trenes; y como ocurre esas veces que sin conocer a tina persona nos complacemos en imaginarnos que hemos conquistado su amistad y le atribuimos unas facciones de acabé yo por inventar una fisonomía particular e inmutable a ese tren, viajero artista y rubio que me habría de llevar por su camino y del que me despediría al pie de la catedral de Saint-Ló, antes de que se perdiera en dirección a Occidente.

Como mi abuela no podía decidirse a ir así, "tontamente", a Balbec, nos detendríamos en el camino en casa de una amiga suya, y ella se quedaría allí veinticuatro horas; pero yo me marcharía aquella misma tarde, para no dar molestias en aquella casa y además para poder dedicar el día siguiente a la visita de la iglesia de Balbec; porque nos habíamos enterado de que estaba bastante distante de Balbec-Plage, y quizá no me fuera posible ir allá una vez empezado mi tratamiento de baños. Y a mí me animaba un poco saber que el objeto admirable de mi viaje estaba colocado antes de esa dolorosa primera noche en que habría de entrar en una morada nueva y resignarme a vivir allí. Pero antes había que salir de la casa vieja: mi madre tenía decidido instalarse aquel mismo día en Saint-Cloud, y adoptó o fingió que adoptaba, todas las disposiciones necesarias para irse directamente a Saint-Cloud, después de dejarnos en la estación, sin tener que pasar por casa, porque tenía miedo de que yo, en vez de marcharme a Balbec, quisiera volverme con ella. Y con el pretexto de tener mucho que hacer en la casa nueva y de que le faltaba tiempo, aunque en realidad para evitarme lo penoso de esa despedida, decidió no quedarse con nosotros hasta el momento en que arrancara el tren: porque entonces aparece bruscamente, imposible de soportar, cuando ya es inevitable y concentrada toda en un instante inmenso de lucidez e impotencia suprema, esa separación que se disimulaba en las idas y venidas de los preparativos, que no comprometen a nada definitivo.

Por vez primera tuve la sensación de que mi madre podía vivir sin mí, consagrada a otra cosa, con otra vida distinta. Iba a estarse con mi padre, cuya existencia quizá consideraba mamá un poco complicada y entristecida por mi mal estado de salud y por mis nervios. Y aún me desesperaba más la separación porque pensaba yo que probablemente sería para mi madre el término de las sucesivas decepciones que yo le había ocasionado, y que ella supo callarse, decepciones que le hicieron comprender la imposibilidad de pasar el verano juntos; y quizá fuese también esa separación el primer ensayo de una existencia a la que empezaba ya a resignarse mi madre para lo por venir, según fueran llegando para papá y para ella los años de una vida en que yo había de verla mucho menos, vida en la que mamá sería para mí, cosa que ni aun en mis pesadillas se me había ocurrido, una persona un poco extraña, esa señora que entra sola en una casa donde yo no vivo y pregunta al portero si no ha habido carta mía.

Apenas si pude responder al mozo que quiso cogerme la maleta. Mi madre, para consolarme, iba ensayando los medios que le parecían más eficaces. Juzgaba que de nada serviría aparentar que no se daba cuenta de mi pena, y la tomaba cariñosamente en broma:

—¿Qué diría la iglesia de Balbec si supiera que te dispones a ir a verla con esa cara tan triste? ¿Eres tú el viajero extasiado que cuenta Ruskin? Y ya sabré yo si —has sabido estar a la altura che las circunstancias; porque aunque desde lejos, no me separaré de mi cachorro. Mañana tendrás carta de mamá.

—Hija mía —dijo mi abuela—, te veo como madama de Sevigné, con un mapa siempre delante y sin dejar de pensar en nosotros.

Luego mamá hacía por distraerme: me preguntaba qué es lo que iba a cenar aquella noche, admiraba a Francisca y la cumplimentaba por aquel sombrero y aquel abrigo, que no reconocía a pesar de que le inspiraron horror cuando antaño se los vio puestos y nuevecitos a mi tía mayor: el sombrero, dominado por un gran pájaro, y el abrigo, con horribles dibujos y con azabaches. Pero como el abrigo estaba muy usado, Francisca lo mandó volver, y ahora mostraba su revés de paño liso de muy bonito color. Y el pájaro, roto ya hacía mucho tiempo, había ido a parar a un rincón. Y así como muchas veces nos desconcierta el encontrar esos refinamientos a que aspiran los artistas más conscientes en una canción popular o en la fachada de una casita de campo que despliega encima de la puerta, en el sitio justo donde debe estar, una rosa blanca o color de azufre, lo mismo supo colocar Francisca, con gusto infalible e ingenuo, en aquel sombrero, delicioso ahora, el lacito de terciopelo y la cinta que nos hubiesen seducido en un retrato de Chardin o de Whistler.

