Read El tambor de hojalata Online

Authors: Günter Grass

Tags: #Clásico, #Histórico

El tambor de hojalata (77 page)

BOOK: El tambor de hojalata
11.69Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Esto debía ser la señal del comienzo, porque dieciséis veces crujió detrás de los caballetes el carboncillo, chilló al hacerse polvo, se estrelló en mi expresión —léase en mi joroba—, la hizo negra, la ennegreció y la dibujó; porque todos los alumnos del profesor Kuchen andaban tras mi expresión con tanta espesa negrura, que inevitablemente caían en la exageración, sobrestimando las dimensiones de mi joroba; habían de recurrir a hojas cada vez mayores y, con todo, no acertaban a llevarla al papel.

Entonces el profesor Kuchen dio a los dieciséis despilfarradores de carboncillo el consejo acertado de no empezar con el perfil de mi joroba demasiado expresiva —que por lo visto rompía todos los formatos—, sino de esbozar primero mi cabeza en el quinto superior de la hoja, lo más a la izquierda posible.

Tengo un hermoso pelo castaño oscuro y brillante, pero hicieron de mí un gitano con mechones. A ninguno de los dieciséis apóstoles del arte llamóle la atención que Óscar tuviera los ojos azules. Cuando en el curso de una pausa —porque todo modelo tiene derecho a un cuarto de hora de descanso después de tres cuartos de hora de posar— examiné los quintos superiores izquierdos de las dieciséis hojas, sorprendióme, sin duda, frente a cada caballete, lo que de acusación social había en mi cara acongojada; pero eché en falta, ligeramente molesto, el brillo de mis ojos azules: allí donde hubieran debido brillar claros y seductores, unos trazos del más negro de los carboncillos rodaban, se fruncían, se desmenuzaban y me apuñalaban.

Teniendo en consideración la libertad del arte, decíame a mí mismo: los jóvenes hijos de las musas y las muchachas enredadas en el arte han reconocido sin duda en ti a Rasputín, pero quién sabe si algún día sabrán descubrir y despertar a aquel Goethe que dormita en ti y llevarlo al papel, no tanto con expresión como con un argénteo lápiz mesurado. Ni los dieciséis alumnos, por muy dotados que fueran, ni el profesor Kuchen, por muy inconfundible que se dijera ser su trazo de carboncillo, lograron legar a la Posteridad un retrato definitivo de Óscar. Pero de todos modos yo ganaba bastante, se me trataba con respeto, me pasaba seis horas diarias sobre la plataforma giratoria, con la cara vuelta ya hacia el lavabo permanentemente obstruido, ya hacia las ventanas grises, azul celestes y ligeramente nubladas del taller, ya mirando a un biombo, e irradiando expresión a razón de un marco ochenta por hora.

Después de algunas semanas, los alumnos lograron hacer dibujos bastante aceptables. Lo que significa que se habían moderado algo en el esbozo de la expresión, ya no exageraban mis dimensiones hasta lo desmesurado y me trasladaban ocasionalmente al papel de la cabeza a los pies y desde los botones de mi chaqueta hasta aquel lugar donde la tela de mi vestido, tendida al máximo, limitaba mi joroba. En muchas de las hojas de dibujo quedaba inclusive sitio para un fondo. Pese a la reforma monetaria, aquellos jóvenes seguían mostrándose impresionados todavía por la guerra y construían detrás de mí ruinas con ventanas desmanteladas acusadoramente negras, o me colocaban cual un refugiado desnutrido y desesperado entre troncos de árboles segados por los obuses, o extendían a mi alrededor, con suma aplicación de carboncillo, alambradas de púas exageradamente grandes, haciéndome vigilar desde torres que amenazaban asimismo desde el fondo; otras veces me ponían con una escudilla de hojalata en la mano, delante o debajo de unas ventanas con barrotes que servían de aliciente gráfico, y dentro de una indumentaria de presidiario, todo ello, por supuesto, en nombre de la expresión artística.

