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Authors: Andy McDermott

Tags: #Intriga, #Histórico

En busca de la Atlántida (46 page)

—¡Usted lo hizo! —le gritó a Qobras—. ¡Los mató! ¡Cabrón, hijo de puta! ¡Lo mataré! —Los dos guardas hicieron el ademán de proteger a su jefe, sin embargo este levantó la mano para que se detuvieran. Los dos hombres se apartaron y esperaron mientras los gritos de Nina perdían coherencia, reducidos a sollozos preñados de angustia e ira.

—Lo siento —dijo Qobras en voz baja—. Pero había que hacerlo. No podíamos permitir que Kristian Frost se hiciera con los secretos de los atlantes.

—¿Qué secretos? —gritó Nina con amargura—. ¡Aquí no hay nada! ¡No es más que una tumba! —Entrecerró los ojos, en un gesto de odio—. Mató a mis padres por nada, hijo de puta.

—No. —Qobras barrió lentamente las paredes con la linterna—. Hace diez años creía que aquí no había nada, que habían saqueado la tumba. Pero si la última inscripción del templo de la Atlántida es cierta, tiene que haber algo más en este sitio. —Se volvió hacia los dos guardas—. Escudriñad las paredes centímetro a centímetro. Buscad cualquier cosa que pueda indicar una abertura, una grieta, una roca suelta, un ojo de cerradura, ¡lo que sea! —El propio Qobras se puso a examinar las paredes con minuciosidad. Starkman se encargó de vigilar a Nina.

Los sollozos de la doctora se apagaron… y dieron lugar a una máscara inexpresiva y fría.

Casi del todo inexpresiva. Solo sus ojos delataban la furia que ardía en su interior.

La búsqueda duró tan solo unos minutos ya que uno de los guardas llamó a Qobras. Todos se precipitaron hacia el lugar, y el hombre señaló con cuidado una línea casi escondida entre las columnas.

—Son puertas —dijo Qobras, que deslizó el dedo por el estrecho hueco—. Parece que no hay forma de abrirlas desde fuera. Vamos a tener que emplear la fuerza.

Uno de los guardas regresó a los helicópteros para coger el equipo necesario. Mientras tanto, llegaron más hombres de Qobras, que transportaban en un carro de ruedas gruesas la caja grande que Nina había visto en el segundo helicóptero. Un escalofrío le recorrió la espalda. Aunque la bomba que contenía tuviera la mitad del tamaño de la caja, sería más grande que un hombre.

Las cargas que Qobras pensaba usar para las puertas eran mucho más pequeñas. Hicieron un agujero del tamaño de un puño en la roca con un taladro. Una vez hecho, Qobras colocó los explosivos, un disco grueso del tamaño de un dólar de plata.

—¿Piensa volarla? —preguntó Nina.

—Sí.

—¿Y qué pasa con ellos? —Señaló los cuerpos—. ¿Va a volarlos en mil pedazos también? ¿No le bastó con matarlos, y ahora quiere profanarlos también?

Starkman soltó un bufido de impaciencia, pero Qobras se detuvo y meditó sobre lo que le acababa de decir Nina.

—Jason, diles a los hombres que los lleven a la sala de la entrada —ordenó al final.

—Es una pérdida de tiempo, Giovanni —replicó Starkman, que no se esforzó en ocultar su desaprobación—. Deberíamos acabar con esto cuanto antes y no permitir que ella nos retrase. Además, ¿de qué sirve todo esto? Ya están muertos.

—La doctora Wilde tiene razón. Lleváoslos.

Starkman puso mala cara, pero acató las órdenes. Reunió a unos cuantos hombres y se llevaron los cuerpos. Nina no pudo mirar, ya que sintió un dolor indecible al ver que levantaron a uno de los tibetanos como si pesara menos que un niño. Eso era todo lo que quedaba de esa gente, de su familia, tan solo el esqueleto. Se le hizo un nudo en la garganta tan fuerte que casi no podía respirar. Sin embargo, logró contenerse puesto que no quería derrumbarse frente a sus enemigos.

