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Authors: Andy McDermott

Tags: #Intriga, #Histórico

En busca de la Atlántida (48 page)

—¿Es el templo de Clito? —preguntó Kari.

Nina asintió.

—Pero hace las veces de mausoleo. Y adivina a quién alberga en el interior. ¡A los últimos reyes de la Atlántida!

Un arrebato de euforia privó a Kari momentáneamente de la facultad del habla.

—¿Estás segura? —preguntó al final, con voz entrecortada—. ¿Están los cuerpos?

—Bueno, no he mirado dentro, pero es lo que decía en los sarcófagos…

—Muéstremelo —dijo una voz nueva, profunda y preñada de autoridad. Nina miró alrededor y se sorprendió al ver a Kristian Frost, vestido con ropa blanca para el frío, caminando hacia ella. Miró a Qobras y a los demás prisioneros antes de pasar frente a ellos, flanqueado por un hombre musculoso que Nina reconoció más tarde, era Josef Schenk, y un joven alto y de mandíbula cuadrada, con el pelo rubio y a cepillo.

—Padre —dijo Kari, que adoptó de inmediato un tono de respetuosa deferencia. Nina enarcó una ceja. Al parecer, ahora era Kristian Frost quien estaba al mando.

Frost señaló el templo de Clito.

—¿Están ahí dentro?

—Sí —respondió Nina—, pero no hay forma de entrar, tendrá que saltar…

Frost chasqueó los dedos. El rubio dejó su mochila en el suelo, la abrió y sacó una sierra circular. Se acercó al muro, lo acarició con los dedos, como si buscara algún defecto, luego se puso unas gafas de soldador y encendió la sierra, que hizo un ruido desgarrador al entrar en contacto con el oro.

—Bueno, eso también servirá —dijo Nina, sorprendida—, pero ¿qué pasa con la conservación del lugar? Deberíamos intentar dejarlo intacto.

—De momento, mi principal preocupación es conseguir lo que he venido a buscar —respondió Frost—. ¿Cuánto tardará?

—Solo un minuto o dos —dijo el joven rubio.

—Tiempo suficiente para ocuparme de otros asuntos. —Frost se quitó los guantes y se golpeó la palma de la mano mientras se volvía—. Giovanni. Por fin nos conocemos.

—Espero que me disculpes por no estrecharte la mano —gruñó Qobras.

Frost se dirigió hacia él, y el círculo de guardas que había alrededor de los prisioneros arrodillados se abrió para dejarlo pasar.

—¿Qué vamos a hacer contigo? Todo esto habría sido mucho más fácil si te hubieran matado durante el combate, pero ahora…

—Haz lo que quieras. Pero no podrás derrotar a la Hermandad. Hagas lo que hagas, siempre habrá alguien para luchar contra ti.

Frost se rió.

—No, no es verdad. Cuando me lleve lo que hay en el interior de ese templo ya no podrán. —Lanzó una mirada fugaz al mausoleo—. Sabes, casi estoy tentado de soltarte. Solo para que seas del todo consciente de que tu organización y tú habéis fracasado. Todo aquello por lo que habéis luchado, matado… Ha sido en vano.

Qobras frunció los labios y esbozó una sonrisa de desdén.

—¿Crees que si me matas acabarás con la Hermandad?

—No tienes ni idea de lo que está a punto de ocurrir, ¿verdad? —le preguntó Frost, entre risas—. Supongo que estaba más preocupado por tus agentes de lo que era necesario.

—Haz lo que tengas que hacer conmigo —gruñó Qobras.

—No voy a hacerte nada —dijo Frost—. Creo que es la doctora Wilde quien debería tener ese privilegio.

—¿Qué? —preguntó Nina, confundida.

Frost se acercó hasta ella, y con voz aterciopelada le dijo:

—Doctora Wilde… Nina. Este hombre asesinó a sus padres. Tiene que pagar por lo que ha hecho. Hay que hacer justicia.

