Read En busca de la Atlántida Online

Authors: Andy McDermott

Tags: #Intriga, #Histórico

En busca de la Atlántida (42 page)

—¿Y qué ocurre con los que están atrapados en la Atlántida? —preguntó Nina—. Mis amigos siguen ahí.

—Y ahí se quedarán —replicó Qobras.

—¿Qué? Un momento, hemos acordado…

Qobras la agarró de los brazos y le susurró a la cara:

—Hemos acordado que permitiría que se salvara la tripulación del barco, doctora Wilde. Ellos no están en el barco. Si tiene alguna objeción, ¡les ordenaré a mis hombres que los maten! ¿Me entiende?

—Sí —respondió Nina, derrotada.

—Doctora Wilde —le dijo Matthews mientras uno de los hombres de Qobras le hacía un gesto con el subfusil para que siguiera al resto de la tripulación—, ¿tiene algún familiar con el que desea que me ponga en contacto?

—No, me temo que no —suspiró—. Pero… si ve a Eddie, dígale que le mandaré una postal.

Matthews puso cara de desconcierto, pero no pudo decir nada antes de que se lo llevaran a empujones. Qobras señaló su barco.

—Ahora, doctora Wilde, si sube a bordo de mi embarcación podremos hablar sobre la ubicación del último templo atlante.

A pesar de que la gélida y oscura agua cubría tres cuartas partes, el auténtico templo de Poseidon resultaba aún más impresionante que su réplica sudamericana.

—Esto es increíble —dijo Kari, aturdida ante la magnificencia que los rodeaba. Sobre ella, varias hileras de nervios con adornos en oro, plata y oricalco se alzaban hacia el techo—. ¡Mire arriba! Está todo cubierto de marfil, tal como lo describió Platón.

—Increíble no es la palabra que yo usaría —dijo Chase, que fue nadando junto a ella—. Es como estar dentro de una caja torácica. Al tipo que hizo las películas de
Alien
le encantaría este sitio. —Partió otra barra de luz, la lanzó al otro lado de la sala y se quedó flotando en el agua. Más allá de los haces de luz de sus linternas, la sala estaba iluminada con un suave resplandor anaranjado. La cabeza de Poseidón asomaba por encima del agua, y los miraba con unos ojos dorados y siniestros—. ¿Ha encontrado alguna salida?

—No. ¿Y usted?

Chase señaló el extremo sur de la sala.

—Es igual que el otro templo. Idéntico. Me apuesto lo que sea a que si fuéramos por ese pasillo encontraríamos los mismos retos.

—¿Hay un pasillo? ¿Podemos salir por él?

Negó con la cabeza.

—Está a nivel del suelo, ¿recuerda? Hay casi diez metros de sedimentos sobre la salida.

—Quizá deberíamos intentarlo. Puesto que el techo está intacto, el agua debió de entrar por ahí. Podríamos salir del mismo modo.

—Hay una forma más rápida —dijo Chase, que cogió una de las dos cargas explosivas.

—No, es demasiado peligroso —protestó Kari—. ¡Si abre una brecha en el techo, podría derrumbarse todo el templo!

—No quiero derruir el edificio. Mire. —Se acercó a la pared, en una zona en la que el marfil se había resquebrajado y mostraba la piedra que había debajo—. Tan solo tenemos que hacer un agujero lo bastante grande para poder pasar por él. Bastaría incluso si fuéramos capaces de mover uno de esos bloques.

—Suponiendo que su bomba no vuele todo el techo.

Chase se encogió de hombros tanto como pudo en el interior del traje.

—Bueno, ¿qué es la vida sin un poco de riesgo? —Enfocó las piedras con la linterna y examinó las junturas. Al igual que en Brasil, las habían tallado con tal precisión que no requerían de mortero; su propio peso aguantaba la estructura. Intentó clavar el cuchillo en una de las junturas, pero solo penetró unos cuantos milímetros—. Tenemos que encontrar el punto más débil para poner las cargas. —Se apartó de la pared y se volvió para mirar la estatua de Poseidon—. Tan grande que tocaba el techo con la cabeza…

Kari se quedó impresionada.

—¿Ha leído a Platón?

—Pensé que tenía que probarlo. ¿Pero ve? Si nos encaramamos al cabezón, podremos poner las cargas justo bajo el techo. Los bloques de la parte inferior de los muros sostienen el peso de los demás, pero los de arriba solo deben aguantar el peso de la gravedad.

—Y veinticinco atmósferas de la presión del agua —remarcó Kari—. Si hace un agujero en el techo, inundará el templo. Destruirá el edificio y seguramente también acabará con nosotros.

—Si no salimos de aquí dentro de una hora, no importará nada de todo eso. No tenemos tiempo para limpiar el túnel. Vamos. —Se inclinó hacia delante y, con la ayuda de los propulsores, se acercó a la estatua. Muy a su pesar, Kari lo siguió.

Castille prosiguió con su recorrido alrededor del templo y llegó al extremo sur. De momento no había visto ni un triste agujero; la cubierta del edificio era impenetrable como el caparazón de una tortuga.

