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Authors: Andy McDermott

Tags: #Intriga, #Histórico

En busca de la Atlántida (50 page)

Astillas de madera, roca fría… ¡metal!

El extremo de una palanca, una parte de un mecanismo… daba igual. Lo agarró con la mano, con todas las fuerzas, y tiró…

¡Se movió!

Fue un movimiento apenas perceptible, pero más que suficiente. En el interior de la pared se oyó un ruido metálico y el techo se detuvo.

Bajo una lluvia de polvo, Chase sacó la mano del agujero y vio que tenía la palma manchada de sangre. Los bordes de la palanca de metal eran tan afilados como las barras que bajaban del techo.

Enfocó con la linterna hacia el lugar donde se encontraba la salida en el templo brasileño. Apareció un nuevo hueco entre dos de los bloques. Empujó una de las piedras con el pie y se movió.

—¿Me echas una mano? —dijo Starkman con un hilo de voz.

El tejano se encontraba en una postura incomodísima, tumbado alrededor de la barra partida. El techo estaba a menos de noventa centímetros del suelo. Estaba claro que la máquina que en Brasil había levantado el techo, no funcionaba.

Chase le tendió la mano sana a Starkman, se inclinó hacia atrás y tiró de él. Por unos instantes le pareció que el tejano estaba atrapado, luego la barra cedió y el estadounidense cayó hacia delante.

—Gracias —dijo, mientras avanzaba gateando. Chase apartó de una patada el bloque que había movido antes.

—Aún nos quedan dos más —le advirtió. Se arrastró para pasar por el agujero y se levantó al llegar al pasillo.

Starkman lo siguió rápidamente.

—¿Cuánto tiempo nos queda?

—¡Tres minutos y medio! ¡Vamos!

—¿Será suficiente? —preguntó Starkman, corriendo.

—Tendrá que serlo. El pasillo seguía el mismo trazado que el de Brasil. De momento, todo iba bien, aún tenían posibilidades de salvarse.

Pocas, pero las tenían.

El eco de sus pasos cambió al llegar al final del túnel. El reto de la destreza.

Chase iluminó la sala con la linterna. No había caimanes, ni pirañas; de hecho, no quedaba ni agua, el estanque de piedra estaba completamente seco. Lo único que quedaba en el fondo de la piscina de más de dos metros y medio de alto eran los restos de algas descoloridas y rugosas.

Miró a la derecha. La salida estaba en el mismo lugar, pero el puente no. No estaba intacto. Se había podrido y caído, sus restos esparcidos por el estanque como un esqueleto roto.

—Tenemos que llegar ahí —dijo, señaló la salida y bajó al canal.

—¿Cuánto tiempo nos queda?

—¡Dos minutos y poco!

Corrieron hasta los restos del puente. Chase miró la parte superior de la pared. Quizá si saltaba lograba agarrarse al borde, pero le costaría subir hasta arriba.

—¡Ayúdame a subir! —le dijo Starkman.

—O podrías ayudarme tú —replicó Chase.

—¿No confías en mí?

—¡Claro que no, joder!

—¡Normal, pero tú sabes cómo se sale de aquí y yo no!

—Tienes razón —dijo Chase, que se agachó y entrelazó las manos para que Starkman tuviera un punto de apoyo. El tejano se encaramó a la pared y desapareció.

Por un horrible instante Chase creyó que no iba a volver, pero entonces Starkman estiró los brazos por la pared y tan solo tardó unos segundos en reunirse con él.

—Creías que iba a esfumarme, ¿eh? —le dijo Starkman mientras se levantaban.

—No sería la primera vez, ¿verdad? —Chase miró la hora. Dos minutos—. ¡Mierda! ¡Corre!

Recorrieron el túnel a toda prisa. Siguiente parada, el reto de la mente, pero, al menos, sabía cómo encontrar la puerta trasera.

Entró en la sala e intentó situarse.

—Hay una palanca oculta en la pared —dijo y se dirigió a la esquina…

No encontró nada, solo roca maciza.

Ningún agujero, ninguna palanca.

Ninguna puerta trasera.

—¡Mierda! —Iluminó con la linterna la base de la pared, en busca de cualquier resquicio, de alguna señal de que los constructores de este templo habían modificado el diseño.

¡Nada!

—¿Qué pasa? —preguntó Starkman.

—¡Que no está! ¡No hay una puta puerta trasera! —Miró a la puerta de piedra que cerraba la salida, y los símbolos grabados en la pared, encima.

Lo que sí estaba eran las bolas de acero, la báscula de metal y la reja con pinchos suspendida en el techo, preparada para desplomarse y empalar a todo aquel que proporcionara la respuesta equivocada.

La respuesta…

Chase frunció el ceño, intentando recordar. Nina le había dicho la respuesta después de averiguar cómo funcionaba el sistema de numeración. ¿Cuál era, cuál era?

Cuarenta y dos…

¡No, eso era en la puta
Guía del autoestopista galáctico!

¡Cuarenta!

—¡Tenemos que poner cuarenta bolas de esas ahí! —dijo y señaló la balanza mientras cogía un puñado de bolas—. ¡Dos grupos de diez cada uno! ¡Rápido!

