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Authors: Andy McDermott

Tags: #Intriga, #Histórico

En busca de la Atlántida (22 page)

—Déjame ver… —dijo Philby, que acarició el artefacto con un dedo—. El primer símbolo parece el de «casa», pero con estas marcas añadidas. Es casi como «descendiente», no, «sucesor», pero no encaja.

—Sí que tiene sentido —se dio cuenta Nina—. Casa sucesora, nuevo hogar. Ahí para encontrar el nuevo hogar de… de este símbolo.

—Hum —Philby se acercó tanto que empañó la superficie del objeto—. Este no lo reconozco. Podría ser la representación de un nombre personal, o quizá de una tribu…

—Atlantes. —Todos se volvieron hacia Kari—. El nuevo hogar de los atlantes. Eso es lo que dice.

Philby frunció los labios.

—Bueno, señorita Frost, no hay que hacerse ilusiones. Existen muchas otras posibilidades que debemos tener en cuenta. Habría que hacer un estudio detallado de las escrituras arcaicas halladas en esa región.

—No —terció Nina, que cogió el objeto—. Tiene razón. Tienen que ser los atlantes. Es la única opción. Los atlantes construyeron un nuevo hogar para sí en algún lugar de Sudamérica tras el hundimiento de la isla; y esta pieza de metal es el mapa que nos conducirá hasta él. Lo único que tenemos que hacer es identificar el río. Si logramos entender lo que representan los números…

—O podríamos organizar un concurso popular —la interrumpió Chase, con una sonrisa—. ¡En serio, Doc! ¡Sudamérica! ¡Un río grande lleno de cocodrilos! ¿Cuál es la primera respuesta que le viene a la mente?

—¿El… Amazonas? —respondió, indecisa, ya que no sabía si Chase le estaba, tal como decía él, «tomando el pelo» de nuevo.

—¡Bingo! Vamos, mira cuántas marcas hay a derecha e izquierda en ese mapa, y cada una tiene un número al lado. Si ese es el número de afluentes por el que hay que pasar, pues es un río muy grande. Y si existe una ciudad perdida ahí fuera, tiene que estar en la selva tropical brasileña. Si estuviera en cualquier otro lugar, ya la habría encontrado alguien. —Miró hacia atrás, hacia la habitación de Nina—. Tienes un atlas ahí, ¿verdad? Esperad un momento.

Chase salió corriendo por la puerta y regresó con un gran atlas.

—Mira. Está la desembocadura norte en Bailique, y si se remonta el río, hay cuatro afluentes a la izquierda, siete a la derecha… —Señaló la ruta hacia el oeste, siguiendo las marcas grabadas en la barra de oricalco—. Ocho a la izquierda, y eso nos lleva a la primera confluencia en Santarém. —La marca que tapaba ahora con el dedo era más profunda que las demás.

—Ahí dice que hay que seguir hacia la derecha —añadió Nina.

—Entonces, de momento vamos bien. —Siguieron las indicaciones río arriba hasta que se apartaron del Amazonas y tomaron un afluente, mil seiscientos kilómetros tierra adentro. La delgada línea azul del atlas continuaba hacia el oeste durante más de ciento cincuenta kilómetros antes de detenerse. Aún había varias marcas más de dirección en el objeto.

—Necesitamos un mapa mejor —dijo Kari—. E imágenes por satélite.

—Pero como mínimo ahora hemos ubicado la zona general —proclamó Nina, emocionada—. Sabemos que se encuentra en el río Tefé. ¡Justo en medio de la selva!

—¿Una civilización protoolmeca tan lejos del litoral? —se preguntó Philby—. Eso no encaja con ninguna de las teorías actuales sobre sus orígenes y distribución de población.

—Tampoco la Atlántida, pero parece que, al menos de momento, nuestra teoría se sostiene —le espetó Nina, con un tono ligeramente mordaz.

Philby dio un resoplido.

—¿Y cómo explicas que los atlantes cruzaran en barco el Atlántico, desde el golfo de Cádiz, según tu teoría, hasta el Amazonas? Aunque aceptáramos que los Pueblos del Mar de la antigua leyenda eran, de hecho, los atlantes, un viaje de unos cuantos cientos de kilómetros en trirreme es muy distinto de un viaje de varios miles de kilómetros. ¡Sobre todo si tenemos en cuenta que no sabían navegar!

—De hecho —dijo Nina—, sí que sabían navegar.

—¿A qué te refieres? —preguntó Kari.

—Es algo de lo que me he dado cuenta justo antes de que me llamaras. —Nina cogió el artefacto—. Desde que lo vi, tuve la sensación de que había algo en él que me resultaba familiar, pero hasta ahora no me he dado cuenta de lo que era. Mira. —Sostuvo la pieza por la protuberancia circular y dejó que se balanceara, como un péndulo—. Fue concebida para colgar así. Y entonces… —Puso su colgante bajo el extremo curvo del artefacto—. Encajan a la perfección. Mi colgante tiene unos cuantos números grabados, y si lo ponemos junto al otro y continuamos la secuencia de números… Bueno, con un sistema de visualización de algún tipo, como un espejo que encaje en la pequeña ranura, ¡ya tenemos una forma de medir el ángulo de inclinación de un objeto en relación al horizonte!