Cuando se llevaron los cuerpos, Qobras volvió a dirigir la atención al explosivo. Le conectó un temporizador antes de apartarse rápidamente y ordenar a todos que se retiraran a la cueva.

—CL-20 —le informó Starkman a Nina, sin que ella le hubiera pedido explicaciones—. El explosivo químico más potente que existe. Una carga del tamaño de una Oreo puede abrir un boquete en un blindaje de quince centímetros.

—¿Se supone que debe impresionarme eso? —le soltó Nina.

—Quizá no. Pero tal vez quiera taparse las orejas.

Nina vio que los demás lo hacían y se apresuró a imitarlos. Al cabo de unos instantes hubo una explosión ensordecedora y se levantó una nube de polvo.

Qobras fue el primero que se movió. El haz de luz de su linterna atravesó el polvo como un láser.

—Limpiad los escombros para que podamos entrar con la bomba —ordenó—. Jason, Jack, doctora Wilde, vengan conmigo. —A Nina no le sorprendió que los otros dos guardas también los acompañaran.

Lo que le había parecido un muro sólido era ahora un agujero. El suelo de la tumba estaba cubierto de pedazos de la puerta hecha añicos. La otra seguía en su sitio, aunque estaba muy dañada.

Tras las puertas solo se veía oscuridad.

Qobras pasó por encima de los escombros y echó a andar por lo que parecía una suave pendiente que descendía hacia el corazón de la montaña.

El aire era frío y, para sorpresa de Nina, fresco, en absoluto viciado y sin aquel olor a humedad que asociaba con los entornos cerrados desde hacía tiempo. A buen seguro había otra entrada o, como mínimo, alguna vía por la que entraba el aire del exterior.

Al igual que la sala de la entrada, el largo túnel era un pasadizo natural que se había ensanchado posteriormente. Teniendo en cuenta su longitud, debían de haber tardado años en excavarlo con las herramientas rudimentarias.

Y en cuanto a lo que les esperaba más adelante…

—A partir de aquí se hace más grande —dijo Qobras. La distancia redujo el haz de luz de la linterna a una moneda pequeña. El eco de sus pasos se desvaneció, lo que sugería que estaban a punto de entrar en un espacio abierto.

Pero eso era imposible. Estaban dentro de una montaña.

Por lo tanto, ese espacio tenía que ser inmenso…

Fueron a dar a una especie de carretera, un camino ancho y empedrado que se perdía más allá de donde alcanzaban las linternas. A ambos lados se alzaban edificios, columnas imponentes que lanzaban destellos de oro y oricalco, y que se erguían hacia la oscuridad.

—Cielos, esto es enorme —dijo Starkman. Se llevó las manos a la boca y gritó—: ¡Hola! —Al cabo de unos segundos regresó un leve eco.

—Necesitamos más luz —dijo Qobras. Starkman asintió, hurgó en su mochila y sacó una pistola de bengalas. La cargó rápidamente y disparó. Al cabo de poco se encendió una luz roja, suspendida en un pequeño paracaídas…

Todos se quedaron boquiabiertos al ver lo que tenían delante.

—Dios mío… —exclamó Nina.

Capítulo 24

La escena que surgió ante ellos fue espectacular, un retablo sobrecogedor, perdido desde los albores de la historia.

Nina reconoció de inmediato el edificio que se encontraba en el centro. Era otra réplica del templo de Poseidón, pero esta vez no estaba solo.

A su alrededor había otros edificios, más pequeños, pero no menos imponentes. El estilo arquitectónico le resultaba familiar, sumamente elegante y, sin embargo, al mismo tiempo brutal.

Eran palacios y templos; la ciudadela de la Atlántida tal como la había descrito Platón, recreada a miles de kilómetros de su emplazamiento original. Y, a diferencia de la réplica brasileña, estos edificios habían resistido el paso del tiempo en un perfecto estado de conservación.

No obstante, cuando sus ojos se acostumbraron al brillo titilante de la bengala, se dio cuenta de que la escena no estaba completa. A pesar de lo inmensa que era la cueva, no era lo bastante grande para albergar toda la ciudadela. Incluso el templo de Poseidón estaba incompleto, ya que el extremo más alejado se perdía en la pared de la cueva. Había indicios de que los atlantes habían intentado excavar la pared para que cupiera todo el edificio, pero al final, supuso Nina, sencillamente habían construido las estancias interiores del templo en la roca viva.

La bengala chisporroteó, se apagó y volvió a sumir la colosal cueva en la oscuridad. La única luz provenía de las linternas del grupo.

—Esto es… es increíble —dijo Philby—. Giovanni, como mínimo tenemos que hacer una fotografía de esto. ¡Es un descubrimiento más importante, incluso, que el de la Atlántida!

—No —respondió Qobras con firmeza—. No puede quedar nada. ¡Nada! El legado atlante acabará aquí. —Le dio la espalda a Philby y se dirigió a Starkman—. Este camino conduce al centro de la ciudadela. Llama a los otros y que traigan la bomba.

—¿Es muy grande? —preguntó Philby, hecho un manojo de nervios.

—Es una bomba de aire combustible de cuarenta y cinco kilos —respondió Starkman—. El explosivo del núcleo está compuesto por veintidós kilos de CL-20. En cuanto a fuerza destructiva, es lo más potente después de una bomba nuclear.

—Dios mío —dijo Philby, boquiabierto.

—Esta es la gente con la que te has ido a la cama —le recordó Nina fríamente—. Una panda de asesinos zafios e insensibles. Espero que estés orgulloso de ti mismo.

—Nina, por favor —le suplicó Philby, que se le acercó—. ¡Lo siento mucho! Nunca tuve la intención de hacer daño a tus padres, ¡me uní a la expedición con la esperanza de que no encontraran nada!

—Pero aun así los traicionaste. Por él. —Lanzó una mirada de odio a Qobras—. Murieron por tu culpa, Jonathan. ¡Fueron asesinados por tu culpa! ¡Hijo de puta!

Antes de que los guardas pudieran reaccionar, Nina le dio un puñetazo en la cara. El dolor que explotó en sus nudillos quedó eclipsado por la satisfacción primaria que obtuvo al ver caer a Philby de espaldas, con un hilo de sangre que le manaba de la nariz. El la miró horrorizado, sin habla.

Los guardas la hicieron retroceder mientras Starkman, risueño, ayudaba a Philby a levantarse.

—Buen puñetazo, doctora Wilde. ¿Le ha dado clases particulares Eddie?

Los avisaron por radio de que tardarían quince minutos en trasladar la bomba. Qobras miró el reloj, luego a Philby y a Nina.

—Ese es el tiempo que tenéis para explorar este lugar, Jack. Doctora Wilde, le prometí que tendría la oportunidad de ver el último emplazamiento de los atlantes. Soy un hombre de palabra.

—Antes de que me mate, querrá decir —dijo ella con una sonrisa amarga.

—Como le he dicho, soy un hombre de palabra.

—Sí, estoy convencida de que eso le permite dormir por la noche.

Starkman lanzó otra bengala y echaron a caminar por el camino, hacia la ciudadela. Nina no pudo reprimir la emoción que sentía siempre ante un nuevo descubrimiento, pero al mismo tiempo era plenamente consciente de que cada paso que daba la acercaba a la muerte.

Bajo la luz titilante y fuerte de la bengala, se dio cuenta de que había otra estructura antes del templo de Poseidón, un edificio mucho más pequeño, erigido en un montículo. Estaba rodeado por un muro de unos cuatro metros y medio de alto. Un muro de…

—Oro —dijo Starkman, sobrecogido—. Debe de haber toneladas. ¿A cuánto está la onza de oro? ¿A quinientos dólares? ¿Seiscientos? ¡Aquí dentro hay cientos de millones de dólares!

