Y a todo esto, una cosa me ayudaba a sobrellevar aquella condena de la separación, y era que yo, en cuanto sabía anticipadamente que Gilberta no estaría en casa, que tenía que salir con una amiga y no volvería a cenar, con objeto de que se diese cuenta de que, a pesar de mis afirmaciones en contra, me privaba de verla por un acto de voluntad y no por quehaceres ni por motivos de salud, iba a ver a la señora de Swann, que volvió a convertirse para mí en lo que fuera tiempo atrás (cuando yo no podía ver con facilidad a Gilberta y me marchaba a pasear, los días que ella no iba a los Campos Elíseos, por el paseo de las Acacias). Así, oía hablar de Gilberta y tenía la seguridad de que ella oiría hablar de mí en términos que le demostrasen mi poco interés por su persona. Y como ocurre a todos los que sufren, parecíame que hubiese podido ser peor aún mi situación. Porque como tenía francas las puertas de la casa de Gilberta, se me ocurría, aunque muy decidido a no utilizar este recurso, que si mi dolor llegaba a un punto extremado podía ponerle término. Así, que mi desdicha vivía al día, sin pensar en mañana. Y aun es mucho decir. En el espacio de una hora me recitaba muchas veces (pero ya sin el esperar ansioso que me sobrecogía las primeras semanas que siguieron a mi ruptura con Gilberta, antes de haber vuelto a casa de sus padres) la carta que Gilberta me mandaría algún día, o que quizá me trajera ella misma. La visión constante de esa imaginaria felicidad me ayudaba a soportar la destrucción de la felicidad verdadera. Sucede con las mujeres que no nos quieren como con los seres "desaparecidos": que aunque se sepa que no queda ninguna esperanza, siempre se sigue esperando. Vive tino en acecho, en expectación; las madres de esos mozos que se embarcaron para una peligrosa exploración se figuran a cada momento, aunque tienen la certidumbre de que está muerto ya hace tiempo, que va a entrar su hijo, salvado por milagro, lleno de salud. Y esa espera, según como sea la fuerza del recuerdo y la resistencia orgánica, o las ayuda a atravesar ese período de años a cuyo cabo está la resignación a la idea de que su hijo no existe, para olvidar poco a poco y sobrevivir, o las mata.
Además, mi pena me servía un tanto de consuelo, porque yo creía que era beneficiosa para mi amor. Cada visita mía a la señora de Swann sin ver a Gilberta era un sufrimiento cruel, pero me daba yo cuenta de que así mejoraba el concepto que Gilberta tenía de mí.
Además, si hacía siempre por asegurarme antes de ir a casa de la señora de Swann de que su hija no estaba, quizá se debiera tanto a mi resolución de seguir reñido con ella como a esa esperanza de reconciliación, que se superponía a mi voluntad de renunciamiento (porque pocas renunciaciones hay absolutas, por lo menos de un modo continuo, en esta alma humana que tiene por tina de sus leyes, fortificada con el afluir inopinado de distintos recuerdos, la de la intermitencia); y esa esperanza me disimulaba lo cruel del designio de renunciar a Gilberta. Bien sabía yo que era tina esperanza muy quimérica. Me ocurría lo que al pobre nos lágrimas sobre su pedazo de que derrama menos lagrimas sobre su pedazo de pan seco al pensar que quizá muy pronto un extraño lo debe por heredero de gran fortuna. Todos necesitamos alimentar en nosotros alguna vena de loco para que la realidad se nos haga soportable. Y así, no encontrándome con Gilberta la separación se efectuaba mejor, al mismo tiempo que mi esperanza seguía más intacta. De habernos visto frente a frente, quizá hubiéramos pronunciado palabras irreparables, capaces de convertir nuestro enfado en cosa definitiva, de matar nuestra esperanza, y al paso de reavivar mi amor y oponerse a mi resignación por haber creado una ansiedad nueva.
Tiempo atrás, mucho antes de que riñéramos, me había dicho la señora de Swann: "Está muy bien que venga usted a ver a Gilberta, pero también debía usted venir alguna vez a verme a mí; no mis días de gala, porque hay mucha gente y se iba usted a aburrir, sino un día ordinario; estoy en casa siempre a última hora". De modo que ahora al ir a ver a la señora de Swann obedecía yo aparentemente, y con mucho retraso, á un deseo que ella formulara. Y a última hora, ya de noche, casi cuando mis padres se sentaban a la mesa, iba a hacer una visita a la señora de Swann, visita en la que no vería a Gilberta, aunque estuviese pensando en ella continuamente. En aquel barrio, que entonces se consideraba como extremo, de un París más obscuro que el de hoy, y que en aquella época ni siquiera en el centro tenía luz eléctrica en las calles y muy poca en las casas, las lámparas de un salón del piso bajo, o de un entresuelo poco elevado (correspondiente a las habitaciones donde solía recibir la señora de Swann), bastaban para iluminar la vía pública y atraían la atención del transeúnte, que atribuía a esa claridad, como a su causa aparente y velada, la presencia ante la puerta de elegantes cupés. El viandante se figuraba, y no sin cierta emoción, que había ocurrido alguna modificación en esa misteriosa causa al ver que uno de los coches se ponía en movimiento; pero no era nada: el cochero, temeroso de que los caballos se enfriaran, los hacía ir y venir de cuando en cuando, en paseos doblemente impresionantes, porque las llantas de goma ofrecían un fondo de silencio al patear de los caballos, que sobre él se destacaba más distinto y explícito.
