Porque aquello con que se satisfacen orgullo o vanidad no me causa placer alguno y nunca me atrajo. Pero nunca pude negarme a mostrar a las mismas personas a las que logré ocultar por completo esos pequeños méritos míos, que acaso les hubieran hecho formar idea menos ruin de mí, que me preocupa más apartar la muerte de su camino que no del mío. Como el móvil de su conducta es entonces el amor propio y no la virtud, me parece muy natural que en cualquier otra circunstancia procedan de distinto modo. Nada más lejos de mi ánimo que censurarlas por eso; acaso lo haría si yo me hubiese visto impulsado por la idea de un deber, que en ese caso me parecería obligatorio para ellas lo mismo que para mí. Al contrario, las reputo por muy cuerdas por eso de guardar su vida, pero no puedo por menos de colocar el valor de la mía en segundo término; cosa particularmente absurda y culpable desde que me ha parecido descubrir que la vida de muchas personas que tapo con mi cuerpo cuando estalla una bomba vale menos que la mía. Por lo demás, el día de esta visita a Elstir aun faltaba mucho tiempo para que yo llegase a darme cuenta de esa diferencia de valor, y no se trataba de ningún peligro, sino sencillamente de una señal precursora del pernicioso amor propio: de aparentar que no concedía a aquel placer tan ardientemente codiciado por mí mayor importancia que a su trabajo de acuarelista, aun sin terminar. Pero por fin acabó el cuadro. Y cuando salirnos, como por entonces los días eran muy largos, me di cuenta de que no era tan tarde como yo creía; fuimos al paseo del dique. Eché mano de mil argucias para retener a Elstir en aquel sitio por donde suponía yo que aun podrían pasar las muchachas. Le enseñaba los acantilados que se alzaban junto a nosotros y le hacía que me hablara de ellos, con objeto de que se le olvidara la hora que era y se estuviese allí. Me parecía que teníamos más probabilidades de copar a la bandada de chiquillas encaminándonos hacia el final de la playa. "Me gustaría que viéramos de cerca estas rocas —dije a Elstir, porque me había fijado que una de las muchachas solía ir por ese lado—. Mientras tanto, cuénteme usted cosas de Carquethuit. ¡Cuánto me gustaría ir a Carquethuit! —añadí, sin pensar que el carácter nuevo, tan potentemente manifestado en el "Puerto de Carquethuit", acaso provenía de la visión del pintor y no de ningún mérito especial de esa playa—. Desde que he visto el cuadro, las dos cosas que más ganas tengo de conocer son Carquethuit y la Punta de Raz, que desde aquí sería todo un viaje." "Y aun cuando estuviera más cerca yo le aconsejaría a usted preferentemente Carquethuit —me respondió Elstir—. La Punta de Raz es admirable; pero al fin y al cabo es la costa escarpada normanda o bretona, que usted conoce ya, mientras que Carquethuit es muy distinto con esas rocas en la playa baja. No conozco en Francia nada parecido; me recuerda algunos aspectos de la Florida. Es curioso, ¿verdad?; también es un lugar en extremo salvaje. Está entre Clitourps y Nehomme; ya sabe usted cuán desolados son esos lugares, pero la línea de las playas es deliciosa. Aquí esa línea no dice nada; pero si viera lo graciosa y lo suave que es en esos sitios…"
Anochecía y era menester volver; iba yo acompañando a Elstir hacia su hotel, cuando de repente, lo mismo que surge Mefistófeles delante de Fausto, asomaron al fondo de la avenida —como una mera objetivación irreal y diabólica del temperamento opuesto al mío, de aquella vitalidad cruel y casi bárbara que faltaba a mi flaqueza y a mi exceso de sensibilidad dolorosa y de intelectualismo— unos cuantos copos de esa materia imposible de confundir con ninguna otra, unas cuantas esporadas de la bandada zoofítica de muchachas, las cuales aparentaban no verme, pero en realidad debían de estar pronunciando irónicos juicios sobre mi persona. Al ver que el encuentro entre ellas y nosotros era inevitable, y pensando que Elstir me llamaría, me volví de espaldas, como el bañista hace para recibir la ola; me paré en seco y, dejando a mi ilustre compañero que siguiera su camino, me quedé atrás, como impulsado por súbito interés, mirando el escaparate de la tienda de antigüedades que allí había; me agradó esa posibilidad de aparentar que estaba pensando en otra cosa distinta de las tales muchachas; y ya presentía vagamente que cuando Elstir me llamara para presentarme a esas señoritas pondría yo esa mirada interrogadora que revela no la sorpresa, sino el deseo de hacerse el sorprendido (y esto, o porque todos somos muy malos actores o porque el prójimo es siempre muy buen fisonomista); y acaso llegara hasta ponerme un dedo en el pecho, como diciendo: "¿Es a mí a quien llama usted?", para acudir luego con la cabeza dócilmente inclinada, muy obediente y disimulando con frío gesto la molestia que me causaba el verme arrancado de la contemplación de unas porcelanas antiguas para que me presentaran a unas personas que no me interesaba conocer. A todo esto, estaba mirando al escaparate en espera del momento en que mi nombre, lanzado a gritos por Elstir, viniese a herirme como una bala esperada e inofensiva. La certidumbre de ser presentado a las muchachas tuvo por resultado no sólo hacerme fingir indiferencia, sino