Llevado por algún impulso, se posó sobre el edificio en sí. Las piedras eran gruesas, pero si se acercaba lo suficiente, quizá las ondas de radio podrían atravesarlas.

—¿Edward? —dijo—. ¿Kari? ¿Me oye alguien?

Permaneció en silencio, sin atreverse ni a respirar para que el zumbido del regulador de su traje no le impidiera oír alguna respuesta por leve que fuera. Pero no oyó nada.


Merde
. —Dio una patada y se dirigió hacia el lado occidental del templo.

Los botes salvavidas del
Evenor
se mecían en el agua mientras sus ocupantes remaban y se alejaban del barco. Nina los observó con resignación desde el puente de mando de la embarcación de Qobras, flanqueada por un par de guardias armados. El último de sus hombres había regresado a bordo y otros soltaban las amarras que unían a ambos barcos.

Starkman entró en el puente de mando.

—Giovanni, los explosivos están en su sitio. —Le entregó a Qobras un par de detonadores—. Este hará estallar las cargas de proa, y este las de la sala de máquinas.

—¿Están abiertas las escotillas? —preguntó Qobras.

—Sí, todas hasta los mamparos. Vuela la proa y los dos tercios delanteros del barco se llenarán de agua. Luego, cuando la proa se haya sumergido, vuelas las demás cargas, ¡y buuum! Tres mil toneladas directas al fondo del mar.

Qobras examinó los detonadores.

—Una espada de Damocles…

—Muy listo —dijo Nina con amargura—. Es una pena que no utilice ese ingenio con un fin más constructivo.

—No se imagina cuánto tiempo y esfuerzo he invertido para ser constructivo, doctora Wilde.

—¿Pues por qué no me ilumina?

—Tal vez lo haga. Quién sabe, quizá llegaría a entender mi punto de vista.

—Lo dudo —gruñó ella.

—Por desgracia —suspiró Qobras—, también lo dudo yo. —Se dirigió al capitán—. Sitúese a una distancia prudencial y ponga el barco de cara al
Evenor
. Quiero verlo.

Los que construyeron la estatua no la diseñaron para que alguien caminara sobre ella, pensó Chase. Platón no había sido del todo preciso; Poseidon no tocaba el techo literalmente, aunque lo pareciera desde el suelo. De hecho, quedaba un pequeño hueco en el que había logrado apretujarse. La estatua de oro tenía pelo y una corona de lo que parecían algas, nada de lo cual la convertía en una plataforma estable para el armazón inflexible de su traje.

—¿Cómo va? —preguntó Kari.

—Ya casi he llegado. —Había conectado ambas cargas para que estallaran al mismo tiempo. El detonador era un sencillo temporizador mecánico, que debía ser infalible incluso bajo cientos de metros de agua. Una vez activado, tendría un minuto para situarse a una distancia prudencial. En mar abierto, y con la ayuda de los propulsores, no habría sido un problema. Sin embargo, en el interior del templo…

—Sigo pensando que es una mala idea.

—Si no funciona, puede despedirme. Bueno, ya está. —Logró colocar los explosivos en el techo de un modo algo precario, sobre uno de los nervios de marfil. El nervio quedaría reducido a esquirlas en cuanto estallara la carga. La pregunta era, ¿qué parte de la fuerza explosiva se dirigiría hacia arriba, al techo?

Tenía varios años de experiencia en demoliciones, pero en esta ocasión, Chase confiaba en la buena suerte. Era lo único que podía hacer.

—Aléjese —le dijo a Kari y señaló el extremo alejado del templo—. Y sumérjase tanto como pueda.

—De acuerdo. —Se volvió y desapareció bajo el agua. Las luces de su traje se desvanecieron como un espíritu a medida que descendía.

Chase miró el detonador.

—Bueno —dijo mientras se mentalizaba. Activar el temporizador era un proceso de dos pasos: tenía que girar y quitar una palanca antes de pulsar el interruptor del detonador. Acto seguido, un mecanismo de relojería sencillo pero efectivo contaba los sesenta segundos—. Ahí va…

Giró la palanca media vuelta y la arrancó. La bomba estaba lista. En cuanto apretara el botón, no había marcha atrás.

—Muy bien, Kari —dijo. Ni tan siquiera estaba seguro de que fuera a recibir la señal de radio a través del agua—, prepárese. Los sesenta segundos empiezan… ¡ahora!

Apretó el interruptor y echó a rodar por la cabeza de la estatua…

Y se detuvo en seco.

¡El cinturón se le había enganchado a la corona!

—Mierda —gruñó, mientras pataleaba para intentar liberarse. Todo fue en vano—. ¡Mierda!

El temporizador avanzaba implacablemente.

—Quinientos metros, señor —anunció el capitán.

—Muy bien —dijo Qobras, mientras miraba por las ventanas del puente de mando. Justo enfrente, y de costado, se encontraba el
Evenor
, de un blanco resplandeciente. En la proa, colgado de la grúa, se mecía suspendido en el aire el
Sharkdozer
, con su casco amarillo brillante. Los botes salvavidas se habían dispersado para intentar alejarse lo máximo del barco condenado.