Y remontándonos a un tiempo más antiguo, podría decirse que la modestia y la honradez, que a veces daban color de nobleza al rostro de nuestra vieja criada, habían conquistado también aquellas prendas, que, en su calidad de mujer reservada, pero sin bajeza, y que sabe "guardar su puesto y estar donde debe", se puso para el viaje con objeto de poder presentarse dignamente en nuestra compañía y no de llamar la atención; de modo que Francisca, con aquella tela cereza, ya pasada, de su abrigo, y el suave pelo de su corbata de piel, recordaba a alguna de esas imágenes de Aria de Bretaña que pintó un maestro primitivo en un libro de horas, y donde todo está tan en su lugar y el sentimiento del conjunto tan bien distribuido en las partes, que la rica y desusada rareza del traje tiene la misma expresión de gravedad piadosa que los ojos, los labios y las manos.

Tratándose de Francisca no podía hablarse de pensamiento.

No sabía nada, en ese sentido total en que no saber nada equivale a no comprender nada, excepto las pocas verdades que el corazón puede ganar directamente. Para ella no existía el mundo inmenso de las ideas. Pero ante la claridad de su mirar, ante los delicados trazos de nariz y labios, ante todos aquellos testimonios de que carecían personas cultas en cuyos rostros hubiesen significado distinción o noble desinterés de un alma escogida, sentíase uno desconcertado como cuando se ve ese mirar inteligente y bueno de un perro, que nos consta que nada sabe de los conceptos humanos; y era cosa de preguntarse si no hay entre nuestros humildes hermanos los campesinos seres que son como hombres superiores del mundo de las almas sencillas, o más bien seres que, condenados a vivir entre los simples, privados de luz, pero en el fondo más próximos parientes de las almas escogidas que la mayoría de las personas cultas, son como miembros dispersos, extraviados, faltos de razón, de la familia santa: padres, pero que no salieron de la infancia, de las más encumbrada inteligencias, y a los que no faltó para tener talento nada más que saber, como se nota en esa claridad de su mirada, tan inequívoca y que, sin embargo, a nada se aplica.

Mi madre, viendo que me costaba trabajo retener las lágrimas, me decía: "Régulo, en las grandes ocasiones solía… Además, no está bien hacer eso con su mamá. Vamos a citar a madama de Sevigné, como la abuela. Tendré que echar mano de todo el coraje que tú no tienes". Y acordándose de que nuestro afecto a los demás desvía los dolores egoístas, intentaba animarme diciendo que su viaje a Saint-Cloud sería muy cómodo, que estaba contenta del carruaje que la iba a llevar, que el cochero era muy fino y el coche muy bueno. Yo, al oír esos detalles hacía por sonreír e inclinaba la cabeza en son de aquiescencia y contento. Pero no servían más que para representarme aún con más realidad la separación; y con el corazón en tuviese separada de mí, miraba a mamá con su sombrero redondo de paja, comprado para el campo, y su traje ligero, que se puso para aquel viaje en coche con tanto calor, y que así vestida parecía otra persona, perteneciente ya a aquel hotelito "Villa Montretout", donde yo no había de verla.

Para evitar los ahogos que me causara el viaje, el médico me aconsejó que tomara en el momento de la salida urca buena cantidad de cerveza o coñac, con objeto deponerme en ese estado, que él llamaba de "euforia", en que el sistema nervioso es momentáneamente menos vulnerable. Aún no sabía qué hacer, si tomarlo o no; pero por lo menos deseaba que, en caso de decidirme, mi abuela reconociera que procedía con juicio y motivo. Y hablé de ello como si sólo dudara respecto al sitio en donde había de ingerir el alcohol, si en el vagón bar o en la fonda de la estación. Pero en el rostro de mi abuela se pintó la censura y el deseo de no hablar siquiera de eso: "¡Cómo! —exclamé yo decidiéndome de pronto a esa acción de ira beber, cuya ejecución se requería ahora para probar mi libertad, puesto que su mero anuncio verbal había arrancado una protesta—. ¡Cómo! ¡Sabes lo delicado que estay y lo que me ha dicho el médica, y me das ese consejo!"

Expliqué a la abuela mi malestar, y me dijo: "Anda entonces en seguida por cerveza o por licor, si es que te tiene que sentar bien", con tal gesto de desesperación y de bondad, que me eché en sus brazos y le di muchos besos. Y si ¡u! a beber al bar del tren es porque me daba cuenta de que de no hacerlo me iba a dar un ahogo muy fuerte, y eso apenaría mucho más a mi abuela. Cuando en la primera estación volvía entrar en nuestro departamento, dije a la abuela que me alegraba mucho de ir a Balbec, que todo se arreglaría muy bien, que me acostumbraría a estar separado de mamá, que el tren era muy agradable y muy simpáticos el encargado del bar y los empleados; tanto, que me gustaría hacer el viaje a menudo para verlos. Sin embargo, parecía que todas estas buenas noticias no inspiraban a la abuela el mismo regocijo que a mí. Y contestó, mirando a otro lado:

"Prueba a ver si puedes dormir un poco", y apartó la vista hacia la ventanilla; habíamos bajado la cortina, pero no tapaba todo el cristal, de modo que el sol insinuaba en la brillante madera de la portezuela y en el paño de los asientos la misma claridad tibia y soñolienta que dormía la siesta allá fuera en los oquedales, claridad que era como un anuncio de la vida en el seno de la Naturaleza, mucho más persuasivo que los paisajes anunciadores colocados en lo alto del compartimiento, y cuyos nombres no podía yo leer porque los cuadros estaban muy arriba.

Cuando mi abuela se figuró que tenía yo los ojos cerrados vi que, de cuando en cuando, de detrás de su velillo con grandes pintas negras salía una mirada que se posaba en mí, que se retiraba, y que volvía de nuevo, como persona que se esfuerza en hacer un ejercicio penoso para ir acostumbrándose.

Entonces le hablé, pero parece que no le gustó mucho. Y, sin embargo, a mí me causaba un gran placer mi propia voz, así como los movimientos más insensibles y recónditos de mi cuerpo.

De manera que hacía por prolongarlo, dejaba a todas mis inflexiones de voz que se entretuvieran mucho rato en las palabras, y sentía que mis miradas se encontraban muy bien dondequiera que se posaran, y se estaban allá más tiempo del ordinario. "Vamos, descansa —dijo mi abuela—; si no puedes dormir, lee algo." Me dio un libro de madama de Sevigné, y yo lo abrí mientras que ella se absorbía en la lectura de las
Memorias de Madame de Beaitsergent
. Nunca viajaba sin un libro de cada una de estas autoras. Eran sus predilectas. Como en aquel momento no quería mover la cabeza y me gustaba muchísimo guardar la misma postura que había tomado, me quedé con el libro de madama de Sevigné en la mano, sin abrirlo y sin posar en él mi mirada, que no tenía delante más que la cortina azul de la ventanilla. La contemplación de la tal cortina me parecía cosa admirable, y ni siquiera me habría dignado responder al que hubiese querido arrancarme de mi tarea. Parecíame que el color azul de la cortina, y no quizá por lo hermoso, sino por lo vivo, borraba todos los colores que tuve delante de los ojos desde el día que nací hasta el reciente momento en que acabé de beber y la bebida empezó a surtir efecto, y junto a aquel azul todos los demás coloridos se me antojaban tan apagados, tan fríos como debe de serlo retrospectivamente la obscuridad en que vivieron para los ciegos de nacimiento operados tardíamente y que ven por fin los colores. Entró un viejo empleado a pedirnos los billetes. Me encantaron los plateados reflejos que daban los botones de su cazadora. Quise rogarle que se sentara junto a nosotros. Pero pasó a otro vagón, y yo me puse a pensar con nostalgia en la vida de los empleados del ferrocarril, que, como se pasaban la vida en el tren, sin duda no dejarían de ver ni un solo día a aquel viejo revisor. Por fin empezó a menguar aquel placer que yo sentía en mirar la cortina azul y en tener la boca abierta. Sentí más ganas de moverme, y me agité un poco; abrí el libro que me diera mi abuela, y ya pude poner atención en las páginas, que iba escogiendo acá y acullá. Conforme leía vi cómo aumentaba mi admiración por madama de Sevigné.

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