—¡El único criminal que hay aquí eres tú, Frost! —gritó Qobras. Uno de los guardas le dio una patada en el pecho, y lo dejó sin aire.

—Bueno, sí, pero… —Nina miró a Qobras—. ¿No habría que llevarlo a juicio por todo lo que ha hecho?

—¿Y quién va a juzgarlo? Este hombre está por encima de la ley. Ha asesinado con total impunidad durante décadas y por todo el mundo. —Frost abrió la cremallera de la chaqueta y metió la mano—. La única justicia que merece es la misma que él considera que hace. —Sacó una pistola y se la puso a Nina en la palma de la mano—. Por todos los crímenes que ha cometido, por todo el dolor que le ha causado… ya sabe lo que tiene que hacer.

Nina se quedó mirando la pistola con incredulidad, y alzó la vista hacia Frost. No había indicio alguno en su rostro que insinuara que no hablaba muy en serio.

—Un momento —dijo Chase, preocupado—. Tengo tantas ganas como usted de ver a este cabrón muerto, pero ¿una ejecución sumaria? Eso no es justicia, es asesinato. ¡Y no puede pedirle a Nina que se convierta en una asesina!

—No se inmiscuya en esto, señor Chase —le ordenó Frost, casi con desdén—. Se trata de una decisión que solo puede tomar la doctora Wilde.

—¡Kari! —Chase la miró en busca de apoyo. La hija de Frost no sabía qué hacer, miraba a su padre, a Nina, a Chase…

—Es… mi padre sabe lo que es mejor —dijo al final, aunque no parecía muy convencida de sus palabras.

Frost agarró a Nina de los brazos y le susurró:

—Depende de usted, Nina. Ya sabe lo que ha hecho este hombre y también sabe que debe pagar por ello. —Cogió la pistola con una mano, y con la otra le puso la mano a Nina en la empuñadura y se la apretó—. Mató a sus padres. Los asesinó, en el interior de esta montaña. Debería arrebatarle lo que él le arrebató a usted. Hágalo.

A Nina se le anegaron los ojos de lágrimas. Apretó los labios, le temblaba la mandíbula. Miró a Qobras, arrodillado tras Frost.


Far
… —dijo Kari, pero su padre la miró fijamente y se calló. Frost soltó a Nina y se apartó.

La doctora dio un paso al frente, con todos los músculos y tendones en tensión. La pistola le pesaba y estaba helada. Qobras la miraba fijamente, pero no con miedo o ira, sino con desprecio.

El dolor que la consumía por dentro se transmutó y cobró forma. Odio.

—¡Nina! —gritó Chase, pero apenas lo oyó.

Alzó la pistola; primero apuntó al pecho, pero luego, más decidida, a la cara. Starkman se puso más tenso, pero permaneció inmóvil, y la observó con el único ojo.

Qobras le aguantó la mirada en silencio. El hombre que había intentado matarla a ella y a sus amigos. Que había matado a sus amigos, a Castille y a la tripulación del
Nereida
.

Que había matado a sus padres, a su familia, a la gente a la que amaba…

Las lágrimas le empañaron los ojos. Parpadeó y sintió que le surcaban las mejillas. Volvió a ver claramente a Qobras, que seguía mirándola con frialdad.

Tensó el dedo del gatillo. El percutor de la pistola retrocedió lentamente, tan solo necesitaba una leve presión para disparar…

Entonces se detuvo.

Con los ojos arrasados en lágrimas una vez más, Nina retrocedió y bajó el arma.

—No sé quién se cree que soy —susurró—, pero se equivoca. Mi ADN no rige cómo soy ni qué hago. Quería que lo supiera. —Aflojó lentamente el gatillo y el percutor regresó a la posición original. Luego se acercó hasta Frost—. No puedo matarlo. No lo haré.

Para su sorpresa, Frost adoptó un tono desenfadado.

—¡Por supuesto que no! —exclamó, y cogió la pistola—. Sabía que no podría. Pero por si acaso me sorprendía… ni tan siquiera la había cargado.