Comoquiera, sin embargo, que todo eso se me aplicaba como a un moreno Óscar gitano, y comoquiera que se me dejaba contemplar toda esa miseria no con ojos azules, sino negros, manteníame yo quieto en mi calidad de modelo, sabiendo que no se puede dibujar el alambre de púas; de todos modos me sentí contento cuando los escultores, que como es sabido han de arreglárselas sin escenario, me tomaron por modelo, por modelo para desnudo.

Esta vez no me buscó ningún alumno, sino el propio maestro. El profesor Maruhn era amigo de mi profesor de carboncillo, el maestro Kuchen. Al posar yo en una ocasión en el taller particular de Kuchen, un local sombrío lleno de manchas de carboncillo enmarcadas, para que aquel barbudo locuaz me fijara con su trazo inconfundible en el papel, vino a verlo el profesor Maruhn, un quincuagenario fornido y rechoncho, el cual, a no ser por la boina que atestiguaba su condición de artista, no se hubiera distinguido mucho, con su bata blanca de escultor, de un cirujano.

Pude darme cuenta en el acto de que Maruhn, amante de las formas clásicas, me miraba con hostilidad, a causa de mis proporciones. Preguntó en son de mofa a su amigo si no le bastaban aquellos modelos gitanos a los que había ennegrecido hasta ahí y a los que debía en los círculos artísticos su apodo de Gitanazo. ¿Quería probar ahora su talento con los deformes? ¿Se proponía, después de aquel período de éxito artístico y comercial de los gitanos, probar fortuna con un período más ventajoso todavía, artística y comercialmente, de enanos?

El profesor Kuchen convirtió la broma de su amigo en trazos de carboncillo furioso y negro como la noche: ése fue sin duda el retrato más negro que jamás hiciera de Óscar; en realidad era todo negro, con excepción de unos pocos claros en mis pómulos, mi nariz, la frente y las manos, que Kuchen me hacía siempre demasiado grandes, exhibiéndolas provistas de nudosidades reumáticas, de mucha fuerza expresiva, en el centro de sus orgías de carboncillo. De todos modos, en ese dibujo, que más adelante había de causar sensación en una exposición, tengo ojos azules, es decir: unos ojos claros, sin el menor brillo siniestro. Óscar atribuye este hecho a la influencia del escultor Maruhn, que no era en modo alguno un furibundo adepto al carbón, sino un clásico para el que mis ojos brillaban con una claridad goethiana. Hubo de ser sin duda la mirada de Óscar la que indujo al escultor Maruhn, que en el fondo no amaba sino las proporciones regulares, a ver en mí un modelo, su modelo de escultor.

El taller de Maruhn era claro y polvoriento; estaba casi vacío y no exhibía ni una sola obra terminada. Por todas partes se veían armazones de esculturas en proyecto, las cuales estaban tan perfectamente concebidas que el alambre, el hierro y los tubos curvados anunciaban ya, aun sin la arcilla de modelar, futuras formas llenas de armonía.

Posaba yo cinco horas diarias para el escultor como modelo de desnudo, y cobraba dos marcos por hora. Él marcaba con tiza un punto en la plataforma giratoria indicándome en dónde había de enraizarse en adelante mi pierna derecha que me servía de apoyo. Una vertical trazada desde el tobillo interno de la pierna de apoyo había de tocar exactamente, arriba, mi cuello entre las dos clavículas. La pierna izquierda era la pierna libre, pero esta expresión es equívoca, porque aunque había de ponerla ligeramente doblada y en forma descuidada a un lado, no podía, con todo, desplazarla ni moverla a mi antojo: también la pierna libre quedaba arraigada a la plataforma por medio de un trazo marcado con tiza.