—Por favor —suplicó Nina—, no tiene por qué hacerlo…

Qobras no la miró, la mirada fija en el barco.

—Me temo que sí.

Levantó el primer detonador y apretó el botón.

Castille soltó el control de los propulsores y se detuvo justo encima de la cubierta del templo. Acababa de oír algo por los auriculares, entre interferencias, pero le había parecido una palabrota.

—¿Edward? —preguntó y se acercó a la cubierta de piedra—. Edward, ¿eres tú? ¿Me oyes?

Entonces oyó otra cosa.

Esta vez no fue a través de los auriculares, sino que le llegó por el mar. El estruendo amortiguado de una explosión.

Un sonido que conocía muy bien. Una explosión justo encima de él.

Solo podía significar una cosa.

Nina esperaba que una inmensa bola de fuego arrasara la proa del
Evenor
, pero la explosión fue un anticlímax. Las escotillas abiertas escupieron bocanadas de humo, seguidas de pequeños trozos de escombros y de papeles. Bajo la línea de flotación surgió una espuma blanca, que desapareció rápidamente.

Sin embargo, el efecto destructivo de la bomba se hizo patente de inmediato.

La proa del barco se hundió en el agua y se escoró hacia estribor. Todos los objetos y cajas que no estaban atados, se deslizaron por la cubierta y cayeron al mar. El
Sharkdozer
dio fuertes bandazos sobre el agua. En la cubierta de popa, el helicóptero se tambaleó y puso a prueba la resistencia de los cables que lo lijaban al helipuerto.

A Nina le sorprendió la velocidad con la que se hundió. Observó, con una mezcla de horror y fascinación, cómo la proa se sumergía en el océano, mientras las ráfagas de aire comprimido expulsaban los desechos causados por la explosión a través de las escotillas. A ese ritmo, la cubierta de proa se habría hundido en menos de un minuto.

Chase intentó desenganchar el cinturón de la corona, pero le resultaba difícil manejarse debido al armazón de su traje.

Cuarenta segundos.

—¡Mierda!

Un ruido sordo fuera del templo. ¡Una explosión!

Y entonces oyó algo por los auriculares, la voz de alguien que se esforzaba por llegar hasta él a pesar de las interferencias. Kari…

¡No! ¡Castille!

—¡Edward! ¿Me oyes? ¡Edward!

Si la radio funcionaba sin el repetidor, significaba que estaba cerca, muy cerca.

—¡Hugo! —gritó Chase—. ¡Vete de aquí! ¡He puesto una bomba! ¡Vete!

—¡Edward! Repit…

Treinta segundos.

—¡Bomba! —gritó Chase. Intentó coger el cuchillo. Llevaba el cinturón atado muy tenso; tiró desesperadamente de él, intentando meter la punta de la hoja bajo la cinta recubierta de plástico.

Castille puso los ojos como platos. No había podido entender casi nada de lo que le había dicho Chase a causa de las interferencias, pero la última palabra la oyó con demasiada claridad.

Aceleró los propulsores al máximo y salió disparado hacia arriba.

La inclinación del
Evenor
no había hecho sino aumentar, y la cubierta ya estaba escorada a casi cuarenta y cinco grados, mientras la proa se hundía bajo las olas. El helicóptero se soltó de las amarras, se deslizó por la cubierta y chocó contra el agua. Primero se hundió la cola y el aire de la cabina mantuvo el morro a flote durante unos segundos antes de que el peso del aparato lo arrastrara al agua.

En la cubierta de proa, uno de los cables que sostenían el
Sharkdozer
se partió y el pesado sumergible empezó a balancearse como un péndulo. Chocó contra el agua y levantó una cortina de espuma. La grúa, que soportaba más peso del que debía, cedió por la base, cayó por la cubierta y atravesó el submarino. Empezó a manar agua de la herida abierta, y el
Sharkdozer
se hundió al cabo de unos segundos.

A medida que el barco se iba a pique, los restos de la explosión iban a parar al agua. De pronto, emergió la popa del océano; las hélices chorreantes de agua.

Qobras levantó el segundo detonador y, sin inmutarse lo más mínimo, apretó el botón.

Veinte segundos…

—¡Vamos, cabrón!

Chase hizo palanca hacia arriba con el cuchillo, la punta clavada en el revestimiento de su traje. Oyó un ruido y el cinturón se partió en dos.

Cayó de espaldas al agua, desde una altura de dos metros y medio, y se dio un golpe en la nuca con el interior del casco. Sin embargo, no había tiempo para el dolor porque le quedaban menos de quince segundos para alejarse de la bomba.

Tras una última bocanada de vapor y humo del timón, el
Evenor
desapareció en el Atlántico. El último chirrido del barco moribundo fue como el lamento de un animal herido. Dejó tras de sí un remolino de burbujas y cientos de restos demasiado ligeros, arrastrados por la vorágine.

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