—¿A qué se…? —preguntó Nina, con voz entrecortada—. ¿Me estaba poniendo a prueba?

—Lo siento. Pero quería estar seguro del tipo de persona que es.

Kari se acercó a Nina y se situó, casi a la defensiva, entre su padre y ella.

—¡No tenías derecho a hacerle esto! ¿Cómo es posible que no hayas confiado en mi criterio?

—Lo siento —repitió—. Como he dicho, quería asegurarme.

De pronto, cesó el chirrido de la sierra. Al cabo de un instante se oyó un estruendo, cuando el tramo de muro que cortaron cayó al suelo.

—Vigilad a los prisioneros —ordenó Frost a sus hombres, antes de cruzar el muro y asomarse por el hueco. Le cogió una linterna al hombre rubio, se metió por el estrecho hueco y miró a Kari y a Nina—. Vamos.

Ambas mujeres se miraron y lo siguieron. Chase las acompañó sin que se lo hubieran pedido, lo que le valió una mirada acerada por parte de Frost, según pudo comprobar Nina. Luego entró Schenk, y el joven rubio se quedó junto al hueco, como si lo estuviera guardando.

Frost subió corriendo los escalones que conducían al templo. Cuando Nina lo atrapó, ya estaba examinando la tapa del sarcófago del rey, en busca de algún hueco.

—Ayúdame —ordenó y se le acercó Schenk con una palanca. Chase se les unió para intentar mover la tapa.

Frost y Chase empujaron y Schenk hizo palanca con todo su peso. La tapa se movió levemente.

—¡Vamos, cabrona! —gruñó Chase—. ¡Una, dos, tres!

Los tres lo intentaron de nuevo, y esta vez lograron levantar la tapa lo suficiente para apartarla un poco. Tras otro empujón pudieron ver el interior del ataúd; uno más, y la losa de piedra cayó al suelo y se partió en dos. Nina se estremeció ante aquel desastre.

Frost cogió la linterna y se inclinó ansiosamente sobre el sarcófago.

—¡Dios mío, miren esto!

Nina y Kari se acercaron. La doctora sintió un atisbo de miedo al ver un rostro muerto que la miraba como un refugiado de una pesadilla. El cuerpo que había en el interior del sarcófago, sellado en el contenedor de piedra durante miles de años, se había ennegrecido y arrugado, los restos de los labios, podridos desde hacía tiempo, retorcidos en una mueca maligna alrededor de los dientes.

—Hola, momia —susurró Chase, con una sonrisa. Nina le dio un codazo.

Frost examinó el cadáver más de cerca.

—El último rey de los atlantes… aún intacto. —Sacó una bolsita del abrigo, extrajo una aguja y la clavó en la piel marchita—. Abrid el otro, rápido —le dijo a Schenk y a Chase.

—¿A qué viene tanta prisa? —preguntó Chase—. No van a irse a ningún lado.

—Limítese a hacerlo —le espetó Frost. Cogió la aguja con la otra mano, sacó un escalpelo de la bolsita y se inclinó sobre la cara del rey muerto, como un cirujano a punto de operar.

—¿Qué está haciendo? —preguntó Nina, preocupada—. Este no es el método de trabajo habitual.

—Necesito una muestra de ADN —dijo Frost, como si eso lo explicara todo. El leve crujido del escalpelo al cortar la carne momificada quedó ahogado por el chirrido de la otra tapa, cuando Chase y Schenk la levantaron.

—Pero de verdad, deberíamos… —Nina se estremeció de nuevo cuando la segunda tapa cayó al suelo. Se acercó para mirar al interior mientras Frost aún estaba enfrascado con el primer cadáver y depositaba un pedazo de los labios fruncidos del rey en un contenedor de plástico.

La reina Calea se encontraba en un estado similar al de su marido, y solo los restos hechos jirones de su ropa proporcionaban un indicio claro de que era un cuerpo de mujer.

—¡Es Camilla Parker-Bowles! —exclamó con regocijo Chase mientras miraba el interior del sarcófago.