Durante las semanas en que estuve sirviendo de modelo al escultor Maruhn, éste no logró hallar para mis brazos una postura equiparable a la de las piernas e inconmovible. Tan pronto me hacía dejar colgado el brazo izquierdo, y formar con el derecho un ángulo sobre mi cabeza, como me pedía que cruzara ambos brazos sobre el pecho o bajo mi joroba, o que los apoyara en las caderas; dábanse mil posibilidades, y el escultor las ensayó todas conmigo y con las armazones de tubo flexible.

Cuando finalmente, después de un mes de búsqueda activa de una actitud adecuada, se decidió a convertirme en arcilla, ya fuese con las manos cruzadas detrás de la nuca o prescindiendo en absoluto de los brazos, como torso, habíase agotado en la construcción y la reconstrucción de la armazón a tal punto que, apenas había echado mano a la arcilla de la caja, volvió a arrojar el material informe, con un chasquido apagado, se sentó mirándome a mí y a la armazón y empezaron a temblarle desesperadamente los dedos: ¡la armazón era demasiado perfecta!

Suspirando con resignación y simulando una jaqueca, pero sin mostrar el menor resentimiento para con Óscar, renunció a la empresa y puso en el rincón, junto a todas las demás armazones precozmente terminadas, la armazón gibosa, comprendidas las piernas libres y de apoyo, con los brazos de tubo levantados y los dedos de alambre que se cruzaban tras la nuca de hierro. Suavemente, sin sarcasmo, antes bien conscientes de su propia inutilidad, bamboleaban en mi vasta armazón gibosa los barrotes de madera, llamados también mariposas, que hubieran debido soportar la carga de arcilla.

A continuación tomamos té y charlamos como cosa de una hora, que el escultor me pagó de todos modos como hora de trabajo. Hablóme de tiempos pretéritos en los que, cual joven Miguel Ángel, colgaba él la arcilla por quintales y sin reparo en las armazones y ejecutaba esculturas que, en su mayor parte, habían sido destruidas durante la guerra. Y yo, por mi parte, le hablé de las actividades de Óscar como marmolista y grabador de inscripciones. Conversamos un poco de los respectivos oficios, hasta que él me llevó a sus alumnos, para que vieran en mí el modelo escultural y construyeran armazones adecuadas a las proporciones de Óscar.

Si el cabello largo ha de considerarse como indicativo del sexo, de los diez alumnos del profesor Maruhn seis tendrían que designarse como muchachas. Cuatro de ellas eran feas y competentes. Las otras dos eran lindas, locuaces y verdaderas muchachas. Nunca me he sentido cohibido para posar desnudo. Y aun diría que Óscar saboreó la sorpresa de las dos lindas y locuaces muchachas esculturas cuando éstas me contemplaron por vez primera sobre la plataforma giratoria y comprobaron con cierta irritación que, pese a la joroba y pese a su talla exigua, Óscar ostentaba unos órganos genitales que, dado el caso, hubieran podido compararse con cualquier otro atributo viril de los llamados normales.

Con los alumnos del maestro Maruhn la cosa era distinta que con éste. A los dos días habían levantado ya sus armazones, se comportaban como genios y, poseídos de una urgencia genial, empezaron a hacer chasquear la arcilla entre los tubos de plomo fijados con apresuramiento y poca ciencia: probablemente habían colocado demasiado pocas mariposas en la armazón de mi joroba, porque, apenas el peso de la arcilla húmeda trabajaba el soporte, confiriéndole a Óscar un aspecto ferozmente desgarrado, ya el Óscar de formación reciente oscilaba multiplicado por diez, la cabeza se me caía entre los pies, la arcilla se desprendía de los tubos y la joroba se me deslizaba hasta las corvas. Allí pude apreciar la pericia del maestro Maruhn, constructor tan excelente de armazones que ni siquiera necesitaba recubrir el esqueleto con materia barata.