sentirla realmente. El placer de conocerlas, como ahora era ya inevitable, se comprimió se redujo, me pareció más pequeño que el de hablar con Saint-Loup, cenar con mi abuela y hacer por los alrededores excursiones que seguramente echaría mucho de menos si tenía que abandonarlas por causa de mi trato con unas personas que no debían de interesarse nada por los monumentos artísticos. Además, lo que disminuía el placer que iba yo a tener era no sólo la inminencia, sino también la incoherencia de su realización. Unas leyes tan precisas como las de la hidrostática mantienen la superposición de imágenes que nosotros formamos en un orden fijo, que se trastorna cuando se avecina el acontecimiento. Elstir iba a llamarme. Pero no era de esta manera como yo me figuré muchas veces, en la playa o en mi cuarto, que habría de conocer a las muchachas. Lo que iba a suceder era otro acontecimiento para el que no estaba yo preparado. Ahora no reconocía yo ni mi deseo ni su objeto; casi sentía haber salido con Elstir. Pero, sobre todo, debíase la contracción de aquel placer que yo esperaba a la certidumbre de que no me lo podían quitar. Y volvió a cobrar toda su dimensión, como en virtud de una fuerza elástica, cuando ya no sufrió la presión de esa certidumbre, cuando me decidí a volver la cabeza y vi que Elstir, parado a unos pasos de allí, se estaba despidiendo de las muchachas. La cara de la muchacha que estaba más cerca del pintor, cara gruesa e iluminada por el mirar parecía una torta en la que se había reservado un huequecito a un trozo de cielo. Sus ojos, aunque quietos daban una impresión de movilidad, como ocurre esos días de mucho viento en que no se ve el aire, pero se nota la rapidez con que cruza sobre el fondo azul. Por un instante sus miradas se cruzaron col, las mías, como esos cielos anubarrados y corretones de los días de tormenta que se acercan a una nube menos rápida que ellos, se ponen a su lado, la tocan y siguen su camino. Pero no se conocen y se van en direcciones opuestas. Así, nuestras miradas estuvieron un momento frente a frente, ignorando ambas todas las promesas y amenazas para lo por venir que se encerraban en el continente celeste que tenían delante. Únicamente en el preciso instante en que su mirada pasó exactamente sobre la mía se veló levemente, pero sin aminorar su velocidad. Tal ocurre una noche clara cuando la luna, arrastrada por el viento, pasa tras una nube, vela por un minuto su resplandor y reaparece en seguida. Ya Elstir se había despedido de las muchachas sin llamarme. Se marcharon ellas por una calle transversal, y el pintor se acercó a mí. Todo estaba perdido.
Ya he dicho que Albertina no se me representó ese día con la misma apariencia que los anteriores y que cada vez que la viera había de parecerme distinta. Pero en aquel momento me di cuenta de que algunas modificaciones del aspecto, la importancia y la magnitud de un ser pueden consistir en la variabilidad de determinados estados de espíritu interpuestos entre él y nosotros. Y uno de los que más papel juegan en esto es la creencia en determinada cosa (aquella noche, la creencia de que iba a conocer a Albertina unos segundos más tarde la convirtió a mis ojos en cosa insignificante, y el desvanecerse de semejante creencia le devolvió luego su carácter de cosa preciosa; años más tarde la creencia de que Albertina me era fiel, y luego la desaparición de esa idea, acarrearon análogas mudanzas).
Claro que va en Combray había yo visto achicarse o agrandarse, según las horas, según entrase yo en una o en otra de las dos grandes modalidades que se repartían mi sensibilidad, la pena ele no estar con mi madre, por la tarde tan imperceptible como la luz de la luna mientras brilla el sol; pero que luego, cuando caía la noche, reinaba ella sola en mi alma ansiosa, en el mismo lugar donde estaban los recuerdos borrados y recientes. Pero aquel día, al ver que Elstir se separaba de las muchachas sin haberme llamado aprendí que las variaciones de la importancia que para nosotros tiene un placer o una pena pueden obedecer no salo a aquella alternativa de los dos estados de ánimo, sino también al cambiar de creencias invisibles; gracias a ellas, la muerte, por ejemplo, nos parece cosa indiferente porque ellas la revistieron con una luz de irrealidad, y así nos permiten que atribuyamos gran importancia al hecho de ir a un concierto de sociedad que perdería todo su encanto si de pronto, por el anuncio de que nos van a guillotinar, desapareciese la creencia que impregna la fiesta de esa noche; ese papel que desempeñan las creencias es muy cierto; en mí había algo que lo sabía, la voluntad; pero vano es que ella lo sepa si continúan ignorándolo la inteligencia y la sensibilidad; y estas dos facultades obran de muy buena fe cuando creen que sentimos ganas de abandonar a una querida a la cual sólo la voluntad sabe que tenemos mucho apego. Y es que están obscurecidas por la creencia, de que volveremos a encontrarla al cabo de un momento. Pero que se disipe tal creencia, que se enteren de pronto de que esa mujer se ha marchado para siempre, y entonces inteligencia y sensibilidad se ponen como locas, pierden su equilibrio, y el placer ínfimo se agranda hasta lo infinito.