—¿Un objeto como una estrella? —preguntó Kari, arrastrada por la emoción cada vez mayor de Nina—. ¿O el sol?

—¡Exacto! ¡Es un sextante! ¡Los atlantes ya tenían un instrumento de navegación en el 10.000 antes de Cristo que no se reinventó hasta el siglo xvi!

—Imagina la ventaja militar que les daría en relación con cualquier otra nación de la época… —dijo Kari, pensativamente.

Chase no las tenía todas consigo.

—Tampoco es que tuvieran un GPS.

—Bueno, no, porque para calcular la longitud se necesita un cronómetro muy preciso, y es una exageración creer que los atlantes estaban tan adelantados —admitió Nina—. Pero un sextante te permite calcular la latitud, lo lejos que estás del norte o el sur, con bastante precisión si te guías con el sol o una estrella, siempre que ajustes tus cálculos en función de la época del año, algo que todas las civilizaciones de la antigüedad con conocimientos de astronomía podían hacer. —Sostuvo las dos piezas de oricalco y fingió que le medía la frente a Chase, balanceando su colgante adelante y hacia atrás como si formara parte de un arco mayor, centrado en el pivote de la barra—. Sin algo como esto, la única forma de orientarse en el mar es siguiendo la línea de la costa con sus puntos de referencia, o arriesgarse y tomar una dirección concreta, con la esperanza de no desviarse del curso.

—Pero saber calcular la latitud permite realizar viajes más largos —añadió Kari.

—Sí. De hecho… —Nina le enseñó a Chase las marcas de la barra de nuevo—. El número que hay aquí, el siete, luego sur y oeste, pues el siete podría ser una latitud de la escala que utilizaran los atlantes, y las direcciones de la brújula… —El pensamiento que había ido tomando forma en su cabeza, por fin se solidificó—. ¡Nos dicen cómo llegar al río en el mapa de la Atlántida! Hay que ir hacia el sur hasta lo que ellos llamaban la latitud siete y luego hacia el oeste. Siempre que se esté en la latitud correcta, lo único que hay que hacer es seguir en dirección oeste hasta llegar al destino. Y como sabemos dónde se encuentra su latitud siete, eso significa…

Kari acabó la frase.

—Eso significa que si podemos determinar cuántos grados hay en una unidad atlante de latitud, ¡podemos desandar la ruta y encontrar la ubicación exacta de la Atlántida!

—Vale, entonces —dijo Chase—, ¿lo único que tenemos que hacer para encontrar la Atlántida es organizar una expedición al corazón de la selva amazónica, encontrar una ciudad perdida y ver si aún hay algún mapa viejo por ahí?

Nina asintió.

—Más o menos.

—Sí, me apunto —dijo, y se encogió de hombros, de un modo falsamente despreocupado.

Philby se puso en pie.

—¿Señorita Frost?

—¿Sí?

—Quizá le parezca que esto está un poco fuera de lugar, pero… si sus inspecciones iniciales demuestran que existe la posibilidad de que haya una ciudad perdida en algún lugar a lo largo del Tefé, ¿sería posible que las acompañara en su expedición?

—Un momento, Jonathan, a ver si lo entiendo —dijo Nina, que presentía la victoria—. ¿Me estás diciendo que crees que yo tenía razón desde el principio y que la Atlántida existió de verdad?

—De hecho —se explicó Philby, con cierto desdén—, estaba pensando más bien en la importancia de descubrir pruebas de una civilización preolmeca y de la oportunidad de estudiar su lengua in situ. Sería un hallazgo extraordinario. Y toda relación con la Atlántida sería… bueno, como un extra.

La petición de Philby cogió un poco a contrapié a Kari.

—Tendré que consultárselo a mi padre, profesor, pero… ¿Está seguro de que es una idea acertada? Vamos a adentrarnos en el corazón de la selva… Y, además, ¿qué hay de sus compromisos con la universidad?

—Creo que podré tomarme un período de excedencia, ¡a fin de cuentas, soy el jefe del departamento! —Philby se rió—. Además, si la doctora Wilde ha sido capaz de embarcarse, de un día para otro, en una expedición que la está llevando por medio mundo… —Miró fijamente a Nina—. Hace varios años que no hago trabajo de campo, pero he estado en lugares peores que la selva, créame.

—Entonces, como le he dicho, se lo consultaré a mi padre. Pero de momento… —Se dieron la mano—. Bienvenido a bordo, profesor.

—Gracias —respondió Philby.

Nina volvió a ponerse el colgante en el cuello y dejó el otro artefacto sobre el mapa de Brasil. Observó la vasta extensión verde que rodeaba el río Tefé e intentó imaginar lo que encontraría allí.

—Bueno —murmuró—, ahí es donde tú fuiste…

Capítulo 11

Brasil


Welcome to the jungle
! —cantó Chase al bajar del avión.

A pesar de que había viajado por todo el mundo, a Nina los viajes al trópico siempre la trastornaban. No era el clima cálido de por sí lo que la molestaba, sino que le resultaba mucho más fácil acostumbrarse al calor seco de un desierto que pasar de la cabina con aire acondicionado de un avión al calor bochornoso de una selva tropical.

Además, era difícil adentrarse en una selva tropical. Tefé se encontraba en el corazón de la cuenca amazónica, la temperatura era superior a los veinticinco grados y la humedad hacía que la ropa se le pegara a la piel.

No obstante, iban a adentrarse más. Tras examinar mapas, fotos de satélite y las inspecciones aéreas de la zona, habían acotado la posible ubicación de la ciudad perdida en un área de casi trece kilómetros de diámetro, a casi doscientos kilómetros río arriba de Tefé. El poblado permanente más próximo se hallaba a más de cincuenta kilómetros de su objetivo, y no era más que una aldea. Nina había visto las fotografías aéreas, que tan solo mostraban una tupida alfombra de vegetación verde, rota únicamente por el curso serpenteante de los ríos.

Asimismo, esa bóveda que cubría la selva les había impuesto elmodo de transporte. En helicóptero habrían alcanzado el destino, desde Tefé, en menos de noventa minutos (de hecho, Kristian Frost había contratado uno en caso de que se diera una emergencia que requiriera una evacuación rápida), pero el aparato no habría encontrado dónde aterrizar. Además, habrían tenido que bajar a todos los miembros de la expedición, y los pertrechos, con cuerdas, por lo que Chase, que se encargaba de la logística de la operación, decidió que era demasiado arriesgado, para alivio de Castille.

En lugar de eso, remontarían el río en barco.

Pero menudo barco, pensó Nina.

La expedición iba a estar formada por dos, pero el
Nereida
era, sin duda alguna, el más importante. Se trataba de un yate a motor Sunseeker Predator 108, pintado con tonos gris carbón y plata, y que lucía el logotipo Frost en el casco. Nina se quedó estupefacta cuando le dijeron que había llegado en avión a Brasil procedente de Europa, tras tres días de intensos preparativos para la expedición, que después lo habían transportado en el vientre de un inmenso avión, un Antonov An-225, hasta la ciudad de Manaos, donde remontó quinientos kilómetros río arriba hasta Tefé, para reunirse con sus pasajeros. Los recursos que Kristian Frost estaba dispuesto a invertir por la búsqueda de la Atlántida, por ella, la dejaron anonadada.

Aunque era una embarcación muy grande —debía de medir, desde la puntiaguda proa hasta popa, más de treinta metros de eslora—, iba a transportar a la expedición de forma rápida y cómoda hasta un punto situado a tan solo quince kilómetros de su destino, a pesar de los recodos y estrechamientos del río. Gracias a su poco calado, inferior a un metro veinte, y una serie de motores de maniobra situados en proa y popa, podía girar sobre sí mismo y navegar las vías fluviales más grandes con relativa facilidad.

En aquellas partes del río que el
Nereida
no pudiera salvar… Ahí era donde entraba en juego el segundo barco. La embarcación auxiliar del
Nereida
, que colgaba de una pequeña grúa en popa, era una Zodiac hinchable de cuatro metros y medio. Era la antítesis de la lujosa embarcación madre, pero si todo salía según lo planeado, solo la necesitarían para el último tramo del viaje.

La necesidad de un barco del tamaño del
Nereida
había surgido a causa del aumento de la expedición. Además de Philby, se habían unido cuatro personas más al equipo original de Nina, Kari, Chase y Castille. Dos de ellas formaban la tripulación del barco: el capitán, barbudo y corpulento, Augustine Pérez y su «primer oficial», cargo que usaban en broma, Julio Tanega, que sonreía con frecuencia y mostraba, no uno, sino dos dientes de oro.

El tercer miembro era Agnaldo di Salvo, un brasileño de espaldas anchas y complexión fuerte, que tenía el aire de un hombre al que pocas cosas lo sorprendían y nada le daba miedo. Kari lo había presentado como su guía en la zona, pero Di Salvo, cuando se lo preguntó Nina, se definió como «rastreador de indios». La doctora, sin embargo, se sintió algo intimidada para ahondar en la diferencia entre ambas cosas. Para su sorpresa, Chase y Castille parecían conocerlo bastante bien.

Además de Di Salvo, y sin gozar de toda su aprobación, había otro estadounidense, un chico alto y delgado como un junco, un licenciado de San Francisco llamado Hamilton Pendry. Era un ecólogo que estudiaba los efectos de la explotación comercial de las selvas tropicales sobre la población indígena, y también era el sobrino de un congresista demócrata que había convencido al gobierno brasileño de que permitiera que acompañara a uno de sus expertos en la selva. Parecía que a Di Salvo le había tocado bailar con la más fea. Puesto que los Frost habían exigido explícitamente que Di Salvo formara parte de la expedición, ahora también tenían que cargar con Hamilton, aunque no le habían contado la naturaleza exacta de la misión. Y menos mal, pensó Nina; aquel joven greñudo parecía sincero en su entusiasmo por la causa de los indios nativos y por la conservación de su entorno, ¡pero joder, podría estarse calladito durante cinco minutos!

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