Starkman obedeció.

—¿Y si nos equivocamos contando?

—¡La palmamos! —Chase contó diez bolas y las dejó en el cuenco antes de coger otro puñado.

Starkman hizo lo propio mientras Chase contaba diez más. Veinte, treinta…

¡Cuarenta!

Agarró la palanca, se detuvo una fracción de segundo para desear que Nina no se hubiera equivocado en los cálculos, y tiró de ella…

Clink.

La puerta de piedra empezó a moverse lentamente cuando se abrió la cerradura.

—¡Me encantan las mujeres inteligentes! —exclamó Chase—. ¡Échame una mano! —Empujaron la puerta para abrirla más rápido.

Starkman estaba justo detrás de él cuando entraron en el último pasadizo.

—¡Ahora corre como un cabrón! —gritó Chase.

Ni tan siquiera tuvo tiempo de mirar el reloj, pero sabía que debían de quedarles poco más de treinta segundos.

Llegaron a la sala principal del templo, cuyas paredes refulgían, revestidas de oro y oricalco. Pero lo único que importaba en ese instante era la estatua de Poseidon que había al otro lado, y el tramo de escaleras que escondía detrás.

Chase esperaba que los arquitectos no hubieran hecho ningún cambio más en el templo.

—¡Por aquí! —dijo, mientras subía los escalones de tres en tres. Los músculos de las piernas le quemaban y el corte profundo que se había hecho en la pantorrilla le escocía por culpa del sudor, pero no podía detenerse—. ¡En la parte trasera de la sala debería haber un conducto!

—¿Debería? —preguntó Starkman entre jadeos.

—¡Si no lo hay, demándame! —Llegaron al final de las escaleras. La suntuosidad de la sala del altar resplandecía a su alrededor, pero en ese momento, lo único de valor para Chase era el conducto…

La bomba estalló.

La explosión de aire combustible arrasó la cueva con una fuerza devastadora. El templo se derrumbó, los palacios se vinieron abajo a medida que la onda expansiva avanzaba, seguida de una bola de fuego gigantesca y virulenta que abrasó y fundió todo lo que tocó.

Ni tan siquiera los muros antiguos del templo de Poseidón resistieron el embate de la bomba. Los bloques de piedra, que pesaban varias toneladas, quedaron reducidos a polvo en un abrir y cerrar de ojos.

La propia cueva sucumbió a la devastación con la misma rapidez. Varios millones de toneladas de roca se desplomaron cuando el techo se vino abajo, y arrasaron la ciudadela.

Chase oyó que la onda expansiva se aproximaba como un tren expreso, precedida de una ráfaga de viento que barrió la sala del altar.

El conducto estaba a pocos metros…

Se lanzó de cabeza. No había tiempo para preocuparse por si estaba tabicado. Porque aunque así fuera, estaría muerto de todos modos al cabo de muy pocos segundos.

A diferencia del hueco vertical de la Atlántida, ese estaba construido con una pendiente de sesenta grados como mínimo.

La fuerte ráfaga de viento dio paso a un huracán…

Los pilotos del helicóptero habían recibido un confuso mensaje de radio para que prepararan los aparatos para un despegue rápido. Nina y Kari observaron horrorizadas cómo Frost, y solo la mitad de sus hombres, salían corriendo de la cueva, en dirección a ellas.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Kari cuando Frost y Schenk entraron en la cabina de un salto. Fuera, dos de sus hombres lanzaron a Philby en el segundo helicóptero—. ¿Qué ha pasado?

—¡Vamos! ¡Vamos! —le gritó Frost al piloto—. ¡Qobras se ha soltado y ha puesto el temporizador de nuevo en marcha! ¡No hemos podido evitarlo!

—¿Dónde está Eddie? —preguntó Nina.

—¡Está muerto! ¡Le han disparado!

Nina se quedó sin aire.

—¿Cómo? ¡No! —Kari parecía sorprendida.

—¡Más rápido! La bomba va a…

La cueva escupió una gigantesca bocanada de humo, polvo y escombros con una detonación atronadora. Nina sintió la onda expansiva en la cavidad pectoral.

El piloto viró el helicóptero bruscamente para apartarse de la trayectoria de la avalancha que iba a precipitarse sobre ellos. Una avalancha no de nieve, sino de piedras, rocas liberadas por la explosión y que se habían llevado otras por delante en su descenso descontrolado por el precipicio.

El segundo helicóptero hizo lo mismo. Varias piedras impactaron en el fuselaje, como una lluvia de granizo, mientras la avalancha proseguía su inexorable descenso y provocaba que un enorme bloque de piedra se desprendiera del costado de la montaña y se desintegrara en una enorme nube de polvo al impactar contra la cornisa.

El Sendero de la Luna había desaparecido para siempre, el camino hacia el último emplazamiento de la Atlántida arrasado.

Nina apretó las manos contra la ventanilla del helicóptero mientras observaba la hecatombe. Hubo varios desprendimientos más de rocas. La Cima Dorada de la leyenda tibetana se estremeció.

Y todo lo que albergaba… se perdió.