¡Mudanza de una creencia, vacío del amor también, que siendo cosa preexistente y móvil se posa en una mujer sencillamente porque esa mujer será casi inasequible! Y en seguida piensa uno más que en esa mujer, que difícilmente nos representamos en los medios de conocerla. Desarróllase todo un proceso de angustias, y él basta para sujetar nuestro amor a esa mujer objeto, apenas conocido, de un amor. La pasión llega a ser 'inmensa, y se nos ocurre pensar cuán poco lugar ocupa dentro de ella la mujer real. Y si de pronto, como en aquel momento en que vi a Elstir pararse con las muchachas, cesa nuestra preocupación, cesa nuestra angustia, como todo nuestro amor era esa angustia, parece que de repente se haya desvanecido la pasión en el instante mismo en que su presa, esa presa en cuyo valor no hemos reflexionado mucho, está a nuestro alcance. ¿Qué es lo que conocía yo de Albertina? Dos o tres siluetas destacadas sobre el mar, de seguro mucho menos bellas que las de las mujeres del Veronés, las cuales hubieran debido ser preferidas en caso de obedecer yo a razones puramente estéticas. ¿Y qué otras razones podía yo tener, si una vez que mi angustia decaía no me encontraba con otra cosa que esas mudas siluetas, no poseía nada más? Desde que había visto a Albertina, todos los días me hacía mil figuraciones con respecto a ella, mantuve con lo que yo llamaba Albertina todo un coloquio interior, en el que yo le inspiraba preguntas y respuestas, pensamientos y acciones, y en la serie indefinida de Albertinas imaginadas que se sucedían en mi ánimo hora a hora, la Albertina de verdad, la que vi en la playa, no era más que la figura que iba a la cabeza, lo mismo que esa actriz famosa creadora de un personaje que no aparece más que en las primeras representaciones de la larga serie de ellas que alcanza una obra. Esta Albertina casi se reducía a una silueta; todo lo superpuesto a ella era de mi cosecha, porque así ocurre en amor: que las aportaciones que proceden de nosotros mismos triunfan —aunque sólo se mire desde el punto de vista de la cantidad— sobre las que nos vienen del ser amado. Y esto es cierto aun en los amores más efectivos. Los hay, hasta entre aquellos que ya tuvieron cumplimiento carnal, que pueden no sólo formarse, sino subsistir alrededor de muy poca cosa. Un profesor de dibujo de mi abuela tuvo una hija con una querida de muy baja clase. La madre murió a poco de nacer la niña, y con su muerte causó tal pena al profesor de dibujo, que no pudo sobrevivir mucho tiempo. En los últimos meses de su vida, mi abuela y algunas otras señoras de Combray, que nunca habían querido hacer alusión delante de su profesor a aquella mujer, con la que jamás vivió oficialmente y con la que no tuvo muchas relaciones, pensaron en asegurar el porvenir de la niña, contribuyendo cada cual con una cantidad para regalarle una renta vitalicia. Mi abuela fue quien lo propuso, y hubo algunas amigas que se hicieron de rogar bastante, alegando si en realidad valdría la pena preocuparse por la niña y que quién sabe si era hija siquiera del que se figuraba ser su padre; porque con mujeres como la madre no se puede tener ninguna seguridad. Por fin se decidieron. La niña fue a casa a dar las gracias. Era fea y tan parecida al viejo maestro de dibujo, que todas las dudas se disiparon; como lo único que tenía bonito era el pelo, una señora dijo a su padre, que iba acompañándola:
"¡Vaya un pelo más bonito que tiene!" Y mi abuela, considerando que ahora la mujer culpable ya estaba muerta y el profesor camino de la sepultura, y, por consiguiente, que una alusión a ese pasado que todos fingían ignorar no tenía ya gravedad, añadió: "¡Quizá sea de familia! ¿Tenía su madre el pelo así?" "No lo sé —respondió ingenuamente el padre—. Nunca la vi más que con el sombrero puesto".
Había que volver con Elstir. Me vi la cara en un espejo del escaparate. A más del desastre de no haber sido presentado, observé que mi corbata estaba torcida y que la melena me asomaba por debajo del sombrero, cosa que me sentaba muy mal; pero, de todos modos, ya era una suerte que aun con esta facha las muchachas me hubieran visto en compañía de Elstir y no pudiesen olvidarme; también fue una suerte que aquella tarde, y por consejo de mi abuela, llevara el chaleco bonito, que estuve a punto de cambiarme por uno muy feo, y mi mejor bastón; porque como los acaecimientos que deseamos no se producen nunca conforme habíamos pensado, a falta de las ventajas con que creíamos contar se presentan otras que no esperábamos, y así todo se compensa; tanto miedo teníamos a lo peor que, después de todo, nos inclinamos a considerar que, bien mirado, la casualidad nos ha sido más favorable que adversa.