El "jardín de invierno" que por aquello, años solía ver el transeúnte en muchas calles, no tratándose de pisos muy altos ya no se conserva más que en los heliograbados de los libros de regalo de P. J. Sthal; allí, en contraste con los raros ornamentos de flores de un salón actual estilo Luis XVI (sólo una rosa o un lirio del Japón en un búcaro de cristal, con angosto cuello, en donde no cabe otra flor), parece que con su profusión de plantas caseras de aquella época, y con la falta absoluta de estilización en el modo de colocarlas, responde en los amos de la casa más bien que a una fría preocupación por un decorado muerto, a una pasión deliciosa y viva por la botánica. Y ese lugar de las casas de entonces hacía pensar, aunque en más grande, en esos invernáculos de juguete admirados el día, de Reyes a la luz de la lámpara —porque los niños no han tenido paciencia para esperar la del día—, entre los demás regalos, pero preferidos a todos porque consuelan, con esas plantas que se podrán cultivar, de la desnudez del invierno; y aun más que a esas minúsculas estufas se parecía el "jardín de invierno" a otra, colocada junto a ellas, y no de verdad, sino pintada en un libro muy bonito, don de los Reyes igualmente, y que representaba un regalo hecho no a los niños, sino a la señorita Lilí, heroína de la obra, pero que los encantaba de tal manera, que hoy, viejos ya, se preguntan si por entonces no era el invierno la más Hermosa de las estaciones. Y en el fondo de ese jardín de invierno, a través de las arborescencias de variadas especies, que vistas desde la calle prestaban a la iluminada ventana la apariencia de la cristalería de esas estufas de juguete, pintadas o de verdad, el transeúnte que se empinara un poco vería a un caballero enlevitado, clavel o gardenia en el ojal, de pie ante una dama sentada, y ambas figuras con vagos contornos, como dos entalles en un topacio, envueltas en la atmósfera del salón, que era toda de ámbar con los vapores del samovar —reciente importación en aquella época—, esos vapores que hoy quizá siguen existiendo, pero que el hábito ya no nos deja ver. La señora de Swann daba mucha importancia a ese "te", y creía hacer gala de originalidad y de seducción siempre que decía a un hombre: —"Esto es cosa de todos los días a última hora venga a tomar el té"; así, que acompañaba con fina y cariñosa sonrisa aquellas palabras, pronunciadas con momentáneo acento inglés, y que el interlocutor acogía muy seriamente, saludando con aire grave, como si se tratase de algo importante y raro que impusiera deferencia y reclamara atención. Aparte de las antedichas había otra razón para que las flores tuviesen algo más que un carácter de ornamentación en el salón de la señora de Swann, razón basada no en la época aquella, sino en el género de vida que antes llevara Odette. Una gran
cocotte
, como lo fue ella, vive en gran parte para sus amantes, es decir, en su casa, lo cual puede llevarla a vivir para sí misma. Las cosas que se ven en casa de una mujer honrada, y que para ésta tienen también su importancia, son para una
cocotte
las más importantes de todas. El punto culminante de su jornada no es el momento de ponerse un traje para agrado de la gente, sino el de quitárselo para agrado de un hombre. Tan elegante tiene que estar en bata como en camisa de dormir o en traje de calle. Otras mujeres ostentan sus alhajas, pero ella vive en la intimidad de sus perlas. Y ese género de vida impone la obligación de un lujo secreto y, por consiguiente, casi desinteresado, al que se acaba por tomar cariño. Lujo que la señora de Swann extendía a las flores. Siempre había junto a su sillón una gran copa toda llena de violetas de Parma o de margaritas deshojadas en agua, que a la persona que llegaba a visitarla se le figuraba indicio de una ocupación favorita e interrumpida, .como hubiese sido una taza de té que estuviera bebiendo ella sola, por gusto; de una ocupación aun más íntima y misteriosa; tanto, que le daban ganas de excusarse al ver aquellas flores, como si se hubiese visto el título del libro abierto revelador de la reciente lectura, en la que acaso seguía pensando Odette. Y las flores tenían más vida que el libro; y se sentía uno sorprendido cuando se visitaba a la, señora de Swann al advertir que no estaba sola, o si se volvía a casa en su compañía, al ver que en el salón había alguien; porque allí entre aquellas paredes, ocupaban un enigmático lugar, aludiendo a desconocidas horas en la vida de la señora de la casa, esas flores, que no fueron preparadas para los visitantes de Odette, sino que estaban allí como olvidadas, cual si hubieran tenido y hubiesen de tener aún con ella coloquios particulares que le daba a uno miedo estorbar, y cuyo secreto vanamente se intentaba descubrir clavando la mirada en el color malva deslavado, líquido y disuelto de las violetas de Parma. Desde últimos de octubre Odette procuraba estar en casa con la mayor regularidad posible a la hora del té, que por entonces se denominaba aún