—¿Por qué no te callas? —le espetó Nina.

—Kari —dijo Frost, sin levantar la vista de la «mesa de operaciones»—, creo que Nina estaría más segura en el helicóptero.

Kari parecía confundida.

—¿Más segura? Estoy convencida de que los hombres de Josef pueden mantener a Qobras y sus matones bajo control.

—Quiero estar tranquilo. Idos, Kari.

—Pero aún queda mucho por hacer. Ni tan siquiera hemos empezado a explorar los demás templos —objetó Nina.

—Cuando el yacimiento sea seguro, podremos volver cuando queramos. Esto era una misión de rescate, no una expedición arqueológica; no tenemos el equipo necesario.

—Salvo sus utensilios de cirujano, al parecer…

Frost le lanzó una mirada severa.

—No estoy dispuesto a discutir sobre esto. Kari, me dijiste que su seguridad era tu principal preocupación. Pues asegúrate de que está a salvo y llévala al helicóptero. Vamos.

Por un instante pareció que Kari iba a poner algún reparo, pero al final cedió.


Sí, far
—dijo—. Vamos, Nina.

—¿Y qué pasa con Qobras? —preguntó Nina, con recelo.

—Lo entregaremos a él y a sus hombres a las autoridades chinas —dijo Frost, que cerró el contenedor de muestras y se acercó al segundo sarcófago—. Ha cometido asesinato en su territorio, de modo que ya se ocuparán de él.

—Quizá les cueste demostrarlo después de tanto tiempo —terció Chase—. Además, creía que había dicho que Qobras estaba por encima de la ley.

—Tengo ciertas influencias en el gobierno chino. —Frost miró a Kari y Nina—. Por favor, idos al helicóptero. Yo me ocuparé de todo.

—De acuerdo… —dijo Kari a regañadientes, y cogió a Nina de la mano. Bastante más de mala gana, la doctora dejó que la condujeran al exterior del templo. Chase le dijo adiós con la mano, y ella le devolvió el gesto.

—Tiene razón —dijo Kari—. Es más seguro, como mínimo hasta que el yacimiento deje de ser peligroso.

—No pareces muy convencida —dejó caer Nina.

—Estoy… decepcionada —admitió—. Tenía tantas ganas de explorar el lugar como tú. Pero… —Miró a los guardas vestidos de negro que custodiaban a los prisioneros—. Mi padre tiene razón, no es seguro.

Pidió a dos de los hombres de Frost que las acompañaran al helicóptero, y los cuatro se dirigieron hacia la salida de la inmensa cueva.

—Listo —dijo Frost, mientras cerraba un segundo contenedor de plástico. Lo depositó con cuidado junto a su gemelo en la bolsa, y esta se la guardó en un bolsillo interior del abrigo—. Ya está, ya tengo todo lo que quería.

—Creía que lo que quería era rescatar a Nina —señaló Chase. Frost no le hizo caso y salió del templo, seguido de Schenk. Chase hizo una mueca y bajó corriendo las escaleras, tras ellos.

Pasó por el hueco del muro y analizó la situación. Nina y Kari se habían ido, pero Qobras y los hombres de su equipo que habían sobrevivido seguían de rodillas, rodeados por los guardas. Frost y Schenk, por su parte, hablaban en voz baja.

Decidió ir a echar un vistazo a la bomba. El temporizador estaba detenido a cinco minutos de la detonación.

—¿No deberíamos desactivar este trasto? —le preguntó a Frost.

—De momento, está bien así, señor Chase —contestó Frost, antes de proseguir su conversación entre susurros.

Chase se encogió de hombros y se acercó a los prisioneros. Se detuvo ante Starkman, que estaba arrodillado y aún tenía las manos entrelazadas tras la nuca.

—Bueno, Jason. Ahora que podemos charlar con calma, ¿te importa decirme por qué traicionaste a tus compañeros y te uniste a este gilipollas? —Señaló con el pulgar a Qobras.

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