—Cuidado —le advirtió Qobras—. Ese tipo de mentalidad es la que llevó a Yuri a traicionarnos. Hemos venido aquí para destruir todo esto, no para sacar provecho.

Se acercaron hasta el muro resplandeciente. Rodeaba por completo el pequeño edificio y no había una entrada aparente.

—Es el templo de Clito, la esposa de Poseidón —señaló Nina—. Platón dijo que era inaccesible.

—Conque inaccesible, ¿eh? —comentó Starkman, que dejó la mochila en el suelo y cogió la pistola para lanzar el gancho de escalada—. Eso ya lo veremos.

—Jason. —Starkman se detuvo en cuanto oyó a Qobras.

—Oh, vamos —se quejó Nina—. ¿No siente un mínimo de curiosidad por saber lo que hay dentro? Es el origen de la Atlántida, una réplica de la ciudadela primigenia. Por lo que sabemos, podría albergar el contenido original del templo, rescatado de la propia Atlántida. ¿No quiere saber contra qué ha estado luchando durante todos estos años? ¿No quiere conocer a su enemigo?

Qobras observó el muro de oro y le hizo un gesto de asentimiento a Starkman, que cogió el gancho y soltó varios metros de cuerda. Cuando estuvo listo, dio un paso atrás y lanzó el gancho por encima del muro. Tiró de la cuerda y comprobó que se había agarrado.

—Muy bien, veamos qué hay ahí dentro —dijo Starkman, que escaló rápidamente por el muro. Uno de los guardas de Nina lanzó otra cuerda y también subió, aunque más lentamente.

Cuando llegó arriba, Starkman se volvió, apoyado en el estómago.

—Doctora Wilde, usted es la siguiente. —Le hizo un gesto al otro guarda para que la levantara y él pudiera cogerla de las manos.

—¿Se da cuenta de que podría darle un empujón para que se partiera el cuello al caer? —murmuró Nina cuando llegó a la cima.

—¿Se da cuenta de que podría pegarle un tiro en las rodillas y dejarla agonizar cuando explote la bomba? —replicó Starkman mientras la ayudaba a bajar al otro lado.

Philby fue el siguiente. Starkman le echó una mano y saltó el muro como buenamente pudo, luego le siguieron el segundo guarda y Qobras, un hombre sorprendentemente ágil y flexible para su edad, pensó Nina. Una copia de Kristian Frost, un reflejo en negativo.

Había unos escalones que conducían hasta la entrada del templo. De nuevo, Qobras encabezó el grupo, seguido, esta vez, por Nina, que estaba decidida a ver lo que albergaba.

No obstante, hallaron mucho menos de lo esperado. Los aguardaban un par de estatuas de oro: Poseidón, en una reproducción a gran escala, aunque no gigantesca como en el caso de su propio templo, y frente a él Clito, su esposa. Tras ambos…

—Es un mausoleo —dijo Nina. Dos grandes sarcófagos de piedra ocupaban la zona posterior de la sala; su estilo casi rudimentario contrastaba con los metales preciosos, labrados con sumo esmero, que cubrían las paredes.

—Sí, pero ¿de quién? —se preguntó Starkman. Enfocó con la linterna la inscripción grabada en el extremo de uno de los ataúdes—. ¿Qué dice?

Nina y Philby empezaron a traducir a la vez, pero el catedrático dejó que prosiguiera ella.

—Dice que es la tumba de Mestor, el último rey de… supongo que significa Nueva Atlántida —dijo Nina. Las letras diferían levemente del alfabeto glozel tradicional, pero en este caso no parecía ser el resultado de una serie de mutaciones en la lengua con el paso del tiempo, sino que daba la sensación de que se debía a simple dejadez. Echó un vistazo al segundo ataúd—. Y esta es la reina… Calea. Eso parece. —La inscripción también se había hecho de un modo burdo.

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