five o'clock tea
[25]
, porque había oído decir (y le gustaba repetirlo) que la señora de Verdurin logró formar una tertulia en su salón por la seguridad que se tenía de encontrarla siempre en su casa a la misma hora. Y se imaginaba ella que también tenía su "salón", del mismo linaje, pero más libre,
senza rigore
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, como solía decir. Y de ese modo se consideraba como una especie de señorita de Lespinasse, fundadora de un "salón" rival del de la Du Deffant, a la que logró quitar el grupo de hombres más agradables, especialmente Swann, el cual, según una versión de su esposa, que pudo hacer tragar a los amigos nuevos, ignorantes de lo pasado, pero que no se tragó ella, la había seguido en su secesión y retirada del salón de los Verdurin. Pero representamos y repasamos tantas veces delante de la gente papeles favoritos, que llegamos a referirnos a su ficticio testimonio mucho mejor que al de una realidad completamente olvidada. Los días que Odette no había salido recibía en bata de crespón de China, del blancor de las primeras nieves, o en uno de esos trajes, encañonados, de muselina de seda que parecen un montón de pétalos rosa o blancos, y que hoy se consideran, muy erróneamente, poco apropiados para el invierno. Porque con esas telas ligeras y esos tiernos colores las mujeres en los caldeados salones de entonces, bien protegidos por los cortinones, y que los novelistas mundanos de la época calificaban, en el colmo de la elegancia, de "delicadamente forrados"— tenían el aspecto friolero de aquellas rosas que podrían vivir junto a ellas, a pesar del invierno, desnudas y encarnadas como en la primavera. Y como las alfombras apagaban todo sonido y la dueña de la casa se sentaba en un rincón, resultaba que apenas si se daba cuenta de la entrada de una visita, como hoy ocurre, y seguía leyendo cuando uno estaba ya delante de ella; con lo cual se acrecía esa impresión novelesca, ese encanto como de secreto sorprendido, que aun hoy encontramos en el recuerdo de esos trajes, ya por entonces pasados de moda, y que la señora de Swann fue quizá la única en no abandonar, trajes que nos dan la idea de que la mujer que los llevaba debía de ser una heroína de novela, porque no los hemos visto, la mayor parte de nosotros, más que en algunas novelas de Henry Gréville. Odette tenía en su salón a principios de invierno crisantemos enormes y de variados colores, como los que Swann veía antaño únicamente en casa de su querida. Mi admiración hacia esas flores —en aquellas tristes visitas mías a la señora de Swann, cuando por causa de mi pena había vuelto a aparecérseme con toda su misteriosa poesía de madre de esa Gilberta, a la que diría a la mañana siguiente: "Tu amigo ha estado a verme"— provenía indudablemente de que, por ser de color rosa pálido, como la seda Luis XIV de los sillones, de blancor de nieve como sus batas de crespón de China, o de rojo metálico como el samovar, superponían al decorado del salón otro suplementario, de coloridos tan ricos y refinados, pero decorado vivo, que sólo habría de durar unos días. Pero me emocionaban esos crisantemos porque ya no eran tan efímeros y de tan escasa duración si se los comparaba a aquellas tonalidades rosadas y cobrizas que el sol poniente exalta con tanta pompa en la bruma de los atardeceres de noviembre; esos tonos que veía yo extinguirse en el cielo un momento antes de entrar en casa de la señora de Swann, para volverlos a encontrar prolongados y transpuestos en la encendida paleta de las flores. Como fuegos arrancados por un gran colorista a la inestabilidad de la atmósfera y del sol para que sirvan de adorno a una morada humana, invitábanme aquellos crisantemos, a pesar de toda mi tristeza, a saborear ávidamente durante aquella hora del té los breves placeres de noviembre, y hacían brillar ante mi alma el íntimo y misterioso esplendor de esos goces. Por más que no era precisamente en la conversación donde se lograban esos placeres, ni mucho menos. Aunque ya fuese tarde, la señora de Swann decía con tono cariñoso a todo el mundo, hasta a la señora de Cottard: "No, todavía es temprano: no se fíe usted del reloj, no va bien; no tiene usted nada que hacer"; y ofrecía otro pastelillo a la señora del profesor, que no había soltado de la mano su tarjetero.
—No sabe una cómo marcharse de esta casa —decía la señora de Bontemps a Odette, mientras que la esposa de Cottard, sorprendida al ver formulada su propia impresión en aquellas palabras, exclamaba: