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Authors: Günter Grass

Tags: #Clásico, #Histórico

El tambor de hojalata (75 page)

BOOK: El tambor de hojalata
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No se dio cuenta de mi desencanto y me contó que había estado en un tris de no llegar, porque la enfermera jefe, sólo para fastidiarla, le había confiado un encargo poco antes de las cinco.

—Pues bien, señorita Gertrudis, ¿puedo hacerle algunas proposiciones? Podríamos ir primero tranquilamente a un salón de té, y luego a lo que usted quiera: al cine tal vez, porque para el teatro ya no hay, desgraciadamente, manera de conseguir entradas; o bien, ¿qué le parecería a usted un dancing?

—¡Oh, sí, vamos a bailar! —exclamó entusiasmada, y sólo demasiado tarde se dio cuenta, pero entonces disimulando apenas su espanto, que como pareja de baile haría yo una figura bien vestida, sin duda, pero de todos modos imposible.

Con cierta maliciosa satisfacción —¡Ah, si hubiera venido con aquel uniforme de enfermera que yo apreciaba tanto!— me aferré al proyecto que había obtenido ya su visto bueno, y ella, que carecía de imaginación, no tardó en olvidar su susto, comió conmigo —yo un pedacito y ella tres pedacitos— un pastel que debían haber confeccionado con cemento y, después que hube pagado con cupones y con dinero sonante, cogió conmigo, junto al almacén de Koch del Wehrhahn, el tranvía que iba a Gerresheim, porque me había dicho Korneff que al pie del Grafenberg había un local de baile.

Tuvimos que hacer a pie el último tramo del camino, ya que el tranvía paraba antes de la subida. Era un atardecer de septiembre, tal como se lee en los libros. Las sandalias de la señorita Gertrudis, que eran de suela de madera y no requerían cupones para su adquisición, castañeteaban como el molino junto al arroyo. Eso me ponía alegre. La gente que venía cuesta abajo se volvía para mirarnos. A la señorita Gertrudis eso le resultaba penoso. Yo ya estaba acostumbrado y no me importaba: al cabo eran mis cupones los que le habían proporcionado tres pedacitos de pastel de cemento en el salón de té de Kürten.

El dancing se llamaba Wedig, y llevaba el subtítulo de Castillo del León. Ya en la taquilla se produjeron risas sofocadas y, cuando entramos, las cabezas se volvieron hacia nosotros. Vestida de civil, la señorita Gertrudis sentíase insegura y, si el camarero y yo no la hubiéramos sostenido, habría tropezado con una silla plegable. El camarero nos asignó una mesa cerca de la pista y yo pedí dos refrescos, añadiendo por lo bajo, en forma que sólo lo oyera el camarero: —Con piquete, por favor.

El Castillo del León constaba principalmente de una sala que en otro tiempo pudo haber servido de picadero. La parte superior de la misma, o sea el techo abundantemente dañado, hallábase adornado con serpentinas y guirnaldas de papel procedentes del último carnaval. Unas luces esmeriladas y coloreadas ponían reflejos en el pelo peinado firmemente hacia atrás de jóvenes traficantes del mercado negro, elegantes en parte, y en las blusas de satén de unas muchachas que parecían conocerse todas entre sí.

Cuando nos hubieron servido los refrescos con piquete, le compré al camarero diez cigarrillos americanos, ofrecí uno a la señorita Gertrudis y otro al camarero, que se lo puso detrás de la oreja y, una vez que le hube dado fuego a mi dama, saqué la boquilla de ámbar de Óscar y me fumé hasta la mitad un cigarrillo Camel. Las mesas de al lado se calmaron. La señorita Gertrudis atrevíase ya a levantar la mirada. Y cuando apagué en el cenicero la soberbia mitad del Camel y la dejé allí abandonada, la señorita Gertrudis la cogió con mano experta y la guardó en uno de los compartimientos interiores de su bolsito de mano de plástico.

—Para mi prometido en Dortmund —dijo—; fuma como un desesperado.

Me alegré de no tener que ser su prometido, así como de que empezara la música.

La orquesta, compuesta de cinco músicos, tocó:
Don't fence me in
. Atravesando la pista en diagonal y sin toparse unos con otros, los varones, que caminaban sobre suelas de crepé, se pescaban muchachas, las cuales, al levantarse, dejaban sus bolsos a alguna amiga para que se los guardara.

Había algunas parejas que bailaban con gran soltura, como si fueran profesionales. Mascábase mucho chewing-gum. Algunos bailarines parábanse por algunos compases y sostenían del brazo a las muchachas que seguían agitándose con impaciencia desde su punto de apoyo. Palabras sueltas en inglés conferían sabor al vocabulario renano. Antes de que las parejas volvieran a unirse para el baile, pasábanse pequeños objetos de mano en mano: los verdaderos traficantes de mercado negro no conocen el descanso.

Dejamos pasar esa pieza, y también el fox siguiente. Óscar miraba ocasionalmente las piernas de los varones y, cuando la banda atacó
Rosamunda
, invitó a bailar a la señorita Gertrudis, que no sabía lo que le pasaba.

Recordando las habilidades de danzarín de Jan Bronski, me lancé a un tango; medía dos cabezas menos que la señorita Gertrudis y no sólo me daba cuenta del aspecto grotesco de nuestro acoplamiento, sino que más bien tendía a subrayarlo. Ella se dejaba conducir con resignación, y yo, aguantándola por las posaderas con la palma de la mano hacia fuera —sentí treinta por ciento de lana— empujé a la robusta señorita Gertrudis, con mi mejilla junto a su blusa, hacia atrás, siguiendo sus pasos y solicitando sitio con nuestros brazos tendidos por la izquierda, de un extremo a otro de la pista. La cosa fue mejor de lo que yo me había atrevido a esperar. Me permití practicar unas evoluciones y, sin perder arriba contacto con su blusa, aguantábame abajo ya a la derecha ya a la izquierda de su cadera, que me ofrecía apoyo, y giraba a su alrededor, sin perder en ello esa actitud clásica del tanguista, que tiene por objeto dar la impresión de que la dama se va a caer hacia atrás y el caballero que trata de tumbarla va a caerse sobre ella, y sin embargo ni él ni ella se caen, porque los dos son excelentes bailarines.

No tardamos en tener espectadores. Yo oía exclamaciones por el estilo de: —¿No te dije yo que ése era un Jimmy? ¡Mira qué bien baila el Jimmy! ¡Venga, Jimmy! Come on, Jimmy! Let's go, Jimmy!

Desgraciadamente yo no alcanzaba a ver la cara de la señorita Gertrudis y sólo me cabía esperar que ella tomara estas incitaciones con satisfacción y calma, cual una ovación de la juventud, y que se adaptara al aplauso con la misma naturalidad con que sabía adaptarse a menudo, en su trabajo de enfermera, a los piropos de los pacientes.

Cuando nos sentamos seguían aplaudiendo. La banda de los cinco marcó la rúbrica, en la que el de la batería se distinguió especialmente, y luego otra y otra más. —Jimmy! —gritaban, y—: ¿Ya viste la pareja? —En esto levantóse Gertrudis, balbuceó algo acerca de que iba a la toilette, cogió su bolso con el medio cigarrillo para el prometido de Dortmund y, toda colorada y dándose contra las sillas y las mesas, se abrió paso en dirección de la toilette al lado de la taquilla.

Ya no volvió. Del hecho de que antes de irse vaciara de un solo trago su vaso de refresco pude deducir que el vaciar el vaso significa adiós: la señorita Gertrudis me dejó plantado.

¿Y Óscar? Con un cigarrillo americano en la boquilla de ámbar, pidió al camarero que retirara discretamente el vaso vaciado hasta las heces por la señorita Gertrudis, un alcohol sin refresco. Costara lo que costara, Óscar sonreía. Sonreía dolorosamente, sin duda, pero sonreía y, cruzando arriba los brazos y poniendo abajo una pierna del pantalón sobre la otra, mecía negligentemente un elegante zapato de lazos, tamaño treinta y cinco, y saboreaba la superioridad del abandonado.