—Eddie… —susurró. Perderlo una vez había sido un duro golpe. Una segunda vez se le antojaba algo insoportable. Se le arrasaron los ojos en lágrimas.

Chase gritó cuando la onda expansiva lo alcanzó, y el polvo, la arenilla y las piedras le abrasaron la piel. El ruido resultaba inimaginable, un estruendo ensordecedor que le estremeció hasta el último hueso y el último órgano de su cuerpo, mientras era arrastrado por el conducto.

De pronto vio luz en el túnel, un resplandor cada vez mayor…

No era la luz del sol más adelante, sino el fuego que los acechaba por detrás; la mezcla de aire combustible se sobrecalentaba mientras la cueva, que se desmoronaba, la comprimía e impelía tras ellos.

Lo único que podía hacer era deslizarse por la pendiente hacia la oscuridad, mientras el resplandor que los perseguía se teñía de rojo, luego de naranja, de amarillo…

De pronto apareció ante él un rectángulo de luz. La nieve tapaba la salida. Chase no tuvo tiempo para reflexionar sobre su suerte. Al salir disparado del conducto y aterrizar en un pedregal cubierto de nieve reaccionó de forma instintiva y se tiró a un lado para esquivar la lengua de fuego.

La nieve se evaporó cuando la bola de fuego alcanzó el exterior. Chase se dio un fuerte golpe contra el suelo ya que la capa de nieve apenas amortiguó el impacto.

Sin embargo, no tenía tiempo para sentir el dolor. Oyó un ruido por encima de él que lo advirtió del desprendimiento de rocas que descendía por la ladera de la montaña…

Chase rodó por el suelo, se estiró y rezó para que el saliente fuera lo bastante grande para desviar las rocas y evitar que lo aplastaran.

Las rocas de todos los tamaños, desde las pequeñas como un puño a las grandes como un torso humano, estallaron como granadas sobre él. Chase se tapó la cabeza mientras el resto de su cuerpo sufría el impacto de los fragmentos de piedra. Gritó, aunque apenas oyó su propia voz debido al estruendo de las rocas.

Al final, volvió a imponerse la calma. Dolorido, Chase se puso de rodillas y observó el paisaje a su alrededor mientras se sacudía las piedras.

El pequeño saliente de la montaña que había sobre él le había salvado la vida: a menos de treinta centímetros había una roca, partida en dos por el impacto, que le habría aplastado el cráneo como una sandía si le hubiera caído encima. Un poco más allá vio los pedazos de una roca oscura. A través del polvo, las cimas nevadas del Himalaya se perdían en la distancia.

Miró hacia abajo y vio que se encontraba en una cornisa situada sobre un ancho valle. El barranco no parecía muy profundo, por lo que podría descenderlo sin equipo de escalada.

Por suerte, porque en ese instante, su equipo se reducía a todo lo que llevaba en los bolsillos de los pantalones. Había perdido hasta la linterna.

De pronto le llegó un olor extraño e insólito para aquel lugar: vapor. En los lugares donde el fuego había evaporado la nieve se alzaban ahora pequeños remolinos de vaho. Miró alrededor y vio a Starkman, medio sepultado bajo unas piedras. Fue corriendo hasta él:

—¡Jason! Vamos, no te vayas —dijo mientras apartaba las rocas más grandes—. ¿Me oyes?

—¿Eddie? —preguntó Starkman, aturdido—. ¿Eres tú?

—Sí, soy yo. ¿Estás herido? ¿Puedes moverte?

—No lo sé, déjame… ¡ah, mierda!

—¿Qué? —preguntó Chase—. ¿Qué pasa? —Si Starkman tenía alguna herida grave, no podría hacer mucho para sacarlo de allí.

—Me he clavado las llaves…

Chase lo miró fijamente y se puso a reír.

—Serás cabrón, te crees muy gracioso, ¿verdad? —le dijo al final. Starkman también se rió, entre jadeos—. Vamos, levanta de una vez, vago.

Starkman se puso en pie. Había perdido el parche y tras el párpado cerrado y descolorido se adivinaba la órbita vacía.

—Hijo de puta —gruñó—. Me duele todo…

Chase miró hacia la montaña, todavía envuelta en una capa de humo y polvo.

—Bueno, al final tu jefe ha logrado lo que quería —dijo entre suspiros—. El lugar se ha ido a tomar por saco, nadie podrá entrar de nuevo ahí dentro.

—Sí, pero tu jefe también se ha salido con la suya —le recordó Starkman.

—Dejó de ser mi jefe en el instante en que intentó matarme —replicó Chase con frialdad—. Creo que voy a tener que decirle un par de cosas al respecto a ese cabrón.

—Nunca has encajado muy bien la traición, ¿verdad? —le preguntó Starkman sin andarse con rodeos.

Chase lo miró en silencio un instante.

—No mucho.

—¿Todavía eres de los que no perdonan?

—Sí. Pero —añadió—, hay cosas más fáciles de perdonar que otras. Temporalmente.

Starkman lo miró con cautela.

—Nunca la toqué, Eddie. No sé qué te dijo, pero no ligué con ella. Nunca se lo haría a un amigo.

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