Hasta las lágrimas se les saltaban a las escultoras feas pero competentes al ver que el Óscar de arcilla se desprendía del Óscar-armazón. En cambio, las dos muchachas lindas y locuaces se rieron de buena gana cuando, en forma casi simbólica, la carne se me desprendió de los huesos. Mas comoquiera que al cabo de algunas semanas los aprendices de escultor lograron sacar adelante algunos buenos modelos, primero en arcilla y luego en escayola pulida para su exposición semestral, tuve yo reiteradamente ocasión de establecer comparaciones entre las muchachas feas y competentes y las bonitas y locuaces. En tanto que las feas copiaban con esmero mi cabeza, mis miembros y mi joroba, y, movidas por un curioso sentido del pudor, omitían o estilizaban neciamente mis partes genitales, las dos bonitas, en cambio, cuyos grandes ojos y bellos dedos no les daban ninguna habilidad, dedicaban poca atención a las proporciones articuladas de mi cuerpo y ponían todo su interés en la reproducción lo más exacta posible de mis partes respetables. Y para no olvidar en esta conexión a los cuatro jóvenes adictos a la escultura, quede dicho que me abstraían, me reducían a simples planos con sus planchitas acanaladas y, con su árida comprensión masculina, dejaban erigirse cual viga cuadrangular sobre dos cubos iguales, a la manera del órgano fálico ávido de perpetuarse del rey de una caja de construcciones, aquello mismo que las muchachas feas omitían y las bonitas dejaban florecer en toda su carnosa naturaleza.

Sea ello debido a mis ojos azules o a las lámparas de luz cenital que los escultores disponían a mi alrededor en torno al Óscar desnudo, es el caso que unos jóvenes pintores que visitaban a las dos lindas esculturas descubrieron, ya fuese en el azul de mis ojos o en el rojo cangrejo de mi piel irradiada, un aliciente pictórico. Arrebatándome al taller de escultura y artes gráficas de la planta baja me llevaron a los pisos superiores del edificio y empezaron en seguida a mezclar los colores en sus paletas a imagen de los míos.

Al principio los pintores se mostraron demasiado impresionados por mi mirada azul. A tal punto parecía yo mirarlos con ojos azules, que el pincel del pintor me pintaba todo en dicho color. La carne robusta de Óscar, su pelo castaño ondulado y su boca fresca y sanguínea marchitábanse y se apagaban en unos tonos macabramente azules y, para acelerar todavía más la putrefacción, introducíanse aquí y allá, entre mis carnes azules, algo de verde agónico y de amarillo bilioso.

Óscar no pudo lograr otros colores hasta que, llegado el carnaval, que se celebró por espacio de una semana en los sótanos de la Academia, descubrió a Ulla y la llevó en calidad de musa a los pintores.

¿Fue el lunes de carnaval? Sí, fue el lunes de carnaval cuando me decidí a participar en la fiesta, a disfrazarme y a mezclar entre la muchedumbre a un Óscar disfrazado.

Al verme ante el espejo, María dijo: —Quédate en casa, Óscar. Te van a pisotear. —Pero luego me ayudó a disfrazarme, recortó retazos de tela, y su hermana Gusta los cosió inmediatamente, con aguja locuaz, para proporcionarme un traje de bufón. Al principio pensaba yo en algo por el estilo de Velázquez. Me hubiera también gustado verme de Narses, o tal vez de Príncipe Eugenio. Y cuando finalmente pude contemplarme en el espejo grande, al que los incidentes de la guerra habían deparado una grieta diagonal que deformaba ligeramente la imagen; cuando tuve la visión de aquel material coloreado, hinchado, rasgado en tiras y adornado con cascabeles, y vi a mi hijo Kurt presa de un ataque de risa y de tos, me dije para mis adentros, no precisamente feliz: Ahora es Yorick el bufón. Pero, ¿dónde encontrarás un rey a quien entretener, Óscar?

BOOK: El tambor de hojalata
11.69Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Devious Minds by KF Germaine
The Truth by Katrina Alba
BumpnGrind by Sam Cheever
Dead Cat Bounce by Nic Bennett
Las fieras de Tarzán by Edgar Rice Burroughs
Fruits of the Earth by Frederick Philip Grove
Cutting Edge by Carolyn Keene


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024