Los jóvenes asiduos al Castillo del León se mostraron simpáticos y, al pasar junto a mí girando sobre la pista, me hacían señas amistosas: «Hallo!», gritaban los varones; «Take it easy!», decían las muchachas. Yo daba las gracias con mi boquilla a aquellos representantes del verdadero humanitarismo, y me sonreí satisfecho cuando el de la batería empezó a redoblar profusamente y, ejecutando un solo de tambor, bombo, platillos y triángulo, que me recordaba mis buenos tiempos de debajo de las tribunas, anunció que ahora tocaba a las damas escoger a sus caballeros.

La banda se prodigó con ardor y tocó
Jimmy the Tiger
. Esto era sin duda alguna en mi honor, aunque nadie del Castillo del León pudiera tener la menor noticia de mi carrera de tambor debajo de las tribunas. En todo caso, aquel temblorín de muchacha de pelo revuelto de color caoba que me eligió para formar pareja con ella me susurró al oído, con su voz enronquecida por el tabaco y mascando chewing-gum: —Jimmy the Tiger. —Y mientras evocando la jungla y sus peligros girábamos velozmente, lo que duró aproximadamente unos diez minutos, el tigre rondaba por allí sobre sus patas de tigre. Y nuevamente hubo redoble de tambor, y aplauso, y nuevo redoble, porque yo llevaba una joroba bien vestida, era ágil de piernas y, cual Jimmy the Tiger, no hacía en ningún modo mala figura. Invité a mi mesa a la dama que me mostraba tal afecto, y Helma —tal era su nombre— me pidió permiso para llamar a su amiga Hannelore. Esta era taciturna, sedentaria y bebía mucho. A Helma, en cambio, le daba más por los cigarrillos americanos, y tuve que pedirle más al camarero.

Una simpática velada. Yo bailé
Hebaberiba
,
In the mood
y
Shoeshine boy
, conversé en los intermedios y entretuve a dos muchachas fáciles de contentar, que me contaron que trabajaban las dos en la central telefónica de la Plaza Graf Adolf, sección de larga distancia, y que había además otras muchas de la misma central que venían todos los domingos al Castillo del León. En todo caso, ellas venían todos los fines de semana, siempre que no estaban de servicio, y también yo prometí volver más a menudo, porque Helma y Hannelore eran un encanto y porque con las muchachas de larga distancia —aquí hice un juego de palabras que las dos captaron inmediatamente— uno podía también entenderse perfectamente muy de cerca.

Dejé de ir a los hospitales municipales por algún tiempo. Y cuando luego volví una que otra vez por ellos, la señorita Gertrudis había sido transferida a la sección de ginecología, así que ya no la volví a ver; sólo en una ocasión, de lejos, cambiamos un saludo. Del Castillo del León, en cambio, me hice cliente asiduo. Las muchachas me trataban bien, pero sin excederse. Por su mediación conocí a algunos miembros del ejército británico de ocupación, aprendí unas cien palabras en inglés y contraje asimismo amistad con algunos músicos de la orquesta, con los que inclusive llegué a tutearme. Sin embargo, por lo que se refiere al tambor, me abstuve, y nunca me senté detrás de la batería; me daba por satisfecho con la pequeña felicidad que me procuraba la percusión de los epitafios en la barraca de marmolista de Korneff.

Durante el rudo invierno del cuarenta y siete al cuarenta y ocho mantuve el contacto con las dos muchachas de la central telefónica y hallé también algún calor, no demasiado costoso, con la callada y sedentaria Hannelore, en lo que sin embargo guardamos cierta distancia, limitándonos al manoseo sin compromiso.

El marmolista suele cuidarse durante el invierno. Hay que reforjar los utensilios, se prepara la superficie de algunos bloques antiguos para las inscripciones y, donde faltan los cantos, se practican filetes o ranuras. Korneff y yo volvimos a llenar el depósito de losas funerarias, aligerado durante el otoño, y colamos algunas piedras artificiales con restos de caliza conchífera. Por mi parte probé también mi habilidad con el pantógrafo en esculturas fáciles, ejecuté algunos relieves, cabezas de ángel, Cristos coronados de espinas y la paloma del Espíritu Santo. Cuando nevaba, abría yo paso en la nieve con la pala, y cuando no nevaba, deshelaba la tubería de agua con la pulidora.

A fines de febrero del cuarenta y ocho —el carnaval me había enflaquecido y posiblemente había adquirido cierto aire intelectual, porque algunas muchachas del Castillo del León me llamaban «doctor»—, vinieron, poco después del miércoles de Ceniza, los primeros campesinos de la orilla izquierda del Rin y examinaron nuestro depósito de lápidas. Korneff estaba ausente. Se hallaba practicando su cura anual contra el reumatismo, trabajaba en unos altos hornos en Duisburg y, cuando después de dos semanas volvió desecado y sin furúnculos, había ya logrado yo vender ventajosamente tres lápidas, entre ellas una para un panteón de tres plazas. Korneff se arregló por su parte para dos lápidas de caliza conchífera de Kichheim y, a mediados de marzo, empezamos con la colocación. Un mármol de Silesia fue a Grevenbroich; las dos lápidas de Kirchheim se levantan en el cementerio de una aldea cerca de Neus, y la arenisca roja del Meno con las cabezas de ángel esculpidas por mí puede admirarse hoy todavía en el cementerio de Stomml. La diabasa con el Cristo coronado de espinas para el panteón triple la cargamos a fines de marzo y fuimos lentamente, porque el cochecito estaba sobrecargado, en dirección de Kappes Hamm y del puente de Neus. De ahí fuimos a Rommerskirchen pasando por Grevenbroich, dejamos Niederaussem atrás y llevamos la pieza con el pedestal, sin rotura del eje, al cementerio de Oberaussem, situado sobre una colina que se tiende suavemente hacia la aldea.

¡Qué panorama! A nuestros pies la cuenca carbonífera del Erftland. Las ocho chimeneas de la fábrica Fortuna, que elevan sus penachos de humo hacia el cielo. Se trata de la nueva central eléctrica Fortuna Norte, siempre siseante, siempre a punto de explotar. Detrás, los escoriales con sus funiculares y sus vagonetas de volquete. Cada tres minutos, un tren eléctrico, cargado de coque o vacío. Viniendo de la central o yendo hacia la central, pasando sobre el ángulo izquierdo del cementerio, primero como de juguete y, luego, como de juguete para gigantes, la línea de alta tensión en columnas de tres en fondo, zumbando y tensa, en dirección de Colonia. Otras líneas, en el horizonte, hacia Bélgica y Holanda: un nudo, empalme del universo. Colocábamos el panteón de diabasa para la familia Flies: la electricidad se produce cuando... El sepulturero y su ayudante, que aquí sustituía a Leo Schugger, vinieron con sus utensilios cerca de donde estábamos, en el campo de tensión, y empezaron con una exhumación tres hileras más abajo de nosotros —tenían lugar aquí unos trabajos de reparación—, y hasta nosotros llegaban los olores típicos de una exhumación demasiado precoz. Nada repelente, no, estábamos en marzo. Tierras de labranza entre montañas de coque. El sepulturero llevaba unos anteojos de alambre y discutía a media voz con su Leo Schugger, hasta que la sirena de Fortuna Norte emitió su aliento por espacio de un minuto, dejándonos a nosotros sin él —no hablemos ya de la mujer que se trataba de exhumar—; sólo la alta tensión se mantenía, y luego la sirena se volcó, cayó por el bordo y se ahogó, en tanto que de los grises tejados de pizarra de la aldea se elevaban en rizos las humaredas de mediodía e, inmediatamente después, las campanas de la iglesia:
ora et labora
—industria y religión mano a mano. Cambio de turno en Fortuna Norte; nosotros, nuestro pan con tocino. Pero una exhumación no admite descanso, como tampoco la alta corriente, que venía sin cesar y a toda velocidad hacia las potencias victoriosas, iluminando a Holanda, en tanto que aquí seguíamos con los cortes; con todo, la mujer volvió a la luz.

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